La mañana era fresca, y el aire dentro del colectivo tenía esa mezcla de fragancias a perfume barato y telas viejas. Chris, con su remera blanca de inscripciones rojas sobre el Universo y sus jeans nuevos que aún no terminaban de amoldarse a su cuerpo delgado, estaba sentado junto a una ventana, mirando distraído hacia el paisaje urbano que desfilaba frente a él. El cabello rubio y ondulado caía despreocupadamente sobre su frente, brillante bajo la luz tenue que entraba por la ventana. Tenía las manos entrelazadas sobre sus piernas, mostrando uñas cortas y bien cuidadas, una pequeña señal de su atención al detalle, aunque fueran cosas mínimas.
Adrián subió al colectivo en una de las últimas paradas, buscando rápidamente un lugar libre. Con su altura imponente y el caminar decidido, llamó la atención sin quererlo. Apenas divisó a Chris, no pudo evitar fijarse en él. Su mirada recorrió de manera casi automática aquel perfil delicado, con las venas azules apenas visibles en su piel clara, el lunar justo sobre su ceja izquierda y aquellos ojos miel que brillaban, aunque escondían una tristeza palpable.
Cuando los ojos de Chris se cruzaron con los de Adrián, algo en él se tensó. Sintió el peso de esa mirada directa y masculina, y de inmediato apartó la vista. Sus mejillas tomaron un tono rojizo que lo delataba, y bajó la cabeza como si pudiera esconderse en sí mismo. El rubor le subió por el cuello, haciéndolo parecer aún más frágil de lo que ya era.
Adrián tomó asiento frente a él, sin dejar de mirarlo con curiosidad, como si intentara descifrar el enigma que tenía delante. Sin saber por qué, Chris sintió que el aire a su alrededor se hacía más denso, más difícil de respirar. Su voz interna lo regañaba por haber reaccionado de esa manera tan evidente, tan débil. Pero había algo en la mirada de Adrián, una mezcla de seguridad y ternura, que lo desarmaba por completo.
Mientras el colectivo seguía su camino, Chris bajó la vista hacia sus manos. Apretaba los dedos en un gesto nervioso, como si estuviera intentando detener el temblor invisible que sentía. En su mente, trataba de racionalizar lo que acababa de suceder. “Es sólo un hombre más”, se decía, pero sabía que esa simple interacción había removido algo en él, algo.
Cuando el colectivo llegó a su destino, Chris se levantó con rapidez, ajustándose la mochila al hombro y caminando hacia la puerta con pasos apresurados. Adrián lo siguió con la mirada hasta que desapareció entre la multitud, sin entender por qué aquel extraño profesor había captado su atención de esa manera. Aún sin saberlo, el destino había comenzado a entrelazar sus vidas.
Mientras tanto, en la pequeña casa que Chris compartía con su madre, las cosas no eran mucho más fáciles. El día anterior había pasado horas ayudándola con un problema en la cocina, a pesar de que su espalda ya no soportaba más dolor tras varias noches durmiendo en un colchón que apenas cumplía su función. Su madre lo recibía siempre con una sonrisa cálida y palabras de gratitud, pero en el fondo, Chris sentía el peso de ser su único apoyo emocional. Ella no lo sabía, pero esas responsabilidades comenzaban a fracturarlo desde adentro.
El estrés se había convertido en una parte constante de su vida. Sus preocupaciones económicas, el temor a ser rechazado por su familia si llegaran a conocer la verdad sobre él, y la melancolía que lo acompañaba desde hacía años eran un cóctel que minaba su salud. Algunas noches, mientras trataba de conciliar el sueño en su cama dura, pensaba en cuánto más podría soportar. Su cuerpo delgado no era sólo una cuestión de genética; el estrés lo devoraba lentamente, y el cansancio era tan evidente como sus mejillas ligeramente hundidas.
Esa mañana, mientras viajaba a la Universidad, su mente estaba dividida entre sus preocupaciones y las emociones confusas que surgían al recordar la mirada de Adrián. Aquel desconocido había despertado algo en él, algo que prefería ignorar… pero no podía evitar preguntarse si, por primera vez en mucho tiempo, esa chispa podría ser algo más que una ilusión pasajera.
El aula estaba llena de estudiantes, el murmullo incesante de sus conversaciones creaba un eco constante en el espacio. Chris se encontraba detrás del escritorio, organizando sus materiales con precisión casi obsesiva. Había repasado mentalmente la clase varias veces desde la noche anterior, preocupado de que algo pudiera salir mal. Como nuevo profesor, sentía el peso de la expectativa sobre sus hombros, y su perfeccionismo lo empujaba a estar siempre un paso adelante.
A pesar de la tensión, mantenía una sonrisa leve, una fachada cuidadosamente construida. Para Chris, el aula era un escenario, un lugar donde podía mostrarse como el profesional seguro y competente que quería ser, sin que nadie viera las grietas de su verdadera personalidad. Con la mirada recorrió el aula y, para su sorpresa, lo vio. Adrián. Estaba sentado en una de las últimas filas, vestido con ropa sencilla pero moderna, y su expresión relajada contrastaba con el ambiente ansioso de los demás.
Chris se sintió vulnerable al instante. Recordaba la mirada directa de Adrián en el colectivo, y el calor en sus mejillas volvió casi como un reflejo condicionado. Trató de ignorarlo y se centró en iniciar la clase.
—Buenos días a todos. Soy el profesor Christian Walker, pero pueden llamarme Chris. Hoy hablaremos sobre las bases de la cosmología y cómo entender nuestro lugar en el universo. —Su voz era suave pero firme, captando la atención de la mayoría de los estudiantes.
Adrián, quien al principio estaba distraído, levantó la mirada al escuchar la pasión con la que Chris hablaba. Había algo en su forma de explicar que lo hacía diferente, como si el profesor no sólo quisiera enseñar un tema, sino conectar con quienes lo escuchaban. Cada palabra estaba cargada de emoción, y eso hizo que Adrián prestara más atención de lo que esperaba. Sin embargo, al darse cuenta de que lo observaba con demasiado interés, sacudió la cabeza y pensó para sí mismo: “Tonterías, sólo es un profesor más.”
Chris, por su parte, se esforzaba por mantener la compostura. Cada vez que sus ojos se cruzaban con los de Adrián, su corazón parecía acelerarse. Para disimular su nerviosismo, se movía constantemente por el aula, haciendo preguntas y gesticulando para mantener el dinamismo de la clase. Su carácter perfeccionista lo hacía destacar, asegurándose de que cada punto estuviera bien explicado, cada concepto claramente ilustrado en la pizarra. Pero por dentro, su mente luchaba contra el temor de ser descubierto, de que alguien pudiera ver más allá de la máscara y juzgarlo.
A medida que la clase avanzaba, Chris pidió a los estudiantes que formaran pequeños grupos para discutir un problema práctico relacionado con el tema del día. Al caminar entre las filas para supervisar, llegó al grupo donde Adrián estaba. Sin poder evitarlo, su mirada se detuvo en él un poco más de lo necesario.
—¿Cómo van con el ejercicio? —preguntó, su tono profesional ocultando su incomodidad.
Adrián levantó la vista y respondió con confianza:
—Creo que lo entendemos, pero... ¿podría explicar este paso otra vez?
Chris asintió y se inclinó ligeramente para señalar en el cuaderno de Adrián, explicando con detalle. El aroma fresco de su colonia llegó a Adrián, y sin quererlo, notó la delicadeza de las manos del profesor mientras escribía en el papel. Por un breve instante, una sensación extraña cruzó por su mente, pero la apartó rápidamente. “No tiene sentido pensar en eso,” se dijo a sí mismo.
Cuando la clase terminó, Chris se despidió con una sonrisa profesional, pero mientras guardaba sus cosas, no pudo evitar repasar mentalmente cada interacción que había tenido con Adrián. Sentía una inquietud desconocida,algo en ese estudiante atraía su atención.
Por otro lado, Adrián salió del aula con una mezcla de pensamientos contradictorios. Había algo en el profesor Walker que lo hacía diferente, surgia en él esa necesidad de protejerlo, pero a la vez de querer morder esos blancos cuellos, se rio de si mismo, por semejantes pensamientos intrusivos, que hasta entonces eran desconocidos para él.
Chris . desde joven, ha aprendido a esconder su verdadera identidad, a callar sus sentimientos y deseos por temor a ser rechazado y ridiculizado por su comunidad. Esto ha moldeado su carácter tímido, aislado con tendencia a la melancolía.
En una de las reuniones semanales del grupo, mientras los miembros conversan sobre la importancia de tener una familia en el sentido tradicional, Chris se siente atrapado. Es un tema recurrente y uno de los más difíciles de manejar para él. Algunos de los chicos del grupo sugieren, con una sonrisa:
"¡Chris, es hora que encuentres una novia, con tu porte y tus estudios no debería ser problema para ti!" le dice uno de los amigos con entusiasmo.
A Chris le cuesta dar una respuesta que no sea una excusa, algo que lo permita salir de esa situación sin levantar sospechas. Una y otra vez, repite que está enfocado en sus estudios o que no encuentra a nadie que cumpla con las expectativas. De esta forma, busca evitar el escrutinio sobre su vida personal, mientras se siente atrapado en la red de expectativas que los demás imponen sobre él.
Mientras escucha los comentarios de sus amigos sobre la importancia de tener una novia dentro de los planes de Dios para "ser un buen hombre" dentro de la comunidad, un sentimiento de incomodidad lo invade. Aunque ellos no lo saben, para Chris, esas preguntas son una fuente de angustia. El miedo a ser juzgado es tan grande que no sabe cómo explicarles que no busca pareja porque tiene miedo de que la gente descubra su atracción por los hombres.
En la conversación con sus amigos, todos parecen tan seguros de sí mismos y de su rol en el mundo, que él se siente como un extranjero emocional. Sus respuestas son vagas y se ve obligado a cambiar de tema.
Más tarde, mientras se encuentra en su habitación, recordando las palabras de la reunión, Chris se siente aplastado por la contradicción. En la universidad puede ser él mismo, o al menos puede esconderse en su papel de profesor competente, pero en su grupo religioso, no sabe cómo ser honesto consigo mismo sin perder su lugar. Sabe que no puede mostrar ninguna debilidad, y mucho menos exponer lo que siente, especialmente porque teme que su fe sea cuestionada. La presión para conformarse con las expectativas sociales es constante y le ha pasado factura a su salud mental, frecuentemente sueña con que su mundo se cae a pedazos o un camino largo en el que debe decidir su destino.
Esa misma tarde, cuando se encuentra en el aula, Chris está más atento que nunca a su comportamiento, preocupado por las reacciones de sus compañeros y amigos. Durante un descanso, uno de los chicos, David, le menciona de manera casual que conoce a una chica en la iglesia que "sería perfecta" para él. Chris sonríe, un tanto incómodo, y le agradece, diciéndose a sí mismo que tendrá que averiguar más sobre esta chica para no quedar mal.
La idea de salir con alguien de la iglesia lo pone más tenso, pero la necesidad de mantener las apariencias lo obliga a aceptar la sugerencia, a pesar de que en el fondo no siente ningún interés. David, sin saberlo, solo refuerza ese muro invisible que Chris se ha construido alrededor de sí mismo, un muro hecho de expectativas ajenas, miedo al rechazo y un deseo profundo de pertenecer sin ser descubierto.
A medida que pasa el día, Chris empieza a sentirse agotado emocionalmente. Ya no sabe si las excusas que da para evitar hablar de su vida amorosa son creíbles, o si está comenzando a perder el control sobre su propia identidad. Esa noche, al irse a dormir, siente el peso del estrés en su espalda. La cama dura y la sensación de vacío lo acompañan. Mientras se arropa, no puede evitar pensar en la mirada de Adrián. Es un pensamiento fugaz, pero con una intensidad que no le es familiar. ¿Cómo sería poder ser honesto con alguien?
Mientras tanto, en su mente resuena una última conversación con su madre, quien le había preguntado hace unos días sobre las chicas que conocía en la universidad.
“Chris, cariño, ya va siendo hora de pensar en el futuro. En la iglesia nos enseñan que es lo mejor, que es lo natural…” le había dicho ella con una sonrisa preocupada, como si él no tuviera el derecho de cuestionar lo que le decían.
Chris cierra los ojos, su mente se llena de dudas, de miedos,sus pensamientos negativos no le permite obtener el descanso que su cuerpo merece para reponer su energía.
El lunes por la mañana, Chris se encuentra delante del espejo ajustando su camisa cuidadosamente. Aunque viste su acostumbrado estilo sencillo, se asegura de que todo esté en orden. Cada detalle, desde su cabello bien peinado hasta su bolso organizado, refleja su naturaleza perfeccionista. Es su segundo día frente a una nueva clase, y aunque su carácter tímido lo traiciona, su perfeccionismo y amor por la enseñanza lo impulsan a dar lo mejor.
Chris respira hondo antes de entrar en el aula. La puerta se abre y todas las miradas caen sobre él. Entre ellas, los ojos oscuros y curiosos de Adrián. Aunque Chris no lo reconoce de inmediato, Adrián sí lo recuerda: el joven rubio de la mirada melancólica que había visto días antes en el autobús.
"Buenos días, chicos. Soy el profesor Christopher… pero pueden llamarme Chris," dice con su voz suave y calmada.
Mientras Chris comienza a escribir en el pizarrón con trazos precisos y firmes, Adrián no puede evitar seguir observándolo. El contraste entre su figura delicada, casi frágil, y su autoridad al explicar conceptos complejos de cosmología le llama profundamente la atención. Adrián, acostumbrado a profesores mayores o distantes, queda sorprendido por la claridad y pasión con la que Chris enseña.
Chris se sumerge en su lección con una naturalidad que contrasta con su introversión habitual. A través de su interés especial en la cosmología, logra que los estudiantes se involucren con ejemplos y preguntas interesantes. La atmósfera es dinámica, algo poco común para un profesor nuevo.
En medio de su explicación, Chris percibe el silencio atento de Adrián, quien, sin querer, lo observa más allá del contenido académico. Sin embargo, Chris no reacciona, años de esconder su verdadera identidad le han enseñado a ignorar cualquier señal que pueda exponerlo.
En un momento de interacción con los alumnos, Chris nota que Adrián tiene una expresión más seria de lo normal, casi cansada. Cuando pregunta si alguien tiene dudas, Adrián levanta la mano.
“Profe… ¿cómo se supone que funciona esto en la realidad?” pregunta, señalando un esquema en el pizarrón.
Chris le sonríe con paciencia y explica el concepto paso a paso, adaptándolo con ejemplos que él pueda entender. Sin darse cuenta, su empatía y atención especial con Adrián comienzan a notarse entre los compañeros, lo que hace que algunos cuchicheen discretamente.
Chris, consciente de las miradas ajenas, se tensa por dentro. Le preocupa que sus buenas intenciones se malinterpreten. “Límites,” se dice a sí mismo mentalmente. “No puedo permitirme crear lazos cercanos con nadie.”
Al finalizar la sesión, los estudiantes comienzan a salir del aula. Adrián se queda rezagado, guardando sus cosas lentamente. Aunque Chris intenta no notarlo, una parte de él siente curiosidad. Sin embargo, prefiere ignorar ese impulso. Adrián se acerca tímidamente al escritorio.
“Gracias, profe. Se nota que le gusta lo que enseña,” dice Adrián con una sonrisa genuina.
Chris se sonroja levemente, sorprendido por la observación.
“Gracias. La física tiene mucho de belleza… solo hay que saber dónde mirar,” responde con suavidad.
Mientras Adrián se despide y sale, Chris se queda solo en el aula. La sonrisa se borra de su rostro y su expresión vuelve a ser melancólica. Se sienta en el borde del escritorio y pasa una mano por su cabello, agotado emocionalmente. La interacción con Adrián fue breve, pero suficiente para recordarle lo frágil que es el control que tiene sobre sí mismo.
Mira hacia la ventana, donde el sol de la tarde proyecta una luz dorada en las paredes del aula. En su mente, se repite como un mantra:
“No debo cruzar esos límites. Nunca.”
El regreso a casa y las dudas silenciosas:
De regreso en el autobús, el mismo donde días atrás Adrián lo había visto por primera vez, Chris se sienta en su lugar de siempre, junto a la ventana. Los paisajes urbanos pasan de largo mientras él se queda absorto en sus pensamientos.
Por un momento, permite que sus emociones salgan a la superficie. ¿Por qué le afectó tanto la sonrisa de Adrián? ¿Por qué sintió que bajaba la guardia con él? Tal vez porque, al verlo, no percibió ninguna amenaza ni juicio, solo un estudiante agotado que buscaba aprender. Pero Chris también sabe que no puede permitirse pensar así. Su mundo, lleno de reglas estrictas y paredes invisibles, no tiene espacio para la vulnerabilidad.
Esa noche, mientras descansa en su cama dura, siente nuevamente el peso de la soledad. Su espalda le duele y su mente no puede olvidar los ojos de Adrián, tan vivos y atentos, tan vivaces, diferentes a los suyos, rebosantes de vida. Por un instante, se permite fantasear con la idea de ser alguien diferente: alguien sin miedo, alguien libre. Pero pronto, su propia voz lo reprende.
“Límites, Chris. Esos límites te mantienen a salvo.”
Chris se gira en la cama, mirando el techo con una mezcla de melancolía y frustración. Afuera, la ciudad sigue su curso, pero para él, cada día es una batalla silenciosa contra sus propios sentimientos.
Adrián, por su parte, regresa a su pequeño hogar con su hijo, sin imaginar que su vida está a punto de cambiar.
La escena inicia en una pequeña sala de profesores, donde Chris, junto a otros docentes, asiste a una reunión de rutina. Es un lugar funcional, con paredes algo desgastadas y un proyector parpadeando intermitentemente. Los profesores están dispersos en sillas metálicas, con carpetas y tazas de café a medio terminar.
Chris, aunque presente físicamente, se siente distante. Está distraído, sus pensamientos vagan en círculos: ¿Estoy haciendo bien mi trabajo? ¿Se darán cuenta de lo que realmente soy? El peso de la autoexigencia y del miedo a ser descubierto es una carga constante que se refleja en su postura encorvada, manos entrelazadas sobre las rodillas.
La coordinadora, una mujer de voz firme pero maternal, repasa anuncios importantes:
—Quiero que estén atentos a los estudiantes que puedan estar enfrentando dificultades. Uno en particular es Adrián Morales, nuevo en la institución. Tiene un hijo pequeño con problemas de salud, así que espero que seamos flexibles y empáticos con él, recuerden nuestra razón de ser nuestros estudiantes.
Al escuchar el nombre, Chris, hasta ahora ensimismado, levanta la mirada súbitamente. Su estómago se contrae.
Adrián... Recuerda ese encuentro en el colectivo, los ojos oscuros que lo miraron directo y le dejaron una impresión incómoda y, a la vez, difícil de olvidar.
El silencio en la sala se rompe por una broma inoportuna de un colega sentado al fondo, que, entre risas, dice:
—¿Flexibles? ¡Si viste al muchacho! Alto, moreno… y el hijo resulta ser rubio como un ángel. Un caso curioso, ¿eh?
Risas incómodas se esparcen entre algunos docentes. Chris baja la mirada, su mandíbula se tensa. La coordinadora, visiblemente molesta, lanza una mirada de desaprobación al bromista.
—Le agradecería que mantuviéramos el profesionalismo —dice con tono seco.
La reunión continúa, pero Chris no logra concentrarse. Su mente repite una y otra vez la imagen de Adrián con un niño rubio. Un pensamiento casi automático lo invade: Debe ser heterosexual.
Este detalle, aparentemente trivial, le da una falsa seguridad. De repente, las defensas que había levantado tras aquel encuentro en el colectivo comienzan a ceder. Para Chris, Adrián ya no parece una amenaza.
Al finalizar la reunión, Chris camina por los pasillos con una pilas de trabajos prácticos bajo el brazo. Aunque intenta enfocarse en su trabajo, los ecos de su pasado lo persiguen.
—¿Por qué siempre me pasa esto? —murmura para sí mismo, mientras avanza hacia su aula vacía.
Chris recuerda escenas de su adolescencia en su grupo religioso. Las reuniones donde le repetían que “podía cambiar”, que debía casarse, tener una familia tradicional, y que cualquier otro camino era un pecado imperdonable. Estas enseñanzas se clavaron en su mente, volviéndose unaobsesión para él.
Camina distraído, pasa frente a un aula y, sin querer, ve a Adrián sentado junto a otros estudiantes. El joven ríe con naturalidad mientras intercambia bromas con sus compañeros. Adrián se ve seguro de sí mismo, relajado, todo lo contrario a Chris. La diferencia entre ambos no podría ser más evidente.
—“Debe ser lindo ser así… tan libre” —susurra Chris, sintiendo una punzada de melancolía.
Su espalda le duele al recordar su cama dura y las noches en vela repasando sus lecciones o luchando con sus propios pensamientos. La falta de sueño y el estrés afectan su delicada salud, reflejada en sus ojeras y en su piel pálida, donde las venas azules son aún más notorias.
Sin embargo, por primera vez en mucho tiempo, hay algo distinto en su rutina. Un curioso interés comienza a formarse dentro de él: Adrián Morales.
Y aunque no lo sabe todavía, este interés será el primer paso para enfrentar la carga del pasado que lo ha mantenido prisionero.
Chris camina hacia la salida del edificio con un paso cansado y los hombros ligeramente encorvados. Aún resuena en su mente la conversación sobre Adrián y su hijo enfermo, además de la broma inoportuna de su colega, que lo dejó incómodo aunque, curiosamente, más tranquilo en cuanto a Adrián.
—Es heterosexual, seguro —piensa, y siente cómo su cuerpo se relaja levemente.
Mientras rebusca las llaves en su bolso gastado, una voz alegre lo saca de su ensimismamiento.
—¡Chris! —llama alguien desde atrás.
Chris se gira y ve a Jazmín, una colega que lleva poco tiempo en la institución. Ella avanza hacia él con pasos firmes y seguros, sus tacones resonando en el suelo. Es una mujer que atrae miradas sin siquiera intentarlo: rubia, de cabello lacio y brillante, vestida elegantemente con un blazer ceñido y jeans ajustados que realzan su figura. Sus facciones son tan perfectas que parece una muñeca Barbie que ha cobrado vida.
—¿Vas caminando? —pregunta ella, deteniéndose a su lado y sonriendo de manera amigable—. Si quieres, te llevo. Mi casa queda de camino, así que no me cuesta nada.
Chris duda un momento, pero el dolor en su espalda y la idea de caminar hasta la parada de colectivo lo hacen ceder.
—Gracias, Jazmín. Si no te molesta…
—¡Para nada! —responde ella con entusiasmo, haciendo un gesto con la mano—. Vamos, antes de que se haga tarde.
Al salir al estacionamiento, Chris no puede evitar mirar con sorpresa el coche rojo que brilla bajo las últimas luces del atardecer. Es un vehículo moderno, elegante y tan llamativo como su dueña. Jazmín sube al asiento del conductor con una naturalidad desbordante, y Chris, algo cohibido, se sienta en el asiento del copiloto.
—¿Te gusta? —pregunta ella con una sonrisa divertida, mientras enciende el motor que ruge suavemente—. Lo compré hace poco. Siempre quise un coche que gritara: “Aquí va una mujer que no necesita permiso de nadie”.
Chris suelta una leve risa, relajándose un poco. Jazmín tiene ese efecto en las personas: su actitud extrovertida y su habilidad para hablar con facilidad rompen cualquier barrera.
—¿Y tú? ¿Por qué tan serio? Siempre andas con cara de pocos amigos.
—¿Yo? —Chris parpadea, sorprendido—. No lo sé… creo que simplemente soy así.
Jazmín lo mira de reojo con una sonrisa cómplice mientras avanza por las calles iluminadas.
—Eres un misterio, Chris. Los demás hombres me miran como si fuera una especie de trofeo, pero tú… —hace una pausa breve—. Contigo no siento eso. Es raro, pero me gusta.
Chris baja la mirada, ligeramente avergonzado, pero también aliviado. Con Jazmín, no tiene que actuar. No hay presión, ni juicio, solo una conversación ligera que fluye sin esfuerzo.
Mientras conduce, Jazmín empieza a hablar sin parar sobre su día, los estudiantes y sus propios desafíos como profesora.
—¿Sabías que este trabajo no era mi primera opción? —comenta con un tono casi teatral—. Pero aquí estoy, enseñando Cálculo como si fuera lo mejor del mundo. Lo curioso es que me gusta. Los chicos te mantienen viva.
Chris asiente, aunque su mirada se pierde en las luces del exterior. La conversación ligera de Jazmín lo tranquiliza, y por primera vez en días, siente que no está tan solo.
—¿Y tú? —pregunta Jazmín, girando la cabeza brevemente hacia él—. ¿Siempre quisiste ser profesor?
Chris duda antes de responder.
—No estoy seguro. Creo que… enseñar es algo que se me da bien.
—¿Solo eso? ¿No tienes algún sueño escondido por ahí? —bromea ella.
Chris sonríe de forma tímida, pero no responde. Sí, hay sueños, piensa, pero son tan inalcanzables que no se atreve a decirlos en voz alta.
El coche se detiene frente a la humilde vivienda de Chris. La luz de un poste cercano ilumina la fachada desgastada.
—Gracias por traerme, Jazmín —dice él con sinceridad, quitándose el cinturón.
—Cuando quieras, Chris. No te me vayas a perder —bromea ella, guiñándole un ojo.
Mientras él baja del coche, Jazmín lo observa con curiosidad desde el asiento del conductor. Chris le parece diferente, como alguien que lleva un peso invisible sobre los hombros. No puede evitar sentir algo de ternura por él.
—¡Descansa! —le grita antes de marcharse con el rugido del motor y dejando una estela de luces rojas a su paso.
Chris la ve partir, y por un instante, el silencio de la noche lo envuelve. Jazmín es un viento fresco en su vida, algo que no esperaba pero que agradece profundamente.
Sube las escaleras hacia su habitación con una leve sonrisa en el rostro, una sonrisa que desaparece al ver la cama dura que lo espera. Se sienta en el borde, sintiendo cómo el peso del día vuelve a caer sobre él.
—Un coche rojo… —susurra con una mueca divertida, antes de acostarse con un suspiro.
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