NovelToon NovelToon

ABRIENDO PLACERES EN EL EDIFICIO

Bienvenidos al Edificio

El edificio se alzaba como un testigo silencioso de décadas de historias madrileñas, su fachada modernista ligeramente desconchada le daba un aire de antigua gloria que se resistía a desvanecerse. El portal, con sus molduras art déco y sus apliques de latón verdoso, parecía la entrada a un mundo donde el tiempo se movía a un ritmo diferente. Un cartel desteñido anunciaba "Se prohíbe la entrada a vendedores y... tentaciones", esta última palabra añadida a mano con una caligrafía traviesa.

El sol de media mañana se colaba por las ventanas del portal cuando Marta atravesó la entrada del edificio número 23 de la calle Velarde. Sus tacones resonaron contra el suelo de mármol desgastado, marcando el ritmo de un nuevo comienzo. La falda lápiz que había elegido para la ocasión se adhería a sus curvas como una segunda piel, recordándole que quizás no había sido la elección más práctica para una mudanza. Detrás de ella, Ernesto arrastraba una maleta con ruedas que chirriaban como si protestaran por el cambio de domicilio.

*Nuevo hogar, nueva vida*, pensó Marta, mientras su mente divagaba hacia la última discusión con Ernesto. "Necesitamos un cambio", le había dicho ella la semana anterior, aunque lo que realmente quería decir era "necesito más pasión, más sorpresas, más... todo".

—¡Vaya, vaya! ¿Quién nos honra con su presencia en este humilde edificio? 

La voz ronca y entusiasta provenía de una pequeña garita junto al ascensor. Don Pepe, con una camisa hawaiana que parecía a punto de rendirse ante su prominente barriga, se incorporó de su asiento con la agilidad de quien pretende aparentar veinte años menos. Sus ojos, vivaces como los de un adolescente en plena explosión hormonal, recorrieron a Marta de arriba abajo con el disimulo de un elefante en una cacharrería.

Marta sintió un cosquilleo involuntario. Hacía tiempo que nadie la miraba así, con ese deseo tan descarado. Ernesto últimamente solo tenía ojos para sus catálogos de ferretería.

La garita de Don Pepe era un pequeño universo en sí mismo. Las paredes estaban tapizadas con calendarios de años diversos, todos con sugerentes modelos en poses que desafiaban la gravedad. Una pequeña televisión emitía telenovelas con el volumen al mínimo, y sobre el escritorio desvencijado, una taza proclamaba "El mejor vigilante del mundo" con tres letras borradas estratégicamente.

—Buenos días —saludó ella, sorprendiéndose al descubrir un tono más coqueto del que pretendía—. Somos los nuevos inquilinos del 3ºB.

—¡Ah, el tercero B! —exclamó Don Pepe, mientras se atusaba el bigote con un gesto que pretendía ser seductor pero que más bien parecía que intentaba espantar una mosca invisible—. Un apartamento con mucha... luz. Como la que irradia usted, señorita. Aunque, si me permite decirlo, su belleza podría iluminar hasta el cuarto de contadores.

Marta contuvo una risita. Era el piropo más absurdo que había escuchado en su vida, y sin embargo, sintió cómo sus mejillas se encendían. *¿Qué me pasa?*, se preguntó, *¿de verdad me está afectando el coqueteo de este hombre que parece un comercial de ron tropical mal casting?*

—Señora —corrigió Ernesto, carraspeando—. Soy su marido.

—¡Ah, qué afortunado! —respondió Don Pepe, sin perder ni un ápice de entusiasmo—. Como dice el refrán: "La suerte en el amor... y la vista en las escaleras".

—Ese refrán no existe —murmuró Ernesto.

—¡Pues debería! —Don Pepe se acercó a la pareja con paso que intentaba ser gallardo, aunque más bien recordaba a un pato con pretensiones de bailarín de tango—. Permítanme ayudarles con el equipaje. Es mi deber como guardián de este... templo de las tentacio... ¡de la convivencia!

Don Pepe se inclinó para tomar una de las maletas, sus ojos inevitablemente atraídos hacia Marta, quien, enfundada en una blusa de seda blanca, parecía haber sido esculpida por algún artista que conocía muy bien las proporciones áureas. Su figura, especialmente el generoso escote que la blusa enmarcaba con delicada precisión, provocó que el vigilante contuviera la respiración más tiempo del recomendable.

La camisa hawaiana de Don Pepe, ya de por sí en precario equilibrio sobre su prominente anatomía, protestó ante el súbito movimiento. Los botones, esos pequeños héroes que durante años habían librado una batalla perdida contra la gravedad, decidieron que era el momento de la rebelión.

*Pop.*

El botón central salió disparado como un proyectil perfectamente calibrado, describiendo una parábola digna de estudio en cualquier clase de física. Rebotó primero en la pared, luego en el marco de un cuadro, y finalmente, como si estuviera guiado por un GPS con preferencias muy específicas, aterrizó directamente en el escote de Marta, perdiéndose entre las suaves curvas que la seda apenas contenía.

El tiempo pareció detenerse. Don Pepe, con los ojos como platos, observó la trayectoria final de su botón con una mezcla de horror y envidia mal disimulada. Su boca se abrió y cerró varias veces, como un pez fuera del agua, mientras su mente procesaba que una parte de su vestimenta ahora descansaba en el paraíso.

Marta sintió el pequeño intruso deslizarse por su piel, provocándole un cosquilleo que no tenía nada que ver con la temperatura del portal. Sus mejillas se tiñeron de un rosa que competía con el de su falda, mientras una sonrisa traviesa amenazaba con escapar de sus labios.

*Dios mío*, pensó ella mientras el botón continuaba su aventura por las profundidades de su blusa, *este edificio ya es más emocionante que mi vida sexual del último año. Al menos algo se ha colado entre mis...* Se detuvo antes de completar el pensamiento, aunque su rubor se intensificó.

—¡Lo siento, lo siento! —exclamó Don Pepe, debatiéndose visiblemente entre la vergüenza y el deseo de ayudar a recuperar el botón—. Puedo... es decir... si necesita ayuda para...

—¡No! —interrumpió Ernesto, mientras Marta se mordía el labio para no reír—. Ya lo encontrará ella sola.

Su camisa, ahora con una abertura estratégica que revelaba parte de su camiseta interior con estampado de palmeras, parecía reírse de su predicamento.

Marta, mientras tanto, intentaba mantener la compostura, aunque cada movimiento hacía que el botón le recordara su presencia de la manera más incómoda y, sorprendentemente, no del todo desagradable.

*Ernesto nunca ha perdido un botón así*, reflexionó, *sus camisas son tan predecibles como nuestras noches de viernes*.

Subiendo las Escaleras

El botón rebelde no fue el único percance. Mientras Don Pepe se inclinaba para recoger una maleta, su walkie-talkie se enganchó en el picaporte de la garita, y al girarse bruscamente, el aparato salió volando, aterrizando directamente en el bolso abierto de Marta.

—¡Mi comunicador! —exclamó Don Pepe, lanzándose dramáticamente hacia el bolso.

—¡Mi intimidad! —respondió Marta, abrazando su bolso protectoramente.

El forcejeo resultante provocó que el walkie-talkie comenzara a transmitir:

—Aquí Don Pepe, repito, Don Pepe en una situación comprometida con la nueva vecina del 3ºB, cambio.

La voz resonó en todos los walkie-talkies del edificio, incluyendo el de María Alejandrina, que se escuchó desde algún piso superior:

—¡PEPE!

El ascensor, como si fuera cómplice de las intenciones de Don Pepe, eligió ese momento para estar fuera de servicio. Un cartel escrito a mano rezaba: "Averiado por causas técnicas (y románticas)". La última parte estaba tachada, pero aún era legible.

—¡Vaya por Dios! —exclamó el vigilante, con un entusiasmo sospechosamente exagerado—. Tendremos que subir por las escaleras. Yo iré delante para... marcar el camino. Aunque quizás sería más seguro que vaya detrás, por si alguna maleta se cae hacia atrás, claro.

—Vamos a organizarnos —dijo Ernesto, consultando su reloj por enésima vez—. Marta, cariño, tú delante para que marques el ritmo. Don Pepe en medio con las maletas, y yo detrás para... supervisar.

El vigilante contuvo una sonrisa mientras sus ojos brillaban con anticipación mal disimulada. La disposición no podía ser más perfecta si la hubiera planeado él mismo.

Los tacones de Marta comenzaron su ascenso rítmico por los escalones de mármol. Su falda lápiz rosada, esa que Ernesto había insistido que se pusiera esa mañana ("Es lo más adecuado para dar una buena primera impresión", había dicho), se tensaba con cada escalón conquistado. Don Pepe, estratégicamente ubicado en medio de la comitiva, se encontró de pronto con una vista que ningún calendario de su garita podría igualar.

—Cuidado con ese escalón, está un poco... resbaladizo —advirtió Don Pepe con voz entrecortada, aunque el escalón en cuestión estaba tan seco como su garganta en ese momento.

Marta subió el siguiente escalón con especial cuidado, provocando que la tela de su falda se estirara aún más. Un destello de encaje color crema se insinuó por un segundo, como un relámpago de tentación en una tarde de verano.

Don Pepe tropezó con sus propios pies, casi dejando caer la maleta.

—¿Todo bien ahí? —preguntó Ernesto desde su posición, ocupado con su propio equipaje.

—¡Per-perfectamente! —respondió Don Pepe, ajustándose el cuello de la camisa—. Solo estaba... admirando la... arquitectura.

—Es verdad que el edificio tiene unos acabados preciosos —comentó Marta inocentemente, inclinándose para acariciar la barandilla modernista.

Don Pepe ahogó un gemido que intentó disfrazar como tos. La "arquitectura" que estaba admirando no tenía nada que ver con el estilo modernista del edificio.

—La... la verdad es que cada escalón ofrece una perspectiva única —balbuceó, mientras sus ojos seguían el hipnótico vaivén rosado que ascendía delante de él.

Un rayo de sol atravesó la vidriera del rellano, proyectando un caleidoscopio de colores sobre la figura de Marta. La tela de su falda, ahora semi transparente bajo la luz, revelaba el contorno de una diminuta prenda interior que parecía más sugerir que ocultar.

*Bendito sea el arquitecto que diseñó estas escaleras*, pensó Don Pepe, *y bendito sea Ernesto por su brillante idea de la formación*.

La escalera del edificio era un laberinto vertical de mármol gastado y barandillas modernistas que serpenteaban hacia arriba como una invitación a la aventura. Cada rellano tenía una pequeña ventana con vidrieras de colores que proyectaban manchas de luz como confeti sobre las paredes de papel pintado vintage. El eco amplificaba cada sonido, cada suspiro, cada tacón contra el mármol, convirtiendo la subida en una sinfonía de intenciones no declaradas.

Mientras iniciaban el ascenso, una voz estridente resonó desde el primer piso.

—¡Nuevos vecinos! ¡Qué maravilla!

Era Elvira, que apareció en el rellano vistiendo una bata de peluquería tan llamativa que habría hecho parecer discreto a un árbol de Navidad. Su sonrisa brillaba tanto como los rulos dorados que coronaban su cabeza, y su escote competía en profundidad con el Gran Cañón del Colorado.

*Al menos no seré la única que llame la atención*, pensó Marta con cierto alivio.

—Soy Elvira, del 1ºA —se presentó, gesticulando con tanto énfasis que uno de sus rulos amenazó con convertirse en un proyectil—. ¡Tenemos que tomar un café! Conozco todos los secretos del edificio. Como por qué el ascensor se "avería" misteriosamente cuando hay mudanzas de vecinas guapas.

Don Pepe, que había conseguido subir tres escalones con la maleta, se detuvo para recuperar el aliento y defenderse.

—Los ascensores tienen... criterio propio... —jadeó, mientras se secaba el sudor de la frente con el dorso de la mano—. Como mi corazón, que late más fuerte en presencia de la belleza.

—Tu corazón va a latir en urgencias como sigas subiendo escaleras con esa barriga, Pepe —respondió Elvira con una carcajada.

La peluquera se acercó a Marta con la confidencialidad de quien está a punto de revelar un secreto de estado:

—Querida, en este edificio las paredes no solo oyen, ¡toman notas! ¿Ves esas manchas en el papel pintado? —señaló unas marcas que parecían manchas de humedad—. Son mapa de todos los romances que han florecido aquí. Ese corazón borroso del tercero es de cuando la señora del 4ºA se fugó con el repartidor de bombonas.

—¡Elvira! —interrumpió Don Pepe, que seguía jadeando dos escalones más arriba—. No asustes a los nuevos vecinos con historias...

—¿Historias? —Elvira alzó una ceja perfectamente delineada—. ¿Como la vez que te quedaste encerrado en el ascensor con la profesora de yoga del 2ºC y "casualmente" se fue la luz?

—¡Fue un problema técnico! —se defendió Don Pepe, aunque su rostro había adquirido el color de los geranios del patio.

—Tan técnico como tu repentino interés por el yoga... —murmuró Elvira con una sonrisa maliciosa.

En el segundo piso, Rogelio asomó la cabeza desde su puerta, aparentemente ocupado en arreglar una cerradura. Sus ojos se detuvieron en Marta como si hubiera encontrado la tuerca que llevaba buscando toda su vida. El destornillador bailaba nerviosamente entre sus dedos manchados de grasa.

—Si necesitan... cualquier cosa... —murmuró, antes de que un ruido metálico delatara que había dejado caer su herramienta—. Especialmente si el grifo gotea, o la cama rechina, o... cualquier cosa que necesite un hombre con... herramientas.

Marta sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con el aire acondicionado del pasillo. *¿Es mi imaginación o en este edificio todo suena a doble sentido?*

El taller improvisado de Rogelio en el pasillo era un caos organizado de herramientas y deseos no expresados. Mientras fingía concentrarse en la cerradura, una llave inglesa se deslizó de su caja de herramientas, rodando directamente hacia los pies de Marta.

—Yo... eh... la recogeré —se ofreció, agachándose al mismo tiempo que Don Pepe, resultando en un choque de cabezas que resonó por todo el edificio.

—¡Ay! —exclamaron al unísono.

—Los únicos tornillos que tienes sueltos están en la cabeza, Rogelio —comentó Don Pepe, frotándose la frente.

Regañando a Don Pepe

El tercer piso tenía una personalidad propia. Las puertas de madera noble, aunque algo desgastadas, guardaban historias tras sus mirillas de latón. El papel pintado, con su patrón de flores art nouveau, parecía cobrar vida bajo la luz que se filtraba por la claraboya del techo. Un antiguo banco de madera descansaba junto al extintor, testigo silencioso de encuentros furtivos y conversaciones susurradas.

Cuando por fin alcanzaron el tercer piso, María Alejandrina los esperaba en el rellano, sosteniendo lo que parecía ser un bizcocho con aspecto sospechosamente chamuscado y una mirada que podría haber derretido el polo norte.

—Bienvenidos al edificio —dijo con una sonrisa que ocultaba tanto veneno como azúcar—. Don Pepe, ¿no tenías que arreglar el grifo del baño? ¿O prefieres seguir "vigilando" a los nuevos vecinos?

—Estoy... prestando un servicio... comunitario... —respondió él entre jadeos, apoyándose en la pared mientras sus ojos seguían magnetizados hacia Marta.

—El único servicio que vas a prestar es el de urgencias como sigas haciendo esfuerzos —replicó su esposa, para después volverse hacia Marta con renovada amabilidad—. El bizcocho está un poco tostado, pero el sabor está intacto. Como el matrimonio: aunque se queme por fuera, lo importante es lo de dentro, ¿verdad, Pepe? Aunque algunos prefieran probar pasteles ajenos...

Ernesto miró su reloj por tercera vez en los últimos cinco minutos, ajeno a la tensión que podría cortarse con un cuchillo de mantequilla.

—Cariño, tengo que irme ya o perderé el tren —dijo, besando a Marta en la mejilla con la pasión de quien besa un sello—. El viaje a Valencia no puede esperar.

—¿Ya te vas? —Marta no pudo ocultar su decepción, aunque una parte de ella se preguntaba si no sería una bendición poder explorar este peculiar edificio por su cuenta—. Apenas hemos llegado...

—El trabajo es el trabajo —respondió él, mientras sacaba su maleta de viaje del montón—. Don Pepe, ¿podría ayudar a mi esposa con el resto de las cosas?

Los ojos del vigilante se iluminaron como los de un niño en una tienda de dulces, o más bien como los de un lobo ante un rebaño sin pastor.

—¡Por supuesto! —exclamó, recuperando milagrosamente el aliento—. Es mi deber velar por el bienestar de todos los vecinos... —enfatizó la palabra "todos" mientras sus ojos se desviaban hacia el escote de Marta, donde aún se escondía su botón prófugo.

María Alejandrina carraspeó sonoramente.

—Y el grifo sigue goteando, Pepe. Como tus babas. Aunque ya veo que prefieres "arreglar" otras cosas.

Mientras Ernesto se despedía apresuradamente y desaparecía escaleras abajo, Marta se quedó en el rellano, rodeada de maletas, un bizcocho quemado y un vigilante que intentaba disimular su sofoco mientras su esposa lo fulminaba con la mirada. El edificio parecía vibrar con una energía peculiar, como si las paredes guardaran secretos que poco a poco irían saliendo a la luz.

*Quería un cambio en mi vida*, pensó Marta mientras buscaba las llaves en su bolso, sintiendo aún el peso del botón entre sus pechos, *y parece que el cambio viene con extras incluidos*.

Mientras Marta organizaba su nuevo hogar, los sonidos del edificio comenzaron a revelarse como una orquesta urbana: el tintineo de las tuberías antiguas, el murmullo de conversaciones que se filtraba entre las paredes, el eco de pasos en la escalera, el zumbido del ascensor que, milagrosamente, había vuelto a funcionar justo después de que ella terminara de subir todas sus cosas.

A través de la ventana de su nuevo salón, podía ver el patio interior del edificio, un pozo de luz donde las cuerdas de tender formaban un entramado de historias entrelazadas: ropa interior de encaje junto a calzoncillos gastados, sábanas blancas que bailaban con la brisa como fantasmas traviesos, y una camisa hawaiana solitaria que parecía señalar acusadoramente hacia la ventana de Don Pepe.

El viejo sillón de cuero crujió bajo el peso de Don Pepe como si compartiera el mismo agotamiento de su dueño. Las manchas de sudor dibujaban mapas de geografías imposibles en su camisa, testimonio mudo de las cinco veces que había subido "casualmente" por las escaleras para ayudar a Marta, la nueva inquilina del 3ºB.

En la cocina, María Alejandrina masacraba una cebolla inocente contra la tabla de cortar. *¡Tac-tac-tac!* El cuchillo bajaba con la precisión de una guillotina revolucionaria, mientras las lágrimas —culpa de la cebolla, se repetiría después— le corrían por las mejillas.

—¿Sabes, querida? —Don Pepe se desabrochó el primer botón de la camisa, luego el segundo, como si cada uno pesara un quintal—. Creo que este edificio necesitaba algo de... aire fresco.

El *tac-tac-tac* se detuvo abruptamente. María Alejandrina emergió de la cocina blandiendo el cuchillo como un cetro real, con trozos de cebolla adheridos al delantal que rezaba "La Mejor Esposa del Mundo" (regalo de Don Pepe, que siempre tuvo un sentido del humor peculiar).

—Lo que necesita es que arregles el dichoso grifo —espetó, señalándolo con el cuchillo—. Lleva goteando desde que nuestra nieta Alejandra nació. Y no me vengas con "aire fresco", que te he visto la cara de quinceañero hormonal cada vez que subes a "revisar las tuberías".

Don Pepe se removió en el sillón, que volvió a quejarse como un anciano con artritis.

—Mujer, es una inquilina. Su esposo Ernesto, salió disparado al trabajo, me encargó que le ayudara a subir sus maletas. Es mi deber como casero asegurarme de que esté... cómoda. 

—¿Cómoda? —María Alejandrina soltó una carcajada que hubiera helado la sangre de un pingüino—. Si te he visto subir más veces hoy que en los últimos treinta años juntos. ¡Y mírate! Sudando como un pollo en el asador. ¿Cuántos años crees que tienes? ¿Veinte?

Se acercó al sillón, amenazante, con el cuchillo todavía en la mano.

—Te lo advierto, Pepe. Como te dé un infarto subiendo escaleras para ver a esa... *señora*, te remato yo misma. Aunque viendo cómo las mirabas, casi prefiero el infarto —hizo una pausa dramática—. Al menos así cobraría el seguro de vida.

Don Pepe tragó saliva. El sudor ya no era solo por las escaleras.

—Alejandrina, mi amor, exageras. Solo estaba siendo amable...

—¿Amable? —cortó ella—. ¿Y por eso viniste corriendo a echarte la colonia que te regalé en navidad? ¿La que guardabas "para ocasiones especiales"?

El silencio que siguió fue tan denso que podría haberse cortado con el mismo cuchillo que sostenía María Alejandrina.

—Bueno... —tosió Don Pepe, aflojándose aún más el cuello de la camisa—. Es que... hoy es jueves.

—¡Jueves! —exclamó ella, alzando las manos al cielo—. ¡San Jueves, patrón de los caseras nuevas!

Volvió a la cocina murmurando algo sobre la menopausia masculina y la estupidez crónica. El *tac-tac-tac* se reanudó con renovada furia.

Don Pepe se hundió más en su sillón, pensando que quizás, solo quizás, debería empezar a usar el ascensor. O mejor aún, arreglar ese maldito grifo antes de que su mujer decidiera probar si el seguro de vida cubría los "accidentes domésticos".

Luego sonrió para sus adentros, recordando el vaivén de la falda de Marta mientras subía las escaleras. Su botón perdido era un pequeño precio a pagar por semejante visión. Quizás el ascensor debería seguir "averiado" unos días más…

—¿Decías algo del grifo, mi amor? —preguntó distraídamente, mientras su mente divagaba entre escalones y encuentros casuales.

—Que como no lo arregles hoy, dormirás en el rellano —fue la tajante respuesta de María Alejandrina—. Y allí no hay ascensor que valga, ni vecinas nuevas que admirar.

El sonido de una gota cayendo rítmicamente en el baño acompañó las fantasías de Don Pepe como una peculiar banda sonora. En el 3ºB, Marta deshacía las maletas en soledad, sacando el botón travieso de su escote y guardándolo en el cajón de su mesita de noche con una sonrisa traviesa. Quizás este edificio, con sus vecinos peculiares y sus ascensores selectivos, era exactamente el cambio que necesitaba en su vida.

El edificio número 23 de la calle Velarde se preparaba para la noche como un teatro después de la función: las luces se atenuaban gradualmente, las cortinas se cerraban como telones sobre escenas inconclusas, y los sonidos se transformaban en susurros y promesas. En algún lugar, un grifo seguía goteando su particular cuenta atrás, mientras los vecinos se retiraban a sus respectivos escenarios privados, cada uno llevándose consigo un pequeño secreto de aquel primer día con su nueva vecina.

Download MangaToon APP on App Store and Google Play

novel PDF download
NovelToon
Step Into A Different WORLD!
Download MangaToon APP on App Store and Google Play