La casa de los García, una imponente mansión en la zona más exclusiva de Madrid, siempre estaba repleta de lujos: cuadros originales en las paredes, muebles de diseñador, alfombras persas que parecían intocables. Sin embargo, para Sara, ese lugar no era un hogar. Era una jaula dorada donde cada día era un recordatorio constante de su supuesta falta de valor.
—¡Sara! la voz de su madre, Isabel García, resonó desde el comedor principal. ¿Dónde estás, niña? Ven aquí ahora mismo.
Sara bajó las escaleras con pasos lentos, sintiendo el peso de la mirada crítica de su madre antes de que esta siquiera pudiera verla. Isabel, una mujer impecable, con un peinado que nunca estaba fuera de lugar y un maquillaje perfecto, la miró con disgusto apenas apareció en la entrada.
—¿Esa es la ropa que usas para estar en casa? preguntó Isabel con un tono cargado de desprecio. Pareces una mendiga, Sara. ¿No te da vergüenza?
Sara bajó la mirada, apretando los labios para no responder. Estaba acostumbrada a esos comentarios, pero cada uno de ellos seguía doliendo como el primero.
—Déjala, Isabel intervino su padre, Álvaro García, sentado al otro lado de la mesa, hojeando el periódico. No tiene caso. Ya sabes que esta niña es un desastre desde que nació.
Sara apretó los puños, pero no dijo nada. Hablar solo empeoraría las cosas. Para sus padres, ella siempre había sido "la fea", "la inútil", "el error". Con una hermana mayor que era la imagen perfecta de la belleza y un hermano menor que había heredado todo el carisma de la familia, Sara era la decepción en todos los sentidos.
—¿Y qué es eso en tu cara? continuó su madre, acercándose para inspeccionarla de cerca. ¿Es un grano? Por Dios, Sara, si ya eras fea, ahora estás peor. Pareces un cuco horrendo. ¿Cómo saliste de mi vientre?
Sara sintió cómo sus ojos se llenaban de lágrimas, pero no las dejó caer. No les daría la satisfacción de verla llorar.
—Con permiso murmuró antes de girarse y subir corriendo a su habitación.
Una vez dentro, cerró la puerta con llave y se dejó caer en la cama. Las lágrimas que había contenido en el comedor ahora brotaban con fuerza. Agarró una almohada y la apretó contra su rostro para ahogar los sollozos.
Era la misma rutina, día tras día. Desde niña, Sara había aprendido que no era suficiente para su familia. No era bonita como su hermana Lucía, ni encantadora como su hermano Daniel. Su madre no perdía oportunidad de recordarle que era un "error" y su padre apenas la miraba, como si fuera invisible.
En la escuela no había sido diferente. Los niños siempre encontraban nuevas formas de burlarse de ella. "Sara la fea", "la chica cuco", "la rara". Años de humillaciones habían hecho que Sara aprendiera a esconderse del mundo, refugiándose en los libros y en su computadora.
A los 22 años, las cosas no habían cambiado mucho. Aunque ahora estaba en la universidad, el peso de todas esas palabras seguía aplastándola. Se miró en el espejo que tenía junto a su escritorio y observó su reflejo: cabello castaño sin brillo, piel pálida con algunas cicatrices de acné, ojos apagados detrás de unas gafas grandes.
—No soy fea murmuró, como si decirlo en voz alta pudiera hacerlo verdad.
Pero la voz de su madre resonaba en su mente, recordándole que, según los estándares de su familia, lo era.
Se levantó y encendió su computadora. Ahí, en el mundo digital, Sara podía ser quien quisiera. Había foros donde compartía ideas, discutía sobre tecnología y se sentía valorada. Incluso tenía algunos seguidores que admiraban su ingenio y conocimiento, aunque ellos no sabían quién era realmente.
Fue en uno de esos foros donde había conocido a Renata, una chica de su misma universidad que compartía su pasión por la tecnología. Renata era todo lo que Sara no era: extrovertida, segura de sí misma y con un carisma que atraía a todos a su alrededor. Sin embargo, nunca la había tratado como inferior. Al contrario, Renata la veía como su igual, y eso significaba el mundo para Sara.
El sonido de un mensaje en su computadora la sacó de sus pensamientos. Era Renata.
"¡Sara! ¿Ya terminaste el diseño del prototipo? Necesitamos llevarlo al laboratorio mañana."
Sara sonrió ligeramente. Renata siempre hablaba como si el destino del mundo dependiera de su trabajo.
"Sí, acabo de terminarlo. Mañana podemos hacer las pruebas."
"¡Perfecto! Te dije que juntas vamos a cambiar el mundo."
Sara dudó por un momento antes de escribir su siguiente mensaje.
"¿Crees que alguna vez nos tomarán en serio? Ya sabes, siendo mujeres en un mundo dominado por hombres..."
Renata respondió casi de inmediato.
"¡Por supuesto que sí! Pero primero tenemos que creer en nosotras mismas. Sara, tú eres una genio, y el mundo lo va a saber tarde o temprano."
Sara leyó esas palabras varias veces, dejando que se grabaran en su mente. Renata siempre sabía qué decir para levantarle el ánimo.
Cerró la conversación y se quedó mirando el prototipo que había estado desarrollando durante meses junto a Renata. NeuroLink. Una tecnología que, si funcionaba, podría revolucionar la forma en que los humanos interactúan con la información.
Esa noche, Sara se quedó despierta hasta tarde, ajustando los últimos detalles del diseño. En su mente, un pensamiento constante la empujaba a seguir: demostrarle al mundo y a su familia que era mucho más de lo que ellos creían.
Mientras el reloj marcaba las dos de la mañana, Sara finalmente se permitió descansar. Pero antes de cerrar los ojos, se prometió a sí misma algo:
—Un día, ya no me humillarán. Un día, sabrán quién soy realmente.
Sin saberlo, ese día estaba más cerca de lo que ella imaginaba.
La alarma del despertador sonó con un pitido agudo. Sara se despertó de golpe, aún con la sensación de cansancio oprimiendo su cuerpo. Había pasado la noche trabajando en el diseño del prototipo, pero eso no era lo que pesaba sobre sus hombros. Era algo más profundo, una carga que llevaba desde siempre.
Cuando encendió la luz tenue de su habitación, vio su reflejo en el espejo. Por un momento, la imagen se desvaneció y, en su lugar, la niña que había sido años atrás apareció frente a ella, con la misma mirada asustada y los ojos llenos de lágrimas.
Los recuerdos de su infancia la golpearon como un puñetazo.
"¡Sara, la fea!"
El grito resonó en el patio de la escuela. Sara, de apenas ocho años, trató de ignorarlo mientras sostenía su libro favorito con fuerza contra su pecho. Sabía que si se detenía o si respondía, las cosas solo empeorarían.
—¡Oye, cuco! dijo una niña rubia de su clase, bloqueándole el camino. Era Paula, la líder del grupo que siempre encontraba nuevas formas de humillarla. ¿Por qué no te quitas esas gafas? Quizás así no asustes tanto.
El resto de los niños estallaron en risas. Sara intentó pasar, pero Paula le arrebató el libro de las manos.
—¿Qué lees? preguntó con una sonrisa maliciosa, hojeando las páginas sin cuidado—. ¿Es un libro para aprender a ser bonita? Porque te hace mucha falta.
Sara sintió que las lágrimas querían salir, pero no las dejó. Había aprendido a no llorar frente a ellos. Sin embargo, eso no evitaba que el nudo en su garganta creciera.
—Devuélvemelo murmuró con voz temblorosa.
—¿Qué? ¿No te escuché? ¿Puedes hablar más fuerte? se burló Paula, levantando el libro sobre su cabeza. Oh, espera, quizás el cuco no sabe hablar.
Sara intentó alcanzarlo, pero Paula la empujó. El golpe contra el suelo fue doloroso, pero no tanto como la humillación de las risas que la rodearon.
Ese día, cuando llegó a casa con el uniforme sucio y el corazón roto, su madre ni siquiera preguntó qué había pasado.
—Sara, ¿por qué estás tan despeinada? ¿No puedes esforzarte un poco para no parecer un desastre todo el tiempo? fue todo lo que dijo Isabel, mientras se arreglaba frente al espejo.
Sara subió a su habitación sin decir nada. Se encerró y sacó otro libro de su estantería. Leer era su refugio, el único lugar donde podía escapar de un mundo que parecía odiarla sin motivo.
En el colegio, las cosas no mejoraron. A medida que crecía, los insultos y las burlas evolucionaron. Ya no era solo "fea" o "cuco". Ahora era "la rarita", "la invisible", "la que nadie quiere".
En una ocasión, durante una clase de ciencias, el profesor había pedido a los estudiantes que formaran equipos para un proyecto. Sara miró a su alrededor, esperando que alguien la invitara, pero todos apartaron la mirada, fingiendo estar ocupados. Finalmente, terminó trabajando sola.
—No te preocupes, Sara le dijo el profesor con una sonrisa forzada. Seguro que haces un buen trabajo por tu cuenta.
Ella asintió, fingiendo que no le importaba. Pero, por dentro, sentía cómo su corazón se desgarraba un poco más.
Esa noche, lloró hasta quedarse dormida. No porque estuviera sola ya estaba acostumbrada a eso, sino porque empezaba a creer que quizá todos tenían razón. Quizás había algo mal en ella, algo que hacía que nadie quisiera estar cerca.
En la adolescencia, las cosas no cambiaron mucho. Aunque había aprendido a ignorar las burlas y a pasar desapercibida, eso no significaba que no las sintiera. En las fiestas a las que nunca era invitada, en los eventos escolares donde siempre quedaba al margen, en los pasillos donde la gente la miraba y luego susurraba entre risas... Todo era un recordatorio constante de que no pertenecía.
Un recuerdo en particular la atormentaba más que otros.
Era el último año de secundaria, y la clase había organizado un baile para celebrar. Sara no tenía intención de ir, pero su madre insistió.
—Por lo menos intenta parecer normal por una vez le dijo Isabel mientras le entregaba un vestido que había comprado de rebajas. No quiero que digan que la familia García no se esfuerza con sus hijos.
Sara no dijo nada. Sabía que su madre no lo hacía por ella, sino por la imagen de la familia. Esa noche, se puso el vestido y trató de arreglarse lo mejor que pudo. Pero cuando llegó al baile, la sensación de no pertenecer la golpeó con más fuerza que nunca.
Las miradas burlonas, los susurros, las risas contenidas... Todo era demasiado. Intentó quedarse en un rincón, pero no pasó mucho tiempo antes de que Paula, ahora más cruel que nunca, se acercara con su grupo.
—¿Qué haces aquí, Sara? preguntó con fingida sorpresa. Pensé que los bailes eran para la gente bonita.
—Déjala en paz, Paula murmuró una de las chicas, pero su tono no era más que una burla disimulada.
Sara intentó ignorarlas, pero Paula no iba a dejarla ir tan fácil.
—¿Sabes? dijo con una sonrisa venenosa. En realidad, me alegro de que estés aquí. Cada fiesta necesita un poco de humor, y tú eres la payasa perfecta.
Las risas fueron lo último que Sara escuchó antes de salir corriendo. Esa noche, lloró tanto que sus ojos quedaron hinchados por días.
El sonido de su teléfono la devolvió al presente. Era un mensaje de Renata:
"¡Buenos días! ¿Lista para cambiar el mundo hoy?"
Sara sonrió débilmente. Renata era la única persona que no la hacía sentir como un error. Pero incluso con su apoyo, las cicatrices de su pasado seguían presentes, recordándole que el mundo no siempre era un lugar amable.
Se levantó, se arregló y tomó su mochila. Antes de salir de su habitación, miró una vez más su reflejo en el espejo.
—Un día, todo esto será solo un recuerdo lejano murmuró.
Sin embargo, en el fondo, no podía evitar preguntarse si realmente sería capaz de dejar atrás todo el dolor.
El campus universitario siempre estaba lleno de vida: estudiantes corriendo de un lado a otro, charlas animadas en los pasillos y un bullicio constante en la cafetería. Sara, como siempre, caminaba tranquila, con los audífonos puestos y la mente ocupada en ideas para el proyecto. Sin embargo, no pudo evitar sonreír ligeramente al ver a Renata en su mesa habitual, haciendo gestos exagerados para llamarle la atención.
Renata estaba en una misión imposible: intentar equilibrar tres vasos de café en una mano mientras agitaba la otra para saludarla.
—¡Sara! ¡Ven rápido! gritó, ignorando las miradas curiosas de los demás estudiantes.
Sara apuró el paso, aunque sabía que Renata no tenía reparos en llamar la atención. Cuando llegó, Renata le entregó uno de los cafés con una sonrisa triunfal.
—Aquí tienes, genia. Necesitas cafeína si vamos a salvar al mundo con nuestra tecnología.
Sara tomó el vaso y arqueó una ceja.
—¿Salvar al mundo? Apenas estamos terminando el primer prototipo.
Renata se encogió de hombros.
—Detalles, detalles. ¿Sabías que los grandes inventos de la humanidad comenzaron como ideas locas?
—¿Ah, sí? preguntó Sara, entretenida.
—Claro. Mira a Einstein. ¿Qué crees que pensó la primera vez que se le ocurrió la teoría de la relatividad? "Renata, necesitas dormir más", seguro respondió, adoptando una expresión dramática.
Sara no pudo evitar reír. Era imposible no hacerlo con Renata. Siempre tenía una broma lista, una ocurrencia absurda que lograba arrancarle una sonrisa incluso en los días más complicados.
—No sé qué haría sin ti admitió Sara mientras se sentaba frente a ella.
—Probablemente morirías de aburrimiento respondió Renata sin dudarlo, levantando su vaso en un gesto de brindis. A tu salud, futura millonaria.
Mientras tomaban el café, Renata comenzó a contarle una de sus historias llenas de humor. Esta vez, hablaba sobre un chico en su clase que había intentado impresionarla construyendo un "robot bailarín" que apenas podía mantenerse en pie.
—Te juro, Sara, parecía una mezcla entre un espantapájaros y un robot de los años cincuenta. Casi me muero de la risa cuando empezó a moverse como si tuviera calambres.
Sara se reía tanto que tuvo que apartar el café para no derramarlo.
—¿Y qué le dijiste?
—¿Qué crees? Le dije que estaba impresionante... para un juguete de tres dólares.
Ambas rieron hasta que sus caras se pusieron rojas, ignorando las miradas curiosas de los demás. Por un momento, Sara olvidó las inseguridades que la habían acompañado durante años. Con Renata, todo parecía más ligero, más fácil.
—Sabes, Renata, deberías ser comediante en lugar de ingeniera comentó Sara cuando finalmente recuperó el aliento.
Renata se recostó en su silla, adoptando una pose teatral.
—Lo he considerado, pero el mundo no está listo para mi genialidad. Además, si me hago famosa, ¿quién te sacará de tu rutina monótona?
Sara negó con la cabeza, sonriendo. Renata siempre tenía una respuesta, siempre encontraba una manera de hacerla sentir especial, incluso cuando ella misma no lo creía.
Pasaron el resto de la tarde trabajando en su proyecto. Sara se encargaba de los detalles técnicos, mientras Renata aportaba ideas creativas que, aunque a veces parecían descabelladas, solían abrir nuevas posibilidades.
—Imagina esto dijo Renata de repente, con los ojos brillando de emoción. Cuando este proyecto triunfe, compraremos una isla. Una isla solo para nosotras, con playas de arena blanca, cocos frescos y conexión a internet de alta velocidad.
Sara levantó la vista de su pantalla, incrédula.
—¿Conexión a internet?
—Por supuesto. ¿Cómo vamos a trabajar en nuestra próxima idea revolucionaria sin internet?
Sara rió nuevamente. Renata tenía un talento especial para convertir cualquier conversación en algo inesperado y divertido.
Al final del día, mientras guardaban sus cosas, Renata miró a Sara con seriedad, algo poco común en ella.
—Sara, eres brillante, ¿sabes? Este proyecto no sería lo mismo sin ti.
Sara bajó la mirada, incómoda con el cumplido.
—Tú también eres increíble, Renata. Siempre sabes cómo hacerme sentir mejor.
Renata sonrió y le dio un ligero golpe en el brazo.
—Por eso estamos juntas en esto. Somos un equipo invencible, amiga.
Mientras caminaban juntas hacia la salida del campus, Sara se dio cuenta de cuánto significaba Renata para ella. En un mundo que a menudo se sentía frío y solitario, Renata era su luz, su recordatorio de que no estaba sola.
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