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Sr. Y Sra. Claus

Parte 0

Dios le ha encomendado una misión especial a Nikolas Claus, más conocido por todos como Santa Claus: formar una familia.

En otra parte del mundo, Aila, una arquitecta con un talento impresionante, siente que algo le falta en su vida. Durante años, se ha dedicado por completo a su trabajo.

Dos mundos completamente distintos están a punto de colisionar. La misión de Nikolas lo lleva a cruzarse con Aila. Para ambos, el camino no será fácil. Nikolas deberá aprender a conectarse con su lado más humano y a mostrar vulnerabilidad, mientras que Aila enfrentará sus propios miedos y encontrará en Nikolas una oportunidad para redescubrir la magia, no solo de la Navidad, sino de la vida misma.

Este encuentro entre la magia y la realidad promete transformar no solo sus vidas, sino también la esencia misma de lo que significa el amor y la familia.

Parte 1

Nikolas

—Jo Jo, feliz Navidad —dije frente al espejo, tratando de imitar el entusiasmo que solía tener siglos atrás. Apenas terminé la frase, una carcajada involuntaria escapó de mis labios. Me veía ridículo.

Habían pasado demasiados años desde que llegué a este mundo. Tantos, que a veces siento que soy una sombra más entre los mortales. Dios me mandó aquí con una misión: llevar esperanza a los niños en Navidad. Pero no era como los cuentos o las películas que ahora se cuentan sobre mí. No se trataba de bajar por chimeneas ni de dejar regalos mágicos debajo del árbol. No.

Mi verdadero propósito era más profundo, más complejo: asegurar que los padres pudieran encontrar trabajo, que las personas se unieran para ayudar a los menos afortunados, que aquellos que no tenían nada recibieran algo, aunque fuera una pizca de esperanza. Esa era mi verdadera misión como Santa Claus.

Por supuesto, este propósito me otorgó ciertos dones. Ahora podía aparentar cualquier edad, lo cual me ayudaba a pasar desapercibido cuando necesitaba. Pero había algo que no cambiaría jamás: mi cabello blanco. Era un recordatorio constante de mi inmortalidad, del tiempo que he pasado sirviendo en esta misión interminable.

A veces, confieso, pierdo la fe. Después de tantos siglos, es inevitable. Hay días en los que me siento atrapado en una rutina que no cambia, en un ciclo que parece no tener fin. Es como si todo el brillo de la Navidad ya no alcanzara para iluminar mi cansancio.

—¡Nikolas! —La voz aguda de Finn, mi elfo más leal, interrumpió mis pensamientos.

Al girarme, lo vi parado junto a la puerta. Sostenía algo en sus manos, una carta que brillaba con una luz tan intensa que me obligó a entrecerrar los ojos.

—Ha llegado una carta del cielo —dijo con un tono solemne que no le era muy común.

¿Una carta del cielo? Esa simple frase me dejó helado. Han pasado siglos, literalmente siglos, desde que recibí algo de Dios. Tomé el sobre con cuidado. Era dorado, con una caligrafía tan impecable que no podía ser de este mundo. Algo en mi interior me decía que no iba a gustarme lo que iba a leer.

Rompí el sello y abrí la carta. Apenas desplegué el papel, un resplandor dorado llenó la habitación. Mientras las palabras comenzaban a formarse frente a mis ojos, sentí un escalofrío que me recorrió de pies a cabeza.

"¡Hola, Nikolas!

Tienes una nueva misión antes de Navidad: debes casarte y traer al mundo a una señora Claus y un bebé Claus. Tienes un año para hacerlo. Si no cumples esta misión, tendrás que trabajar para uno de mis hijos en el inframundo. ¡Mucha suerte!

Con amor, Dios."

Solté un bufido.

—¡Maldito viejo! —murmuré entre dientes, sin importar que Finn todavía estaba allí mirándome.

Sabía perfectamente lo cansado que estaba de esta vida solitaria, y aun así, decidió mandarme esto. Es una trampa. Una maldita trampa.

—¿Cómo demonios voy a conseguir una señora Claus? —dije, dirigiéndome a Finn aunque no esperaba una respuesta. Él solo me miraba con esa expresión entre divertida y preocupada que siempre tenía cuando sabía que estaba en problemas.

Los demás elfos en la sala también habían dejado de trabajar para observarme. Sus pequeños ojos brillaban con curiosidad, pero ninguno se atrevía a decir nada. La idea de encontrar una esposa y tener un hijo en un año me parecía absurda. ¿Quién querría compartir su vida con alguien como yo? ¿Un inmortal que aparenta ser un anciano de cabello blanco y lleva siglos atrapado en una misión interminable?

Me giré hacia la ventana y suspiré. Desde mi oficina podía ver las máquinas trabajando, los elfos organizándose para sus misiones. Ellos también tienen su parte en la Navidad: ayudar a los padres y comunidades a lograr lo imposible, conseguir recursos, cumplir sueños. Esa es la verdadera magia de estas fechas. Yo solo soy el guía, el catalizador de todo eso.

De repente, algo llamó mi atención. En el holograma que proyectaba el estado del mundo, aparecieron dos puntos verdes por continente. Eso jamás había sucedido. Mi atención se agudizó cuando Finn volvió a aparecer a mi lado, extendiéndome la misma carta que acababa de leer.

—Ahora tiene un mensaje diferente —dijo, señalando las palabras que se reescribían frente a mis ojos.

"Los puntos verdes son tus potenciales parejas. Debes elegir correctamente. Porque solo una está destinada a convertirse en la señora Claus. ¡Muchos éxitos!"

Rodé los ojos con exasperación. Este tipo de "humor celestial" era algo que nunca he entendido. Siempre nos tratan como piezas de un juego, moviéndonos a su antojo.

—¿Y cómo demonios se supone que haga esto? —pregunté, más para mí mismo que para Finn.

Decidí dirigirme al establo. Si tenía que resolver este nuevo acertijo divino, al menos iba a hacerlo de la manera más rápida posible. Pero mientras revisaba las imágenes y perfiles de las mujeres que aparecían asociadas a los puntos verdes, no pude evitar sentir que todo esto era ridículo.

Algunas eran jóvenes, demasiado jóvenes. Me sentí como un maldito asalta cunas. Una foto en particular llamó mi atención. Era una mujer distinta al resto. Algo en su mirada me atrapó, aunque no podía entender por qué.

Pero en su perfil resaltaba un aviso en rojo: "NO CREYENTE."

No creía en Santa Claus.

Eso debería ser suficiente para descartarla, debería haber sido la razón perfecta para seguir buscando entre las demás. Pero algo, algo que no podía explicar, me detuvo. Sus sueños estaban clasificados. No podía verlos como podía con el resto de los humanos. Con los demás, bastaba una mirada rápida para descubrir lo que anhelaban, sus miedos y esperanzas, sus deseos más profundos. Pero con ella... era diferente. Había un muro, un velo, algo que me impedía atravesar.

Y eso, lo admito, me intrigó.

¿Qué escondía? ¿Por qué no podía verla como veía a los demás? No tenía sentido, pero ahí estaba. La incertidumbre era como un hilo que tiraba de mí, envolviéndome más y más en el misterio de quién era.

La magia tenía esa capacidad. Podía ser un faro de esperanza, algo que iluminara incluso los rincones más oscuros de la humanidad, pero también era un imán para el caos. Había visto lo mejor y lo peor de los humanos, cómo podían construir sueños de polvo estelar y, al mismo tiempo, derribarlos con su codicia.

Cuando llegué a este mundo, no había tantas reglas. Los humanos eran diferentes, más simples, más dispuestos a creer. Pero los siglos trajeron cambios. Al principio, compartían conmigo sus deseos de forma inocente, llenos de ilusión. Sin embargo, como siempre ocurre, algunos comenzaron a buscar poder. Querían usarme, controlar la magia que yo representaba. Fue entonces cuando entendí que, aunque mi propósito era traer alegría, debía proteger ese don de caer en las manos equivocadas.

La maldad humana nunca desaparecería. Eso lo había aceptado hace mucho tiempo. Pero aún así, seguía creyendo que valía la pena luchar por ellos. Por los buenos. Por los que mantenían viva la esperanza, incluso cuando todo parecía perdido.

Dejé escapar un suspiro profundo mientras me dirigía al establo. Los elfos ya habían hecho los preparativos. Al llegar, el portal ya estaba abierto, su luz centelleando con una energía que parecía burbujear en el aire.

Finn, como siempre, estaba a mi lado, ajustando algunos detalles en el sistema del trineo. Sin levantar la vista, me informó con su tono meticuloso:

—Será llevado a la primera ubicación. Puede observar a las mujeres y decidir desde allí.

Decidir.

Como si fuera tan fácil.

El portal brilló intensamente mientras avanzaba hacia él, su energía envolviéndome con un calor familiar. Al cruzar, el tiempo y el espacio se desdibujaron. No había frío ni calor, ni día ni noche, solo un flujo constante que me empujaba hacia adelante.

Cuando llegué al primer destino, el panorama era como siempre: mujeres jóvenes, sonrientes, llenas de sueños y esperanzas. Podía ver sus deseos con solo mirarlas. Una quería estabilidad, otra buscaba amor eterno, una más deseaba un propósito mayor que la vida misma. Pero ninguno de esos deseos lograba encender algo en mí.

Seguía observándolas, intentando encontrar algo que resonara, algo que despertara una chispa. Sin embargo, a cada paso que daba, mi mente volvía a ella. A Aila.

No importaba cuántos rostros viera, cuántos deseos descubriera. Todo palidecía en comparación con el misterio que representaba. ¿Por qué no podía dejar de pensar en ella? ¿Qué había en esos ojos que me había atrapado de una forma que ni la magia podía explicar?

Mis pensamientos comenzaron a desordenarse. Había algo en el silencio de sus sueños, en la manera en que no podía tocarlos, que me hacía querer más. No podía decidirme, no podía elegir a ninguna de estas mujeres cuando ella seguía presente en mi mente, como un eco persistente que no podía ignorar.

Finalmente, me alejé del grupo y me senté bajo un árbol cercano, mirando el portal que continuaba vibrando suavemente.

—¿Qué me pasa? —susurré, más para mí mismo que para Finn, quien había aparecido sigilosamente detrás de mí.

Pero no hubo respuesta. Solo el murmullo del viento y la presencia del portal, como si me empujara sutilmente hacia la única dirección que sabía que debía tomar.

Aila.

Sin importar cuán ilógico pareciera, sabía que tenía que encontrarla. Porque algo me decía que, de alguna forma, ella era la única respuesta que importaba.

Parte 2

Aila

Era 31 de octubre, y la ciudad bullía de vida. Las calles estaban llenas de niños disfrazados, correteando de puerta en puerta, exigiendo dulces con sonrisas iluminadas por la emoción. ¿Yo? Yo estaba en la oficina, atrapada en una rutina interminable, trabajando en un nuevo proyecto que parecía no tener fin. Mientras el mundo afuera celebraba, yo cumplía con mi deber, como siempre.

Había pasado un mes desde mi cumpleaños. Veinticuatro años. Había soñado tanto con este momento cuando era más joven, creyendo que a esta edad tendría una pareja, alguien con quien compartir los días y las noches. Pero ese sueño se había evaporado, arrastrado por los recuerdos de mi última relación. Aquel pedazo de idiota me había sido infiel, destrozando lo poco que quedaba de mi fe en el amor.

Mi pie se movía nerviosamente mientras terminaba de ajustar algunos detalles en el diseño que estaba trabajando. Mis ojos se movieron hacia la puerta, al sentir la presencia de alguien. Allí estaba él: mi jefe. Mi ex.

Creo que tengo un problema con la autoridad. Siempre me habían atraído los hombres con poder, esos que parecían dominar el mundo con solo una mirada. Pero ahora, su presencia no era más que una sombra incómoda, un recordatorio de todo lo que había salido mal.

—¿Qué quieres? —dije sin apartar la mirada de la pantalla de mi computadora.

Sentí el peso de mi cabello corto, recogido en un moño improvisado. Lo había cortado después de nuestra ruptura, en uno de esos momentos impulsivos donde la tusa te lleva a hacer cosas drásticas. Lo odiaba. Lo odiaba tanto que apenas podía mirarme al espejo sin arrepentirme.

Era irónico. Mi cabello, que había sido una de las cosas que más amaba de mí misma, había pagado el precio de su traición. Ahora no era más que un recuerdo de lo mucho que lo había odiado a él, y a mí misma, por permitirle entrar tan profundamente en mi vida.

—¿No puedo venir a ver cómo está mi mejor trabajadora? —dijo, con ese tono cínico que siempre usaba para cubrir su verdadera intención.

Lo sentí acercarse, pero no me molesté en levantar la mirada. No valía la pena. Mi hermana ya me había llamado un par de veces, pidiéndome que la acompañara al centro comercial con mis sobrinos. Batman y Robin querían salir a jugar también, y yo no podía esperar para verlos.

—Sí, supongo —respondí sin entusiasmo.

La oficina ya estaba casi vacía. La mayoría de mis compañeros se habían ido temprano para pasar el día con sus familias o disfrutar de la festividad. Pero yo seguía allí, trabajando como una mula, cumpliendo con un empleo que apenas me daba respiro.

Era mi vida. Trabajar para un hombre que creía ser lo mejor de lo mejor, cuando en realidad no era más que un explotador disfrazado de líder. Cerré la computadora con un suspiro cuando sentí que estaba demasiado cerca, su rostro a centímetros del mío.

—Te has vuelto más grosera que antes —dijo, con una mezcla de reproche y diversión.

—Entonces me puedes despedir —contesté, dándole una sonrisa burlona mientras recogía mis cosas y las guardaba en mi bolso. No tenía tiempo para sus tonterías. —Oh, cierto. No puedes porque tu padre fue el que me contrató.

El camino hacia la casa de mis padres fue más largo de lo esperado. El tráfico, como siempre, era un caos en días festivos. Pero cuando finalmente llegué, el estrés del día comenzó a desvanecerse. Allí estaban, los mejores Batman y Robin que jamás había visto.

—¡Llegas tarde! —me regañó mi hermana menor, con los brazos cruzados y una mirada que me recordó a mamá.

—Lo sé, había mucho tráfico —respondí con una sonrisa de disculpa.

—¡Tía! —gritó Andrew, mi sobrino mayor, corriendo hacia mí con los brazos abiertos. Lo alzé con facilidad. Apenas tenía dos años, pero hablaba como si tuviera diez.

Mark, el más pequeño, estaba en los brazos de mi hermana, observándome con esos ojos enormes que parecían absorber todo a su alrededor.

—Déjame cargar al chiquitín. Amo su olor a bebé —dije, tomando al pequeño con cuidado y llevándolo hacia mí. Hundí mi rostro en su cabecita y aspiré profundamente. —Recién salido del horno.

Era irónico cómo funcionaba la vida. Yo, que siempre había soñado con una familia propia, me había convertido en la tía trabajadora, la que llegaba tarde y cubría las ausencias de los demás. Mientras tanto, mi hermana, que nunca había planeado tener hijos tan joven, ya tenía dos y un esposo que la adoraba.

Mi hermana tenía 22 años. Conoció a mi cuñado cuando apenas tenía 15, y desde entonces se volvieron inseparables. Se casaron a los 18, y aunque muchos dudaron de ellos, demostraron que estaban hechos el uno para el otro. Ella continuó con su carrera universitaria, se graduó mientras estaba embarazada de Mark, y ahora trabajaba desde casa, manejando todo con una calma que me sorprendía.

Era una vida que había soñado para mí misma, pero que ahora parecía tan lejana como las estrellas.

Mientras cargaba a Mark, con su olor a inocencia y sus pequeños dedos agarrando los míos, no pude evitar sentir una punzada de melancolía. Algún día, tal vez, yo también podría tener algo parecido. Pero por ahora, esto era suficiente.

Era suficiente. O al menos, eso intentaba decirme.

Llegué al centro comercial con el tiempo justo para un respiro. Era de esos días donde la cabeza no paraba y necesitaba un momento para desconectar, aunque fuera con una malteada entre las manos. Me senté en una mesa cercana al área de juegos infantiles, mirando de lejos cómo mi hermana corría detrás del "terreneitor" de mi sobrino mayor. Andrew parecía tener energía ilimitada, como si el azúcar de los dulces de Halloween hubiera activado un turbo en él. Mientras tanto, Mark dormía plácidamente en su cochecito, ajeno al caos que lo rodeaba.

Era una imagen que contrastaba tanto con mi vida. Ella, felizmente casada, construyendo su familia, y yo... bueno, simplemente sobreviviendo. Tomé un sorbo de mi malteada, dejando que el frío y el dulzor aliviaran un poco el cansancio acumulado.

—¿Es tu hijo?

La voz masculina me tomó por sorpresa. Levanté la mirada, instintivamente más de lo necesario, como si estuviera preparándome para enfrentarme a quien fuera. No era algo que me pasara a menudo. Ser alta, usar tacones y caminar con seguridad solían intimidar a la mayoría de los hombres promedio. Pero este no era un hombre promedio.

Era mayor, aunque no podía calcular exactamente su edad. Su cabello y barba blanca le daban un aire enigmático, casi fuera de lugar. Llevaba un traje negro impecable, oculto bajo un abrigo rojo imponente, como si estuviera caminando por alguna ciudad fría de Europa en lugar de este ruidoso centro comercial lleno de niños disfrazados y gritos agudos.

—No, es mi sobrino. Además, ¿qué te importa? —solté sin pensarlo mucho, con ese tono cortante que solía usar para mantener a los extraños a raya.

Él sonrió. Pero no fue una sonrisa cualquiera; fue una sonrisa burlona, de esas que parecen saber más de ti que tú misma. Sentí cómo mis mejillas se calentaban, y odié la reacción automática de mi cuerpo. No estaba acostumbrada a que alguien se divirtiera con mi actitud, mucho menos que pareciera disfrutarla.

—Eres muy contestona —comentó, casi como si estuviera entretenido con un juego secreto del que yo no era consciente.

Había algo en él que me descolocaba. Su mirada era intensa, como si pudiera atravesarme y leer cada rincón de mi mente. Era como si el bullicio a nuestro alrededor hubiera desaparecido y solo existiéramos nosotros dos en ese instante.

—¿Tienes un sueño, Aila?

Su pregunta me dejó helada. No por el contenido, sino por el hecho de que sabía mi nombre. El corazón me dio un vuelco y un nudo de alarma se formó en mi garganta.

—¿Cómo sabes mi nombre? —pregunté, tratando de mantener la compostura mientras mis pensamientos iban a toda velocidad.

Antes de que pudiera obtener una respuesta, mi hermana comenzó a acercarse con Andrew a cuestas, y cuando volví a mirar al hombre, ya no estaba. Desaparecido. Como si nunca hubiera estado allí.

Mi corazón empezó a latir con fuerza, casi dolorosamente, mientras mis ojos escaneaban la zona, buscando algún rastro de él. Pero no había nada, ni un solo indicio de que ese hombre hubiera existido.

Volví la mirada al cochecito de Mark, sintiendo un pánico irracional que no lograba explicar. Mi sobrino pequeño seguía allí, completamente tranquilo, con esa sonrisa tierna que siempre aparecía después de comer su lechita. No parecía tener idea del torbellino que estaba pasando dentro de mí.

—¿Estás bien? —preguntó mi hermana, mirándome con una mezcla de curiosidad y preocupación.

—Sí... sí, estoy bien —mentí, aunque mis manos temblaban ligeramente mientras sujetaba la malteada.

El aire alrededor se sentía diferente, como si algo extraño hubiera quedado suspendido en el ambiente. No podía sacudirme la sensación de que ese encuentro había sido importante de alguna manera, aunque no lograba descifrar cómo.

Miré una vez más hacia la multitud, esperando, quizás, encontrar al hombre de cabello blanco y abrigo rojo entre la gente. Pero no estaba.

—¿Qué mierda fue eso? —susurré para mí misma, mientras trataba de calmar el temblor en mis manos y el tumulto en mi pecho.

Mark seguía durmiendo, ajeno a todo, con esa paz que solo los bebés parecen poseer. Pero yo sabía que algo había cambiado en ese instante. Algo que no podía explicar y que, por más que intentara, no podría ignorar.

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