El invierno había llegado temprano aquel año, envolviendo el pequeño pueblo sueco de Norrskog en un manto de nieve que parecía eterno. Las ventanas de las casas estaban empañadas, y las chimeneas expulsaban nubes de humo gris que se disolvían en el cielo opaco. Dentro de una cabaña de madera, Valentina Volkova, de apenas dieciséis años, se encontraba sentada frente a la ventana, trazando con un dedo líneas irregulares en el cristal helado.
Había algo hipnótico en la monotonía del paisaje invernal, pero también algo insoportable. Para Valentina, el silencio y la nieve eran el telón de fondo perfecto para su aislamiento. Desde que su madre, Ingrid, los había dejado, la cabaña había comenzado a sentirse más fría, más pequeña. Bill, su padrastro, no era una compañía cálida; su presencia llenaba el espacio con una gravedad que Valentina no lograba descifrar del todo.
El diario que descansaba sobre su regazo estaba lleno de palabras furiosas escritas en alemán. Palabras que nunca diría en voz alta, pensamientos que se atrevía a plasmar solo en el papel. No sabía si odiaba a su madre por abandonarla o si la extrañaba con cada fibra de su ser. Quizá ambas cosas.
—Valentina, ven aquí. —La voz grave de Bill Lindström rompió el silencio como una ráfaga de viento helado.
Ella no respondió de inmediato, pero tampoco se atrevió a ignorarlo. Lentamente, cerró el diario y lo dejó a un lado antes de girarse hacia él. Bill estaba de pie junto a la mesa de madera, con una expresión impenetrable y una copa de vino tinto en la mano. Era alto, atlético, y su rostro tenía esa perfección nórdica que intimidaba más de lo que atraía. Sus ojos, de un azul pálido, parecían capaces de ver a través de cualquier mentira.
—¿Qué pasa? —preguntó ella en alemán, el idioma natal de su madre.
Bill alzó una ceja, como si la elección del idioma lo molestara. Siempre insistía en que hablara en sueco, pero Valentina encontraba consuelo en las palabras familiares de su madre.
—Siéntate. —El sueco de Bill era seco, casi cortante.
Ella dudó, pero finalmente obedeció, arrastrando una silla frente a él. Su corazón latía con fuerza, como si su cuerpo supiera que algo estaba a punto de cambiar.
Bill colocó una pequeña caja de terciopelo negro sobre la mesa, empujándola hacia ella.
—Tenemos que hablar —dijo sin rodeos—. Tu madre no va a regresar.
Valentina sintió un nudo en el estómago, pero no dejó que su rostro traicionara sus emociones. Había estado tratando de prepararse para esta realidad, pero escucharla en voz alta era diferente.
—¿Y qué tiene eso que ver conmigo? —replicó, cruzando los brazos sobre el pecho.
Bill abrió la caja, revelando un anillo simple pero elegantemente diseñado. La piedra central, transparente como el hielo, brillaba a la luz del fuego.
—Para que puedas quedarte aquí, necesitamos casarnos.
La declaración cayó como un golpe físico. Valentina sintió que el aire se escapaba de la habitación.
—Esto es... esto es una broma, ¿verdad? —preguntó, apenas capaz de encontrar su voz.
—No lo es. —Los ojos de Bill se clavaron en los suyos, serios, fríos—. Esto es lo único que tiene sentido.
Valentina se levantó bruscamente, empujando la silla hacia atrás con un chirrido que llenó la sala.
—¡Esto es enfermizo! —gritó, señalándolo con el dedo—. ¡Tú eras el esposo de mi madre! ¡Eres...!
Se detuvo, incapaz de encontrar una palabra que encapsulara el horror que sentía. Su mente estaba inundada de pensamientos contradictorios. ¿Cómo podía siquiera sugerir algo así?
—Cálmate —dijo Bill, con una voz que pretendía ser conciliadora, pero que solo aumentó su ira—. Nadie está hablando de un matrimonio real. Esto es... práctico. Un acuerdo.
—¿Un acuerdo? —repitió ella, incrédula—. ¡Esto no es normal! ¡No puedes pedirme algo así y esperar que diga que sí!
—No tienes muchas opciones, Valentina. —La voz de Bill era firme, pero no cruel—. Sin este matrimonio, pierdes tu residencia. Y sin residencia, tendrás que regresar a Alemania sola. Sabes tan bien como yo que no tienes a dónde ir.
Las palabras la golpearon con una precisión quirúrgica. Alemania significaba volver a un lugar que su madre había descrito como inhóspito, lleno de deudas y promesas rotas. Su abuela estaba demasiado enferma para cuidarla, y no había ningún otro pariente que pudiera hacerse cargo de ella.
Pero esto... casarse con Bill. Era un precio que parecía demasiado alto, incluso para alguien tan desesperada como ella.
—No voy a hacerlo —dijo finalmente, con la voz temblorosa pero decidida.
Bill suspiró y se llevó la mano al puente de la nariz, como si estuviera tratando de contener su frustración.
—No espero que digas que sí ahora. Solo quiero que pienses en lo que realmente significa.
Ella no respondió. Sus manos temblaban mientras caminaba hacia la ventana, necesitando desesperadamente algo a lo que aferrarse. Afuera, la nieve caía en silencio, cubriendo todo con una capa de blancura que parecía interminable.
—Esto no es justo —murmuró, más para sí misma que para él.
—La vida rara vez lo es, Valentina.
El tono de su voz la enfureció aún más. Se giró hacia él con los ojos llenos de lágrimas, pero no de tristeza, sino de rabia.
—¡No soy tu solución, Bill! ¡No soy un peón en tu juego!
Bill no respondió de inmediato. Simplemente la miró, como si estuviera esperando que agotara su furia. Cuando finalmente habló, su voz era baja, casi un susurro.
—Nunca dije que lo fueras.
Valentina sintió que sus piernas temblaban. Se dejó caer en el sofá, agotada tanto física como emocionalmente. No podía procesar lo que acababa de pasar.
—Tienes tiempo para pensarlo. —Bill tomó la caja y la cerró antes de caminar hacia la puerta—. Pero no tenemos mucho.
Ella no lo miró mientras salía. Se quedó mirando el fuego en la chimenea, observando cómo las llamas danzaban y consumían la madera. Era un recordatorio cruel de cómo se sentía: atrapada entre el calor sofocante de la realidad y el frío paralizante de sus miedos.
La luz del amanecer se filtraba tímidamente a través de las cortinas, pintando la habitación con tonos grises y azules. Valentina despertó con el cuerpo pesado, como si la conversación de la noche anterior hubiera dejado un peso físico sobre ella. Su mente estaba nublada por pensamientos inconexos, todos girando en torno a las palabras de Bill.
“Para que puedas quedarte aquí, necesitamos casarnos.”
El eco de su voz seguía resonando en su cabeza, cada repetición aumentando su incredulidad y su rabia. Era absurdo, grotesco. Pero más que todo, era una prueba irrefutable de cuán precaria era su situación.
¿Qué diría su padre si estuviera vivo?
Valentina se preguntó eso mientras se vestía con ropa cómoda: un suéter grueso y jeans ajustados. Su padre, un hombre severo pero protector, había sido un ancla en su vida. Desde que falleció cuando ella tenía solo diez años, todo se había desmoronado. Su madre, Ingrid, había tomado decisiones que Valentina nunca entendió, como casarse con Bill Lindström, un hombre tan opuesto a su padre que parecía una broma cruel del destino.
Al bajar las escaleras, escuchó murmullos provenientes de la cocina. Se detuvo en el último escalón, aguzando el oído.
—Jag förstår inte varför du ens överväger det här, Bill. (No entiendo por qué siquiera consideras esto, Bill.)
Era la voz de Britta, la madre de Bill. Valentina se asomó con cautela, observando cómo la mujer, elegante y perfectamente arreglada incluso a primera hora de la mañana, discutía con su hijo.
—Mamma, vi har redan pratat om det här. (Mamá, ya hablamos de esto.)
—Nej! (¡No!) —replicó Britta, golpeando suavemente la mesa con la palma de la mano—. Du förstörde ditt rykte när du gifte dig med den där tyskan, och nu tänker du göra det värre? (Arruinaste tu reputación cuando te casaste con esa alemana, ¿y ahora piensas empeorarlo?)
Valentina sintió una punzada de furia. Esa alemana. Así era como siempre se refería Britta a Ingrid, como si su nacionalidad fuera un defecto imperdonable.
Bill suspiró, visiblemente cansado de la conversación.
—Det här handlar inte om dig eller vad folk tycker. (Esto no se trata de ti ni de lo que piense la gente.)
—Det handlar om dig! (¡Se trata de ti!) —exclamó Britta, señalándolo con un dedo acusador—. Och din framtid. Du är en Lindström. (Y tu futuro. Eres un Lindström.)
Antes de que pudiera responder, Valentina entró en la cocina con pasos firmes.
—Guten Morgen. (Buenos días.)
La tensión en la habitación se volvió palpable. Britta le lanzó una mirada rápida, cargada de desdén disfrazado de cortesía.
—Guten Morgen, Valentina. —Su alemán era impecable pero helado, como si cada palabra fuera un esfuerzo innecesario.
Bill cruzó los brazos, su postura rígida.
—Necesitamos hablar, Valentina.
Ella lo ignoró, dirigiéndose a la cafetera. Su silencio era deliberado, una forma de establecer control en una situación donde sentía que no tenía ninguno.
—Valentina. —La voz de Bill se endureció.
Finalmente, se giró hacia él, sosteniendo su taza de café con ambas manos.
—¿Qué quieres ahora, Bill? ¿Otro discurso sobre cómo salvarme de mi inevitable destino?
Britta frunció el ceño, mirando a su hijo como si esperara una explicación.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó en sueco.
—Inget som angår dig, mamma. (Nada que te concierna, mamá.) —respondió Bill con firmeza.
Valentina aprovechó la oportunidad para dirigirse a Britta directamente, con un alemán impecable que sabía que la incomodaba.
—Su hijo quiere que me case con él. Según él, es la única forma de quedarme aquí.
La expresión de Britta pasó de la sorpresa al horror en cuestión de segundos.
—Det kan inte vara sant. (Eso no puede ser verdad.) —murmuró, mirando a Bill con ojos acusadores.
Bill levantó una mano, como pidiendo calma.
—Esto no es un matrimonio real, mamá. Es un arreglo práctico.
—¡Práctico! —exclamó Britta, poniéndose de pie de golpe—. ¿Estás escuchándote a ti mismo? Esto destruirá tu reputación. ¡La gente ya habla de ti por haberte casado con Ingrid, y ahora esto!
Valentina sintió que algo en su interior se rompía.
—¡Mi madre no es el problema aquí! —gritó, dejando caer la taza sobre la encimera con un ruido sordo.
La fuerza de su propia voz la sorprendió, pero no tanto como el silencio que siguió. Britta la miró con ojos entrecerrados, como evaluando si valía la pena responder.
—No te equivoques, niña. Ingrid era una mujer complicada, y tú heredaste su temperamento.
—Eso es suficiente, mamá. —Bill intervino, su voz más alta de lo habitual—. No tienes derecho a hablarle así.
Britta soltó una risa amarga, tomando su bolso antes de dirigirse a la puerta.
—Haz lo que quieras, Bill. Siempre lo haces. Pero no esperes que esté aquí para recoger las piezas cuando todo se desmorone.
La puerta se cerró de golpe, dejando un eco en la silenciosa cabaña.
Bill se pasó una mano por el cabello, visiblemente agotado.
—Lo siento.
Valentina lo miró, incrédula.
—¿Por qué lo haces? ¿Por qué sigues tratando de controlarme?
—No es control, Valentina. Es protección.
—No necesito tu protección. Necesito mi libertad.
Bill la observó por un largo momento, como si tratara de encontrar las palabras adecuadas.
—La libertad a veces tiene un precio.
Ella negó con la cabeza, con una risa amarga.
—Y aparentemente, tú decides cuál es.
Valentina salió de la cocina sin esperar respuesta. Mientras subía las escaleras, sintió que las lágrimas comenzaban a correr por sus mejillas. En su habitación, se sentó junto a la ventana, observando cómo la nieve seguía cayendo, cubriendo todo con su implacable manto blanco.
La jaula se sentía más pequeña con cada segundo que pasaba.
La noche había caído sobre Norrskog, pero Valentina apenas lo notó. En su habitación, la oscuridad era rota únicamente por la luz tenue de una lámpara en la esquina. La joven estaba sentada en el suelo, con la espalda contra la cama y su diario abierto sobre las rodillas. Las palabras en alemán fluían como un río turbulento, cada oración cargada de frustración y miedo.
"Wie kann er das tun? Wie kann er das verlangen?!" (¿Cómo puede hacer esto? ¿Cómo puede pedírmelo?)
Las lágrimas salpicaban las páginas, difuminando la tinta, pero Valentina no se molestó en limpiarlas. La impotencia era un pozo sin fondo, y ella se sentía como si estuviera cayendo más y más profundo.
Un golpe firme en la puerta la sacó de sus pensamientos.
—Valentina, abre la puerta.
La voz de Bill era calmada, pero llevaba un peso que hacía que el corazón de la joven se acelerara.
—No quiero hablar contigo —respondió ella en alemán, esperando que eso lo mantuviera alejado.
Pero el ruido de la cerradura girando le indicó que su intención no había funcionado. Bill entró en la habitación con pasos seguros, cerrando la puerta detrás de él.
—Esto no es algo que puedas ignorar, Valentina —dijo, deteniéndose a unos metros de ella.
Valentina lo miró con ojos llenos de furia. Había una mezcla de desafío y vulnerabilidad en su postura, como un animal acorralado que todavía tenía fuerzas para luchar.
—No tienes derecho a entrar aquí sin mi permiso.
—Tampoco tienes derecho a ignorar la realidad —replicó Bill, cruzándose de brazos. Su tono era firme, pero no agresivo—. Necesitamos hablar.
Ella se levantó lentamente, dejando el diario a un lado.
—No hay nada que hablar. Ya te dije que no.
Bill dio un paso hacia ella, su altura y presencia dominando la habitación.
—Valentina, estoy tratando de ayudarte.
—¿Ayudarme? —espetó, dejando escapar una risa amarga—. Esto no es ayuda, Bill. Esto es manipulación.
Él frunció el ceño, como si la acusación lo hubiera herido más de lo que quería admitir.
—Sabes que no es así. Estoy ofreciendo una solución a un problema que no tiene otra salida.
—¡No quiero tu solución! —gritó Valentina, su voz temblando por la emoción—. ¡No quiero nada de esto!
El ambiente se volvió más tenso, como si el aire mismo estuviera cargado de electricidad.
—No tienes elección —dijo Bill finalmente, su voz baja pero cortante—. Si no aceptas, tendrás que irte. Y si te vas, no tendrás nada. Ni dinero, ni casa, ni futuro.
Las palabras cayeron como un martillo, haciendo que Valentina retrocediera un paso.
—¿Me estás amenazando? —preguntó, su voz apenas un susurro.
Bill apretó los puños, como si estuviera conteniendo algo.
—Estoy siendo honesto. No puedo mantenerte aquí sin justificar tu presencia. Y si no aceptas este matrimonio, todo lo que te queda es la incertidumbre.
El corazón de Valentina latía tan rápido que casi podía oírlo en sus oídos. Se sentía atrapada, acorralada, y la presencia de Bill hacía que la presión en su pecho se intensificara.
—Esto es cruel —dijo, las lágrimas comenzando a llenar sus ojos—. Sabes que no tengo a dónde ir.
—No es crueldad, Valentina. Es realidad.
—¡No, es abuso! —gritó ella, incapaz de contenerse más—. Usas tu poder, tu dinero, para obligarme a hacer algo que no quiero.
La acusación lo dejó helado. Por un momento, el rostro de Bill se suavizó, y algo parecido a la culpa cruzó por sus ojos. Pero fue reemplazado rápidamente por su habitual máscara de control.
—Tienes dos semanas para decidir —dijo, ignorando su comentario—. Si no aceptas, haré los arreglos necesarios para que regreses a Alemania.
Valentina lo miró, sus ojos llenos de rabia y miedo.
—No puedes hacerme esto...
Bill dio media vuelta, dirigiéndose hacia la puerta.
—No es algo que quiera hacer, Valentina. Pero es lo que tiene que hacerse.
Antes de salir, se detuvo en el umbral y se giró hacia ella.
—No voy a dañarte, pero tampoco puedo dejar que destruyas todo por capricho.
Cuando la puerta se cerró detrás de él, Valentina se dejó caer al suelo, incapaz de contener las lágrimas. Su mente estaba inundada de pensamientos oscuros.
¿Qué significaba realmente esa amenaza? ¿Podría Bill realmente hacerla regresar a Alemania? ¿Y si intentaba forzarla aún más?
El miedo tomó una forma tangible en su pecho, y por un momento, un pensamiento aterrador cruzó su mente: ¿Y si Bill llegaba a golpearla?
Sacudió la cabeza, tratando de disipar esa idea. Aunque era duro y controlador, Bill nunca había levantado una mano contra ella. Pero en ese momento, con la presión acumulándose y el tiempo corriendo, todo parecía posible.
Mientras la nieve seguía cayendo fuera de la ventana, Valentina se sentó en silencio, mirando las sombras que proyectaban las ramas desnudas de los árboles. La jaula en la que se encontraba atrapada parecía más opresiva que nunca, y las dos semanas que tenía por delante se sentían como un camino hacia un abismo sin fondo.
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