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CECIL EL FINAL DE LA VILLANA

PROLOGO

Prólogo

Cecil Moreau estaba destinada a una vida de privilegios. Criada en una familia acomodada, con una belleza que giraba cabezas y un carácter tan afilado como su inteligencia, siempre obtuvo lo que quería. Pero la perfección era una máscara que ocultaba un corazón vulnerable y sediento de amor. Su vida dio un vuelco la noche en que descubrió que el hombre al que había entregado su alma, no solo la había traicionado, sino que lo había hecho con la mujer que ella consideraba su amiga.

Consumida por la ira y el dolor, Cecil se convirtió en el monstruo que los rumores siempre insinuaron. Planeó y ejecutó una venganza tan calculada que los ecos de su acción la llevaron directamente al banquillo de los acusados. Con el rostro impasible, aceptó su condena: diez años de prisión. El mundo la señaló como la villana que siempre había temido ser. Y ella, en su corazón roto, aceptó su papel.

Pero la prisión no solo fue un castigo; también fue una transformación. Diez años tras las rejas moldearon a una mujer nueva, aunque marcada por cicatrices imborrables. Al salir, el mundo había cambiado, y con él, las oportunidades para redimirse. Sin embargo, los fantasmas del pasado seguían acercándose, y la sociedad no estaba lista para perdonar a una mujer que, según ellos, no merecía redención.

Ahora, con una herencia que podría asegurar su futuro, pero también aislarla más, Cecil debe enfrentarse a los desafíos de una vida que ya no reconoce. Su tía, quien administró fielmente el legado familiar durante su ausencia, es su único apoyo. Pero incluso esa relación está cargada de tensión. Cecil sabe que el mundo la ve como un monstruo, pero también sabe que dentro de ella late un corazón que, contra toda lógica, todavía anhela amar.

El auto perdón es el proceso de reconocer y aceptar los errores o fallos propios, aprender de ellos y liberarse de la culpa, el resentimiento o el auto castigo asociado. Este proceso implica una actitud compasiva hacia uno mismo, entendiendo que cometer errores es una parte inherente de la experiencia humana.

El auto perdón no significa justificar las acciones incorrectas ni restarles importancia, sino asumir la responsabilidad, comprometerse a no repetir los errores y enfocarse en el crecimiento personal y la reconciliación con uno mismo. Es un paso clave para alcanzar la paz interior y el bienestar emocional.

CECIL necesitará auto perdonarse antes de poder continuar con su vida y al final lograr ser feliz, esperemos que lo logre.

PALABRAS DE AUTOR.

Bienvenidas a mi nueva novela, esta es una novela inspirada en lo dificil que se vuelve todo para la villana de la historia, una mujer que debe pasar tiempo en la carcel para darse cuenta de sus errores, todo lo que padece antes de darse cuenta que debe perdonarse y seguir adelante, espero que les guste esta historia y las invito a dejar sus comentarios, como esta en ediccion los tomare en cuenta para el desarrolló de los capitulos, de nuevo gracias por leer mis historias y espero que disfruten de está.

CAPITULO 1

Capítulo 1.

El sonido del metal al deslizarse marcó su libertad. Cecil salió de la prisión con una maleta desgastada en una mano y la cabeza en alto. La luz del sol la cegó momentáneamente, pero no fue nada comparado con las miradas de desprecio que sintió incluso antes de pisar el pavimento. Las noticias de su liberación habían recorrido la ciudad como un incendio, y no tardó en notar las cámaras y los susurros a su alrededor.

Su tía, Mathilde Moreau, la esperaba al pie de su coche. La mujer, una señora de cabello canoso y ojos severos, había sido su único contacto con el mundo exterior durante su condena. Mathilde no sonrió ni hizo ademán de abrazarla; simplemente abrió la puerta del coche y le indicó que subiera.

—Todo está listo en la casa de campo —dijo Mathilde mientras conducía, con la voz neutral pero firme—. He mantenido las propiedades en buen estado, como prometí.

Cecil asintió, mirando por la ventana. Los paisajes familiares le resultaban extraños, como si fueran parte de un sueño olvidado. No se molestó en responder; sabía que Mathilde no esperaba una conversación. Su tía siempre había sido práctica y distante, pero también era la única persona que no había renunciado a ella.

Cuando llegaron a la casa, Cecil no pudo evitar una oleada de nostalgia. La mansión, con su fachada de piedra y jardines meticulosamente cuidados, era un refugio de su infancia. Pero también era un recordatorio de todo lo que había perdido. Al entrar, notó que nada había cambiado, excepto ella.

Los primeros días fuera de la prisión fueron un torbellino de silencios incómodos y miradas esquivas. Los empleados de la casa la evitaban, aunque ninguno se atrevía a decirlo abiertamente. Cecil se refugiaba en la biblioteca, un lugar donde las palabras impresas no podían juzgarla. Fue allí donde encontró el primer vestigio de su antigua pasión: una vieja libreta de dibujos que había dejado atrás.

Las páginas estaban llenas de bocetos de paisajes, retratos y diseños que una vez había soñado convertir en realidad. La libreta le recordó a ese hombre, quien había sido su musa y su verdugo. Cerró el cuaderno con un golpe seco, como si así pudiera enterrar los recuerdos.

Pero el pasado no se entierra fácilmente. Las murmuraciones de la ciudad llegaron hasta ella como una plaga. "La villana está de vuelta"; "Diez años no borran un crimen"; "Nadie la querrá cerca". Cecil se obligó a salir, a caminar por las calles que alguna vez fueron suyas. Cada esquina era un campo de batalla, cada mirada un juicio.

Un día, mientras paseaba por el mercado local, se encontró con un rostro nuevo. Adrien Dubois, un carpintero que había llegado a la ciudad, la miró sin rastro de juicio. Su sonrisa era cálida, casi desarmante.

—Buenas tardes, señorita Moreau. ¿Busca algo en particular?

Cecil, sorprendida por el tono amable, se limitó a negar con la cabeza. Pero algo en la sinceridad de Adrien la hizo detenerse. Era la primera persona en mucho tiempo que no la miraba como a una amenaza.

En los días siguientes, Cecil comenzó a frecuentar el taller de Adrien bajo el pretexto de necesitar una reparación para un mueble antiguo. El espacio olía a madera recién cortada y barniz, un aroma que de alguna manera la reconfortaba. Adrien trabajaba con una concentración que ella encontraba fascinante, sus manos moviéndose con precisión y gracia.

—¿Siempre te gustó trabajar con madera? —preguntó un día, incapaz de contener su curiosidad.

Adrien sonrió, sin apartar la vista de la pieza que tallaba.

—No siempre. Antes era arquitecto, pero después de una serie de desafíos, decidí cambiar de rumbo. Encontré en esto algo que me devolvió la calma.

Cecil asintió, reconociendo un eco de sus propias luchas en sus palabras. Aunque no lo admitiera en voz alta, el taller se estaba convirtiendo en un refugio para ella, un lugar donde no tenía que ser ni la heredera ni la villana.

Una tarde, Adrien le ofreció un bloque de madera y una herramienta.

—¿Quieres intentarlo? Es terapéutico.

Ella dudó, pero al final tomó el cincel. Al principio, sus movimientos fueron torpes, pero pronto encontró un ritmo. Había algo profundamente satisfactorio en dar forma a la madera, en transformar algo bruto en algo bello.

—Tienes talento —comentó Adrien, observándola con aprobación.

Cecil sintió un calor inesperado en su pecho. Era la primera vez en mucho tiempo que alguien veía algo positivo en ella.

Adrien, impresionado por el ojo artístico de Cecil, le propuso trabajar en su taller a tiempo parcial. Aunque inicialmente reacia, aceptó. La rutina de lijar, tallar y barnizar comenzó a ofrecerle una sensación de control que había perdido hace años. Pero más allá de las herramientas y la madera, era la presencia de Adrien lo que lentamente desarmaba sus defensas.

El trabajo en el taller se convirtió en algo más que una simple ocupación; era un espacio donde Cecil empezó a reconstruirse. Adrien, con su paciencia y calidez, nunca la presionaba ni la juzgaba. En cambio, la alentaba a expresarse a través del arte que creaban juntos.

—Eres una mujer llena de potencial, Cecil —le dijo un día mientras observaban una pieza terminada—. Creo que hay mucho más en ti de lo que dejas ver.

Esas palabras resonaron en ella más de lo que esperaba. Por primera vez, comenzó a considerar que su pasado no tenía que definirla para siempre.

CAPITULO 2

Capítulo 2.

"¡Por favor sáquenme de aquí, no puedo estar en este lugar! Yo lo hice por amor, sáquenme de aquí, por favor". Mis gritos resonaban una y otra vez en esas paredes frías y grises, pero nadie me hacía caso. Era inútil. Nadie me escuchaba. Pedí disculpas, rogué, lloré, y, aun así, nada cambió. Al final, fui condenada a 10 años de cárcel,  por un crimen que cometí. Todo por aferrarme a un hombre que jamás me quiso, a alguien para quien nunca fui más que una diversión temporal.

En mi celda, sola y acurrucada, el silencio solo era interrumpido por mis sollozos, en la soledad de esas cuatro paredes, entendí la magnitud de mis errores. Me di cuenta de cuánto me había perdido, de cuánto había sacrificado. Era una idiota. Si tan solo hubiera escuchado a mi tía, si hubiera dejado que la razón ganara al corazón, nada de esto estaría ocurriendo. Pero no lo hice. Fui necia. Pudo más mi amor enfermizo y, ahora, estaba pagando las consecuencias. A los 22 años, tenía el resto de mi vida arruinada, y 10 de esos años los pase encerrada. Marginada. Juzgada por todos.

Cecil despertó de esa horrible pesadilla y se maldijo por permitir que sus emociones la dominaran, emociones que prometió no volver a sentir, pensó que Adrián se había convertido en algo negativo y estaba decidida alejarlo, pero la idea la entristeció, fue una de esas noches en las que no podía dormir, cerro lo ojos para recordar el pasado.

Flashback.

El traslado a la prisión fue mi primer contacto con la cruda realidad. Las miradas de las reclusas me evaluaban con desprecio y con un dejo de perversión, como si ya supieran que yo no estaba hecha para este lugar. Mi llegada fue el anuncio de que algo se rompería: mi espíritu, mi dignidad, quizás ambos.

Esa noche, mientras intentaba descansar en mi litera, dos mujeres que compartían celda conmigo decidieron darme la "bienvenida". Sin previo aviso, me empujaron al suelo. Sus manos eran fuertes, curtidas por una vida de lucha. "Aquí no hay princesitas", dijeron antes de propinarme una golpiza. Me dejaron tirada, adolorida y llorando en silencio. Aprendí rápido que mostrar debilidad era peligroso.

Al día siguiente, la rutina continuó. Las duchas, que deberían ser un espacio privado, se convirtieron en una zona de peligro. Apenas me quité la ropa, una pandilla de mujeres se acercó. Sus burlas se convirtieron en empujones, y los empujones en golpes. Me patearon hasta que mi cuerpo no podía más. "Esto es para que aprendas tu lugar", dijeron entre risas mientras me dejaban sangrando en el suelo frío.

Finalmente, las guardias llegaron y me llevaron a la enfermería. La doctora Oriana me atendió con una mezcla de compasión y pragmatismo. "Eres nueva, ¿verdad?", preguntó mientras limpiaba mis heridas. Solo asentí. No tenía fuerzas para hablar. Me administraron analgésicos, pero el verdadero dolor no estaba en mi cuerpo, sino en mi alma. Oriana intentó animarme: "Sobrevivir aquí no es fácil, pero es posible. Solo debes aprender a moverte con cuidado". Pero ¿cómo podría? En este lugar, cada esquina parecía acecharme.

Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses. Aprendí a soportar el dolor físico, pero el peso emocional era abrumador. Los insultos eran constantes. "Villana", "asesina", "loca". Cada palabra se clavaba en mí como un recordatorio de que no solo estaba presa entre estas paredes, sino también en la mente de quienes me juzgaban.

Una noche, mientras intentaba dormir, una reclusa llamada Marla se acercó a mi cama. "Te vi en las duchas", susurró con una voz cargada de amenaza. Antes de que pudiera reaccionar, me sujetó con fuerza, sus uñas clavándose en mi piel. "Aquí, si no tienes aliadas, no sobrevives". Su "propuesta" de alianza no era más que una fachada para someterme a su control. Me negué y recibí otra golpiza como respuesta.

El hambre era otra tortura constante. Aunque había un horario establecido para comer, muchas veces no lograba llegar al comedor. Las líderes de la prisión decidían quién comía y quién no. Algunas veces lograba robar un pedazo de pan, pero la mayoría del tiempo subsistía con el agua sucia que salía del grifo en mi celda. Mi cuerpo, antes fuerte y sano, comenzó a debilitarse. Perdí peso rápidamente, y con cada kilo que desaparecía, sentía que mi espíritu se desvanecía un poco más.

En medio de este infierno, mi tía seguía siendo mi único contacto con el mundo exterior. Llegó una tarde, con el rostro lleno de preocupación. No quería que viera cuánto sufría. Ella me tomó las manos, sus ojos buscando los míos. "No puedo dejarte aquí sola. Prometí cuidarte, y lo haré hasta mi último aliento". A pesar de mis protestas, seguía visitándome cada semana, trayendo no solo comida y ropa, sino también un rayo de esperanza.

Sin embargo, estas visitas no eran suficientes para llenar el vacío. Cada vez que se marchaba, el silencio volvía a devorarme. Mis pensamientos eran mi peor enemigo. Recordaba la traición, y a mi propia ceguera. Me odiaba tanto como odiaba este lugar. La culpa y el remordimiento eran cadenas que, a veces, pesaban más que las rejas de la celda.

En uno de esos días grises, una oportunidad inesperada surgió. Una guardia me llamó a la oficina del alcaide. "Hemos recibido un programa de rehabilitación artística", explicó el alcaide. "Las reclusas podrán participar en talleres de pintura, escultura y otras actividades. Si decides unirte, podrías ganar puntos para reducción de pena".

Mi primera reacción fue de incredulidad. ¿Arte? ¿Aquí? Pero algo en mi interior, una chispa que creía extinta, se encendió. Acepté. Comencé a asistir a los talleres, aunque no esperaba mucho. La primera vez que sostuve un pincel, mis manos temblaron. Pero a medida que las semanas pasaban, los colores y las formas comenzaron a llenar el vacío. Era como si cada trazo en el lienzo arrancara un pedazo del dolor que llevaba dentro.

Fin del flashback.

Esa noche, los colores del día no lograron disipar las sombras en mi mente. Las pesadillas volvieron con fuerza: el eco de los gritos en las duchas, los rostros de mis agresoras, las miradas de desprecio. Me desperté sudando y jadeando, sintiendo las paredes de mi habitación cerrar sobre mí como las de una celda.

Adrien. Su rostro amable apareció en mi mente como un reflejo incontrolable. La calidez de su sonrisa y el brillo de sus ojos parecían perforar la coraza que había construido a mi alrededor. Pero ese era el problema: estaba sintiendo algo, y había jurado que jamás volvería a hacerlo. El amor me había llevado a la ruina, y no podía permitirme repetir el error.

Decidí no volver al taller. Lo borré de mi agenda, ignoré las llamadas de Adrien y me sumergí en una rutina solitaria. Evité pasar cerca del lugar, temiendo que mi voluntad flaqueara. Si lo veía, si volvía a sentir esa chispa, estaría perdida.

Pero en el fondo, sabía que el vacío regresaba, más oscuro que antes.

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