La habitación estaba en penumbras, pero Diana Johnson podía sentir el aire pesado y opresivo que la envolvía. Sus extremidades apenas respondían, su cuerpo estaba débil, cada respiración le dolía como si pequeños cuchillos se clavaran en su pecho. Sabía que estaba muriendo. Lo había sabido desde hacía semanas, pero se había convencido de que todo era culpa de su frágil salud. Había confiado ciegamente en Rogelio, el hombre al que había amado con toda su alma, el hombre con quien había prometido pasar el resto de su vida.
Él estaba allí, sentado en una silla junto a su cama, observándola con una frialdad que ahora le resultaba imposible de ignorar. En sus ojos no había rastro del hombre cariñoso que una vez había prometido protegerla. Había algo más: satisfacción.
—¿Por qué? susurró Diana con las pocas fuerzas que le quedaban. Su voz era apenas un hilo de sonido, pero Rogelio la escuchó claramente.
Él se inclinó hacia ella, con una sonrisa que hacía que su piel se erizara.
—Porque siempre fuiste un medio, Diana, nunca el objetivo. Todo esto, todo lo que construimos juntos, era solo un paso hacia lo que realmente quería.
Ella sintió que el mundo se tambaleaba a su alrededor. Cada palabra era como un golpe directo a su corazón.
—¿Maribel? preguntó, aunque ya conocía la respuesta.
Rogelio asintió lentamente.
—Siempre fue ella. Tú eras solo el puente, Diana. Tenías la fortuna, la posición… pero nunca el alma que yo necesitaba. ¿Sabes cuánto tiempo he esperado para traerla de vuelta?
Diana intentó mover sus manos, golpearlo, hacer algo, pero estaba demasiado débil. Todo lo que podía hacer era mirarlo con lágrimas en los ojos mientras las piezas del rompecabezas encajaban. Los constantes abortos, la debilidad que la había consumido durante los últimos meses… no era su cuerpo el que había fallado. Era él. El hombre que había prometido amarla, el hombre que había jurado compartir su vida, la estaba matando lentamente.
—Eres un monstruo… susurró con su último aliento.
Rogelio se levantó y la observó por última vez antes de salir de la habitación.
—No te preocupes, Diana. En otra vida, tal vez encuentres la felicidad.
Y entonces todo se oscureció.
Cuando Diana abrió los ojos de nuevo, no reconoció su entorno. Lo primero que notó fue el frío. Estaba acostada sobre algo duro y húmedo. Su cuerpo temblaba, y un olor a suciedad y mugre la envolvía. Se sentó bruscamente, sintiendo un mareo inmediato que la obligó a apoyarse en el suelo. Miró sus manos. No eran las suyas. Eran más jóvenes, delgadas, con uñas rotas y sucias.
—¿Qué… qué es esto? murmuró, su voz apenas audible.
Miró a su alrededor. Estaba en un callejón estrecho, rodeada de bolsas de basura y cajas de cartón apiladas. El sonido distante de los autos y el murmullo de la ciudad llenaban el aire. Trató de levantarse, pero su cuerpo estaba débil y sus piernas temblaban.
Fue entonces cuando lo recordó todo. Su muerte, las palabras de Rogelio, la oscuridad que la había envuelto. Y ahora esto… este cuerpo que no era suyo.
Caminó tambaleándose hasta un charco cercano, el único reflejo que podía encontrar. Lo que vio la dejó sin aliento. La mujer que la miraba tenía el rostro cubierto de mugre, pero bajo todo eso, podía distinguir una belleza oculta. Ojos grandes y expresivos, pómulos altos, labios llenos. Pero era joven, mucho más joven que ella.
—¿Quién eres? preguntó al reflejo, aunque ya conocía la respuesta.
Una ráfaga de recuerdos invadió su mente. Este cuerpo pertenecía a Mara Brown, una joven huérfana que había crecido en la calle. Sin familia, sin amigos, sin futuro. Mara había muerto sola en este callejón, invisible para el mundo. Y ahora, de alguna manera, Diana estaba aquí, ocupando su lugar.
Por un momento, se dejó caer de rodillas, sintiendo el peso de la situación. Había perdido todo: su fortuna, su posición, su vida. Pero luego algo dentro de ella despertó. Una chispa, un fuego que había estado apagado durante mucho tiempo. Esto no era solo una segunda oportunidad. Esto era un regalo.
—Rogelio… susurró, sus labios curvándose en una sonrisa peligrosa.
No importaba cuánto le hubiera quitado, Diana no iba a rendirse. Si había algo que su vida pasada le había enseñado, era que tenía la inteligencia, la astucia y la determinación para recuperar lo que era suyo. Y ahora, con una nueva identidad, podría acercarse a él sin que sospechara.
Se levantó lentamente, apoyándose en la pared para mantener el equilibrio. Sus pensamientos ya estaban en marcha, elaborando un plan. Necesitaba limpiar este cuerpo, transformar a Mara en alguien que pudiera enfrentarse a Rogelio y su mundo. Necesitaba recursos, aliados… y, sobre todo, tiempo.
Mientras se alejaba del callejón, vio su primera prueba de lo que sería este nuevo camino. Un grupo de hombres la observaba desde la esquina, con miradas lascivas y sonrisas maliciosas. Antes, como Diana Johnson, jamás habría enfrentado algo así. Pero ahora, como Mara Brown, era vulnerable, una presa fácil.
—Hey, preciosa, ¿a dónde vas con tanta prisa? —dijo uno de ellos, dando un paso hacia ella.
Diana se detuvo, sintiendo cómo su corazón se aceleraba. Por un momento, el miedo amenazó con apoderarse de ella. Pero luego recordó quién era.
—¿De verdad quieres intentar algo conmigo? —dijo, su voz firme y peligrosa, muy diferente de la imagen que proyectaba su apariencia desaliñada.
Los hombres se detuvieron, sorprendidos por su tono. Uno de ellos incluso retrocedió ligeramente, pero otro se rió.
—Mucha boca para alguien como tú.
Diana sonrió, un gesto frío y calculador.
—Recuerda este rostro. Pronto desearás no haberte cruzado conmigo.
Y con eso, se giró y continuó caminando, dejando a los hombres confundidos y, aunque no lo admitirían, algo inquietos.
Esa noche, mientras se acomodaba bajo un puente, Diana juró que no descansaría hasta ver a Rogelio caer. Había perdido una vida, pero no perdería esta.
Había renacido, y el mundo entero iba a enterarse.
El amanecer trajo consigo un frío penetrante que mordía la piel, pero Mara Brown o más bien, Diana Johnson en su nuevo cuerpo no se permitió ceder ante la incomodidad. El sonido de los autos y las voces lejanas de la ciudad anunciaban el inicio de un día más, uno que sería clave para su plan. A pesar de las circunstancias, su mente seguía afilada. Estaba decidida a transformarse, a dejar de ser la mujer indigente que había encontrado en el reflejo del charco y convertirse en alguien capaz de reclamar su vida.
Sentada bajo el puente donde había pasado la noche, Diana repasaba sus recursos. Por desgracia, no tenía nada: ni dinero, ni conexiones, ni un lugar donde empezar. Pero tenía algo más valioso que cualquier fortuna: su conocimiento, sus habilidades y una determinación que no se quebraría.
El primer paso era simple pero crucial: debía limpiar su imagen. Sin importar cuán fuerte fuera su espíritu, nadie la tomaría en serio si seguía luciendo como una mujer sin hogar. Necesitaba transformarse de Mara, la indigente, a una mujer sofisticada capaz de infiltrarse nuevamente en el mundo que le habían arrebatado.
Diana caminó por la ciudad con pasos firmes, a pesar de las miradas de desprecio de los transeúntes. Había aprendido, desde muy joven, a usar las apariencias en su favor. Sabía que, en este momento, era invisible para los ojos de las personas, y eso era precisamente lo que necesitaba.
Después de horas de caminar, encontró lo que buscaba: un pequeño centro comunitario que ofrecía duchas y ropa usada a quienes lo necesitaban. Fingiendo timidez, entró al lugar, soportando las miradas compasivas de los voluntarios.
—Hola, querida. ¿Puedo ayudarte? le preguntó una mujer mayor con una sonrisa cálida.
Diana asintió, bajando la mirada para no revelar el fuego calculador en sus ojos.
—Solo… una ducha. Y algo de ropa, si es posible.
La mujer la llevó a una pequeña sala donde había ropa donada. Diana escogió un sencillo vestido negro y un abrigo beige que, aunque gastados, eran elegantes en comparación con sus andrajos. Luego, se dirigió a la ducha.
Mientras el agua tibia corría por su cuerpo, sintió que cada gota se llevaba un pedazo de su antigua vida. Con cada pasada de jabón, con cada mechón de cabello limpio, Mara Brown dejaba de ser una sombra para convertirse en algo más. Al salir, se miró al espejo del baño. Aunque el vestido le quedaba un poco holgado y su rostro seguía mostrando señales de agotamiento, los ojos que la observaban eran diferentes. Ya no era una mujer derrotada.
Era una mujer en pie de guerra.
El siguiente paso era conseguir dinero. No podía vivir solo con determinación. Su mente repasó rápidamente las habilidades que tenía de su vida pasada: sabía manejar negocios, era experta en finanzas y tenía un ojo afilado para identificar oportunidades. Pero en este momento, lo único que podía hacer era aprovechar su ingenio.
Caminando por las calles de la ciudad, vio un café elegante en una de las esquinas principales. En sus ventanas se exhibían postres finos y una clientela adinerada. Era el lugar perfecto para su próximo movimiento.
Entró al establecimiento y notó cómo las miradas de los clientes se posaban brevemente en ella antes de volver a sus conversaciones. Aunque no lucía como una indigente, tampoco encajaba del todo allí. Sin embargo, eso no la detuvo. Se acercó al mostrador con una sonrisa amable.
—Disculpe, estoy buscando trabajo. ¿Tienen alguna vacante? preguntó, manteniendo su voz tranquila y profesional.
El encargado, un hombre de mediana edad con bigote, la miró de arriba abajo, como si estuviera evaluándola.
—¿Experiencia?
Diana inclinó ligeramente la cabeza, mostrando seguridad.
—He trabajado en atención al cliente y también sé algo de administración. Aprendo rápido y soy buena manejando situaciones difíciles.
El hombre pareció dudar por un momento antes de asentir.
—Bueno, necesitamos a alguien para limpiar y ayudar en la cocina. Es temporal, pero es algo.
Diana aceptó sin dudar. Sabía que no sería un trabajo glamoroso, pero era un punto de partida. Cada gran plan comenzaba con pequeños pasos.
A lo largo de la semana, Diana trabajó duro en el café. Aunque el trabajo era agotador y estaba lejos de lo que estaba acostumbrada, lo aceptaba con dignidad. Guardaba cada centavo que ganaba, sabiendo que pronto lo necesitaría. Mientras tanto, observaba. Escuchaba las conversaciones de los clientes, memorizaba nombres, caras, e incluso recogía fragmentos de información que podrían serle útiles.
Fue durante uno de esos días que conoció a Andrés García.
Era un hombre atractivo, con una sonrisa encantadora y una mirada traviesa que parecía desnudarla con solo observarla. Andrés era cliente habitual del café, y su presencia siempre causaba revuelo entre las meseras, quienes no podían evitar coquetear con él. Diana, sin embargo, lo ignoró por completo, lo cual pareció intrigar al hombre.
—¿Por qué no sonríes como las demás? le preguntó un día, mientras ella limpiaba una de las mesas cercanas.
Diana levantó la vista, sin molestarse en ocultar su indiferencia.
—Porque no estoy aquí para entretener a los clientes.
Andrés rió, sorprendido por su respuesta.
—Eres diferente. ¿Cómo te llamas?
Ella dudó por un momento antes de responder.
—Mara.
—Bueno, Mara, espero verte sonreír algún día. Sería un desperdicio que una mujer como tú se tome la vida tan en serio.
Diana no respondió, pero algo en su comentario la dejó inquieta. Andrés parecía ser el tipo de hombre que siempre conseguía lo que quería, y eso lo hacía peligroso.
Mientras los días pasaban, Diana continuó construyendo su nueva vida en silencio. Había conseguido ahorrar lo suficiente para alquilar una pequeña habitación en un edificio destartalado, pero era un lugar donde podía cerrar la puerta y planear en paz.
Una noche, mientras revisaba las pocas pertenencias que había conseguido, encontró un periódico viejo que alguien había dejado en el café. En la portada, estaba la noticia que había estado esperando: "Rogelio Smith inaugura nuevo hospital en honor a su esposa fallecida."
La rabia seguía ardiendo en su pecho mientras Diana, ahora Mara, miraba el periódico una y otra vez. La foto de Rogelio sonriendo con Maribel Miller era un recordatorio cruel de su traición, del hombre que juró amarla pero que, en cambio, la había destruido. Sin embargo, esta vez no era la mujer ingenua que creyó en sus mentiras. Esta vez, ella tenía la ventaja.
Él pensaba que estaba muerta aunque ella literalmente murió.
Ese pensamiento le dio fuerzas. Se puso de pie en su pequeña habitación, el crujido de la madera bajo sus pies apenas era audible. Sabía que para destruir a Rogelio no bastaba con venganza impulsiva. Tendría que ser metódica, estratégica. Tenía que atacarlo donde más le doliera: su reputación y su riqueza.
Pero primero, necesitaba información.
Al día siguiente, Diana regresó al café con un plan en mente. Su interacción con Andrés García la había dejado intrigada. Había algo en su mirada, una mezcla de arrogancia y peligro, que le decía que no era un hombre común. Si lograba ganarse su confianza, tal vez podría usarlo para su propósito.
Como si el destino escuchara sus pensamientos, Andrés llegó esa mañana. Lucía impecable, con un traje a medida que resaltaba su figura. Al verla, sonrió como si la hubiera estado esperando.
—Mara saludó con una inclinación de cabeza. ¿Ya pensaste en lo que te dije la última vez?
Ella alzó una ceja, fingiendo no entender.
—¿Y qué fue lo que dijiste?
—Deberías sonreír más. La vida es demasiado corta para estar siempre tan seria.
Diana soltó una risa seca.
—Tal vez la tuya es corta. La mía aún tiene mucho por hacer.
Andrés la miró con curiosidad, como si intentara descifrar el enigma que representaba. Después de unos segundos, se inclinó hacia ella.
—¿Sabes qué? Me gustas, Mara. ¿Qué tal si te invito a cenar?
Diana dudó por un instante. No confiaba en Andrés, pero podía sentir que él tenía recursos que podrían serle útiles. Además, no tenía nada que perder.
—De acuerdo. Pero tú eliges el lugar, y asegúrate de que valga la pena.
Andrés sonrió, complacido.
—Te recojo esta noche a las ocho.
Esa tarde, Diana hizo lo mejor que pudo para prepararse. No tenía dinero para ropa nueva, pero logró arreglar el vestido negro que había conseguido en el centro comunitario. Con un poco de maquillaje prestado, realzó sus rasgos y, cuando terminó, apenas reconocía a la mujer que la miraba desde el espejo roto de su habitación.
Ya no era una indigente. Era una mujer renacida, lista para jugar el juego.
Andrés llegó puntual en un auto deportivo que brillaba bajo la luz de la luna. Al verla, sus ojos se encendieron con una mezcla de admiración y deseo.
—Sabía que había algo especial en ti dijo mientras le abría la puerta.
Durante el trayecto, Andrés intentó sacarle conversación, pero Diana respondía con cautela. Prefería observarlo, estudiar cada uno de sus gestos y palabras. Era un hombre seguro de sí mismo, acostumbrado a conseguir lo que quería. Y aunque eso podía ser peligroso, también significaba que sería predecible en ciertos aspectos.
Llegaron a un restaurante exclusivo en el centro de la ciudad. Las miradas se volvieron hacia ellos cuando entraron, pero Diana no se dejó intimidar. Caminó con la cabeza en alto, recordando cómo solía moverse en estos ambientes cuando era Diana Johnson.
—Impresionante, ¿verdad? comentó Andrés mientras se sentaban.
—He visto mejores respondió ella con una sonrisa fría.
La cena transcurrió entre bromas y conversaciones superficiales, pero Diana estaba concentrada en otra cosa. Necesitaba saber quién era Andrés realmente. Aprovechó un momento en el que él salió para atender una llamada para observar su cartera, que había dejado sobre la mesa. Abriéndola rápidamente, encontró una tarjeta de presentación:
Andrés García (Consultor Financiero)
Al regresar, Andrés la encontró sosteniendo la tarjeta, pero lejos de molestarse, sonrió con arrogancia.
—¿Ya investigándome? Eso me gusta.
—Solo quería saber si valía la pena perder mi tiempo contigo respondió ella, guardando la tarjeta en la mesa con un movimiento deliberado.
Andrés soltó una carcajada.
—Te aseguro que lo vale.
Cuando Andrés la dejó en su edificio esa noche, Diana tenía más preguntas que respuestas. ¿Qué tipo de "consultor financiero" llevaba un estilo de vida tan extravagante? Había algo más en él, algo que estaba decidida a descubrir.
Mientras subía a su habitación, sus pensamientos volvieron a Rogelio. Sabía que él no tardaría en notar que alguien estaba intentando mover piezas en su contra. Necesitaba ser cuidadosa, pero también rápida.
Esa noche, mientras miraba por la ventana rota de su habitación, Diana hizo un juramento. No solo recuperaría lo que era suyo, sino que también se aseguraría de que Rogelio sintiera el mismo dolor que él le había causado.
Y si Andrés podía ser útil en ese proceso, no dudaría en usarlo. Después de todo, en la guerra y la venganza, no había lugar para los sentimientos. O al menos, eso era lo que Diana quería creer.
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