El amanecer cubría el cielo con tonos dorados y carmesí, presagio de un día histórico para los Reinos Unidos. Las calles del Castillo de Lumea bullían de actividad, engalanadas con banderines y flores, mientras la gente se preparaba para la boda de la reina Nix, un evento que prometía sellar la paz entre los Reinos.
En el gran salón del castillo, Nix se encontraba en pie frente a un espejo de cristal bruñido. Su armadura ceremonial, una obra maestra forjada por los mejores artesanos de Eryon, brillaba bajo la tenue luz de las antorchas. Había optado por usarla en lugar del vestido tradicional; no solo porque era una guerrera antes que una reina, sino porque sabía que la paz era un bien frágil que a menudo se pagaba con sangre.
–Majestad, están listos –anunció una doncella desde la puerta, inclinándose profundamente.
Nix asintió, ajustándose la capa escarlata que caía sobre sus hombros. Su reflejo le devolvió una mirada firme, aunque una sombra de duda cruzó por sus ojos. Ese día, debía casarse con Kael, un hombre cuya sonrisa oculta más de lo que revelaba, pero cuya alianza era crucial para mantener unidos los Reinos. A pesar de sus reservas, Nix sabía que el deber de una reina era anteponer el bienestar de su pueblo a sus propios deseos.
Cuando Nix entró en el gran salón, todos los ojos se volvieron hacia ella. Su presencia era imponente; cada paso resonaba con la autoridad de quien había liderado ejércitos y ganado guerras. A su lado estaba su madrastra, la reina viuda Elara, cuyo vestido negro contrastaba con la alegría del momento. Sus ojos, fríos y calculadores, se posaron brevemente en Nix antes de desviar la mirada con una sonrisa que no alcanzaba sus labios.
La ceremonia comenzó con los cánticos ancestrales que invocaban la bendición de los dioses. Kael tomó la mano de Nix y la miró a los ojos, pero algo en su expresión hizo que el estómago de Nix se tensara. Había algo antinatural en la forma en que sostenía su sonrisa.
De repente, un grito rompió la solemnidad del momento.
Las puertas del salón se abrieron de golpe, y un grupo de guardias entró apresuradamente, empuñando armas. Nix se giró con la rapidez que solo un guerrero experimentado podía tener, pero antes de que pudiera desenvainar su espada, sintió un pinchazo agudo en el costado.
Miró hacia abajo y vio una hoja delgada y brillante, empapada de su propia sangre. Su atacante no era un extraño: era Kael.
–Lo siento, mi reina –murmuró él, con un tono que no contenía ni una pizca de remordimiento–. Pero tu tiempo ha terminado.
La sala estalló en caos. Los guardias, fieles a Kael y Elara, se abalanzaron sobre los pocos aliados de Nix. La reina viuda se acercó, con una expresión de triunfo que ya no intentaba ocultar.
–Siempre fuiste demasiado ingenua, querida –dijo Elara, inclinándose sobre Nix, que luchaba por mantenerse en pie–. Gobernar no es cuestión de fuerza, sino de astucia.
La visión de Nix comenzó a oscurecerse. Cayó de rodillas, aferrándose a la empuñadura de la espada aún clavada en su costado. Podía sentir la vida escapándose de su cuerpo, pero su mente se negaba a rendirse.
Con las últimas fuerzas que le quedaban, Nix logró levantarse y desenvainar su espada. Su mirada se cruzó con la de Kael, quien retrocedió un paso, sorprendido por su resistencia.
–Esto... no... ha terminado –gruñó Nix, antes de que el mundo se desvaneciera por completo.
Cuando Nix despertó, no estaba en el salón del castillo. El aire olía a humedad y madera quemada. Parpadeó, tratando de enfocar la vista, y se dio cuenta de que estaba en una cabaña pequeña y rudimentaria. Un anciano con barba blanca y ropas humildes estaba sentado junto a ella, mezclando hierbas en un cuenco.
–No te muevas demasiado –dijo el anciano sin mirarla–. Tu herida casi te mata.
Nix intentó incorporarse, pero un dolor agudo en el costado la obligó a detenerse.
–¿Quién eres? –preguntó con voz áspera.
–Mi nombre no importa, pero puedes llamarme Oryn –respondió él–. Te encontré en el bosque, al borde de la muerte.
Los recuerdos de la traición regresaron como un torrente: Kael, Elara, la espada. Su rostro se endureció, y sus manos se cerraron en puños.
–El castillo... ¿qué ocurrió?
Oryn suspiró y finalmente levantó la vista hacia ella.
–Lumea cayó. Tu esposo y tu madrastra declararon tu muerte y se apoderaron del trono. Han enviado mensajeros a los Reinos cercanos para consolidar su poder.
La rabia ardió en el pecho de Nix, más dolorosa que cualquier herida.
–No estoy muerta –dijo con una determinación feroz–. Y no permitiré que ellos sigan reinando.
Oryn la observó en silencio durante un momento, como si evaluara su espíritu. Finalmente, asintió.
–Entonces tendrás que volverte más fuerte. No podrás enfrentarlos sola.
Nix apretó los dientes. Sabía que tenía razón. Elara y Kael no solo habían tomado su trono, sino que también habían deshonrado todo lo que ella había luchado por proteger. Si quería recuperar lo que era suyo, tendría que reunir aliados y preparar una rebelión.
–Voy a necesitar un mapa –dijo Nix, con la mirada fija en el techo de la cabaña.
Oryn sonrió por primera vez.
–Tengo algo mejor que eso –respondió, señalando un cofre en la esquina de la habitación–. Pero primero, necesitas sanar.
El sol se filtraba tenuemente por las rendijas de la cabaña, iluminando las paredes de madera agrietada y los instrumentos rústicos que Oryn usaba para sus curaciones. Nix estaba recostada sobre una cama improvisada de paja, sus pensamientos consumidos por la traición y la sed de justicia. Aunque su cuerpo aún estaba débil, su espíritu ardía con una intensidad que ninguna herida podía apagar.
Oryn, con movimientos metódicos, preparaba un ungüento mientras observaba a Nix de reojo.
–Eres más dura de lo que pareces –dijo con voz calmada–. La mayoría no habría sobrevivido a una herida como esa.
–La mayoría no ha pasado su vida en el campo de batalla –respondió Nix, apretando la mandíbula mientras se incorporaba lentamente. Su costado ardía, pero se negó a mostrar debilidad.
Oryn dejó el cuenco a un lado y se acercó con un gesto de advertencia.
–Si sigues moviéndote así, abrirás la herida. Necesitas descansar.
–Lo que necesito es recuperar mi reino –replicó ella con frialdad, aunque su cuerpo temblaba por el esfuerzo.
El anciano suspiró y se sentó frente a ella, cruzando los brazos.
–¿Y qué harás cuando llegues al castillo? ¿Lucharás sola contra un ejército? La fuerza no es suficiente, niña. Necesitas estrategia, aliados, y tiempo.
Las palabras de Oryn eran un golpe a su orgullo, pero Nix sabía que tenía razón. Aunque odiaba admitirlo, estaba en desventaja. Sin embargo, no podía permitirse el lujo de quedarse quieta mientras Elara y Kael consolidaban su poder.
–¿Por qué me ayudaste? –preguntó después de un momento de silencio, estudiando al anciano con suspicacia.
Oryn la miró con una leve sonrisa.
–Porque vi algo en ti. Un fuego que no puede ser apagado. Eres más que una reina destronada; eres una chispa que puede incendiar el mundo si se le da la oportunidad.
Nix arqueó una ceja, sin estar segura de si debía sentirse halagada o preocupada por las palabras del hombre. Pero antes de que pudiera responder, Oryn se levantó y caminó hacia el cofre que había mencionado antes.
–Dijiste que necesitabas un mapa –comentó mientras lo abría–. Aquí tienes algo mejor.
Del cofre sacó un rollo de pergamino envejecido, cubierto de marcas y símbolos que Nix no reconocía. Lo extendió sobre una mesa cercana, y la reina se acercó con cautela.
–¿Qué es esto? –preguntó, inclinándose para observarlo más de cerca.
–Un mapa de los Reinos, sí, pero no como los que conoces. Este muestra más que caminos y fronteras. Señala lugares olvidados, rutas secretas, y algo aún más importante: las ubicaciones de las antiguas reliquias de los dioses.
Nix lo miró con escepticismo.
–¿Reliquias de los dioses? ¿Esperas que crea en cuentos de hadas?
Oryn sonrió, como si hubiera anticipado su respuesta.
–¿Acaso la realidad que enfrentas no es ya un cuento de pesadilla? Estas reliquias no son mitos, Nix. Son objetos de un poder inmenso, capaces de inclinar la balanza a tu favor. Pero encontrarlas no será fácil.
La reina estudió el mapa en silencio. Si lo que Oryn decía era cierto, estas reliquias podrían ser la clave para recuperar su trono. Pero también sabía que embarcarse en esa búsqueda la expondría a peligros que no podía prever.
–¿Por dónde empiezo? –preguntó finalmente, su voz llena de determinación.
Oryn señaló un punto en el mapa, una región montañosa al norte.
–Aquí. El Valle de las Sombras. Se dice que allí yace la Espada de Lyra, un arma forjada con la esencia de las estrellas. Si logras encontrarla, serás más que una guerrera; serás una leyenda.
Nix asintió, sus manos tensándose sobre la mesa.
–Si eso es lo que necesito para vencerlos, entonces es allí donde iré.
Oryn inclinó la cabeza, respetando su decisión.
–Tendrás que moverte con cuidado. Los enviados de Kael y Elara están buscando asegurarse de que estés realmente muerta. Pero no te preocupes, no estarás sola.
El anciano se dirigió a la puerta y silbó, un sonido agudo que se perdió entre los árboles. Un momento después, una figura apareció en el umbral: un joven de cabello oscuro y ojos alertas, vestido con ropas de viajero.
–Este es Ivar –presentó Oryn–. Es un explorador que conoce estas tierras como la palma de su mano. Te llevará al valle y te ayudará a mantenerte fuera de la vista de tus enemigos.
Nix miró al joven, evaluándolo con la mirada. No estaba acostumbrada a confiar en extraños, pero sabía que necesitaría toda la ayuda posible.
–Espero que estés a la altura –dijo con un tono desafiante.
Ivar esbozó una media sonrisa.
–No te preocupes, majestad. No soy fácil de matar.
Por primera vez desde que despertó, Nix sintió un atisbo de esperanza. Su camino hacia la venganza acababa de comenzar, y aunque estaba lejos de su destino, sabía que no podía detenerse.
Con el mapa en mano y la Espada de Lyra como su primer objetivo, la reina caída comenzó a trazar su regreso al trono.
El aire del bosque era denso y húmedo, cargado con el aroma de la tierra y las hojas en descomposición. Nix avanzaba despacio, cada paso enviando un tirón de dolor a través de su costado, recordándole lo frágil que aún estaba su cuerpo. Pero su espíritu, como siempre, se mantenía indomable. A su lado, Ivar se movía con la gracia silenciosa de alguien acostumbrado a viajar sin ser visto, escaneando el terreno con ojos atentos y una expresión seria.
–Si seguimos este ritmo, no llegaremos al Valle de las Sombras antes del anochecer –comentó él finalmente, con un tono que oscilaba entre la preocupación y la impaciencia.
–Prefiero llegar viva –respondió Nix, su voz firme pero carente de reproche.
Ivar suspiró y se detuvo, girándose hacia ella.
–Escucha, majestad. El valle no es un lugar cualquiera. Los viajeros hablan de sombras que parecen vivas, de ecos que susurran secretos al oído y de criaturas que devoran a los incautos. Si queremos cruzarlo, necesitamos estar en nuestra mejor forma. Y eso significa no arrastrarnos al borde del agotamiento antes de llegar.
Nix lo observó por un momento, calibrando su sinceridad. Aunque no le gustaba la idea de detenerse, tenía que admitir que Ivar tenía razón. Por más que su orgullo le gritara que debía seguir adelante, sabía que enfrentarse a un lugar como el Valle de las Sombras sin estar preparada era un suicidio.
–Bien –cedió finalmente–. Pero no más de una hora.
Mientras Ivar buscaba un lugar seguro para descansar, Nix se dejó caer sobre una roca cubierta de musgo, el aliento escapando de sus labios en un suspiro tembloroso. Cerró los ojos por un momento, dejando que los sonidos del bosque la envolvieran: el susurro de las hojas, el murmullo distante de un arroyo, y algo más… un murmullo apenas audible, como si las mismas sombras estuvieran cantando.
–¿Lo escuchas? –preguntó de repente, abriendo los ojos y mirando a su alrededor.
Ivar, que estaba encendiendo un pequeño fuego, levantó la vista con el ceño fruncido.
–¿Escuchar qué?
–Voces –dijo ella, bajando el tono, como si temiera que hablar demasiado alto pudiera hacerlas desaparecer–. Son… como un canto, pero no puedo entender lo que dicen.
Ivar la miró por un momento, luego volvió su atención al fuego.
–Es el bosque –dijo con indiferencia–. Estas tierras están llenas de ecos y murmullos. Trucos de la mente. Es mejor no prestarles atención.
Nix frunció el ceño, pero no insistió. Sin embargo, no podía ignorar la sensación de que esas voces no eran un simple juego de su imaginación. Había algo profundamente antiguo y poderoso en ellas, algo que la llamaba, como un faro en la oscuridad.
Cuando la hora de descanso terminó, continuaron su camino, internándose cada vez más en el corazón del bosque. A medida que el día avanzaba, la atmósfera se volvía más opresiva. Las ramas formaban un dosel tan denso que apenas dejaba pasar la luz del sol, y el suelo parecía absorber el sonido de sus pasos, envolviéndolos en un silencio casi sobrenatural.
–Estamos cerca –anunció Ivar finalmente, deteniéndose en el borde de un claro. Frente a ellos, un estrecho desfiladero se abría paso entre dos paredes de roca oscura.
El Valle de las Sombras.
Nix sintió un escalofrío recorrer su columna mientras miraba hacia el pasaje. Aunque no podía ver más allá de la entrada, algo en el aire había cambiado. Era más frío, más pesado, y estaba cargado con una energía que hacía que los vellos de su nuca se erizaran.
–¿Estás segura de que quieres entrar? –preguntó Ivar, rompiendo el silencio.
Nix lo miró con determinación.
–No he llegado hasta aquí para darme la vuelta.
Sin más palabras, avanzaron hacia el valle.
El interior del Valle de las Sombras era como un mundo aparte. La luz parecía desvanecerse, reemplazada por un tenue resplandor grisáceo que no tenía una fuente discernible. Las sombras bailaban en las paredes del desfiladero, moviéndose de maneras que desafiaban la lógica. A veces, Nix creía ver figuras humanas entre ellas, pero cuando giraba la cabeza, no había nada allí.
–No te detengas –advirtió Ivar, notando su desconcierto–. Estas cosas se alimentan de dudas y miedos. Si les das poder, te consumirán.
Nix asintió, apretando los dientes mientras seguía adelante. Su herida le ardía más con cada paso, pero se obligó a ignorar el dolor. Su objetivo estaba al otro lado de este lugar maldito, y no iba a dejar que nada la detuviera.
A medida que avanzaban, las voces que Nix había escuchado antes se hicieron más claras. Ahora podía distinguir palabras, aunque no en un idioma que reconociera. Era una lengua antigua, cargada de un poder que parecía resonar en sus huesos.
Finalmente, llegaron a un espacio más amplio, una especie de cámara natural tallada en la roca. En el centro de la sala, sobre un pedestal de piedra negra, descansaba una espada.
La Espada de Lyra.
El arma parecía estar hecha de luz sólida, su hoja brillante pulsando con un suave resplandor plateado. Nix dio un paso hacia adelante, pero Ivar la detuvo, colocando una mano en su brazo.
–Espera –dijo con seriedad–. No confíes en nada aquí.
–¿Qué sugieres? ¿Que la deje? –respondió ella, sacudiéndose su agarre.
–Sugiero que tengas cuidado –insistió Ivar, su tono bajo pero firme–. Estas reliquias suelen estar protegidas por pruebas o guardianes. Nada se entrega gratis.
Nix asintió lentamente y avanzó con cautela, manteniendo su espada desenfundada. A medida que se acercaba al pedestal, las sombras alrededor de la sala comenzaron a agitarse, como si hubieran cobrado vida.
Cuando finalmente tocó la empuñadura de la espada, el mundo a su alrededor se desvaneció.
Se encontró en un paisaje completamente diferente, un vasto vacío iluminado por una luz suave y dorada. Frente a ella, una figura emergió de la nada: una mujer de cabello plateado y ojos que parecían contener estrellas.
–Eres valiente al buscar mi arma –dijo la mujer, su voz resonando como un eco eterno–. Pero el valor no es suficiente para blandirla.
–¿Quién eres? –preguntó Nix, aferrando la espada con fuerza.
–Soy Lyra, la forjadora de esta espada y guardiana de su poder –respondió la figura–. Y tú, Nix de Lumea, debes demostrar que eres digna de portarla.
Antes de que Nix pudiera responder, la luz a su alrededor se intensificó, y de repente, estaba rodeada de sombras que avanzaban hacia ella con garras extendidas.
En el mundo real, Ivar observaba con preocupación cómo el cuerpo de Nix permanecía inmóvil, sus ojos abiertos pero vidriosos. Las sombras alrededor del pedestal se habían vuelto más agresivas, moviéndose como si quisieran alcanzar a la reina caída.
–Date prisa, Nix –murmuró, desenvainando su propia espada mientras adoptaba una posición defensiva.
Sabía que si las sombras lograban tocarla, todo estaría perdido.
En el vacío dorado, Nix luchaba con todo lo que tenía, desenvainando su espada contra las criaturas que la atacaban. Pero por cada sombra que caía, dos más surgían en su lugar.
–No puedes vencerlas con fuerza bruta –dijo Lyra, su voz resonando por encima del caos–. El poder de esta espada no reside en la violencia, sino en la claridad de propósito.
Nix se detuvo, jadeando, mientras las sombras la rodeaban. Cerró los ojos y se concentró, buscando dentro de sí misma la razón por la que había venido. No era solo por venganza, sino por justicia, por su pueblo, por restaurar lo que había sido robado.
Cuando abrió los ojos, la espada en su mano brillaba con una intensidad cegadora. Las sombras se desvanecieron en un instante, y Lyra asintió con aprobación.
–Eres digna –dijo la guardiana, desapareciendo mientras el vacío dorado se desvanecía.
Nix volvió a la realidad, la Espada de Lyra firmemente en su mano. Las sombras del valle se retiraron como una marea, dejando la cámara en un silencio inquietante.
–Lo lograste –dijo Ivar, bajando su espada con una mezcla de alivio y admiración.
Nix asintió, sus ojos aún brillando con la luz de la espada.
–Esto es solo el comienzo –respondió ella.
Y aunque su viaje estaba lejos de terminar, por primera vez desde su caída, sintió que la balanza comenzaba a inclinarse a su favor.
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