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Promesas De Amor

Capitulo 1

El motor del auto se apagó con un suave ronroneo, y el silencio del nuevo vecindario me envolvió. Al abrir la puerta y bajar, una brisa cálida acarició mi rostro. Me quité los lentes de sol de un tirón, no por necesidad, sino porque quería observar mejor este lugar al que ahora llamaría "hogar". Las casas eran impecables, los jardines perfectamente cuidados, y todo parecía tan... tranquilo.

Justo entonces, una risa femenina rompió la monotonía del ambiente. Era una risa fresca, ligera, y de algún modo... contagiosa. Giré la cabeza buscando su origen y la vi.

Caminaba apresuradamente por la acera, con una canasta entre los brazos que parecía repleta de frascos de mermelada. Su cabello castaño natural, largo y ondulado, se movía al compás de sus pasos. Llevaba un vestido floreado que parecía hecho para ella, sencillo, pero lleno de vida. Por un instante, me olvidé de dónde estaba o del motivo por el cual habíamos venido. Todo lo que existía era ella.

Una anciana de cabello plateado la seguía con pasos lentos, llevando otra canasta más pequeña. Su voz tranquila interrumpió mis pensamientos:

—Mi niña, Margareth, no vayas tan rápido.

La joven, Margareth , se detuvo un momento, pero solo para girarse con una sonrisa juguetona.

—¡Abuela! Si no nos apuramos, no vamos a poder terminar de entregar todo —respondió, con una mezcla de urgencia y dulzura en su tono.

Margareth .

Ese nombre quedó grabado en mi mente en el acto. No sé cuánto tiempo me quedé allí, de pie junto al carro, mirándola. Había algo en ella, en su energía, que era como un golpe directo a mi rutina perfectamente calculada.

Fue entonces cuando ella me miró por primera vez. Sus ojos brillaban con una curiosidad sincera, pero al mismo tiempo parecía que me veía como un intruso. No dije nada; no podía. Simplemente la observé mientras seguía su camino, guiando a su abuela.

En ese momento, supe algo con absoluta claridad: este lugar, este barrio, no sería tan tranquilo como pensé. Y todo sería por culpa de ella...

Las órdenes se dieron de manera automática, casi mecánica, mientras los sirvientes descargaban las maletas y cajas del coche. No tenía mucho en mente en ese momento, solo quería aferrarme a algo familiar en medio de este entorno que parecía sacado de una película. Pero mi día estaba por dar otro giro inesperado.

—Arthur, querido, como eres nuevo en el vecindario, el alcalde ha querido invitarte a tomar el té. Es una costumbre aquí para los recién llegados —me dijo mi mayordomo, con una sonrisa diplomática.

Suspiré internamente, pero sabía que no podía negarme. En mi mundo, hacer conexiones con los poderosos es lo que te mantiene a flote, así que no sería prudente rechazar esa invitación.

La casa del alcalde estaba decorada con un gusto impecable, como si todo tuviera su lugar perfectamente asignado. El ambiente era cálido, algo acogedor, y el sonido de una conversación amistosa llenaba la sala. Ahí estaba él, sentado en una silla de madera, de apariencia robusta pero con un rostro amable. Al verme entrar, se levantó con una sonrisa.

—¡Arthur! Bienvenido, bienvenido. Tómate un momento, y siéntate, por favor —dijo el alcalde con un tono afable.

Antes de que pudiera decir algo, la puerta se abrió y allí estaba ella otra vez. Margareth . Entró con la misma agilidad, llevando una canasta con frascos de mermelada, su cabello rosa moviéndose con gracia al ritmo de sus pasos. No me pude evitar quedarme mirándola un segundo más de lo que debía.

—¡Ya llegué con el pedido de mermelada, señor alcalde! —dijo, y con un gesto rápido de la mano, dejó la canasta sobre la mesa.

El alcalde sonrió al verla, y con una mezcla de amabilidad y cortesía, le dijo:

—Perfecto, déjalos por ahí y luego me pasas a recoger el dinero. ¿Cómo está tu abuela?

—Está bien, gracias —respondió ella, sin perder esa luz natural en su rostro.

Luego, con una pequeña reverencia, apenas perceptible, Margareth me dio un vistazo fugaz y se alejó, dejándonos a solas. La puerta se cerró tras ella con un suave crujido.

Al observar cómo se iba, no pude evitar sentir una extraña curiosidad por ella. El alcalde, notando mi mirada, sonrió y me miró con cierto aire de comprensión.

—Te presento a Margareth , joven Arthur —dijo, tomando una taza de té antes de continuar—. Hace las mejores mermeladas del condado, y también unas tortas deliciosas. Es una muchacha muy humilde, muy linda. Tiene 19 años, y vive con su abuela en una casita en la zona del monte. Aunque vive sola con ella, se ocupa de todo. Pero créeme, es una buena niña.

La forma en que el alcalde hablaba de ella, tan llena de afecto, me hizo pensar que había algo más en Margareth de lo que se veía a simple vista. Algo que me hacía preguntarme qué era lo que la hacía tan especial para todos.

Pero en ese momento, lo único que podía pensar era que la había visto dos veces en menos de 24 horas, y la sensación de que ella era mucho más de lo que aparentaba no dejaba de rondar en mi mente. ¿Cómo podía ser alguien tan... encantadoramente simple y, al mismo tiempo, tan intrigante?

Capitulo 2

El paseo por el pueblo fue, para decirlo de alguna manera, más tedioso de lo que había anticipado. La hija del alcalde, Clara, era tan "rosa" como su propio nombre sugería: toda vestida con tonos pasteles, maquillaje impecable, y hablando sin cesar de los últimos eventos sociales y modas del lugar. Su risa era melódica, pero sonaba vacía, y cada palabra que pronunciaba parecía pensada para impresionar, no para conectar realmente.

Estaba claro que esperaba que yo le prestara atención, y de alguna forma, me veía obligado a seguirle la corriente. Sin embargo, mi mente no dejaba de vagar, sobre todo cuando llegamos a la zona montañosa del barrio, donde el paisaje se volvía abrupto y rocoso. Mientras Clara continuaba hablando de la última fiesta a la que asistió, mi mirada se desvió hacia algo que captó mi atención de inmediato.

Allí, entre las rocas filosas, estaba Margareth . Vestía un sencillo vestido celeste, el mismo color que el lazo que llevaba en su largo cabello rosa. Tenía la canasta en las manos, recolectando flores con una delicadeza que no encajaba con el entorno áspero en el que se encontraba. Ella se movía como si el mundo entero se desvaneciera a su alrededor, absorbida por algo que no podía comprender del todo.

Clara, evidentemente, notó mi distracción y siguió mi mirada. Con una sonrisa que no tenía nada de sincera, se acercó a Sophia sin vacilar.

—¿Qué haces aquí, Margareth ? —preguntó Clara, con una leve mueca de desdén al ver las rocas afiladas que rodeaban el lugar.

Ella levantó la vista, sorprendida al principio, pero rápidamente sacudió su vestido celeste con gracia, como si hubiera estado haciendo algo mucho más importante que lo que Clara podría entender.

—Estoy recogiendo flores para llevarle a mi madre —respondió, su voz suave, pero llena de una tristeza que nunca antes había percibido en ella. Luego, añadió con una calma que parecía inquebrantable—: Hoy se cumplen seis años desde su muerte. Los geranios blancos no crecen cerca de mi casa, pero entre las rocas es donde crecen más hermosos.

Sus palabras flotaron en el aire por un instante, y Clara, como si no supiera cómo reaccionar ante la seriedad de lo que acababa de escuchar, simplemente se quedó en silencio. Yo, sin embargo, me sentí como si hubiera sido golpeado por una ráfaga de viento frío.

Los geranios blancos. Las rocas. La madre que había perdido. Todo esto, tan sencillo, pero tan profundo, me dejó pensando Margareth no era solo la chica alegre que reparte mermelada por el barrio. Había algo más en ella, algo que no se veía a simple vista. Algo que yo, por más que intentara, no podía comprender completamente.

Clara, por su parte, parecía más interesada en las flores que en las palabras de Margareth. Le dirigió una sonrisa forzada y se alejó, dejándonos a solas en el silencio de las rocas.

En ese momento, observando cómo volvía a concentrarse en su tarea, su figura pequeña entre las rocas, algo cambió en mí. Ya no la veía solo como una chica con un canasta de mermeladas. Ahora era algo más. Algo que me intrigaba, y de una forma que no estaba preparado para entender.

La caminata no era menos aburrida que antes. Clara seguía hablando de sus amigas, de las fiestas que había asistido, y de los nuevos vestidos que había adquirido. Pero mi mente estaba, de nuevo, en otro lugar. Y aunque trataba de prestar atención, algo en el aire parecía pedirme que dejara de escuchar a Clara y me concentrara en los pequeños detalles a mi alrededor.

Fue entonces cuando escuchamos el sonido de un caballo galopando a lo lejos. Me volví, apenas curioso, y vi a Mike, el hijo del carpintero, acercándose a toda velocidad. Tenía una presencia diferente, algo que me parecía genuino y sin adornos. Su caballo tropezó un poco con las piedras del camino, y, por un segundo, el polvo se levantó con fuerza, cubriendo el vestido de Clara.

Ella, obviamente, no lo dejó pasar. Se detuvo en seco, con una expresión de desdén que hizo que incluso el aire se volviera más denso.

—¡Mike, ten más cuidado! ¡Me has arruinado el vestido! —dijo Clara, con una mezcla de incredulidad y molestia.

Mike se detuvo, y el caballo también, moviéndose con la misma naturalidad con la que había llegado. Se disculpó de inmediato, su tono genuino, casi arrepentido.

—Lo siento mucho, señorita Clara. No fue mi intención —dijo, y luego se volvió hacia mí, haciendo una pequeña reverencia, como si fuera lo más natural del mundo—. Buenas tardes, Arthur.

Clara pareció no notar mi respuesta, ya que su atención se centró en el polvo que cubría su vestido. Mientras tanto, me di cuenta de que alguien más se acercaba.

Era Margareth. Estaba caminando con su canasta, esta vez con un lazo celeste más grande que el anterior, que se movía suavemente con el viento. Al verla, su presencia pareció iluminar todo a su alrededor.

—¡Mike! Milagro que te vea —dijo Margareth con su risa ligera, la misma que me había dejado cautivado antes. Ella se acercó a él con una sonrisa juguetona—. Oye, ¿me llevarías al panteón? Tengo que hacer algo por allá.

Mike la miró y asintió con una sonrisa sincera, como si no pudiera negarse a su petición.

—No hay problema. Justo estaba buscando un geranio por esa zona.

Ella, por su parte, no perdió la oportunidad de dirigirnos una mirada y una disculpa.

—Perdón, Clara . Señor O'Connor —dijo, sonriendo con amabilidad—. Parece que el polvo ha sido un accidente. Lo único que tengo para repararlo son unas flores. Espero que las acepten.

Y con un movimiento ágil, sacó algunas flores de su canasta, ofreciéndolas con la gracia que solo ella poseía. Clara, sin mucho entusiasmo, aceptó las flores, pero no hizo comentario alguno.

Luego, Margaret se volvió hacia Mike, quien ya había bajado del caballo para ayudarla a subir. Ella lo miró agradecida.

—Gracias, Mike. —Y con un movimiento suave, se subió al caballo, dejando que él la ayudara a acomodarse correctamente.

Mientras los veía alejarse, noté que Clara no parecía tan molesta, aunque su expresión seguía siendo algo dura. Yo, por otro lado, no podía dejar de pensar en la imagen de Margareth montando a caballo, tan natural, tan libre. Era como si todo a su alrededor se desvaneciera cuando ella estaba presente.

Me volví hacia Clara, que miraba la escena en silencio.

—Parece que tienen una relación cercana —comenté, tratando de romper el silencio.

Clara solo asintió, pero no dijo nada más, perdiéndose nuevamente en sus pensamientos.

Pero yo no podía dejar de pensar en el brillo en los ojos de Margareth, en su risa, en su forma de moverse, como si todo fuera parte de un mundo diferente, más simple y, en cierto modo, más auténtico. Y en ese instante, algo cambió en mí. Una chispa, una curiosidad. Ya no quería solo ver su mundo desde afuera. Quería entenderlo.

Capitulo 3

El paseo continuó sin que yo pudiera dejar de pensar en las palabras de Margareth y su presencia, esa frescura que traía consigo como un viento inesperado. Sin embargo, Clara no dejó de hablar durante todo el camino. Su voz ligera, aunque algo aguda, no paraba, y sus comentarios me parecían vacíos, pero de alguna forma, no podía evitar escucharla.

Fue en un momento en que la conversación cayó en un silencio incómodo cuando Clara, como si no hubiera notado el cambio en mi expresión, decidió hablar de nuevo.

—¿Sabes, Arthur? —dijo, mirando al frente con un aire despreocupado—. Me parece una lástima por esa muchachita .

Me giré hacia ella, sorprendido por el tono que había adoptado, algo más grave que antes.

—¿A qué te refieres? —pregunté, sintiendo un leve malestar, aunque no estaba seguro de por qué.

Clara sonrió, pero no era una sonrisa amable. Era una sonrisa fría, como si estuviera por decirme algo que me haría comprender de inmediato su perspectiva.

—La pobre, Margareth... —continuó con desdén—. Cuando su abuela muera, no tendrá a nadie. Se quedará sola, sin ningún futuro. No podrá hacer nada más que ir al cabaret, a vender su cuerpo como tantas otras, porque no tiene ni dinero ni familia que la respalde.

Mis ojos se abrieron con sorpresa, aunque traté de ocultarlo. No podía creer lo que estaba escuchando.

Clara siguió, sin inmutarse.

—No, no tiene a nadie. Y eso, señor O'Connor, es lo que les pasa a las flores que nacen entre las rocas, que parecen hermosas al principio, pero al final... no pueden sobrevivir. En su caso, al menos podrá utilizar su belleza para ganar dinero en el burdel. Pero mientras tanto, tendrá que seguir vendiendo mermeladas, como si eso fuera lo único que sabe hacer.

Las palabras de Clara eran como dagas lanzadas con la intención de herir. Cada frase estaba llena de desprecio hacia Margareth, como si no pudiera entender que la belleza de una persona no se mide solo por su apariencia, sino por lo que realmente lleva dentro.

Me sentí incómodo, no solo por lo que Clara había dicho, sino también por la imagen que me estaba mostrando de Margareth. Era como si todo lo que ella representaba, para Clara, fuera simplemente una carga más que no valía la pena.

Al principio, me quedé en silencio, incapaz de procesar todo lo que acababa de escuchar. ¿Cómo podía alguien, especialmente alguien como Clara, pensar de esa forma tan cruel sobre otra persona? ¿Cómo podía ser tan insensible al dolor de alguien más?

Miré al frente, tratando de mantener mi compostura, pero no podía quitarme de la mente la imagen de Margareth, recogiendo flores entre las rocas, una chica con una belleza tan pura que nadie, ni siquiera Clara, parecía ser capaz de ver más allá de su apariencia.

Me volví hacia Clara, intentando comprender lo que acababa de decir.

—No estoy seguro de que la vida de ella sea tan simple como lo ves —dije, mis palabras sonando más firmes de lo que había planeado.

Clara me miró, sorprendida por mi respuesta.

—Oh, Arthur, no te preocupes por ella —dijo con una risa vacía—. Al final, todo se reduce a lo mismo. Ella no tiene futuro. Y tú... tú eres tan ingenuo si crees que el mundo es un lugar lleno de oportunidades para todos.

Sus palabras seguían resonando en mi cabeza, pero una parte de mí se rebelaba. Margaret era más que una chica pobre con un futuro incierto. Ella era alguien con una luz propia, una persona que encontraba belleza en lo que otros no podían ver. ¿Cómo podía Clara, y cómo podía yo, juzgarla de esa forma?

Mientras Clara seguía hablando, yo no podía dejar de pensar en Margareth. Las palabras de Clara no hacían más que reafirmar lo que yo sentía en mi interior: ella merecía algo mejor, y yo, de alguna forma, sentía que debía ser quien le mostrara que había más para ella que la vida que Clara parecía desearle.

Era una tarde cálida cuando la vi de nuevo. Estaba caminando por el camino empedrado que llevaba a la plaza, como siempre, con su canasta de mermeladas en la mano. Esa visión de Margareth, tan ligera y graciosa entre las flores que crecían a su alrededor, me resultaba casi surrealista. Llevaba un vestido sencillo, con un tono suave de lavanda, que hacía resaltar el color de su cabello, como si fuera parte del paisaje, como si hubiera nacido entre las flores y no entre las rocas, como Clara había dicho.

Sin pensarlo mucho, me acerqué a ella. Después de todo, estaba intrigado por su presencia, por esa chispa que parecía iluminar cada rincón del barrio. Y, aunque mi aproximación seguía siendo, quizás, más superficial de lo que debería, no podía evitarlo. Era una tentación, esa mezcla de belleza, humildad y esa inocencia que ella parecía irradiar.

—Hola —dije con una sonrisa confiada, ajustándome los lentes de sol como si estuviera mostrando algún tipo de distinción.

Ella no levantó mucho la vista, pero su paso no se detuvo, como si no fuera la primera vez que alguien la interrumpía en su camino. Sin embargo, no era grosera. Era amable, casi demasiado amable.

—Buenas tardes, señor O'Connor —respondió, con esa voz suave que parecía cantar con cada palabra, mientras su canasta seguía en su brazo. Me miró con sus ojos claros, pero no de la manera que esperaba. No había sorpresa, ni admiración. Solo cortesía, como si fuera un saludo rutinario.

Sus palabras no tenían la urgencia que pensaba que debería haber. Era como si simplemente me hubiera convertido en parte del paisaje para ella, alguien más que pasaba por allí.

—Tienes algo maravilloso con esas manos —continué, tratando de alargar la conversación, como si en algún momento pudiera tocar algo más profundo, algo más allá de la superficie de su simple y tranquila existencia.

Ella sonrió levemente, una sonrisa suave, como si se sintiera agradecida pero no impresionada por mi comentario.

—Gracias, señor O'Connor —respondió, sin detenerse ni un momento en su paso. —Pero no es para tanto .

La miré, buscando algo más en sus palabras, algo que me permitiera conectar con ella. Quizás no me lo había propuesto de forma consciente, pero de alguna manera estaba buscando algo más en Margareth , algo que desafiara mi visión del mundo. Sin embargo, ella continuó caminando con su ritmo tranquilo, sin apresurarse, como si no tuviera ninguna urgencia por nada.

—¿Estás muy ocupada hoy? —pregunté, tratando de captar su atención por más tiempo. Mi voz sonaba más como una invitación a conversar que como una simple curiosidad.

Ella giró levemente la cabeza hacia mí, pero sin detenerse.

—Solo estoy entregando mermeladas, señor O'Connor —respondió, con esa dulzura que hacía que incluso las palabras más simples sonaran a melodía—. La gente del pueblo las espera .

En ese momento, algo en sus palabras me tocó, aunque no entendí exactamente qué. Algo en su humildad, en su dedicación a algo tan simple como repartir mermeladas, me hizo cuestionar mi propia visión de la vida, esa idea de que todo se podía comprar o conseguir con dinero. Mientras yo había crecido con la convicción de que todo se podía tener si se ponía suficiente esfuerzo, parecía ser la antítesis de esa idea. Ella no corría hacia el dinero ni hacia la fama. Estaba entregada a algo más simple, más genuino.

—Eres muy amable con todos —comenté, notando que, aunque ella no me miraba de manera fija, se comportaba con una cortesía que me sorprendía.

Ella no dijo nada, solo asintió con una ligera sonrisa.

—Intento serlo —dijo finalmente, sin dejar de caminar—. Creo que el mundo necesita un poco de amabilidad.

El sonido de sus palabras quedó resonando en mi mente, y por un instante, me quedé parado, observando cómo se alejaba, como si todo lo que ella hacía estuviera impregnado de una calma que no podía entender, pero que de alguna manera, me atraía profundamente.

A pesar de que nuestra conversación fue breve, sentí una extraña inquietud. Había algo en ella que me desarmaba, algo que no encajaba en el molde superficial con el que yo me había formado mi visión del mundo. Y aunque mi mente aún pensaba que todo podría conseguirse con dinero o poder, algo en su comportamiento me decía que no todo era tan sencillo, que existía algo mucho más valioso que todo lo que yo conocía.

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