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Oro

1. Bajo los hábitos

...TIFFANY:...

Por culpa de mi madre estaba internada en un convento, fue ella quien persuadió a papá, él jamás me habría dejado abandonada en un lugar tan tétrico. Yo era la niña de sus ojos, era su consentida, un regalo que siempre atesoraba, por eso sabía que era imposible que hubiese tomado esa decisión por cuenta propia.

Mi madre siempre miraba con malos ojos mi comportamiento, al ser demasiado espontánea e impertinente, me condené a mi misma.

Siempre recibía regaños de su parte y juzgaba cada gesto que hacía cuando había un hombre cerca.

Yo no podía ser diferente, mi personalidad era así, solía ser melosa porque mi padre siempre me permitió abrazarlo, él era muy cariñoso y eso me llevó a pensar que yo debía ser así con los demás hombres.

Tenía interés también en conocer más de ellos, al fin y al cabo iba a casarme o eso creía. En mi mundo ser así era muy insultante, inapropiado y cuando fue mi primera temporada en los bailes, corroboré que disgustaba a todos los hombres.

Yo no era la imagen de una señorita en edad casadera de la nobleza.

Las malas lenguas decían que yo era una ofrecida, por eso mi madre estalló en enojo y decepción, me prohibió asistir a otro baile y luego me prohibió salir de la casa.

La gota que derramó el vaso fue cuando me encontré hablando con el jardinero de la mansión.

Creyó nuevamente que yo me le estaba ofreciendo a un hombre. Me castigaron, pero logré salir de mi habitación y escuché a mis padres hablar en el estudio.

— Envíala a un convento, he estado averiguando uno de buen ver — Dijo mi madre y me llevé la mano a la boca.

— No lo sé, no me parece correcto — Mi padre se negó — No quiero que mi hija pase toda su vida en un lugar así, sola.

— ¿Prefieres que siga manchando el nombre de los Mercier con su horrible comportamiento? Ella no tiene reparo, además, solo serán dos años, después iremos a buscarla. Es solo para que aprenda a comportarse.

Mi padre se dejó convencer.

Al día siguiente montaron mis pertenencias a un carruaje y me enviaron con una sirvienta a un recorrido muy largo que duró varias semanas.

Ni siquiera tuvieron la decencia de acompañarme.

El lugar al que llegué estaba en la cima de una montaña, no había pueblos, ni siquiera casas al rededor de esa construcción con aspecto de prisión.

Eran cuatro torres de piedra gris, conectadas por varios puentes abovedados y grandes salones.

El edificio estaba rodeado por un muro de casi diez metros de altura que tenía una enorme puerta de hierro.

El carruaje se detuvo en un enorme patio y varias mujeres en hábitos negros se acercaron a recibirme.

La que tenía aspecto mayor y rostro frío se aproximó cuando salí.

— ¿Esta es la chica? — Preguntó a la sirvienta que venía acompañándome.

— Así es, ella es.

La monja me sostuvo con fuerza de la barbilla y me obligó a observarla.

— Tranquila, te enseñaré como ser una señorita de buen comportamiento.

Solo tenía que soportar aquello por dos años.

Eso creí.

Pasaron seis años y yo seguía entre esos muros.

Lo primero de lo que tuve que despedirme fue de mi cabello, mientras una de las monjas iba cortando sin cuidado, yo trataba de contener las lágrimas al ver mis largos rizos dorados caer al suelo.

— Está ropa es inadecuada — Gruñó la madre superiora, sacando mis vestidos de las valijas — Estos vestidos incitan al pecado, a la lujuria, son una ofensa para dios — Los rompió frente a mí con sus manos y las otras monjas trajeron otras ropas de tono gris — Usarás este — Sacó un vestido largo y cubierto — Conforme vayas avanzando tu uniforme irá cambiando.

Me vestí después de bañarme con agua helada.

Toqué mi cabeza cuando salí de los baños y no pude agarrar más que tres centímetro de cabello.

No la fue la peor de mis desgracias.

Las novicias eran las que más trabajo tenían.

Yo limpiaba los suelos con cepillos desgastados, recibía gritos y humillaciones, a veces al terminar el trabajo volvían a echar agua sucia.

Lavaba la ropa junto a las otras novicias y luego la madre superiora, llamada Martina se acercaba a supervisar.

Desechaba todo mientras nos humillaba y teníamos que volver a hacer el trabajo nuevamente.

Ayudaba en la cocina y terminaba hasta muy tarde despierta, solo dormía unas dos horas porque después había que levantarse muy temprano a orar.

Debía hacerlo arrodillada, así que terminaba más cansada.

La madre superiora implementada castigos si se cometía errores y yo siempre solía ser de las más torpes en aprender, así que recibía la mayor de las reprimendas.

Ni siquiera me daba tiempo de llorar, pero en todas me repetía que solo debía soportar dos años.

Mi familia se olvidó de mí y cada año que pasaba era una resignación a quedarme allí para siempre.

...****************...

Recibí los hábitos y también hice mis votos.

Lo llevé a cabo al resignarme, al no recibí ni una carta de parte de mi familia.

Las visitas estaban prohibidas, pero las demás monjas siempre recibían cartas de sus familiares.

Nunca hubo una para mí.

— A la próxima habrá una para ti — Me consolaba Ana, mi compañera de cuarto.

— Lo prefiero así, renunciamos a todo al estar aquí — Susurré, estábamos en pleno comedor, tratando de comer el desayuno, un insípido plato de avena — Voto de pobreza, castidad y obediencia — La removí con la cuchara, con hambre.

— Debe ser muy difícil para ti — Dijo Romina, la monja que solía hacer comentarios inapropiados — Estabas tan acostumbrada a vanidades cuando eras una noble. Esto debe ser una tortura para ti.

Me limité a lanzarle una mirada desdeñosa.

— ¡Escuchen! — Gritó la madre superiora, entrando al comedor — ¡Hoy vendrá el obispo a darle su bendición a las que recibieron sus votos recientemente, las quiero reunidas en el salón a las once, sin falta y no quiero quejas! ¡Gracias al obispo, se fundo nuestro convento y debemos todo a él!

Caminamos hacia el salón principal y nos reunimos en fila.

Éramos díez monjas y bajamos la cabeza cuando las puertas se abrieron.

Los pasos se escucharon.

— Su señoría, estás son las señoritas que recién recibieron sus votos la semana pasada — Dijo, primera vez que escuchaba un tono dulce de parte de la madre.

Fue nombrando a las chicas y ellas saludaban, alzando la mirada.

— Sor Ana — Dijo, mi compañera elevó la cabeza e hizo un saludo — Sor Tiffany.

Elevé mi mirada.

Un hombre de sotana con arrugas y canas me observó.

— Un es honor, su señoría.

— Bienvenidas al servicio entero de nuestro señor — Dijo y agradecimos a unísono.

— Sor Tiffany, tu serás la encargada de atender al obispo, acomoda un cuarto para el en la torre sur.

Obedecí de inmediato y caminé hacia las escaleras, busqué primero en el almacén fundas nuevas, también velas y un candelabro.

Acomodé el cuarto que usaría el obispo.

Eso no me correspondía pero la madre siempre se empeñaba en hacerme la vida de cuadritos. Estaba segura que era por orden de mi madre.

Sus castigos eran horribles, incluían torturas con cera derretida, golpes con fusta y arrodillarse en vidrio machado.

Todo eso lo había soportado por años.

Encendí las velas del candelabro y me dispuse a irme.

En esa momento se abrió la puerta y entró el obispo.

Hice una reverencia.

— Su habitación está terminada, su señoría.

Me dispuse a marcharme pero cerró la puerta y se atravesó.

— Eres una criatura muy linda — Me tomó de la barbilla y elevó mi rostro — Las mujeres con rasgos así no deberían estar aquí. Son una tentación y ya me a contado la madre superiora lo que solías ser antes de encaminarte a la vida religiosa. Es mi deber como obispo comprobar que no haya un gramo de lujuria en tu ser, en tu pureza.

Retrocedí, alarmada ante su mirada lujuriosa.

— Señoría, déjeme pasar...

Sacó un pañuelo, me cubrió la nariz y la boca.

...****************...

Observé por la ventana, desde mi habitación se podía ver el patio.

Los días miércoles llegaban carretas con cestas de comida y medicamentos.

La abadesa era la única que tenía la llave para abrir la puerta y permitía a los campesinos entrar para dejar la comida.

Habían voluntarias, pero no a todas permitían ir a ayudar.

— Tengo que ir a ayudar cuando vengan las carretas con el mercado — Se quejó Sor Ana y me volví hacia ella.

— ¿Qué dijiste?

Empezó a estornudar de nuevo, tenía fiebre, pero las enfermedades no eran una excusa para no cumplir con el servicio.

— Así como lo oyes, me siento horrible para andar cargando cestas hasta la cocina...

— Yo puedo cubrirte — Dije y me evaluó, sentada desde su cama.

— Eso no está permitido.

— Nadie tiene porque saberlo.

Me apenaba meterla en líos, pero era mi única oportunidad para escapar.

— ¿En serio?

— Yo hay estaré en contemplación, nadie suele ir al altar, solo la madre superiora, pero ella estará ocupada supervisando las nuevas novicias.

— No lo sé, es muy arriesgado...

— Solo serán dos horas, toma mi lugar y luego yo iré al altar a buscarte para volver a mi sitio, no quiero que estés esforzándote — Insistí.

Aceptó y me dió el papel con la orden de servicio.

Salí apresuradamente después de la hora acordada y después de seis años pude pisar el patio.

Las puertas ya estaban abiertas y tres carretas fueron dirigidas y detenidas junto al patio trasero.

Entregué el papel con la orden a la abadesa y me ordenó colocarme junto a las otras cinco, me formé en la fila.

Los campesinos bajaron las cestas, pero yo estaba concentrada en las carretas.

Las monjas empezaron a cargar las cestas hasta el almacén y fue mi turno.

Hice varios viajes, cargando las cestas hacia el almacén.

Me metí a las pilas y empujé cuando las demás sor salieron.

Las pilas de cestas se cayeron y las frutas rodaron por el suelo.

Me escondí cerca de la entrada cuando las sor vinieron a comprobar que había causado semejante ruido.

— ¡Ayuda, rápido, recoge antes de que nos vea la abadesa! — Dijeron y salí rápidamente.

Me aproximé a los campesinos.

— ¿Oigan, podrían ayudarnos? Las cestas se cayeron en el almacén.

— Claro, hermana — Dijeron, muy dispuestos.

Se marcharon y corrí rápidamente, después de comprobar que nadie me viera me metí a la carreta que estaba completamente descargada.

Me escondí tras una pila de cestas vacías.

Estaba muy nerviosa y mi corazón latía apresuradamente.

Me sudaba la piel bajo los hábitos y el manto.

Junté mis manos y oré en silencio, esperando que esas oraciones sirvieran de algo.

— Aquí están las piezas por las cestas — Dijo la abadesa, cerca de la carreta.

— Gracias, ya descargué toda la mercancía, déjeme verificar que no falte nada — Dijo un hombre de voz profunda y gruesa.

Me llené de pánico cuando escuché sus pasos acercarse y me abracé las rodillas, la carreta se estremeció como si un elefante hubiese subido.

Una figura enorme avanzó agachada a causa de la lona.

Deseé que no me viera e hice un movimiento rústico que hizo volcar una cesta con pocas manzanas.

Cayeron y me estremecí.

El hombre se aproximó hasta el fondo y terminó divisando mi presencia detrás de las cestas.

Debido a la poca luz, no pude ver su impresión, solo podía ver su silueta enorme.

Hice un gesto con las manos.

Me llevé el dedo a los labios.

Supliqué, juntando mis manos.

El hombre se mantuvo evaluando la situación, inmóvil, decidiendo si delatarme o ignorar mi presencia.

— Abadesa...

Me levanté, tomando una manzana y se la metí a la boca, tuve que estirarme para poder alcanzarlo.

Fue una reacción impulsiva por el miedo.

Retrocedió, casi tropezando por el poco espacio.

— Por favor — Susurré cuando se sacó la manzana de la boca y soltó un gruñido de furia — Por favor, no me delate, necesito salir, por favor... — Volví a juntar mis manos — Ayúdeme.

Soltó la manzana y se giró, saliendo de la carreta.

Me preparé para ser delatada.

Lady Tiffany Mercier:

2. Una monja furtiva

...CHESTER:...

Revisé mi libreta mientras conducía la carreta por el camino hacia las montañas más altas cerca del territorio de Slindar.

Tenía que aprender otra lección, pero era un asco en hacerlo, todavía no comprendía como escribir o pronunciar unas palabras, era un completo lío. Era obvio, un loro viejo no podría aprender a hablar y mucho menos uno que no tenía tiempo.

Intenté leer nuevamente, después de dos años asistiendo a las lecciones había avanzado apenas un poco.

Era el único adulto de los campesinos que se había interesado en aprender a leer y el que no lo conseguía aún.

Los niños iban más adelantados que yo, por eso prefería lecciones privadas con la institutriz.

Me apenaba ser tan bruto, sobre todo ahora, tenía un hermano marqués y un hermanastro lord, no podía quedarme como el más burro de la familia.

Observé los enormes árboles altos a ambos lados.

Quería moverme con la entrega, de noche, esos caminos se pagaban de rufianes y animales salvajes. Me preguntaba a quien se le había ocurrido construir un convento en lo alto de aquellas montañas.

Ese lugar estaba aislado del resto del reino, no me sorprendía si las monjas no se enteraban si llegaba una guerra.

Era como un fuerte al que no podían ingresar hombres.

Solo los campesinos que hacían las entregas se arriesgaban a llegar tan lejos.

Mi padre tenía por clientes a aquel convento y ahora yo debía hacer la ruta por él.

No me quejaba, trabajar era lo que más disfrutaba, pero mi padre me había hecho las cosas complicadas con sus viajes constantes a la costa, donde vivía su hijo mayor y sus nietos.

Me molestaba saber que eso lo hacía más feliz que cuando me tenía a mi solamente.

Yo ya no era un niño y no podía quejarme por eso. Mi padre debía descansar un poco de sus obligaciones.

Aventé la libreta sobre el asiento, con frustración.

Después de unas dos horas estuve ante las puertas, por suerte había otras carretas con cargas esperando a hacer atendidas.

Elevé mi mirada hacia los muros, eran tan altos y ni hablar de las torres.

Llevaba tiempo haciendo entregas, pero siempre me impresionaba la estructura.

Se sentía sombrío.

— Vieras las monjas que hay aquí — Dijo un campesino a otro que estaba detenido junto a él — La mayoría son preciosas, deben estar locas para asumir una vida tan aburrida.

— No les interesan los hombres, así de simple, prefieren la compañía de otras féminas — Comentó el otro, que tenía un sombrero.

Yo solo llevaba una capa, mi camisa mangas largas holgada y pantalones con botas de cuero con cordones. No podían faltar los guantes para sostener las riendas de forma cómoda.

— Me encantaría mostrarle los placeres.

El otro se rió — ¿Qué placeres? Si se ve a leguas que ya no se te levanta.

Hice un gesto.

Se giraron y me divisaron, volvieron a su seriedad, tornándose erguidos.

— Viste, un golpe de ese te deja como cucaracha aplastada — Los escuché susurrar — Mejor ni le hables. Capaz es un matón.

Todos los hombres tenían la misma impresión. Nadie se atrevía a decirme algo a la cara por mi aspecto fornido y alto.

Yo no era como pintaba mi apariencia, podía dar golpes si me provocaban, pero no era un matón, no como las amistades del duque de Slindar.

La puertas fueron abiertas y entraron al patio, fuí el último, deteniéndome al lado de esos dos bufones.

Bajé de un salto y la abadesa se aproximó.

Una anciana con un velo negro cubriéndole el rostro.

Firmé el recibo de entrega, al menos aprendí a escribir mi nombre.

Empecé a descargar sin mucho esfuerzo.

Otras monjas se aproximaron a llevar las cestas mientras la abadesa las contaba y anotaba en la lista.

Las Sor me evaluaron sorprendida mientras cargaba de hasta seis cestas.

Después de terminar volví con la abadesa para recibir mi pago.

Necesitaba comprobar que no faltara nada y subí a la carreta.

Revisé las cestas vacías.

Hubo un extraño ruido y una cesta con manzanas cayó.

Fruncí el ceño y me asomé hasta el fondo.

Había una monja sentada detrás de las cestas vacías.

Me empezó a hacer señas extrañas y no comprendí en lo absoluto que hacía ocultándose en mi carreta ¿Por qué rayos se había escondido allí?

— Abadesa...

Intenté hablar, se levantó tan rápido y me colocó una manzana a la boca.

A parte estaba loca.

Eso me hizo enojar.

Susurró, suplicando, diciendo que necesitaba salir. ¿Qué rayos le ocurría? Lucía muy alterada, demasiado asustada.

Quité la manzana de mi boca y la solté.

Me giré para salir a delatar a la mujer.

— ¿Qué rayos está ocurriendo aquí? — Gruñó una monja mayor y de rasgos fríos a las otras que estaban ayudando — ¿Tienen aceite en las manos? ¡Cada cosa que dañen lo pagarán con servicio y penitencia! — Las monjas agacharon la cabeza.

— ¡Lo sentimos madre superiora! — Dijeron, muy atemorizadas.

— ¡Les advertí que fueran más cuidadosas con las cestas! — Dijo la abadesa.

— ¡Un castigo es lo que merecen! — Gruñó la madre superiora, acercándose y colocándose detrás de la fila, encajó sus manos en sus hombros y las hizo arrodillarse a todas sobre los adoquines del patio — ¡Estarán arrodilladas ahí hasta que el sol se ponga, eso les enseñará a no desperdiciar lo que nos brinda la creación de dios!

Las monjas no protestaron y se quedaron arrodilladas.

Si eso les tocaba por una pila de cestas caídas al suelo, no me quería imaginar lo que le sucedería a la que estaba escondida en mi carreta.

La madre superiora giró su rostro hacia mí.

— ¿Y a usted qué se le perdió?

Vaya humor de perros.

Me sobresalté — Nada, señoría.

— ¡Si ya terminó de hacer la entrega y recibir su pago debería marcharse!

— Claro, con permiso — Caminé hacia la carreta y me subí al asiento, tomé las riendas y por unos segundos me quedé pensativo.

Si la delataba...

Observé hacia las monjas arrodilladas, me percaté de que una de ellas estaba soltando lágrimas.

Ese lugar no parecía un convento, sino una guarnición.

Agité y el caballo avanzó hacia la salida.

Atravesé las puertas y me alejé de ese lugar.

Esperaba que la monja hubiese cambiado de opinión después de que la descubriera y se hubiese bajado por su cuenta de la carreta, pero lo dudaba, parecía muy decidida a escapar de ese lugar.

El camino se bifurco y giré hacia la izquierda, tomando la ruta para volver a la propiedad.

Todavía había mucho camino por recorrer, así que detuve los caballos y bajé nuevamente.

Caminé hacia la parte trasera.

— ¡Salga! — Grité, corroborando mi sospecha — ¡Salga ya!

Hubo un movimiento adentro y me crucé de brazos.

La monja apareció, se quedó parada al borde.

La observé.

Sus hábitos eran completamente negros, uns túnica larga y de mangas hasta las muñecas, cubriendo hasta su cuello.

Había un cordón atado a su cintura y un crucifijo que colgaba de su cuello.

El traje terminaba con un manto blanco cuyas puntas se elevaban hacia arriba, como una especie de sombrero.

Su rostro era el único que quedaba a la vista.

Era joven, con rasgos puritanos o tal vez eran los hábitos, pero parecía un ángel, de ojos grises redondos, labios semi gruesos, nariz respingona y unas cejas finas color caramelo.

— Señor, gracias por no delatarme...

— Baje de la carreta — Le ordené.

Se estremeció y creí ver algún ligero temblor en su cuerpo. ¿Estaba asustada? ¿Tan temerario lucía yo?

Intentó bajar poco a poco.

Resbaló y la tomé de la cintura.

Era tan ligera.

Se zafó de mi agarre y retrocedió rápidamente.

— La dejaré aquí.

Su expresión cambió y observó a todas partes, solo había árboles y maleza.

Empecé a caminar hacia la parte delantera de la carreta.

— ¡Un momento! — Alzó la voz y subí al asiento — ¡Señor, no puede dejarme aquí!

— No quiero problemas, señorita.

— ¿Problemas? — Arqueó las cejas, elevando su rostro para poder observarme — ¡No conozco este lugar, no sé que camino tomar, aquí no parece haber más que monte y víboras!

— Lo siento, pero no se las razones por las que decidió escapar, no me apetece, que me pillen con una monja furtiva.

Resopló — ¡Si me está tratando de llamar ladrona...

— No, pero sus hábitos llaman muchas atenciones y eso es una muy mala combinación con mi apariencia de bárbaro. Cualquiera podía pensar que la rapté.

— Me esconderé en la carreta, no puede dejarme aquí, sería muy insensible de su parte dejarme tirada en este camino solitario, puede ser peligroso, los rufianes suelen ocultarse en los bosques — Se desesperó, secándose el sudor de la frente — Sea buen samaritano.

Me reí — No creo que usted sea el mejor ejemplo en estos momentos, acaba de huir como criminal.

— ¡Mis razones no son de su incumbencia! — Gruñó, enojada por mi comentario — ¡Le pido por favor que tenga la cortesía de dejarme en un lugar más apropiado para una mujer!

Puse los ojos en blanco — La dejaré en el pueblo.

— No, no sería apropiado, es cierto que con estos hábitos atraigo muchas miradas — Dijo, observando su ropa — Consiga algún vestido primero.

— ¿También quiere unas piezas, un poco de comida y una cama cómoda? — Pregunté con sarcasmo.

— Si es tan amable, sí — Dijo y resoplé — Déjeme que le explique, todo lo que tiene una monja es prestado, mientras estaba en el convento tenía comida, techo y ropas, pero ahora que huí no tengo nada.

— Entonces se hubiese quedado.

Frunció el ceño — Señor, no me apetece contarle mi vida a un extraño...

— Y a mí no me apetece escuchar.

Sus fosas nasales se abrieron y sus mejillas se sonrojaron.

— Debería estar más dispuesto a ayudarme, mientras más rápido me tienda una mano, mejor para usted.

— ¿Por qué lo dice?

— Porque así tomaré mi camino y ya no tendrá que cargar conmigo — Se cruzó de brazos — Tengo hambre, necesito ropa, piezas y un techo donde dormir.

— Está mal acostumbrada a la caridad, aquí afuera las cosas son diferentes...

— Entonces, deme trabajo, así ya no será caridad.

— No tengo trabajo para una monja.

Soltó una respiración frustrada.

— Usted no parece tener sentido de la caballerosidad.

Inhale profundamente.

— De acuerdo.

— Gracias, dios le pagará su ayuda.

Volví a poner los ojos en blanco.

— Suba a atrás antes de que me arrepienta.

Escuché sus pasos en la tierra y luego esperé a que subiera.

— ¡Ya estoy adentro! — Gritó desde atrás.

Agité la rienda y continué la marcha.

...****************...

Después de unas cuantas horas, llegué a la propiedad al atardecer.

Los perros me saludaron cuando bajé de la carreta y me aproximé al patio.

Había olvidado por completo a la monja.

Me devolví.

— ¡Hemos llegado! — Grité, sin mucho tacto.

La mujer bajó y esta vez si logró hacerlo sin resbalar.

Observó a todas partes.

Los perros se acercaron y me desconcerté cuando solo la olieron.

No estaban acostumbrados a gente extraña, solían atacar sin ni siquiera tomarse la molestia de olfatear.

Caminé hacia el patio y observó la casa.

— ¿Usted vive aquí?

— Si le parece poco, entonces vaya a buscar algo más elevado a su estatus — Inserté la llave en la puerta y la abrí.

Se quedó parada, sin moverse y me evaluó con desconfianza.

— ¿Vive solo?

— ¿Hay algún problema? — Estreché mis ojos — Si tuvo las agallas de meterse a la carreta de un extraño, de exigirle comida y techo...

— No hay problema — Dijo, pero la noté un tanto nerviosa.

— Soy un hombre decente y honrado, aunque le cueste creerlo.

Entró a la casa con lentitud y cerré la puerta después de hacer lo mismo.

Se estremeció al escuchar el sonido del cerrojo.

— En el campo, los rufianes abundan.

— No solo en el campo — Susurró, más para sí misma.

Señor Chester Clark:

3. Sin cadenas

...TIFFANY:...

Me quedé a solas en la sala.

Ese hombre estaba encendiendo todos los candelabros y se marchó por un largo corredor.

Se me hacía extraño ver una estancia tan sencilla, las paredes eran hechas con bloques de arcilla y no había ningún ornamento o adornos.

Los sillones eran de cuero rústico y las sillas eran de madera sencilla, el techo era de madera y con tejas, las ventanas eran largas con solo rejillas.

Me asomé por ella y observé una extensión de tierra que me dió una sensación de paz.

El sol estaba rociando la tierra, en un lindo atardecer color olor.

Se me aflojaron las lágrimas.

Era libre, libre del infierno y el sufrimiento.

No iba a volver jamás con mi familia, ellos me abandonaron y estaba claro que no me querían con ellos.

Me marcharía lejos, cuando tuviera suficiente dinero.

Para mí, mi familia estaba muerta y esperaba que ellos también me consideraran de ese modo.

Aunque sentía alivio por lograr escapar, mi interior dolía por todo lo que pasé, era una sensación que no me dejaba respirar con serenidad.

— Señorita — Dijo ese hombre y me sobresalté, limpiando las lágrimas rápidamente antes de girarme.

Lo observé, llevaba una lámpara de queroseno colgando de la mano.

Era un sujeto tan grande y alto, con un cuerpo musculoso.

Jamás había visto a un hombre tan grande.

Se había quitado la capa que llevaba y la ropa que también era enorme, le quedaba un poco ajustada.

Parecía medir casi dos metros de altura y pesar más de una tonelada.

Tenía una barba espesa adornando su mandíbula fuerte y una naríz recta, varonil. El cabello también era espeso y lo llevaba despeinado, de un rico color chocolate oscuro, las cejas también eran espesas y los ojos eran un poco pequeños, de pupilas café y pestañas rizadas.

Era un hombre guapo, seguramente la Tiffany anterior le hubiese encantado un hombre así, al fin y al cabo estuvo fantaseando mucho tiempo con su primo Sebastian, un caballero igual de galante que el que tenía frente a mí.

¿Qué sería de la vida de él? ¿Habrá tenido hijos?

¿Qué sucedería con mi hermano? ¿Al fin sentaría cabeza?

No sabía nada del mundo desde que me metieron a ese convento, a duras penas escuché que hubo un cambio de gobierno en el reino.

Tenía un poco de miedo, no podía evitarlo.

Estar cerca de un hombre me provocaba un pánico que no podía controlar y ese sujeto tan grande me mantenía alerta.

Debí haberle pedido que me dejara en el pueblo y me diera unas piezas.

No, no se ve mala persona.

Se suponía que un obispo era una persona buena.

— Señorita — Dijo y volví en sí, me tendió una ropa doblada — Conseguí esto para usted, está algo vieja, pero es lo único que tengo para mujer.

Me aproximé y la tomé.

— Gracias, servirá.

— Puede cambiarse por aquí — Señaló el corredor — Venga, sígame.

Lo seguí, un poco desconfiada, abrió una puerta.

El corredor era de piedra y estaba al aire libre.

Observé hacia arriba, no había techo, solo un arco con una enredadera que adornaba el corredor.

Se veía bonito, de día debía ser más hermoso.

— Aquí — Abrió una de las puertas — Puede cambiarse y dormir, hay más ropa de mujer en los baúles.

Se alejó por el corredor, atravesando un umbral.

Entré en la habitación y cerré la puerta, le coloqué el seguro.

Observé la habitación.

Era sencilla, como todo lo demás.

Había una cama un poco amplia junto a la ventana.

Un espejo en la pared del frente y unos baúles.

Dejé el vestido sobre la cama y cerré la ventana antes de empezar a quitarme la ropa.

Las lágrimas volvieron a salir cuando tiré de mi manto con brusquedad, me arranqué el crucifijo y lo aventé al suelo.

Me quité las botas y las medias.

Luego dejé caer la túnica.

Me detuve frente al espejo.

Ahogué mis sollozos, cubriendo mi boca.

No había visto mi reflejo desde hace seis años, en el convento no se permitían los espejos, ya que significaban vanidad y superficialidad.

No me reconocí.

Estaba muy delgada y tenía el rostro un poco demacrado, las ojeras y los labios resecos.

Me pasé una mano por el cabello, tirando de los mechones cortos, los más largos me rozaban la parte alta de la frente, ni siquiera lucía como mujer.

Abracé mi cuerpo delgado, notando las marcas que las quemaduras y látigos dejaron en mis piernas, en mi abdomen y espalda.

Bajé una mano a mi vientre.

Cerré los ojos con fuerza.

Tomé el vestido sobre la cama y me lo coloqué a prisa.

Era de color gris, pero tenía flores bordadas y cubría hasta el cuello con botones dorados.

Era un modelo viejo, pero lindo.

Limpié mi rostro con las manos y me coloqué los zapatos nuevamente.

Tomé valentía para salir al corredor.

Olía a comida y mi estómago crujió.

Seguí el rico olor del guiso hacia el umbral.

Había una cocina espaciosa allí.

El hombre de la carreta estaba cerca de la estufa, friendo especias naturales.

La estufa también era de barro y también había un horno, estaban conectado a una chimenea que se perdía hasta el techo hasta salir de allí.

La mesa estaba repleta de pan y había una mermelada en un frasco.

Hace tiempo que no comía mermelada.

No recordaba cuando fue la última vez.

Me aproximé a la mesa.

El hombre notó mi presencia.

— Me acostumbré a estar solo, tanto que se me hace extraño que otra persona este aquí.

No parecía enojado o triste por estar solo.

¿Entonces de quién era la ropa de mujer?

— Gracias por la ropa — Dije y me observó, ni siquiera pudo disimular que veía extraño mi cabello tan corto y mi apariencia decadente.

— No es nada.

Desvió su atención nuevamente a la olla de arcilla.

Todo era de ese material, las tinajas y cucharas, los vasos.

Se veía bonito.

Aproveché que estaba de espaldas.

No pude evitar la tentación y abrí el frasco con mermelada. Arranqué un trozo de pan y sumergí un poco en la mermelada, me lo llevé a la boca de un solo bocado, mastiqué a prisa, casi me derrito con el sabor.

— Si tenía hambre, debió decirme antes.

Abrí los ojos como platos, él me estaba observando, con un poco de humor en su mirada.

Sentí el rostro arder mientras masticaba con más decencia.

— Lo siento...

— Descuide, coma mientras está la cena — Colocó un cuchillo sobre la mesa.

Me senté y lo tomé para untar el pan con mermelada.

Comí varias rebanadas.

El hombre colocó varias bandejas con comida y dos platos.

Se sentó a la mesa.

Había estofado, puré, granos.

Todo olía tan delicioso.

Llenó un plato de forma resuelta y lo colocó frente a mí.

— ¿Todo esto es para mí? — Pregunté

— ¿Es mucho? ¿Si gusta puedo...

— No, no, no — Sacudí mis manos — Está bien.

Tomé una cucharada y empecé a comer sin esperar alguna oración.

Me llevé grandes porciones y gemí sin poder evitarlo.

Me percaté de su mirada, volví sentirme sonrojada.

— ¿Hace cuánto no come? Parece estar muerta de hambre — Dijo, elevando una ceja.

Su plato estaba más lleno.

Un hombre así debía comer por seis.

Sus brazos eran tan anchos, casi del grosor de mi cintura.

Traía las mangas arremangadas, podía ver sus músculos y sus vellos.

— No desayuné — Dije, después de tragar.

Lo único que comía era avena y patatas hervidas.

Ya había olvidado el sabor de la carne.

Toda esa comida que él había descargado, iba a parar a los estómagos de las de mayor jerarquía.

Empezó a comer, también sin mucho cuidado.

A estas alturas no me importaban los modales.

Comí sin parar, hasta sentir que iba estallar, después de la primera porción tomé otra.

Hasta que estuve tan satisfecha que no podía moverme más.

— Aún no hemos dejado algunas cosas claras — Dijo y recordé que debía tomar una servilleta para limpiar mi boca, la tomé rápidamente y lo hice.

— ¿Qué cosas?

— ¿Cuánto tiempo estará aquí?

— ¿Me dará trabajo? — Apoyé la barbilla de mi mano.

— No veo en que podría ser útil.

Ese sujeto era odioso.

— Se sorprendería si le digo las cosas que se aprende en un convento.

— ¿Rezar? — Usó la ironía.

— Se hacer todo lo que hace una sirvienta y por lo visto, este lugar esta falto de una.

— No necesito sirvienta — Cortó con tono grosero — Hago todo por mismo.

Solté un resoplido — No está haciendo eficiente por lo visto — Pasé mi dedo por la mesa, estaba llena de polvo.

— Le dan estadía, comida y se queja por un poco de polvo sobre la mesa.

— Necesito piezas, para marcharme.

— Regrese con su familia o...

— No tengo familia — Corté y sus hombros se tensaron — No tengo nada, ni a nadie.

— No soy ingenuo, estoy al tanto de que se necesita una donación cuantiosa para que admitan a alguien en un convento o monasterio.

— ¿Usted lo intentó? — Pregunté, con el mismo tono irónico.

— No, pero he escuchado...

— Soy huérfana — Mentí, observándolo al rostro — Crecí primero en un orfanato y luego de allí me trasladaron al convento, yo lo quise así, era la única forma de seguir teniendo techo y comida.

— ¿Y por qué no siguió allí si estaba cómoda?

— Eso no es de su incumbencia.

— Está bien, veré que puedo conseguirle, conozco un lugar en el que seguramente puedan darle trabajo...

De inmediato pensé en un prostíbulo.

— ¡Óigame, no voy a permitir que usted me ofenda y mucho menos que...

— Es una escuela — Dijo, levantándose y recogiendo todo los platos — Seguramente la aceptarán aunque sea de ayudante.

— ¿Usted no tiene dinero para darme trabajo?

Llevó todos los platos a un pequeño pozo que estaba construido contra la pared. Hundió los platos y abrió la llave que sobresalía de la piedra.

— No es eso, es que la veo demasiado delgada y débil para andar haciendo trabajos de limpieza.

Me levanté, enojada.

— Yo no soy débil — Gruñí.

— En la escuela estará cómoda, además, si usted aprendió a leer y a escribir puede ser útil.

— Por supuesto que se leer y escribir, ¿Qué adulto sería tan ignorante para no saber? — Siseé y apretó su mandíbula.

— Gente sin acceso a educación, ni fortuna para pagar por una institutriz, no creo que la admitan si llega a decir eso frente a los duques — Gruñó, lavando los platos.

Me cubrí la boca — Lo siento, primera vez que escucho algo sobre una escuela para pobres.

— No me sorprende, la iglesia no suele preocuparse por esos problemas. La Duquesa Daila Delacroix es la fundadora, gracias a ella, los niños de bajos recursos pueden aprender a leer y a escribir...

— ¿Una mujer hizo todo eso? — Pregunté con emoción y él asintió con la cabeza — ¿Cuándo me llevará? Por supuesto que quiero, pero también le ayudaré en las labores del hogar, al fin y al cabo me estoy quedando aquí.

Primera vez que me sentía tan feliz en tanto tiempo, pero a pesar de eso, no sonreí.

— Mañana.

— Estoy muy cansada, me iré a descansar, gracias por todo señor...

— Señor Chester Clark — Se presentó.

— Yo soy Tiffany, Tiffany Mer... — Si decía mi apellido me podría descubrir, el apellido Mercier significaba estatus — Meriel.

— Buenas noches, señorita Tiffany Meriel.

Me alejé, después de hacer una inclinación de cabeza.

Entré en la habitación y me quité los zapatos.

Me trepé en la cama y me dormí rápidamente.

...****************...

Desperté con el sonido de las aves y animales de granja.

No estaba en el convento.

Me levanté y salí descalza después de colocarme el vestido.

Necesitaba preguntarle al Señor Chester si había un baño.

Escuché una risas de mujeres y me asomé a una de las ventanas de la sala.

Observé que había tres damas en el patio, con bandejas y ollas en las manos, eran jóvenes y de cabellera hermosa.

Me sentí un poco desdichada.

— Señor Chester, le trajimos un desayuno, sabemos que trabaja temprano y no tiene tiempo para esas cosas — Dijo una morena, levantando una bandeja — Son panes recién horneados, los hice yo misma.

El señor Chester estaba frente a ellas, no podía ver su rostro porque estaba de espaldas.

— No se hubiese preocupado...

La otra se atravesó, una chica de piel pecosa.

— Yo en cambio, le traje un poco de leche recién ordeñada de las vacas.

— Gracias, pero debió ser mucha molestia...

Ni siquiera lo dejaban a hablar.

La tercera casi se le encima y las demás le lanzaron miradas recelosas.

Si mi madre viera esto, sufriría de un infarto.

— Le traje un trozo de queso de cabra, lo estuve preparando.

— Gracias todas son muy amables...

Me aproximé a la puerta y salí.

Caminé por el patio y las mujeres giraron su rostro hacia mí, perdiendo la sonrisa.

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