El edificio de cristal y acero se alzaba imponente frente a Sofía Vidal, reflejando el sol de la mañana porteña como si quisiera recordarle lo insignificante que se sentía en ese momento. Sus dedos jugueteaban nerviosamente con el borde de su falda —la misma que había comprado en ese outlet de Palermo jurándose que parecía de diseñador— mientras intentaba convencerse de que esta era una buena idea. O al menos, no la peor que había tenido en sus veintiocho años, aunque ese ranking incluía un tatuaje tribal y tres citas a ciegas organizadas por su madre.
*Estilo Porteño*. Las letras doradas en la entrada principal parecían burlarse de ella con el mismo descaro que su ex cuando le dijo que "no eras vos, era yo" (para después empezar a salir con su profesora de yoga). ¿Qué hacía una escritora freelance de blogs sobre relaciones amorosas —la mayoría fracasados como sus últimas tres relaciones— entrando a la revista de estilo de vida más importante de Buenos Aires? La misma que había pasado la noche anterior stalkeando en Instagram al equipo editorial, con una copa de Malbec en la mano y el pánico creciendo con cada perfil que visitaba.
—Bueno, al menos no puede ser peor que escribir sobre "Diez maneras de superar a tu ex usando cristales energéticos" —murmuró para sí misma, ajustándose el bolso al hombro (una imitación bastante convincente de marca de diseñador que había conseguido en Once) y atravesando las puertas giratorias. El artículo había sido su mayor éxito hasta la fecha, probablemente porque había escrito la mitad borracha y la otra mitad comiendo dulce de leche directamente del pote—. O aquel otro sobre "Cómo encontrar el amor usando la astrología y las aplicaciones de citas", que escribí después de que mi última cita resultara ser mi primo segundo.
El vestíbulo era un hervidero de actividad que hacía que su café matutino del bar de la esquina pareciera insuficiente. Tacones resonando contra el mármol pulido —todos aparentemente más caros que su guardarropa completo—, conversaciones entremezcladas sobre deadlines y photoshoots que sonaban como un idioma extranjero, y el aroma a café recién hecho que flotaba desde algún rincón invisible, probablemente de una máquina que costaba más que su alquiler. Una modelo que parecía salida de sus pesaderas adolescentes cruzó el lobby, haciendo que Sofía recordara con culpa el medialunas que había devorado en el camino.
Se acercó al mostrador de recepción, donde una mujer de cabello cobrizo —ese tono perfecto que Sofía había intentado conseguir tres veces, terminando siempre en un naranja nuclear— la observaba con curiosidad felina. Sus uñas, del rojo exacto que Sofía nunca podía encontrar en la peluquería, tamborileaban sobre el escritorio como si marcaran la cuenta regresiva de su dignidad.
—Buenos días, soy Sofía Vidal. Es mi primer día y... —comenzó, agradeciendo que su voz no delatara las tres horas que había pasado practicando esta línea frente al espejo, alternando entre "profesional segura" y "escritora bohemia pero competente".
—¡Ah, la nueva escritora! —la interrumpió la recepcionista con una sonrisa que prometía saber más de lo que dejaba ver, el tipo de sonrisa que precedía a los mejores chismes en los grupos de WhatsApp—. Soy Gabriela, pero todos me dicen Gaby. Martín te está esperando en la sala de reuniones del quinto piso.
La forma en que pronunció "Martín" hizo que algo se removiera en el estómago de Sofía, y no era solo el café con leche del desayuno. Había un brillo travieso en los ojos de Gaby, como si estuviera viendo el primer episodio de una telenovela particularmente jugosa.
*"Por favor"*, rogó mentalmente mientras se dirigía a los ascensores, sus tacones —comprados en oferta y aún sin dominar completamente— resonando con menos gracia de la que le hubiera gustado, *"que no sea otro de esos hombres intimidantes que me hacen escribir artículos sobre 'Cómo mantener la dignidad cuando tu jefe está más bueno que el dulce de leche'"*.
El universo, como siempre que Sofía hacía una petición, pareció reírse en su cara. Y esta vez, lo haría con acento porteño.
El ascensor se abrió con un *ding* ceremonioso que sonó sospechosamente como la música de entrada de *Tiburón*, y Sofía se encontró compartiendo espacio con una mujer que parecía recién salida de la portada de la propia revista, de esas que te hacen replantear tus decisiones de vida y tu relación con los carbohidratos. Vanessa Alarcón, según indicaba su identificación (en una tipografía que gritaba "soy más importante que tú"), la escaneó de pies a cabeza con una sonrisa que no llegaba a sus ojos pero sí a su labial rojo poder, probablemente llamado "Domination" o "CEO Killer".
El aroma de su perfume francés —que seguramente costaba más que el alquiler mensual de Sofía— inundaba el pequeño espacio del ascensor con notas de superioridad y desdén.
—¿Nueva en la revista? —preguntó con un tono que hacía parecer "nueva" sinónimo de "insignificante", mientras ajustaba estratégicamente su Hermès (que Sofía reconoció por sus horas de stalkeo en Pinterest etiquetadas como "investigación de mercado").
—Sí, escritora creativa —respondió Sofía, intentando que su voz no traicionara su nerviosismo ni el hecho de que acababa de notar que llevaba medias diferentes. ¿Quién demonios se pone medias diferentes el primer día de trabajo? Aparentemente, ella.
—Mmm, interesante —murmuró Vanessa, aunque su tono sugería que encontraría más interesante ver crecer el pasto—. Suerte con Martín. La necesitarás.
Pronunció "Martín" como quien menciona un postre prohibido en una dieta, con una mezcla de deseo y resentimiento que hizo que las alarmas internas de Sofía comenzaran a sonar como sirenas de bomberos.
Antes de que pudiera preguntar qué significaba exactamente eso (¿era "Martín" código para "vas a morir sola rodeada de gatos"?), las puertas se abrieron en el quinto piso. El caos organizado de una redacción en plena actividad la recibió como una oleada: escritores tecleando furiosamente como si sus vidas dependieran de terminar esa oración perfecta, diseñadores discutiendo sobre paletas de colores como si estuvieran negociando la paz mundial ("¡Te digo que es cerúleo, no azul cielo!"), y el constante zumbido de creatividad en el aire mezclado con el aroma a café premium y desesperación por cumplir deadlines.
Fue entonces cuando lo vio.
"¡La puta madre!", pensó Sofía, "¡la puta madre!", "¡la puta madre!", “triple puta madre con dulce de leche."
Martín Alcázar estaba de pie junto a un ventanal, su silueta recortada contra el paisaje urbano de Buenos Aires como si la ciudad misma fuera su telón de fondo personal. Alto, con un traje gris que parecía haber sido cosido directamente sobre su cuerpo por sastres italianos bendecidos por el Vaticano, y una expresión de concentración absoluta mientras revisaba algo en su tablet. Sofía sintió un cosquilleo en el estómago que no tenía nada que ver con los nervios del primer día y todo que ver con el hecho de que parecía la versión corporativa y porteña de todos sus sueños húmedos combinados.
*"Mantén la compostura"*, se ordenó mentalmente. *"Eres una profesional. Una profesional que no babea sobre ejecutivos sexys que parecen sacados de tus artículos sobre fantasías de oficina"*.
Por supuesto, ese fue el momento exacto en que su tacón —comprado en oferta y claramente no diseñado para mujeres con su nivel de torpeza— decidió atorarse en una rejilla de ventilación del piso. El tropiezo fue espectacular: sus papeles volaron por el aire como una bandada de palomas asustadas (incluyendo, porque el universo la odiaba, sus borradores sobre "Cómo seducir a tu jefe sin perder tu trabajo - una guía práctica"), su bolso escupió su contenido en todas direcciones (revelando tres barras de chocolate, porque el estrés), y ella misma se precipitó hacia adelante con la gracia de un pato en patines intentando hacer una rutina de Patinaje Artístico.
Unos brazos fuertes la atraparon antes de que su cara se encontrara con el suelo. El problema era que esos brazos pertenecían precisamente a quien menos quería impresionar de esta manera. Y vaya brazos. El tipo de brazos que te hacen entender por qué la evolución decidió que los humanos caminaran erguidos.
—Veo que decides hacer una entrada memorable —la voz de Martín era grave y divertida, con un deje de ironía que hizo que las mejillas de Sofía se encendieran. Su voz era como el whisky añejo: profunda, rica y probablemente peligrosa en grandes cantidades.
Ella se enderezó rápidamente, notando con horror que sus manos habían quedado apoyadas en su pecho. Un pecho sorprendentemente firme, su traicionero cerebro no pudo evitar notar, mientras archivaba la información en una carpeta mental etiquetada como "Material para futuros artículos sobre amor en la oficina que definitivamente NO están basados en experiencias personales".
—Lo siento, yo... la rejilla... —balbuceó, apartándose como si quemara, aunque su cuerpo protestó ante la pérdida de contacto como un niño al que le quitan su juguete favorito.
—Sofía Vidal, supongo —Martín arqueó una ceja, y algo en su mirada hizo que el estómago de Sofía diera un vuelco. Sus ojos eran del color exacto del chocolate amargo que tenía escondido en su escritorio para emergencias. Y esto definitivamente calificaba como una emergencia—. Sergio me advirtió que serías... interesante.
La forma en que dijo "interesante" debería ser ilegal en al menos tres provincias argentinas.
Antes de que pudiera responder —o intentar recoger los pedazos de su dignidad esparcidos por el suelo junto con el contenido de su cartera—, una voz resonó desde el otro extremo de la oficina:
—¡Ah, veo que ya se conocieron! —Sergio Montenegro apareció como por arte de magia, con el timing perfecto de alguien que probablemente había estado observando todo el espectáculo desde su oficina mientras bebía un espresso y planeaba cómo hacer más interesante su día—. Martín, Sofía será tu nueva compañera en la columna semanal. Creo que sus estilos... se complementarán perfectamente.
La pausa estratégica en esa última frase contenía más insinuaciones que todos los artículos que Sofía había escrito sobre citas. Sergio Montenegro, con su traje italiano y su sonrisa de gato de Cheshire, parecía el tipo de jefe que dirigía una revista de estilo menos como un negocio y más como una telenovela personal de alto presupuesto.
Sofía observó cómo la expresión de Martín se tensaba ligeramente, como un nudo de corbata demasiado ajustado. Sus ojos se encontraron, y por un momento, la electricidad entre ellos fue casi tangible. El tipo de electricidad que podría alimentar toda la red eléctrica de Buenos Aires durante un apagón.
—Señor Montenegro, con todo respeto... —comenzó Martín, su mandíbula tan tensa que Sofía casi podía oír el rechinar de sus dientes perfectamente blanqueados.
—Sergio —le interrumpió el director, agitando la mano como quien espanta una mosca particularmente molesta—. Sabes que odio las formalidades. Y mi decisión está tomada. Necesitamos sangre nueva, perspectivas frescas. —Su sonrisa se amplió como la del Joker después de una sesión particularmente exitosa de caos—. Además, ¿no crees que ya es hora de que alguien desafíe un poco al gran Martín Alcázar?
La forma en que pronunció "gran Martín Alcázar" sugería que había estado esperando esta oportunidad desde que había inventado el concepto de las revistas de estilo. O al menos desde el desayuno.
Sofía se irguió, olvidando momentáneamente su vergüenza y el hecho de que todavía quedaban restos de su dignidad esparcidos por el suelo en forma de recibos arrugados y un tampón perdido. Si había algo que odiaba más que hacer el ridículo —y la lista era sorprendentemente corta—, era que la subestimaran. Años de escribir sobre relaciones fallidas le habían enseñado que el mejor momento para mostrar tu valor era precisamente cuando alguien pensaba que no lo tenías.
—No se preocupe, *señor* Alcázar —dijo, inyectando cada palabra con dulce veneno, el tipo de dulzura que hace que los dentistas se froten las manos con anticipación—. Prometo no eclipsarlo... demasiado.
*"¿De dónde salió eso?"*, se preguntó su cerebro, mientras su boca decidía seguir cavando su propia tumba profesional con una pala de oro.
La mirada que Martín le dirigió fue indescifrable, una mezcla de irritación y algo más profundo que hizo que su pulso se acelerara como si hubiera tomado cinco cafés seguidos. Era el tipo de mirada que debería venir con una advertencia de "Peligro: Puede causar combustión espontánea en escritoras incautas".
—Veremos —respondió simplemente, pero sus ojos prometían una batalla que iba más allá de las palabras escritas. Era una promesa velada de guerra, seducción o ambas, y Sofía no estaba segura de cuál opción la aterrorizaba más... o la excitaba más.
Vanessa irrumpió en la sala como un vendaval elegante, con su perfume caro flotando en el aire y sus tacones resonando como un metrónomo impecable sobre el suelo de madera. Cada paso era un manifiesto, una declaración de superioridad calculada, y cuando sus ojos se posaron en Sofía, la temperatura pareció caer varios grados. La mirada era una obra maestra de desdén, diseñada para humillar sin necesidad de palabras, y Sofía tuvo que hacer un esfuerzo consciente para no cruzarse de brazos como una niña regañada.
—Oh, miren —murmuró Andrés desde el rincón, inclinándose hacia Clara con la emoción conspiradora de un comentarista de espectáculos—, la reina del drama hace su entrada. ¿Alguien trajo pochoclo?
Clara se llevó una mano a la boca para ocultar su sonrisa, pero sus ojos brillaban con un deleite que casi la delató. Sofía, por su parte, apretó los labios, conteniendo una risa que amenazaba con escaparse en el peor momento. No quería añadir combustible al fuego que Vanessa claramente traía listo para encender.
Y entonces lo sintió. Esa sensación inconfundible de ser observada, como si una corriente de calor le recorriera la nuca. Giró la cabeza, y ahí estaba Martín. Sus ojos oscuros, cargados de algo que no se podía clasificar como profesionalismo, estaban fijos en ella. Era una mirada que no tenía prisa, que parecía tomarse su tiempo para explorar cada detalle de su rostro y luego bajar con descaro estudiado hasta el cuello de su camisa.
El aire entre ellos se tensó, como si alguien hubiera pulsado un interruptor invisible. Sofía sintió que su respiración se volvía un poco más corta, como si el ambiente hubiera decidido conspirar en su contra, haciéndose más denso de repente.
—¿Qué? —preguntó en voz baja, demasiado consciente de que las palabras apenas salían en un susurro.
Martín no respondió, pero una lenta sonrisa comenzó a formarse en sus labios, una curva letal que parecía hecha para desarmar voluntades. Sus ojos, que brillaban con una mezcla peligrosa de diversión y desafío, se clavaron en los de Sofía, como si le dijeran: ¿De verdad quieres que te diga lo que estoy pensando?
Y allí estaba ella, sintiendo cómo su rostro se calentaba mientras el resto de la sala seguía adelante, aparentemente ajeno a lo que estaba ocurriendo entre ellos. El golpe de los tacones de Vanessa, el murmullo bajo de Andrés y Clara, todo se desvaneció en un eco distante. Lo único que existía era ese hilo invisible que la mantenía atrapada en la órbita de Martín.
Él ladeó la cabeza, como un gato que acaba de descubrir un juguete particularmente intrigante, y Sofía sintió un escalofrío recorrerle la columna. Un escalofrío que no tenía nada que ver con la mirada helada de Vanessa y todo que ver con la intensidad ardiente de Martín.
Estoy perdida, pensó Sofía, mientras intentaba desesperadamente recordar cómo se suponía que debía respirar. Completamente perdida.
Y lo peor —o quizás lo mejor— era que una parte de ella, esa que escondía chocolates en los cajones más improbables de su escritorio como si fueran un tesoro nacional, estaba más que lista para desmoronarse bajo la intensidad de esa sonrisa. Era la misma parte de su cerebro que devoraba novelas románticas en noches de insomnio, fingiendo desprecio hacia los clichés mientras suspiraba secretamente por héroes arrogantes con miradas peligrosas y pasados complicados.
"¿Qué tan hondo puede ser este pozo?" pensó Sofía, aunque la pregunta no llevaba ni un rastro de arrepentimiento. Si Martín era el pozo, ella estaba dispuesta a lanzarse de cabeza con un elegante grito de "¡Ahí voy!"
Claro, sabía que esto era un desastre en potencia. Las oficinas no estaban diseñadas para soportar explosiones de tensión sexual no resuelta. Había escritorios demasiado frágiles, paredes de vidrio que no ofrecían privacidad y, por supuesto, compañeros de trabajo como Andrés, que sin duda narrarían cada detalle jugoso al resto de la plantilla. Pero, ¿y si el caos era el precio de una historia que merecía ser vivida?
Porque eso era lo que se sentía cuando Martín la miraba. Era como estar en la primera página de una novela que no sabía si era un romance épico o una comedia de errores, pero que no podía dejar de leer. La intensidad en sus ojos sugería secretos oscuros, promesas no pronunciadas y tal vez un pequeño ego herido por su insistencia en no ceder a sus encantos... todavía.
Y justo cuando Sofía estaba por decidir que ya era suficiente de miradas cargadas de subtexto, Martín ladeó la cabeza y esa sonrisa suya, tan devastadoramente segura, se expandió otro milímetro. Solo uno, pero fue suficiente para que un calor inexplicable le subiera por el cuello y le coloreara las mejillas.
Esto no está bien, se recordó por enésima vez, mientras su corazón latía con tanta fuerza que era un milagro que los demás no pudieran oírlo. Pero la parte de ella que guardaba chocolates y suspiraba por héroes de papel tenía otra idea. Esa parte era la que decía: ¿Y si el caos es precisamente lo que necesitas?
Después de todo, las mejores historias no empiezan con reuniones tranquilas ni con listas de tareas cumplidas. Empiezan con líos, con miradas que podrían incendiar edificios y con la deliciosa, aterradora incertidumbre de no saber qué viene después.
Así que, por qué no, pensó Sofía, mientras un cosquilleo peligroso le recorría la espalda. Un poco de caos nunca hizo daño a nadie, ¿no? O bueno, tal vez sí, pero, ¿y si el daño valía la pena?
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