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La Pobre Viuda, Y El Magnate Cruel

ℂapítulo Uno

Tocan la puerta de la descuidada mansión, que en sus mejores épocas fue un ícono en la majestuosa Versalles. Adelaida, con pasos cansados, se dirige a la puerta para encontrarse con dos agentes de policía.

—¿La señora Adelaida DuPont? —dice uno de ellos con voz baja.

—Sí, ¿qué pasa, señor agente? —Adelaida lleva la mano a su pecho temiendo lo peor.

—Necesitamos que nos acompañe a medicina legal. Encontramos un cadáver en un accidente de auto en la carretera entre París y Versalles, y en sus pertenencias hallamos estos documentos con su nombre y dirección —Uno de los agentes le hace entrega de unos papeles.

Adelaida los recibe con mano temblorosa y lo primero que lee al abrir el sobre es: “Sentencia de divorcio entre los ciudadanos François Pinault y Adelaida DuPont”. Sus ojos se llenan de lágrimas, incrédula.

—Sí, al parecer es mi exesposo —les contesta de manera irónica.

—En ese caso, es necesario que vaya a reconocer el cadáver a la sede de medicina legal —un agente le entrega un documento con la dirección a la cual debe dirigirse—, o si prefiere, la llevamos en la patrulla.

—No se moleste, señor agente, yo voy por mis propios medios —dice esto pensando en ganar tiempo para procesar la información y mirar como avisarle a su familia.

Cierra la puerta e inmediatamente apoya su espalda en ella. Trata de recordar en qué momento firmó la petición de divorcio, hasta que recuerda que hace una semana había ido su ahora difunto ex esposo, después de un mes de ausencia en la mansión, y le hizo firmar un documento argumentando que era para autorizar un nuevo tratamiento a su hijo Francis, el cual ni siquiera lleva su apellido.

Sí, esa es la realidad, una realidad que Adelaida quería ignorar, pero que ahora debe enfrentar obligada ante la repentina muerte del padre de su hijo.

Entra al despacho y busca entre los escasos documentos de François un papel que tenga el número telefónico del abogado de su esposo. Un rato después lo encuentra y llama desde el teléfono fijo que hay en el despacho. Luego de dos repiques, el abogado contesta apurado.

—¿Ya le entregó la anulación del matrimonio a la señora DuPont ¿Qué dijo?

—Sí, ya la tengo en mi mano, pero no me la entregó su cliente, me la entregó la policía, pues, al parecer, François murió en un accidente en su auto al venir a traérmela.

—Oh, señora Adelaida, cuánto lo siento.

—Pero yo no. Abogado, lo llamaba, ya que hay que ir a identificar el cadáver, puesto que al yo estar divorciada no tengo nada que ver con él. Y es necesario que le avise a su familia.

—Claro, señora, eso haré.

Al terminar la llamada, Adelaida se dirige a donde el ama de llaves de la mansión, doña Josefina, y le avisa que tiene que salir a hacer una diligencia encomendandole el cuidado de su hijo.

Al llegar al departamento de medicina legal, el abogado ya la está esperando y juntos, en silencio, sin darse ni un saludo, entran a donde reposa el cadáver de su, hasta hace una semana, marido.

Allí, en una fría y lúgubre plancha metálica, está aquel que le prometió el cielo y después de aislarla del mundo y encerrarla en una jaula de oro, simplemente se olvidó que existía. Frío como siempre, y con la cara desfigurada por el golpe que se dio en el accidente. Le muestran las marcas de nacimiento y un tatuaje que tiene en su mano derecha, que se hizo cuando se graduó de la universidad de la Sorbona, la más elitista de toda Francia.

—Sí, es él —es todo lo que contesta, pues ni siquiera es capaz de mostrar algún sentimiento al ver al hombre por el cual alguna vez daba la vida, irónicamente sin vida.

Llena los documentos legales como si fuera la viuda, sin ser la viuda, y sale de ese lugar con la certeza de que por primera vez en muchos años sabe dónde va a estar su esposo.

El abogado queda con los documentos para iniciar los trámites del funeral y de la lectura del testamento unos días después.

Camina por las calles de una solitaria Versalles, llegando frente a su famoso palacio y allí, ante su majestuosidad, se siente perdida. ¿Qué será de su vida ahora que François murió? Era claro que la reconocida familia Pinault nunca la aceptó, mucho menos ahora lo van a hacer que él no está y hasta divorciados sin ella saberlo.

Su hijo es lo único que tiene en su vida y por él es que soporta el abandono y el olvido al que la sometió su esposo. Pues aunque le duele admitirlo, su enfermedad no le permitió despegarse de su niño y buscar otras formas de ganarse la vida sin esperar las migajas que su propio esposo y padre de su hijo le daba.

Ahora solo queda esperar a que el tiempo le indique qué le deparará el destino a ella y a su pequeño Francis.

No tiene ni idea en qué posición la dejó François, pero lo que sí sabe es que nunca dejará de luchar por su hijo y encontrar la cura a su enfermedad.

Sigue su camino hasta la mansión que es su prisión y allí se prepara para ir al funeral de su exesposo. No va a darle la razón a esa nefasta familia de que ella no es nadie en la vida de François, pues así no lo quieran, ella fue legalmente su esposa y es la madre de su único hijo. Un hijo que dejó a un lado por nacer enfermo, y no autorizó ni siquiera darle su apellido. Al estar hospitalizado desde que nació, argumentó que si la prensa se enteraba que era su hijo iba a descuartizarlo por ser famoso y no quería que su esposa e hijo sufrieran de acoso por sus shows mediáticos y lo que ello conllevaba.

¡Qué considerado de su parte! Hace tiempo Adelaida entendió el porqué no le dio su apellido, pero nada ya puede hacer.

Al saber por medio del abogado de su ex esposo dónde se llevará a cabo el funeral, se viste con su mejor traje negro. De manera elegante y con su alabastrina belleza, camina con paso firme hacia la sala de la funeraria donde está siendo velado. Hasta que un grito irritante irrumpe el silencio sepulcral que hay en la sala.

—¿Qué hace esta zorra en el funeral de mi hijo?

ℂapítulo Dos

—¿Qué hace esta zorra en el funeral de mi hijo?

Adelaida reconoció esa voz que pocas y desagradables veces escuchó, miró con altivez hacia la persona que lo dijo: su querida ex suegra, pero su mirada se quedó fija en la llorosa mujer a su lado. Se sorprendió al notar que era muy parecida a ella hace unos diez años atrás, cuando conoció a François, y también notó su gran abdomen de embarazada.

Pero aun así, disimulo su asombro y siguió hacia el féretro.

—Alto ahí, Adelaida DuPont, no tienes nada que hacer aquí. Vete con tu bastardo lejos de nuestra familia, respeta a la verdadera esposa de François en su dolor —Ahí se enteró de que esa mujer es la verdadera viuda.

—Suegros, ¿quién es ella? —pregunta la mujer mirándola fijamente.

—Una arribista cazafortunas que quería engatusar a nuestro hijo. Pero ya la voy a hacer sacar, no tiene nada que hacer aquí —su ex suegra terminó de echar su veneno y salió a llamar a sus guardias.

—Tranquilos “suegritos”, solo quería verificar que mi querido “exesposo” si está en ese ataúd, pues de él se podía esperar de todo hasta hacerse el muerto, con lo mentiroso que era quien sabe si era verdad —echó un vistazo al difunto y salió de la misma manera que entró, irradiando gallardía y con la frente en alto.

Ya afuera del recinto, se subió a su auto con su chófer, el cual la llevó a su jaula de oro. En el trayecto recordó cómo fue su vida antes de conocer a François y, aunque pensó que él era el amor de su vida, fue todo lo contrario. Un ser que solo se ama él mismo, un ególatra, un ser que solo él es perfecto, los demás son solo seres que solo le quitan oxígeno y ni siquiera valen lo que él vale.

Recordó su niñez en un miserable orfanato dirigido por las monjas capuchinas. Un edificio antiguo de altas paredes y frías habitaciones, donde el ser una buena católica era la premisa de sus cuidadoras. Por eso, para escapar del aburrimiento de su rígida cátedra, con estrictos horarios y miles de rosarios, coronillas, rezos y cánticos, se inscribió en los talleres de artes escénicas que llegó un día a dictar al orfanato, un director de cine de pacotilla.

Al cumplir los 18 años y, gracias a Dios, ya no poder estar más en el orfanato con cara de convento, tomó sus pocas pertenencias y buscó trabajo en un pequeño teatrino del bohemio barrio de “Les Hayes”.

Aunque no ganaba mucho, sumaba a su sueldo lo que los turistas le daban de propina. De esta manera, pagaba una pequeña pieza de 3x3 en una desvencijada pensión de la época de Napoleón, y hacía sus estudios de literatura contemporánea en la universidad pública de París.

Así vivió durante dos años hasta que un director de cine la descubrió una tarde en el teatrino haciendo el papel de “Eloísa” en el drama romántico “Cartas de Abelardo y Eloísa” y la llevó a hacer un papel secundario en la famosa película francesa “Oh la la”.

Fue allí fue donde conoció a François Pinault, hijo de los magnates de la industria cinematográfica de Francia y dueños de canales televisivos alrededor del mundo. Para ella fue amor a primera vista, para él fue el vislumbramiento de la diosa “Venus de Milo”. No podía creer que había vuelto a ver aquella jovencita que una tarde conoció en el dramático papel de “Eloísa” y a la cual su padre no dejó acercar para entablar una conversación y, quién sabe, proponerle trabajar con ellos.

«Se nota que es de las que, si le dan la oportunidad, te dejan con una mano adelante y otra atrás».

«Una cazafortunas», pensó él, pero si ahora se le presentaba la oportunidad de estar con ella, no la iba a desaprovechar.

Y así empezaron tiempo después un romance donde él se excusaba al no presentarla a su prestigiosa familia, pues estaba en espera de heredar su conglomerado y de esta manera ya podía ser libre de presentarle a ellos y al mundo a la mujer que amaba.

Dos años después de iniciar su escondido romance, se casaron en una ceremonia clandestina donde, frente a un juez, le hizo firmar unas capitulaciones renunciando a todo y ella, como una estúpida enamorada, firmó.

Dos años después de la boda, Adelaida le anunció su embarazo, lo cual él tomó con demasiado entusiasmo, la cuidó en la gestación con anhelante y agobiante esmero. Su heredero iba a nacer, se llamaría como él “François Pinault” y sería su valuarte, su prolongación, su orgullo y al nacer su primogénito obviamente haría público su matrimonio con Adelaida DuPont.

Pero todo esto se vino a pique el día en que el bebé nació. Una complicación no prevista en las múltiples consultas y ecografías realizadas a Adelaida dio un diagnóstico devastador. El bebé nació enfermo y esto, François y mucho menos Adelaida lo esperaban, pero lamentablemente el hombre que ella amaba la culpó sin serlo.

La “Betatalasemia” fue el diagnóstico, y el bebé nació con una anemia severa que requirió una transfusión de sangre urgente y su internación en la unidad de cuidados intensivos neonatales. Al día siguiente de su nacimiento, François registró a su bebé, sin el permiso de Adelaida, con el nombre de Francis DuPont.

Adelaida no tuvo ni siquiera tiempo de enojarse por el atrevimiento que tuvo François al registrar a su bebé con ese nombre y sin el apellido de su progenitor, y ante el estrés de la situación por la que pasaba su retoño, aceptó la escueta excusa que le dio por haberlo registrado así.

—Mi pequeña Eloísa, lo hice por protegerlos. Si la prensa se entera de que nuestro bebé nació enfermo, nos comerán vivos y mi familia no me heredará como lo prometió al cumplir los 35 años. Falta poco mi paloma, solo cinco años y podemos gritar a los cuatro vientos nuestro amor —fue la excusa que le dio François, y después de eso, si lo veía una vez al mes, era mucho.

Y como si fuera una premonición del apelativo con la que la enamoró diciéndole Eloísa, su trágico romance se asemejaba a la idílica pareja francesa de la edad media, con la diferencia de que su Abelardo no daría ni loco su más preciada virilidad por amor a ella.

Meses de hospitalización administrando transfusiones y tratamientos a Francis fue la vida que tenía Adelaida. La cual se esmeraba en cuidar a su hijo, se dedicó a él en cuerpo y alma, perdiendo su brillo y alegría. Solo vivía por su hijo, ya que ni del papá volvió a saber, aunque hiciera qué a los dos no les faltara nada en cuanto a lo económico. Pero de cariño, nada.

ℂapítulo Tres

François mantuvo en secreto su relación con Adelaida argumentando de que debía esperar a cumplir los 35 años, edad en que heredaría el emporio cinematográfico Pinault. Pero ya los planes de François habían cambiado, no le convenía a su estatus, tener un hijo enfermo y una esposa que ya no era sombra de lo que era. Entendió lo que le dijo su padre cuando la conocieron en el teatrino de “Les Hayes”, que esa mujer lo iba a dejar con una mano adelante y otra atrás. Por lo que bloqueó su deseo de que fuera reconocida como su esposa y se dedicó a trabajar sin descanso junto a su padre para hacer crecer aún más su emporio.

Fue en una de las tantas reuniones y galas a las que asistió en compañía de alguna dama soltera de la alta sociedad parisina, donde conoció a la hermosa Madeleine Gibrault de la mano de su rival en los negocios, el señor Kento Kimura, como su prometida.

Algo le atrajo a ella como una polilla a la luz de una vela, sin importarle si se iba a quemar. Esa mujer sería el reemplazo de Adelaida, y sí que lo sería, pues tenían una gran similitud.

Era su Eloísa de diez años atrás cuando la vio en el teatrino y se enamoró de ella. Serviría para tapar los rumores de que tenía una esposa abandonada en una mansión de Versalles, lugar donde la llevó a vivir cuando se casaron para aislarla del ojo público.

Su misión era conquistar a esa mujer y alejarla de Kimura para casarse luego con ella.

Así fue que logró su cometido, separó a Madeleine de Kento y él, con mentiras, se divorció de Adelaida para casarse con ella, que ya tenía seis meses de embarazo. Pero gracias a una inexplicable intervención divina, no pudo disfrutar de su nuevo matrimonio, pues falleció en el trayecto de París a Versalles, a donde iba a llevarle la sentencia de divorcio a Adelaida y a pedirle que sacara sus pertenencias de la mansión, pues ya le pertenecía a su nueva esposa.

Adelaida ahora está más tranquila, ya sabe toda la verdad. Su esposo la cambió por una mujer más joven, y que irónicamente se parece a ella, y esperan un hijo. Este sí va a ser el verdadero heredero de la fortuna Pinault.

Una semana después, es notificada por el abogado de la familia Pinault para la lectura del testamento de su finado exesposo. Llegó al despacho a la hora pactada y en este ya se encontraba la distinguida familia.

—Buenos días —saludo por educación, pero se escuchó más el zumbido de una mosca que la respuesta a su decencia.

—Señora Adelaida, siéntese, ya vamos a empezar con la lectura del testamento que dejó el señor Pinault —le indicó el abogado.

Adelaida, con su innata elegancia, se sentó donde le señaló el abogado y este procedió a dar lectura al testamento.

Yo, François Pinault, en uso de todas mis facultades mentales y en presencia de mi abogado, doy firma a este testamento en donde dejo el diez por ciento de mis bienes a mis padres y el resto del porcentaje, es decir el noventa por ciento a mi amada esposa Madeleine Gibraud y a mi heredero François Pinault Gibraud.

A mi ex esposa, Adelaida DuPont dejo un cheque por cien mil euros de indemnización por los años de matrimonio. Sin derecho a impugnar este testamento ante la existencia de un hijo bastado, para prueba de su infidelidad en estos ocho años de matrimonio, anexo la prueba de paternidad donde no existe ningún parentesco con el menor Francis DuPont. Además de que se hacen válidas las capitulaciones que se firmaron en el matrimonio.

Adelaida se levantó inmediatamente al escuchar tamaña mentira.

—¡Eso es falso, Francis es hijo de François! Yo jamás le falté a mi matrimonio —gritó llena de impotencia al abogado.

—Siempre lo supe, eres una zorra —se escucha fuerte la voz despectiva de su ex suegra.

—Yo se lo advertí a François, cuidado con esa cazafortunas —le respondió a su esposa, el padre de François.

—Señora Adelaida, tome el cheque que le dejó su difunto exesposo —. El abogado sacó de la carpeta el cheque y Adelaida lo tomó rompiéndolo en mil pedacitos, tirándoselos después a los presentes en la cara como si fuera el confeti de una fiesta.

—No quiero nada de esta nefasta familia, menos mal que supuestamente mi hijo no es nada de ustedes. Pero un día el Karma les va a llegar, y espero que les pague peor de lo que me hicieron a mí y a mi hijo. Si no miren, ya empezó con su hijo. Espero que haya sufrido una muerte lenta y dolorosa, es lo menos que se merecía por mentiroso, traicionero y malvado. —Nadie le respondió, sintieron la ira y el poder de sus palabras haciéndoles erizar su piel.

Al salir del despacho del abogado estaba el chófer esperándola con cara de vergüenza. Le abrió la puerta del auto para que se subiera y ya adentro se soltó en llanto. No podía creer que haya negado a su propio hijo, a su sangre. Eso sí que la rompió, ni el abandono, ni el engaño del hombre que amaba le dolió tanto como lo que le hizo a su bebé, con su hijo no. Las lágrimas salían sin cesar y todo el llanto que había retenido esta semana dio paso libre con la bajeza de su exesposo y el dolor no lo soportaba.

Sentía que su pecho se abría y no le importaba que su chófer la escuchara. En ocho años es la primera vez que se dejaba ver en ese estado, ni cuando su hijo ha estado al borde de la muerte se ha dejado ver vulnerable, pero ya no aguantaba más. Sintió una mano tocando su hombro y fue cuando notó que su conductor había parqueado el auto en la vía y le extendía un pañuelo desechable. Adelaida lo miró extrañada por el espejo.

—Lo siento, es que estoy muy decepcionada y ya no aguante más —se excusó con su chófer.

—Tranquila, señora, llore todo lo que necesite, las lágrimas limpian el dolor —El señor trató de darle consuelo con sus palabras.

—Gracias —Luego notó que él no le daba marcha al auto y la miraba con compasión. —¿Pasa algo, señor Dimas? —lo interrogó mirándolo a través del espejo retrovisor.

—Señora Adelaida, esta la última vez que la transporto. Ya me dieron la orden de llevarla a la mansión y no prestarle más mis servicios —titubeó con pena lo que le dijeron sus nuevos patrones.

—Tranquilo, Dimas, eso me imaginé que iba a pasar después de la lectura del testamento. Nos dejaron sin nada —Dimas suspiró de impotencia, pues le tenía estima a Adelaida, y arrancó el auto hasta la mansión. Pero nada la preparó para lo que encontró al llegar a ella.

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