--Agosto 2024--
El característico sonido de alerta de "último momento" irrumpe en las pantallas de los hogares argentinos, cargado de una urgencia que hiela la sangre.
La imagen de un conductor de noticias aparece temblorosa, su rostro pálido y sudoroso. Las luces del set titilan de forma irregular, y en el fondo se percibe un caos inaudito: teléfonos sonando sin cesar, voces superpuestas, papeles esparcidos por todas partes.
Querida población de Argentina, damos a conocer un comunicado oficial del gobierno... –La voz del presentador se quiebra. Traga saliva y su mirada se desvía fuera de cámara, como buscando algún tipo de aprobación o fuerza para continuar–. Por favor, no salgan de sus casas. Hay un virus que se está propagando velozmente por todo el país y ya ha provocado numerosas muertes. Repito, no salgan...
Un temblor sacude las cámaras, haciendo que la transmisión se distorsione. Por un momento, la pantalla queda en negro. Cuando regresa, el conductor ya no está sentado; ahora está de pie, visiblemente más nervioso. Sus manos tiemblan al aferrarse al borde del escritorio, como si este fuera lo único que lo mantiene en pie.
El gobierno está trabajando para encontrar una solución... –prosigue, pero su voz pierde fuerza con cada palabra–. La situación es crítica. Por favor, si alguien llama a sus puertas o intenta entrar...
De repente, un grito desgarrador irrumpe desde el fondo del estudio. Es un sonido visceral, lleno de pánico y sufrimiento, que corta la tensión como una navaja. El conductor gira la cabeza bruscamente hacia la fuente del ruido; su rostro palidece aún más.
¡No los dejen entrar! ¡Por el amor de Dios! ¡Cierren todo! –exclama con desesperación, sus ojos reflejando un terror absoluto.
La cámara pierde estabilidad mientras un ruido ensordecedor, como el de un mueble cayendo, retumba a través de los altavoces. Se escuchan pasos apresurados, gritos desgarradores, y lo que parece un gruñido animal, pero con un tono oscuro y antinatural.
La imagen vuelve brevemente, tambaleante. Figuras descontroladas irrumpen en el set. Sus movimientos son erráticos, casi animalescos, y su violencia es desmedida. Uno de ellos se lanza sobre el conductor.
¡Amor! –logra murmurar él antes de ser derribado. La cámara cae al suelo con un golpe seco, capturando una perspectiva en diagonal del caos.
Desde el suelo, la transmisión muestra fragmentos de una pesadilla: pies corriendo, charcos de sangre que se extienden por el piso, manos aferrándose desesperadas a muebles que son arrasados en segundos. En el aire se mezclan gritos humanos y un alarido gutural, profundo, que parece venir de las mismas entrañas del infierno.
La cámara se desconecta de forma abrupta, dejando a los televidentes en un silencio absoluto, excepto por el latido ensordecedor de sus propios corazones. La pantalla queda en negro, pero el sonido persiste. Últimos ecos de terror: golpes, gritos, y algo más... algo que no parece humano.
En ese momento, cada hogar, cada calle y cada rincón del país se sumerge en una quietud gélida. Las familias se miran entre sí, incapaces de articular palabra. Afuera, el viento acaricia suavemente los árboles, como si la misma naturaleza contuviera la respiración ante lo que está por venir.
Nadie sabe exactamente lo que está pasando. Nadie quiere creerlo. Pero la incertidumbre se transforma rápidamente en miedo. Y el miedo, como el virus, comienza a propagarse implacablemente.
Ese fue el último día en que el mundo pareció tener sentido
8 años después
{Bariloche, Río Negro}
La mañana trae consigo una calma engañosa, casi surrealista. Desde las alturas del Cerro Campanario, el Lago Nahuel Huapi se extiende como un espejo oscuro y sereno, reflejando un cielo grisáceo que amenaza con nevadas. El invierno ha comenzado a instalarse lentamente, y aunque las zonas bajas del cerro apenas empiezan a cubrirse de escarcha, sé que en un par de días todo estará sepultado bajo un manto blanco.
El silencio es abrumador, pero no deja de ser inquietante. Solo se escuchan mis pasos al crujir contra la tierra, y de vez en cuando el chasquido de una rama bajo mi peso. Cargo mi mochila con cada pequeña rama que encuentro; un error tan simple como no tener madera para una fogata podría costarme la vida en una noche como las que se avecinan.
Hace días que no veo ningún infectado, lo cual debería ser un alivio, pero no lo es del todo. Los bosques, cerros y zonas alejadas de las ciudades se han convertido en refugios relativamente seguros, pero la ausencia de movimiento siempre despierta una sospecha: ¿es real esta calma, o el peligro está simplemente fuera de mi vista?
Mis suministros se están agotando. Apenas me queda agua, y la comida es tan escasa que cada mordisco lo siento como un lujo. Por eso mi próximo destino está claro, aunque sea arriesgado: el centro de San Carlos de Bariloche, a unos 15 kilómetros de aquí. Necesito comida, herramientas y algo de ropa para soportar el invierno. Mi abrigo está tan desgastado que más parece un trapo, y las botas que llevo tienen los días contados.
Sin embargo, lo que me espera allí no será fácil. La ciudad, una vez llena de turistas, ahora es un terreno hostil. No sé cuántos infectados pueden quedar vagando por las calles... o cuántos sobrevivientes estén dispuestos a matar por las mismas cosas que busco. En estos ocho años, he aprendido que el mayor enemigo no siempre es un ser desprovisto de humanidad. Hay algo incluso más aterrador: los humanos que han dejado atrás cualquier vestigio de compasión o moralidad.
El viento comienza a soplar con más fuerza, acariciándome el rostro con un frío que cala hasta los huesos. Su olor es distinto: pino, tierra húmeda y un leve aroma a podrido que me pone en alerta. Me detengo, agudizando el oído, pero el bosque sigue en un silencio gélido. Miro a mi alrededor, asegurándome de que no haya nada moviéndose entre los árboles.
El paisaje, a pesar de todo, sigue siendo hermoso. Desde aquí puedo ver las montañas nevadas que se alzan majestuosas a lo lejos. Hay momentos como este, breves y raros, en los que me permito una pausa para admirar lo que aún queda intacto en este mundo desolado. Pero esa tranquilidad nunca dura demasiado.
Pienso en mi machete, afilado pero desgastado, que cuelga sobre mi costado. Si las cosas se complican, tendré que depender de mi sigilo y mis manos, y aunque me he vuelto bueno en eso, sé que no soy invencible.
Me coloco la mochila sobre los hombros y ajusto la correa del pecho. Debo seguir avanzando. El cielo se vuelve más claro con cada minuto que pasa, y el viento trae consigo un escalofrío que me recuerda que la noche no está lejos. Camino por la pendiente, bajando lentamente hacia el valle, y el peso de mis decisiones se siente más real con cada paso.
Mientras avanzo, no puedo evitar que mi mente divague hacia los años pasados. Ocho años. Parece tanto tiempo y, al mismo tiempo, tan poco. Antes del virus, era una persona diferente. Tenía una vida, un propósito, quizás incluso sueños. Ahora, cada día es una batalla. Cada decisión que tomo está teñida por la necesidad de sobrevivir.
No quiero pensar en lo que he hecho para llegar hasta aquí. Las personas que he dejado atrás. Las cosas que he tenido que hacer para seguir con vida. Pero a veces esas memorias se filtran, como un veneno que no puedo evitar.
Pero no puedo quedarme aquí mucho tiempo. La ciudad me espera, y con ella, la incertidumbre.
Estoy agotada. Casi no la cuento al entrar a este hotel. Los infectados estaban escondidos en varios pisos y tuve que enfrentarlos uno a uno. Ahora ya no queda ninguno.
Por suerte, el ruido no atrajo a los que deambulan por las calles. Aún así, no puedo permitirme bajar la guardia.
Encuentro una habitación vacía. Está deteriorada por los años de abandono: las paredes sucias, el aire pesado y el mobiliario desgastado. Pero es suficiente. Tiene una cama individual, un baño pequeño y una cocina integrada en el salón. Sencillo y funcional. Lo mejor de todo es la ventana que da al lago, ofreciendo una vista que en otro momento habría considerado hermosa.
Dejo mi mochila y me desplomo en la cama, incapaz de mantenerme de pie por más tiempo. Estoy exhausta. Durante el enfrentamiento se rompió una de mis navajas. Ahora solo me quedan dos cuchillos y un hacha como armas. Me pesan los brazos, pero saco el mapa y lo extiendo frente a mí.
Según esto, estoy en el centro de una ciudad llamada Bariloche. Este hotel está frente a un lago... Nahuel Huapi, dice el mapa. Qué nombre tan curioso. Paso el dedo por las líneas que dibujan la ciudad y descubro un pequeño pueblo a unos kilómetros de aquí. Podría ser mi próximo destino, pero hay algo que me inquieta.
De camino a esta ciudad, vi infectados muertos en la ruta. Alguien más ha estado aquí. Por la cantidad de cuerpos, no puede ser obra de una sola persona. Quizás un grupo de sobrevivientes... o quizás algo peor.
No puedo evitar recordar la última vez que confié en otros humanos. Terminaron siendo caníbales. Se hacían pasar por bondadosos, ayudando a quienes encontraban solos y desamparados, solo para devorarlos después. Logré escapar de allí por pura suerte, aunque no salí ilesa: perdí dos dedos de mi mano derecha en el proceso.
Suspiro. Me quito el abrigo. Está completamente cubierto de sangre y roto tras el enfrentamiento de hace unas horas. Quizás pueda encontrar ropa en otra habitación o en algún depósito del hotel. Pero por ahora, necesito descansar.
Aún queda algo de luz antes de que caiga la noche. Debería buscar pilas para mi linterna mientras pueda ver, pero el cansancio me obliga a detenerme. Me levanto y me acerco a la ventana. El lago se extiende majestuoso frente a mí. El cielo gris y el agua azul se mezclan en una paleta fría que debería ser reconfortante, pero solo me recuerda lo implacable que puede ser este mundo.
El clima está helado, y parece que pronto nevará. Me apoyo en el balcón, dejándome envolver por el paisaje, cuando escucho algo.
Un ruido.
Viene de los pisos inferiores.
— No puede ser... –murmuro. No había más infectados. Estoy segura. ¿Entró otro? ¿O es un sobreviviente?
Las pisadas son lentas, pesadas. No es el andar errático de un infectado. Es alguien más, y se está moviendo con cuidado. Puedo oír cómo sube las escaleras, revisando cada rincón.
— Tranquila... tranquila... –me susurro para calmarme.
Tomo uno de mis cuchillos y me coloco junto a la puerta, con el cuerpo tenso y la mente alerta. Los pasos llegan a este piso. Escucho cómo abre las puertas de las habitaciones vecinas, una por una, despacio, como si buscara algo... o a alguien.
La sombra de unas botas se detiene frente a mi puerta. La manija se mueve, y el chirrido del metal hace que se me acelere el corazón. La puerta se abre lentamente.
Apenas la figura cruza el umbral, arremeto con toda mi fuerza.
Download MangaToon APP on App Store and Google Play