Keiran llegó a casa como lo hacía cada día, cargando sobre los hombros el peso de una rutina monótona y las cicatrices de un pasado doloroso. Apenas cruzó el umbral, dejó caer su portafolio en la entrada y se despojó de la ropa de trabajo con movimientos mecánicos. Con un suspiro que parecía extraído desde lo más profundo de su alma, se desplomó en el sofá de la sala. Sus ojos se fijaron en el techo blanco y, de reojo, en la lámpara que colgaba en el centro de la habitación, una elección que nunca fue suya.
Era una lámpara extravagante, de aquellas que parecen pertenecer a un salón de gala más que a un departamento modesto. Su exesposa la había elegido con el entusiasmo de quien busca embellecer un espacio, aunque para él siempre representó un símbolo de todo lo que odiaba: lo superfluo, lo pretencioso, lo innecesario. Sin embargo, había accedido a comprarla porque ella lo amaba. O, al menos, eso creía. Keiran siempre estuvo dispuesto a ceder, a aceptar sus decisiones, a poner su felicidad por encima de la suya. Todo lo que quería era verla sonreír, cuidarla y protegerla, incluso a costa de olvidarse a sí mismo. Pero ahora, tumbado en el solitario departamento que una vez compartieron, no podía evitar preguntarse si aquella entrega absoluta había sido un error, si el precio de su felicidad era demasiado alto.
Los recuerdos lo asaltaron como una emboscada, reviviendo el momento más humillante y desgarrador de su vida.
—¡Es que no te comportas como un hombre de verdad! —le había gritado Olivia aquella tarde fatídica, cuando la descubrió en su cama con otro hombre. No era cualquier hombre; era su propio hermano mayor. Las palabras de ella fueron como cuchillas afiladas que se clavaron en su pecho—. Haces todo lo que digo sin rechistar, y eso es absolutamente molesto. Solo quiero a un hombre masculino, no un maldito sirviente que acate todas mis órdenes.
Keiran había quedado paralizado frente a la escena, incapaz de articular palabra. Su corazón se rompía en mil pedazos mientras ella seguía lanzándole reproches con la furia de una tormenta.
—Esto es tu culpa —continuó ella, mientras recogía sus pertenencias con movimientos torpes y apresurados—. Si no fueras tan... ¡tan princesa! Podríamos haber sido la familia que tanto querías. Pero tu hermano me da lo que tú no puedes. Ni siquiera eres rudo en el sexo, ¿acaso crees que lo disfruto? ¡Al menos una vez me gustaría que te comportaras como un verdadero hombre!
Cada palabra era un golpe que lo hundía más en el abismo de su autodesprecio. Cuando Olivia se marchó, tomada de la mano de su hermano, Keiran no pudo hacer nada más que observar. Quiso gritar, reclamar, exigir explicaciones, incluso tuvo el impulso de golpear a su hermano por su traición. Pero no lo hizo. Permaneció inmóvil, preso de su propia cobardía, convencido de que Olivia tenía razón: era tan "poco hombre" que ni siquiera se atrevía a luchar por ella, por su amor.
Ahora, en el silencio abrumador de su sala, Keiran esbozó una sonrisa amarga. La ironía no le era ajena. Había pasado años esforzándose por ser un esposo devoto, un hijo ejemplar y un hermano leal, pero todo ese sacrificio no había sido suficiente para ganar el respeto ni el amor de su familia. Incluso cuando su empresa, fundada con su esfuerzo y dedicación, sostenía económicamente a todos ellos, lo trataban como un intruso, un ser inferior que no merecía su aprecio.
Tal vez se debía a que su madre no era más que una joven humilde de los barrios bajos, o quizá porque su infancia transcurrió lejos del brillo y el glamour que una vez había definido a su familia, antes de que la ruina los alcanzara. Fuera cual fuese la razón, el desprecio que sentían por él era innegable, una sombra que lo perseguía en cada mirada altiva y en cada palabra cargada de condescendencia.
La familia que debería haberle brindado apoyo y amor parecía verlo como una anomalía, una mancha en el linaje que tanto veneraban. Para ellos, él era un recordatorio incómodo de los errores del pasado, un hijo nacido del fracaso, alguien que nunca podría estar a la altura de las expectativas familiares. Aunque había dedicado su vida a trabajar duro, a levantar un nombre que ellos mismos habían dejado caer en el polvo, sus esfuerzos nunca fueron suficientes.
Cada gesto de desdén, cada comentario envenenado, reforzaba esa sensación de alienación. Era como si llevara una marca invisible que lo separaba del resto, una etiqueta que decía: "No perteneces". Había noches en las que se preguntaba si todo aquello era su culpa, si algo en su esencia era intrínsecamente defectuoso, incapaz de ganarse el amor de aquellos que llevaban su misma sangre. Y aunque intentaba convencerse de que no debía importarle, la verdad era que dolía. Dolía más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Se esforzó durante años por encajar, por demostrar que merecía un lugar en la familia. Pero no importaba cuánto sacrificara, cuánto trabajara o cuánto éxito lograra; sus orígenes seguían siendo una barrera insuperable. A sus ojos, él siempre sería "el hijo de la chica de los barrios bajos", un intruso en un mundo que lo rechazaba.
Había aprendido a convivir con el desprecio, a construir muros alrededor de su corazón para protegerse de las heridas que le infligían. Pero, a veces, esos muros no eran lo suficientemente fuertes, y el dolor se filtraba, recordándole que, pese a todo, seguía anhelando algo tan simple y complejo como ser aceptado.
—Soy patético —murmuró, dejando caer un brazo sobre sus ojos, como si quisiera bloquear la realidad. Estaba a punto de quedarse dormido cuando el zumbido insistente de su teléfono lo devolvió al presente. Extendió la mano hacia la mesa de centro, donde el aparato vibraba sin cesar. En la pantalla apareció el nombre de Tobías, su único amigo.
—Espero que no estés pensando en esa zorra otra vez —fue lo primero que dijo Tobías cuando Keiran respondió la llamada. Su tono era directo, casi brusco. Keiran frunció el ceño; aunque ya no amaba a Olivia, no podía evitar sentir incomodidad ante la manera despectiva con la que su amigo hablaba de ella.
—Tob...
—Sí, sí, ya sé lo que vas a decir —lo interrumpió Tobías con un suspiro—. Pero, sinceramente, no encuentro otra forma de llamarla. Eso es lo que es, una zorra. —Hizo una pausa breve, pero no le dio tiempo a Keiran de responder—. De todos modos, no te llamé para hablar de ella. Quiero saber si ya leíste el libro que te presté.
Keiran lanzó una mirada rápida alrededor de la sala hasta que sus ojos encontraron el libro en cuestión, descansando sobre una esquina de la mesa. Se levantó, lo tomó y examinó la portada: una joven de cabello rojo y rostro inocente dominaba la ilustración.
—¿De verdad tengo que leer esto? —murmuró con desánimo.
—Por supuesto que sí —respondió Tobías con entusiasmo—. ¡Hay un personaje que tiene tu nombre! Incluso hay una ilustración de él en la página veintidós. Tienes que verlo.
Keiran rodó los ojos y dejó escapar un suspiro resignado.
—Está bien, lo leeré. Mañana te cuento qué me pareció.
—Perfecto. Hasta mañana.
Cuando la llamada terminó, Keiran hojeó el libro con cierta reticencia. Se dirigió a la cocina y dejó el ejemplar sobre la isla mientras se preparaba una cena ligera. Pensó en lo absurdo de todo: estaba solo, con un plato de comida insípida, y a punto de leer un libro de fantasía que ni siquiera le interesaba.
—Bueno, nada pierdo con leerlo —dijo para sí mismo, volviendo al sofá con el libro en una mano y el plato en la otra. Tal vez la historia le serviría como una distracción, algo que lo alejase, aunque fuera por unas horas, del caos que era su vida.
Y con ese pensamiento, abrió el libro, sin saber que aquellas páginas estaban por ofrecerle algo más que un simple escape.
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...Hola a todxs, este será mi nuevo proyecto. Una historia omegaverse de transmigración, espero que sea de su agrado, dejen sus comentarios y likes....
...Nos leemos prontos...
...Feliz año nuevo y que todas sus metas se cumplan....
Keiran abrió los ojos lentamente, sintiendo un punzante dolor de cabeza que le martillaba como si cada latido fuera un recordatorio de algo terrible. Parpadeó varias veces, tratando de enfocar su entorno. La luz tenue de la habitación le pareció extraña, como si no estuviera en su hogar. Intentó incorporarse en la cama, pero su cuerpo, más ligero y débil de lo que recordaba, se movió con una torpeza que le resultó alarmante.
El dolor persistente lo obligó a llevar su mano al cráneo, buscando la fuente de la incomodidad, pero un tirón inesperado en su brazo lo hizo jadear de sorpresa.
—¡Ay! —exclamó en voz alta, más por el susto que por el dolor. Al mirar su mano derecha, se encontró con una cánula intravenosa insertada en su vena. Se quedó paralizado por un momento, observando la delgada manguera que conectaba con una bolsa de suero que colgaba junto a la cama. Confusión y alarma se entrelazaron en su mente. ¿Cuándo se había desmayado? Y, lo más importante, ¿cómo había terminado allí? Nadie tenía acceso a su departamento, o al menos, eso creía.
Movió la cabeza, intentando despejar las preguntas que comenzaban a acumularse, pero un peso suave sobre sus hombros lo detuvo. Su mirada bajó lentamente, y una cascada de cabello, entre rosado y púrpura, cayó sobre sus hombros. Cabello largo, sedoso, y claramente proveniente de su cabeza. Llevó una mano temblorosa hasta él, tocándolo con incredulidad. No era una peluca. Era suyo.
—¿Qué mierda...? —murmuró con voz ronca, llena de desconcierto. Su mente repasó frenéticamente su última imagen frente a un espejo. Su cabello había sido corto, negro, como siempre lo había llevado. Entonces, ¿qué demonios había pasado?
Con un esfuerzo titubeante, se levantó de la cama. Su cuerpo protestó de inmediato, débil, torpe, como si hubiera olvidado cómo moverse. Agarró el soporte del suero para no caer y notó algo más extraño: el suelo le parecía más cerca. Una sensación inquietante lo invadió. ¿Se había encogido? Se dirigió al baño con pasos vacilantes, luchando contra la debilidad que lo invadía, y encendió la luz.
El reflejo en el espejo lo dejó helado.
Frente a él estaba alguien más. Una figura delgada, pálida, con facciones delicadas que rozaban lo femenino. Keiran movió una mano y el reflejo hizo lo mismo. No era una ilusión, no era un truco. Esa cara no era la suya, pero el espejo insistía en que sí lo era.
—¿Qué carajo pasó? —gritó, soltando el soporte del suero y llevándose ambas manos al rostro. Sus dedos tocaron pómulos altos, un mentón fino, y unos ojos que parecían enormes debido a la delgadez de su rostro. Había perdido todo rastro de su antigua apariencia.
Con manos temblorosas, abrió la bata de hospital que llevaba puesta, esperando que lo que estaba viendo fuera alguna clase de malentendido, pero lo que encontró solo empeoró su angustia. Su torso, antes musculoso y trabajado, estaba ahora casi esquelético. Su abdomen, que había lucido con orgullo tras años de esfuerzo en el gimnasio, había desaparecido, reemplazado por una cintura estrecha y huesos que sobresalían de manera inquietante.
Su respiración se aceleró, y las preguntas comenzaron a arremolinarse en su mente como un torbellino. ¿Dónde estaban sus músculos, su altura, su cuerpo de siempre? ¿Qué clase de broma cruel era esta?
—¡¿De quién es este cuerpo y por qué estoy aquí?! —gritó al aire, esperando, deseando, que alguien le respondiera. Pero el único sonido en la habitación era el eco de su propia voz, cargada de desesperación.
Se dejó caer contra la pared del baño, sintiéndose atrapado en una pesadilla de la que no podía despertar. Su mente buscaba respuestas, pero cada intento lo llevaba a más preguntas. ¿Había sido secuestrado? ¿Algún experimento extraño? ¿O había perdido la cabeza por completo? Su mundo, su identidad, todo lo que conocía, parecía haber sido arrebatado en un abrir y cerrar de ojos, dejando en su lugar un vacío aterrador.
Y, por primera vez en mucho tiempo, Keiran no supo qué hacer.
Estaba perdido. Confundido. ¿De dónde había salido esa apariencia? Se llevó las manos al rostro nuevamente, como si al tocarlo pudiera confirmar que todo era real. Su piel pálida y los contornos afilados de su rostro no dejaban lugar a dudas: este cuerpo no era el suyo. Y luego estaban los ojos. Sus ojos. Un tono púrpura vibrante y fascinante que, aunque innegablemente hermoso, era imposible. ¿Quién carajos tenía los ojos púrpura? Era un rasgo que solo existía en historias fantásticas, no en el mundo real.
Él lo sabía. Siempre había tenido los mismos ojos castaños, idénticos a los de su madre, que siempre decían que eran su legado más preciado. Pensar en ello le provocó un nudo en el estómago. Era como si esa conexión tan íntima con ella hubiera sido borrada junto con su cuerpo.
—¿Qué es esto? —murmuró, su voz temblorosa con un matiz de desesperación—. ¿Cómo rayos llegué aquí?
Intentó forzar su memoria, pero lo único que surgía era un vago recuerdo de la noche anterior. Había estado en la sala de su departamento, leyendo aquel libro de fantasía que su amigo Tobías le había prestado. "Es increíble, tienes que leerlo", le había insistido una y otra vez. Contra su voluntad, había cedido. La historia le pareció entretenida, aunque algo predecible, y al llegar casi al final, el cansancio lo venció. La última imagen en su mente era la del libro abierto, su cuerpo relajado en el sofá.
Entonces, ¿cómo había terminado allí? ¿En un lugar desconocido y con una apariencia que no era suya?
De repente, algo hizo clic en su mente. Los detalles comenzaron a encajar de una manera inquietante, como piezas de un rompecabezas que no quería completar.
—¡El libro! —exclamó de golpe, poniéndose de pie con brusquedad. La acción le recordó la intravenosa aún conectada a su brazo, el tirón del tubo casi lo hizo perder el equilibrio. Refunfuñó mientras se aseguraba de sostener la bolsa de suero, recuperándola del suelo donde la había dejado caer momentos antes.
Volvió a mirarse al espejo, esta vez con una creciente sensación de incredulidad mezclada con una pizca de reconocimiento. Esa apariencia... Ese rostro… Ese cuerpo. Lo conocía.
Entonces lo recordó. Esa imagen era de Keiran, el omega marginado y despreciado del libro que Tobías le había prestado. Todo encajaba de una forma tan absurda que casi deseó reír, aunque fuera de puro nerviosismo. No podía ser posible, pero ahí estaba: los ojos púrpura, el cabello entre rosado y púrpura, la complexión delgada y delicada. Todo correspondía exactamente con el personaje que llevaba su mismo nombre.
—Carajo... —susurró, el peso de la situación cayendo sobre él como una losa—. ¿Cómo rayos llegué a este libro?
Su mente corría a mil por hora. Pensaba en las historias que Tobías le contaba que había leído sobre mundos ficticios y personas transportadas mágicamente, pero esas eran solo historias, ¿verdad? Esto no podía estar sucediendo. Y sin embargo, todo indicaba que lo imposible se había vuelto realidad. Estaba atrapado dentro de un mundo que no le pertenecía, un mundo que ni siquiera existía... hasta ahora.
Se llevó una mano al pecho, tratando de calmar el latido frenético de su corazón. Si esto era cierto, si realmente estaba dentro del libro, ¿qué significaba para él? Keiran, el personaje, no solo era despreciado, sino que también había enfrentado un destino lleno de sufrimiento y abandono.
—Maldición… —murmuró, apretando los puños con frustración. Necesitaba respuestas, y rápido. Pero la pregunta que más lo inquietaba era: si había llegado a este mundo, ¿existía alguna manera de salir de él?
Keiran pasó toda la noche recordando los detalles del libro. Fragmentos de la historia volvían a su mente con una claridad inquietante, como si en lugar de haberlos leído alguna vez, ahora formaran parte de sus propios recuerdos. Más extraño aún era que podía evocar retazos de la vida del cuerpo que habitaba ahora, como si las memorias del Keiran literario se hubieran fusionado con las suyas. Era una sensación extraña, como mirar su reflejo en un espejo deformado.
Sabía que el Keiran del libro era un personaje secundario, una figura condenada al sufrimiento y al olvido. La narrativa, aunque breve, detallaba su vida con una crudeza que no dejaba espacio para la esperanza. Había sido etiquetado como un "villano," no por sus acciones, sino por su desesperación: aferrarse al amor de un hombre que solo lo utilizaba y ser el obstáculo entre los protagonistas. Pero lo más desgarrador de su historia era la traición final. Casi al término del libro, Keiran descubría que su medio hermana era la amante de su esposo.
—Ja, qué irónico —murmuró, pasando una mano por su cabello teñido de un color que aún le resultaba extraño. La vida del Keiran del libro y la suya propia tenían demasiadas similitudes. Por un instante, se permitió la absurda idea de que alguien lo había conocido lo suficiente para escribir esa historia, como un cruel recordatorio de su propia miseria.
Sin embargo, había diferencias importantes entre ambos. Para empezar, el Keiran literario era mudo, su voz robada por un trauma infantil que lo marcó de por vida. Y luego estaba la mayor diferencia: el padre del Keiran del libro sí lo amaba.
Ese detalle era crucial. Gabriel Sterling, su esposo en el libro, había accedido al matrimonio no por amor, sino por interés. Keiran era el heredero de una pequeña fortuna y de una empresa familiar que, aunque no gigantesca, tenía suficiente valor para atraer la ambición de Sterling. Después de la muerte del padre de Keiran, Gabriel lo había obligado a firmar los documentos que transferían todos los bienes a nombre de su medio hermana, exigiéndole luego el divorcio. Tras eso, Gabriel lo había expulsado de la casa Lockhart, y el libro no mencionaba nada más sobre su destino.
Keiran cerró los ojos, tratando de no dejarse abrumar por la rabia que sentía, una rabia que no era del todo suya. Aunque el Keiran del libro había luchado hasta el final por el amor de su esposo, soportando humillaciones constantes de su madrastra y medio hermana, nunca fue amado realmente. Sterling solo había sido amable para garantizar su propio futuro. Era una lucha inútil, un sacrificio en vano.
Keiran suspiró, sintiendo una punzada de lástima por el hombre que había sido antes de él. «¿De verdad tengo que sufrir todo eso?» se preguntó con amargura.
Ya había vivido esa clase de dolor en su vida anterior. Había experimentado el desprecio, la traición y el vacío de un amor no correspondido. Había perdido a su madre demasiado pronto y, en un intento desesperado de escapar de la soledad, se había volcado en el trabajo hasta el agotamiento. Quizá fue eso lo que lo mató: el cansancio, el desgaste, la falta de un propósito más allá de sobrevivir.
Y ahora, aquí estaba, atrapado en el cuerpo de un hombre cuyo destino parecía tan miserable como el suyo propio. «No es justo,» pensó, apretando los puños con fuerza.
—No, es injusto —murmuró en voz baja, pero con una determinación que comenzaba a crecer dentro de él—. No voy a sufrir el mismo destino dos veces.
Se levantó de la cama con una renovada resolución, ignorando el tirón de la intravenosa en su brazo. Si iba a vivir en este cuerpo, no se resignaría a repetir la misma historia. Haría algo diferente, cambiaría el curso del destino, y si eso significaba enfrentarse a quienes lo habían despreciado, entonces así sería.
—Le daré una buena vida a este cuerpo... y buscaré la manera de vengarme de todos ellos —dijo con firmeza, sus ojos púrpura brillando con una mezcla de desafío y esperanza.
Keiran ya había perdido una vida. Esta vez, no permitiría que nadie más le arrebatara la oportunidad de vivir plenamente. Con esa determinación, se volvió a acostar, después de todo, estaba cansado y adolorido.
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El sonido de voces llegó a sus oídos, arrancándolo del letargo. Keiran abrió los ojos lentamente, dejando que la claridad del día invadiera su visión mientras parpadeaba, adaptándose a la luz. Su cuerpo se sentía extrañamente descansado, como si hubiera dormido durante días. Intentó incorporarse, y ese movimiento atrajo la atención inmediata de quienes estaban en la habitación.
—Cariño —la voz melosa hizo que el estómago de Keiran se revolviera. Alzó la vista y encontró a Gabriel Sterling mirándolo con una expresión que intentaba ser tierna. «El infiel». Keiran lo reconoció al instante. Su esposo, tan perfecto en apariencia como el dibujo en el libro, pero con el alma tan podrida como el resto de ellos—. Me diste un susto de muerte —susurró Gabriel mientras lo abrazaba con un gesto demasiado afectuoso para ser sincero.
El contacto de Gabriel le provocó una reacción visceral; Keiran tuvo que reprimir el impulso de apartarlo y vomitar. La hipocresía de ese hombre era simplemente repugnante.
—Hermano, también estuve muy preocupada por ti —añadió una voz que le resultó igual de irritante. Keiran giró la cabeza hacia la izquierda y vio a Shelby, su medio hermana. Allí estaba, tan hermosa como la ilustración de la portada del libro, con su sonrisa impecable y su porte elegante. Pero Keiran sabía que, detrás de esa fachada, se escondía una serpiente venenosa.
Gabriel finalmente se apartó, dejando paso a la siguiente en el desfile de falsedades: su madrastra, Margaret. Con la misma dulzura fingida, ella lo abrazó mientras hablaba con una voz cargada de teatralidad.
—Oh, cariño, realmente me asustaste. Cuando te vi ahí, en el piso, lleno de sangre, temí lo peor.
Al escuchar esas palabras, un recuerdo estalló en la mente de Keiran como una bomba. Él estaba en las escaleras. Podía sentir las manos de Shelby sacudiéndolo violentamente, sus uñas clavándose en su piel como garras.
—No eres más que el hijo de una puta que se metió con nuestro padre. Eres un bastardo que no debería estar aquí —gritaba Shelby, sus ojos encendidos de ira.
Keiran, o más bien el dueño original de aquel cuerpo, lloraba desesperado, intentando liberarse de su agarre. Pero Shelby estaba fuera de control. Con un movimiento brusco y lleno de odio, lo empujó por las escaleras.
La caída. El golpe seco. La oscuridad.
Keiran parpadeó, regresando al presente, mientras el eco de esa última imagen lo invadía. «Así murió el verdadero Keiran», pensó. Un golpe en la cabeza. Sin embargo, algo no encajaba: esa escena no estaba en el libro.
—¿Te duele mucho? —preguntó Margaret, fingiendo preocupación. Su voz empalagosa lo devolvió por completo a la realidad. Keiran negó con la cabeza, obligándose a aparentar fragilidad.
Margaret sonrió, como si de verdad estuviera aliviada.
—Eso es bueno, hijo. No sabría cómo explicarle esto a tu padre.
Keiran observó en silencio los rostros de quienes lo rodeaban. Las sonrisas falsas, los gestos calculados, el aura hipócrita que impregnaba la habitación. Sentía náuseas, no solo por el asco que le producían, sino también por el odio contenido que crecía dentro de él. Quería gritarles, desenmascararlos, pero sabía que no era el momento.
La venganza debía ser fría, meticulosa. Cualquier error podría costarle todo, y no estaba dispuesto a desperdiciar esta segunda oportunidad. Por ahora, continuaría con el papel que le había tocado: el pobre mudo indefenso, una figura inofensiva a los ojos de todos ellos.
—Por ahora... —murmuró para sí mismo, apenas moviendo los labios. Sus ojos púrpura brillaron con una mezcla de determinación y rabia contenida mientras observaba a los rostros hipócritas que lo rodeaban.
La paciencia sería su mayor aliada. Y cuando llegara el momento, nadie se salvaría de su castigo.
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