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La Mujer De Ovarios

Cap 1:La vida en la frontera

Hola a todos🤓 gracias por tomarse el tiempo de leer, es una novela que me entusiasma y me costó esfuerzo.

Espero que les agrade, no olvide darle like, comentar y seguir, eso me motiva a traerles más.

Disfruten y disgusten lentamente 👣

Crecí en Tijuana, uno de los estados más golpeados por el crimen organizado en México. Pese a todo, siempre me pareció un lugar hermoso, aunque vivir allí siendo una chica pobre no dejaba muchas opciones para salir adelante. Éramos cuatro hermanos: yo, la más pequeña, tenía tres hermanos mayores. Mi padre era obrero y mi madre, ama de casa. Con ese panorama, estudiar una carrera parecía un sueño casi imposible, pero desde pequeña supe que no quería conformarme con las expectativas habituales: casarme joven, tener hijos y depender de un hombre que al menos ganara lo suficiente para mantenernos. Yo aspiraba a más.

Mi familia era un tanto peculiar. Mis hermanos mayores eran un caos organizado. Luis, el mayor, con sus 27 años, era el más sensato de todos. Terminó la preparatoria, pero nunca tuvo la oportunidad de ir más allá. Trabajaba como obrero en una fábrica y siempre aportaba en casa con lo que ganaba. Juan, a sus 22 años, era un vago con todas las letras. Metido en negocios ilícitos, vivía la vida como si fuera un juego, rodeado de mujeres y problemas. Afortunadamente, no había dejado hijos regados… al menos hasta donde sabíamos. Fernanda, con 21 años, era el reflejo de una vida sin oportunidades; dejó la escuela en secundaria y trabajaba como mesera en bares nocturnos. Tenía tantos novios que a veces era difícil seguirle el rastro.

Sin embargo, a pesar de sus problemas, mis hermanos eran incondicionales conmigo. Todos ellos querían un futuro mejor para mí. Luis me decía constantemente: "Tú no vas a quedarte aquí. Harás algo grande."

Gracias a su apoyo, pude llegar a la preparatoria, aunque no era la mejor escuela de México. Aun así, me esforzaba al máximo. Mi mejor amiga, Elizabeth, era mi compañera desde la primaria. Ella no tenía mi facilidad para los estudios, así que siempre le ayudaba.

Un día, durante el último año de preparatoria, estábamos en un examen particularmente complicado. Desde el asiento de atrás, Elizabeth, con su típica astucia, me hizo una seña para que le pasara las respuestas.

—Uff, hoy estuvo bien difícil ese examen, —dijo mientras salíamos del salón, cruzando los brazos detrás de su cabeza.

—¿De qué hablas? Si no hiciste nada —respondí con una sonrisa, fingiendo indignación.

—Pero me imagino que para ti fue complicado también, ¿no? —insistió, encogiéndose de hombros.

—A diferencia de ti, estos exámenes son pan comido para mí. —Mi tono estaba cargado de un orgullo juguetón.

—Lo sé, eres demasiado lista. Cuando seamos grandes, tú me mantendrás mientras yo me quedo en casa cocinando para ti —dijo mientras apoyaba la cabeza en mi hombro con una risa suave.

En ese momento, mi corazón empezó a latir más rápido, y el calor subió a mis mejillas. La conocía desde la primaria, y siempre la había defendido. Elizabeth era la niña delgada, con un aire frágil que hacía que todos la molestaran. Yo no podía soportar que se metieran con ella. Gracias a que tenía hermanos rudos, sabía cómo defenderme y, si las cosas se ponían feas, Juan siempre aparecía para poner las cosas en orden.

Con el tiempo, nuestra amistad se hizo inseparable. Pasaba tanto tiempo en mi casa que mis padres llegaron a considerarla parte de la familia. Pero yo la veía de una manera diferente. En la secundaria, cuando empezó a cambiar, no podía evitar mirarla con otros ojos. Sus caderas se ensancharon, su busto creció y, sobre todo, sus ojos… Esos ojos azules, brillantes como el cielo despejado, me dejaban sin aliento cada vez que me miraban.

—Te compraré la casa más grande de México, y nunca tendrás que preocuparte por cocinar —le respondí con una sonrisa confiada, mientras acariciaba su cabello.

Era una promesa silenciosa que me hice a mí misma: haría lo que fuera por proteger esos ojos hermosos que iluminaban mi mundo.

La promesa

Era fin de semana, y como no había clases, me tocaba ayudar a mi madre con el aseo de la casa. Los demás estaban fuera: mis hermanos andaban en sus cosas y mi padre en el trabajo.

—¿Qué te parece este omelet que hice? —le pregunté a mi madre mientras desayunábamos en la pequeña cocina de casa.

—Has mejorado mucho; esta vez no está quemado —respondió entre risas, llevándose otro bocado a la boca.

—Es un buen comienzo, ¿no crees? —dije, con una sonrisa orgullosa.

—Sí, lo necesitarás cuando te cases. Tu esposo no querrá que desperdicies comida por tus errores —respondió mi madre con ese tono habitual, como si fuera una lección.

—Ajá… —respondí, intentando no sonar molesta.

Mi madre solía enseñarme a cocinar, convencida de que algún día sería útil cuando me casara. Para ella, lo normal era que las mujeres se dedicaran a la casa, al esposo y a los hijos. No podía culparla; había crecido con esa mentalidad. En México, muchas creen que el lugar de la mujer es la cocina.

—No digas eso, mamá. Cristina tendrá un buen futuro, incluso nos sacará de pobres —dijo Fernanda mientras me acariciaba la cabeza, rompiendo la tensión.

Fernanda, aunque tenía fama de conquistadora y de ser algo desordenada, no compartía esa visión tradicional. Ella tenía sueños más grandes. Trabajaba duro para ahorrar y abrir su propia estética. Adoraba cortar cabello y, de vez en cuando, tomaba cursos para mejorar. Incluso ofrecía cortes gratis para practicar. No era tan irresponsable como aparentaba; había algo admirable en su determinación.

—En vez de poner toda tu fe en tu hermana, deberías tú sentar cabeza. Ya es hora de casarte, tener una familia y ser una mujer de provecho. Deja de andar de mesera en bares —dijo mi madre con un tono recriminatorio, mientras recogía los platos de la mesa.

—Otra vez con tus cosas, mamá. Ya verás, seré una gran estilista y tendré estéticas en varios países —respondió Fernanda con orgullo, metiéndose otro bocado a la boca.

Más tarde, mi madre salió a comprar la despensa junto a fer, pero antes me encargó que limpiara mi habitación. La compartía con Fernanda, ya que nuestra casa era pequeña: mis hermanos compartían cuarto, y, por supuesto, mis padres dormían juntos. Mientras barría, mi celular vibró.

—¿Estás en tu casa? —era un mensaje de Eli.

—Sí, —respondí de inmediato, dejando la escoba a un lado y tratando de arreglarme un poco frente al espejo.

—Voy para allá.

No pasó mucho tiempo; vivíamos en la misma colina, así que en cinco minutos ya estaba tocando la puerta principal. Los golpes eran firmes y apresurados.

—¿Por qué vienes tan rápido? ¿Ya querías verme? —le dije entre risas mientras abría la puerta.

—Ajá…

La sonrisa desapareció de mi rostro al instante.

—¿Qué demonios te pasó en la cara? —pregunté, asustada.

Frente a mí estaba Eli, con un moretón oscuro alrededor de su ojo, ese hermoso ojo que siempre había parecido un cielo despejado. Sin decir una palabra, la chica entró y me abrazó con fuerza, acurrucándose en mi hombro.

El silencio se llenó con sus sollozos. La sostuve mientras lágrimas silenciosas bajaban por su rostro. Sentía una impotencia que me quemaba por dentro.

—¿Fue tu padre otra vez? —pregunté, intentando contener la rabia.

—Sí… —su respuesta fue corta, pero cada letra era como un cuchillo para mi corazón.

—¿Tu madre no dijo nada? ¿Se quedó callada otra vez?

—Sí…

Eli vivía bajo el yugo de un padre alcohólico, violento y machista. Su madre, aunque también víctima, parecía aceptar todo con resignación. En esa casa, lo que él decía era ley, y nadie podía enfrentarlo.

—Puedes vivir aquí conmigo, Eli. En esta casa estarás segura —le dije, mirándola fijamente, tratando de infundirle confianza.

—No puedo. Mi padre me golpearía más si me voy.

—Mis hermanos, incluso mi papá, te defenderían. No dejaríamos que te hiciera daño.

—No es tan fácil, Cristina. Sabes que la vida es cara. No puedo simplemente irme así.

Apreté los dientes, frustrada por la lógica en sus palabras.

—Pero…

—No te preocupes, Cris. Cuando seas mayor, tú me comprarás una casa, ¿verdad? —interrumpió, tratando de aliviar la tensión con una sonrisa débil.

—Es una promesa. Será la casa más grande de todo México. Tendrá una alberca enorme, un patio verde, y hasta ayudantes para ti. ¿Quieres mascotas también?

—Sí… quiero un perro bonito —respondió con una risa suave, aunque su voz aún cargaba tristeza.

—Te compraré toda una manada —dije mientras limpiaba sus lágrimas con cuidado, sosteniendo su rostro entre mis manos.

Sabía que las palabras no eran suficientes, pero tenía que ser fuerte por ambas. Si la vida nos lo permitía, cumpliría esa promesa y le daría el hogar que merecía.

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La confesión

Esa misma tarde, Eli se quedó conmigo en casa. Era una constante; cada vez que su padre se emborrachaba y la golpeaba, desaparecía unos días sumido en el alcohol, y cuando volvía, lo hacía con disculpas vacías y promesas que nunca cumplía. Eli siempre regresaba, como si algo la atara a él, algo que yo nunca entendí.

—Usa estos lentes, que nadie te vea —le dije, entregándole unos lentes oscuros mientras nos sentábamos en mi cuarto.

—¿Crees que se me ven bien? —preguntó mientras se los ponía, girándose hacia mí con una pequeña sonrisa.

—Te ves estupenda… aunque preferiría que no los usaras —respondí con un tono más serio, desviando la mirada.

—¿Por qué no? —me miró confundida, inclinando un poco la cabeza.

—Porque esconden tus hermosos ojos.

Eli se sonrojó visiblemente, y para ocultarlo, me dio un suave golpe en el hombro, riendo nerviosa.

—¡Ya basta, Cris! No digas esas cosas… me harás ruborizar.

No podía evitarlo. Eli era pequeña, apenas alcanzaba el metro sesenta. Su piel era blanca como porcelana, con un cabello negro y brillante que caía en cascada por su espalda. Su cintura era pequeña, pero sus caderas pronunciadas, un cuerpo que parecía dibujado con delicadeza. Tenía un rostro ovalado, labios gruesos, una nariz pequeña y esos ojos… esos ojos azul cielo que podían detener el tiempo. Era hermosa, y no podía dejar de decírselo.

Más tarde, nos reunimos para cenar. Mi madre había preparado chilaquiles, y Eli aún llevaba puestos los lentes cuadrados que le había dado.

—¿Qué pasó, Eli? ¿Se te perdió el sol? —preguntó Juan, con una sonrisa burlona mientras tomaba un bocado.

—Cállate, Juan —repliqué con fuerza, lanzándole una mirada que podría cortar el aire.

—Cálmense los dos —intervino mi padre con su voz grave, mientras seguía comiendo—. ¿Qué te pasó, Eli?

—Nada, es solo una infección en el ojo —respondió Eli, nerviosa, bajando la mirada hacia su plato.

Luis, siempre más serio, dejó sus cubiertos y la miró directamente.

—Dinos la verdad, Eli.

Todos en la mesa se quedaron en silencio. La pequeña chica suspiró, y con un movimiento tembloroso, se quitó los lentes, revelando el gran moretón que marcaba su ojo izquierdo.

—Tu padre es un bastardo —espetó Juan, golpeando la mesa con el puño. A pesar de su rudeza, consideraba a Eli como una hermana más, y verla así lo enfurecía.

—Cálmate, Juan —intervino Luis, siempre el mediador—. Eli, ya te lo hemos dicho antes: puedes vivir con nosotros.

—Sí, mija. Aquí estás a salvo —añadió mi padre, asintiendo con firmeza.

—Hay espacio en nuestro cuarto, ¿verdad, Cris? —dijo Fernanda, sonriendo. Ella también la veía como parte de nuestra familia.

Eli apretó los labios y negó con la cabeza, con una tristeza que me partió el alma.

—Gracias a todos, pero es mi padre. No puedo abandonarlo.

Esa noche, los chilaquiles tenían un sabor amargo. Mis hermanos intentaron convencerla de quedarse, pero ella insistió en que no podía dejar a su padre. Decía que le debía la vida, algo que nunca entendí. ¿Cómo se le debía algo a alguien que te dañaba? ¿Dónde estaba el amor en todo eso? Cada vez que Eli era golpeada, venía a mí. Me daba esa sensación de querer protegerla, pero la impotencia siempre me superaba.

Más tarde, ya entrada la noche, estábamos acostadas en el techo de la casa. El cielo estaba despejado, lleno de estrellas. Eli miraba hacia arriba, pero yo no podía apartar la vista de ella.

—Qué linda noche, ¿verdad? —dijo, con un tono relajado, como si intentara olvidar todo lo que había pasado.

—Es linda, aunque… —vacilé, sintiendo que las palabras se atoraban en mi garganta.

—¿Aunque qué? —preguntó, girándose hacia mí, subiendo ligeramente sobre mi pecho para mirarme directamente a los ojos.

—Aunque no tanto como tú.

Mi corazón latía tan fuerte que sentía que podía salirse de mi pecho. Ella me miraba fijamente, y esos ojos suyos me dejaban sin aliento.

—Basta, Cris. Si sigues así, voy a pensar que me estás… declarando algo —respondió entre risas nerviosas, aunque su rostro mostraba un leve rubor.

—Y… ¿y si lo estuviera haciendo? ¿Dirías que sí?

Las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera detenerlas. Mi mente estaba en blanco, y mi corazón hablaba por mí. La idea era imposible. Ella era mi mejor amiga. Más que eso, era una mujer… y yo también lo era.

Eli se quedó en silencio, sus ojos buscando respuestas en los míos. El mundo pareció detenerse en ese instante, y el sonido de nuestras respiraciones fue lo único que llenó el aire entre nosotras.

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