El techo de mi habitación era mi único consuelo en días como este. Las vigas de madera, marcadas por el paso del tiempo, tenían un patrón que conocía de memoria. Me permitía perderme en ellas, como si fueran las ramas de un bosque al que podía escapar. Hoy, sin embargo, mi refugio estaba a punto de ser interrumpido.
La puerta se abrió de golpe, dejando entrar un torrente de luz y a una de las sirvientas más fieles de mi padre. Sus pasos apresurados y el tintineo de las llaves en su cinturón rompieron el frágil silencio de mi habitación.
—¡Su Majestad, ya es hora de levantarse! —dijo, con una mezcla de urgencia y nerviosismo—. El rey ha insistido en que esté lista cuanto antes.
Rodé los ojos, sin moverme de la cama.
—¿Tan importante es esto como para interrumpir mi única mañana tranquila? —repliqué, todavía mirando al techo.
—Hoy es el gran día —insistió ella—. Las puertas del castillo se abrirán por primera vez en años. ¡Debería estar emocionada!
“Emocionada”. La palabra resonó en mi cabeza como un eco vacío. Sabía lo que significaba este evento para mi padre: una oportunidad para demostrar que el reino seguía en pie, que el castillo no era solo un símbolo de nuestro aislamiento. Pero para mí, significaba algo muy distinto: convertir mi vida en un espectáculo para los demás.
—Dame cincuenta minutos más —dije finalmente, esperando que con eso me dejara en paz.
La sirvienta me miró horrorizada, como si acabara de insultar a los dioses. Quise reírme, pero me contuve. Me conocía demasiado bien: sabía que mi breve resistencia no duraría mucho.
Tal como esperaba, apenas unos minutos después, cinco mujeres más entraron a mi habitación como un ejército organizado, listas para arrebatarme mi última pizca de libertad.
—¡Es tarde, Su Majestad! —exclamó una de ellas, mientras otra apartaba las mantas con un gesto decidido.
—Está bien, está bien, ya me levanto —murmuré, resignada, mientras me arrastraban hacia el baño.
El agua del baño era tibia, perfumada con pétalos de rosa y jazmín. Una de las sirvientas lavaba mi cabello con delicadeza, mientras otra masajeaba mis hombros con aceites perfumados. Dos más se encargaban de mis uñas y de pulir mi piel con cuidado. En cualquier otro contexto, este tratamiento podría haber sido un lujo. Pero para mí, era solo una rutina.
—El rey quiere que esta noche sea perfecta —dijo una de ellas mientras peinaba mi cabello con esmero—. Todas las familias más importantes estarán aquí.
“Perfecta.” Otra palabra vacía. Mi padre tenía una obsesión con la perfección, especialmente cuando se trataba de mantener las apariencias. ¿Qué importaba si detrás de estas puertas perfectas había un castillo lleno de secretos?
Cuando terminaron de arreglarme, me ayudaron a ponerme el vestido. Era un rojo profundo, decorado con bordados dorados que brillaban como llamas bajo la luz de las velas. Y era tan ajustado que casi no podia respirara.
—Está deslumbrante, Su Majestad —dijo una de las sirvientas, ajustando el broche en mi cabello recogido.
Me miré en el espejo, y lo que vi fue una extraña. La Reina Elaria, decían. Pero en realidad, era solo una joven de veinte años atrapada en un papel que no había elegido. ¿Cómo podía gobernar un reino cuando apenas sabía lo que significaba vivir fuera de estas paredes?
—¿Lista para enfrentar el mundo, mi reina? —preguntó otra, con una sonrisa alentadora.
No respondí. En lugar de eso, me levanté y dejé que el tintineo de las joyas en mi cuello fuera mi única respuesta.
El gran salón del castillo
El salón principal estaba decorado como nunca antes. Guirnaldas de flores adornaban las columnas de mármol, mientras enormes candelabros iluminaban la estancia con una calidez engañosa. Las puertas del castillo, normalmente cerradas, estaban abiertas de par en par, dejando entrar a un flujo constante de invitados.
Desde lo alto de la escalera principal, observé cómo las familias nobles y plebeyas se mezclaban. Todos parecían fascinados, no solo por el castillo, sino por mí. Podía sentir sus miradas clavadas en mí, evaluándome, juzgándome.
—Es un éxito, hija —dijo la voz de mi padre a mi lado.
El rey Aldred se veía imponente como siempre, con su capa de terciopelo y su corona adornada con rubíes. Pero detrás de su porte regio, podía ver la preocupación en sus ojos. Este evento era más importante para él de lo que quería admitir.
—Si tú lo dices —respondí, sin apartar la vista de la multitud.
El bullicio del salón era abrumador. Decidí bajar al salón y echar algún vistazo a estas personas. Tratando de recuperar la compostura, tomé una copa de vino de una de las bandejas que pasaban y caminé hacia un rincón menos concurrido del salón.
Fue entonces cuando algo llamó mi atención: un grupo de hombres al otro lado de la sala. No estaban vestidos como los demás invitados. Sus ropas, aunque oscuras y sobrias, parecían hechas de una tela extraña, y había algo en su postura, en la manera en que miraban alrededor, que no encajaba.
Mis ojos se quedaron fijos en ellos por un momento. Uno de ellos me miró de reojo, y siguió caminando. Dejé la copa sobre una mesa cercana, perdiendo el interés en el evento y en las expectativas que el resto del salón tenía sobre mí. Decidí que necesitaba estar sola ya, o al menos algo que me distrajera.
La biblioteca era mi refugio dentro del castillo. Aquella noche, el lugar también había sido acondicionado para la ocasión, con algunas piezas históricas del castillo en exhibición. Era un espacio más tranquilo, un respiro del ruido del baile. Me dirigí hacia uno de los asientos al fondo de la sala y tomé el primer libro que encontré.
Los libros siempre habían sido mi escape favorito. Las palabras en la página comenzaron a calmarme, aunque apenas prestaba atención al contenido. Me dejé envolver por el silencio, dejando que mi mente se alejara del caos que había quedado atrás.
De repente, un sonido rompió la tranquilidad: la puerta de la biblioteca se abrió con un chirrido suave. Alcé la vista, con ceja levantada.
Un hombre entró en la habitación, y desde el primer momento supe que no era alguien que perteneciera a la nobleza ni al personal del castillo. Estaba vestido completamente de negro, pero su ropa era diferente a cualquier cosa que hubiera visto antes. La tela parecía más ligera, más ajustada, casi como una segunda piel que le permitía moverse con sigilo.
Lo observé con cuidado desde mi asiento, intentando no llamar su atención. Sus movimientos eran calculados, como si estuviera buscando algo. Sus ojos recorrían las estanterías, las vitrinas y cada rincón de la habitación, sin darse cuenta aún de mi presencia.
Por un momento, me debatí entre quedarme en silencio y observarlo o hablar. Pero mi curiosidad, como siempre, ganó la batalla.
—¿Buscas esto? —dije con un tono claro y firme, señalando la corona que llevaba puesta.
El hombre dio un respingo y se giró hacia mí con rapidez, como si mis palabras hubieran sido un trueno en medio de la noche. Por un segundo, parecía sorprendido, incluso vulnerable, pero esa expresión desapareció tan rápido como había aparecido.
—No exactamente —respondió con una voz baja y serena, pero cargada de misterio.
Mis ojos se posaron en él con más detenimiento. Ahora que lo tenía de frente, pude verlo mejor. Era... atractivo, de una manera que me desarmó por completo. Su cabello oscuro caía ligeramente desordenado sobre su frente, enmarcando un rostro esculpido con líneas fuertes y definidas. Sus ojos, de un color que no logré identificar en la penumbra, parecían contener un océano de secretos.
Por un momento, olvidé por qué estaba allí o siquiera que debía estar alerta. Pero pronto recuperé la compostura y me levanté del asiento, manteniendo mi mirada fija en él.
—¿Quién eres? —pregunté, intentando sonar más segura de lo que realmente me sentía.
Él no respondió de inmediato. Sus ojos se detuvieron en la corona que llevaba puesta, y luego volvieron a los míos. La forma en que me miró, como si intentara descifrarme, me hizo sentir vulnerable, pero también curiosamente intrigada.
—Solo alguien que está buscando algo importante —dijo finalmente, con una ligera curva en sus labios que casi parecía una sonrisa.
—Si es importante, tal vez deberías decirme qué es —respondí, cruzándome de brazos—. Este castillo es mi hogar, y tengo derecho a saber por qué estás aquí.
El hombre dio un paso hacia mí, lento y deliberado. Su presencia llenaba el espacio entre nosotros de una manera que hizo que mi corazón se acelerara, aunque no fuera capaz de entender por qué.
—Quizás no te gustaría saberlo, Reina Elaria —dijo mi nombre con una familiaridad que me inquietó.
¿Cómo sabía mi nombre? Su tono no era amenazante, pero había algo en él que me puso en guardia. Sin embargo, en lugar de retroceder, me mantuve firme.
—Dímelo de todas formas —insistí, aunque mi voz temblaba ligeramente.
Él volvió a sonreír, esta vez con un toque de diversión.
—Eres más valiente de lo que imaginé.
Antes de que pudiera responder, un ruido proveniente del pasillo exterior interrumpió nuestra conversación. Parecía que alguien más se acercaba. El hombre se tensó, como si estuviera listo para desaparecer en las sombras.
—No hay tiempo para explicaciones —dijo, acercándose más a mí—. Pero volveremos a vernos, Reina.
Antes de que pudiera detenerlo o decir algo más, se movió con una rapidez y gracia que me dejaron atónita. Se deslizó hacia una de las ventanas de la biblioteca y, con un ágil movimiento, desapareció en la noche.
Me quedé ahí, con el corazón latiendo a toda velocidad, tratando de procesar lo que acababa de suceder. ¿Quién era él realmente? ¿Qué estaba buscando? Y, lo más importante, ¿por qué no podía dejar de pensar en lo extrañamente atractivo que era ese hombre vestido de negro?
El sol apenas comenzaba a asomarse cuando abrí los ojos, sintiéndome inquieta. Algo dentro de mí me empujaba a levantarme antes de que las sirvientas llegaran a mi habitación con sus rutinas de siempre: el baño, los vestidos elegidos sin consultarme, el perfume que jamás escogí. Hoy no quería eso. Hoy quería ser yo misma, aunque fuera por unas horas.
Con determinación, me levanté y me vestí sola, eligiendo un atuendo sencillo que no necesitara ayuda para ajustarlo. El cabello no quedó perfectamente recogido, pero no me importó. Así, con pasos decididos, bajé al comedor, dejando atónitas a las sirvientas que me vieron cruzar el pasillo sin su asistencia.
Al llegar a la sala grande, mi padre ya estaba sentado en su lugar habitual, revisando unos documentos mientras el desayuno estaba servido frente a él. Al notar mi presencia, levantó la vista y frunció el ceño, sorprendido.
—¿Qué haces aquí tan temprano? —preguntó, entre extrañado e intrigado.
Me senté en la silla frente a él y comencé a servirme un poco de té. La formalidad de mis movimientos no encajaba con la naturalidad de haberlo hecho todo sola, y él lo notó.
—¿Por qué no dejaste que las sirvientas te ayudaran? —continuó, dejando los papeles a un lado.
—No era necesario —respondí con calma, tomando un sorbo de té mientras fingía que no me molestaba su tono.
—No es tu trabajo. —Su voz se endureció—. Ellas están aquí para servirte, y no debes ponerte a hacer cosas que no te corresponden.
Suspiré, pero no respondí. Sabía que insistir solo traería una discusión, y no quería empezar el día con eso. Sin embargo, algo en mi mente me impulsó a desviar la conversación, a buscar lo que realmente quería saber.
—Padre... —dije, haciendo que me mirara con atención—. ¿Cuándo será la próxima fiesta aquí en la casa?
El cambio de tema pareció descolocarlo por completo. Me observó con una mezcla de sorpresa y desconfianza, como si estuviera tratando de descifrar mis intenciones.
—¿Por qué preguntas? —dijo al fin, alzando una ceja.
—No sé... —dije con aparente despreocupación, aunque sentía cómo mi corazón latía más rápido—. Supongo que sería bueno recibir invitados de nuevo. La última fiesta fue todo un éxito, ¿no crees?
Por supuesto, no era eso lo que realmente pensaba. Detestaba esas reuniones llenas de falsedad, donde las personas hablaban con sonrisas huecas y ojos llenos de ambición. Pero si había una posibilidad, aunque pequeña, de que él asistiera, entonces podía soportarlo todo.
Mi padre soltó una leve risa, como si mi comentario lo hubiera divertido.
—Es extraño oírte decir eso —admitió, recostándose en su silla—. Pero veremos. Tal vez sea pronto.
Asentí con una sonrisa medida, sin mostrar cuánto deseaba que su respuesta fuera afirmativa. No podía permitirme revelar mis verdaderos pensamientos.
Terminé mi desayuno con la mente llena de planes y esperanzas. Había sembrado una semilla, y ahora solo podía esperar que floreciera.
*
Pasé el resto del día sumida en mis pensamientos, con el corazón dividido entre la emoción y la incertidumbre. ¿Y si mi padre organizaba otra fiesta? ¿Y si él volvía? La posibilidad me hacía sentir inquieta, pero no quería que nadie lo notara.
Intenté mantenerme ocupada para no parecer ansiosa. Caminé por los jardines, leí un par de libros en la biblioteca, incluso escuché a las sirvientas murmurar mientras ordenaban. Pero nada lograba apartarlo de mi mente. Cada vez que alguien entraba por la puerta principal, mi corazón daba un brinco inútil, como si esperara verlo aparecer en cualquier momento.
Al caer la tarde, mi padre me llamó a su despacho. Cuando entré, estaba de pie junto a un enorme ventanal, mirando hacia los campos que se extendían más allá de la casa.
—He estado pensando en lo que dijiste esta mañana —comenzó, sin voltear a verme—. Sobre la fiesta.
Mi pulso se aceleró, pero intenté mantenerme tranquila.
—¿Y qué piensas? —pregunté, intentando sonar casual.
Se giró hacia mí con una expresión que no pude descifrar del todo.
—Creo que tienes razón. Es momento de hacer algo más grande, algo que recuerde a todos nuestra posición. Este castillo ha estado cerrada por años.
Mi padre no decía las cosas porque sí. Para él, cada gesto y decisión tenía un propósito. Sus fiestas no eran simples reuniones sociales; eran declaraciones de poder, de influencia. Y si estaba de acuerdo en hacer otra, era porque había algo que deseaba demostrar.
—Entonces... ¿Cuándo será? —traté de ocultar mi entusiasmo, aunque estaba segura de que él lo notó.
—Pronto —respondió, volviendo su mirada al ventanal—. Quiero que sea impecable, mejor que la última. Tú serás el centro de atención, como siempre.
Asentí lentamente, pero por dentro mi mente ya corría en mil direcciones. ¿Qué debía hacer? ¿Cómo debía prepararme? Si él venía... ¿qué diría? ¿Qué haría?
—Espero que estés lista —añadió mi padre, volviendo a mirarme con sus ojos calculadores—. Quiero que representes todo lo que esta familia significa.
—Lo estaré —respondí, intentando sonar segura.
Cuando salí del despacho, sentí una mezcla de alivio y presión. La fiesta era una oportunidad, pero también una carga. Tenía que enfrentar todo lo que venía con ella: las miradas, las expectativas, los comentarios velados. Pero nada de eso importaba si él estaba allí.
La noche llegó rápidamente, y mientras me recostaba en mi cama, la mente se me llenaba de imágenes de lo que podría pasar. ¿Y si no venía? ¿Y si se roba algo realmente? Aquel día parecía muy atento aquel lugar donde se exhibía todas las cosas del castillo.
Suspiré, sintiéndome atrapada entre el miedo y la esperanza. La espera había comenzado nuevamente.
-
Los días siguientes se convirtieron más largo de lo que pensé. Las sirvientas iban y venían con telas, arreglos florales y largas listas que debían completar antes del gran día. Mi padre supervisaba cada detalle, asegurándose de que todo estuviera perfecto. Y yo, aunque intentaba mantenerme al margen, no podía evitar sentirme arrastrada por el caos.
—Señorita, necesitamos que elija el vestido para la noche —me dijo una de las modistas, mientras extendía varias opciones frente a mí.
Las telas eran espectaculares: sedas, encajes y bordados que brillaban con cada movimiento. Pero ninguno de esos vestidos me importaba realmente. Todo lo que deseaba era que él estuviera allí.
—Este estará bien —dije señalando uno al azar, sin siquiera mirarlo demasiado.
La modista frunció el ceño, sorprendida por mi falta de interés, pero no dijo nada. Supuse que ya estaba acostumbrada a mi indiferencia hacia esas cosas.
Pasé el resto del día intentando mantener la calma, pero mi mente no dejaba de divagar. ¿Qué haría si lo veía? ¿Cómo debía comportarme? Cada vez que intentaba ensayar algún saludo o frase ingeniosa, me sentía ridícula.
—¿Qué te tiene tan distraída? —preguntó mi padre esa tarde durante la cena, con su mirada inquisitiva fija en mí.
—Nada —respondí rápidamente, bajando la vista hacia mi plato.
Él soltó un leve suspiro y continuó comiendo. No insistió, pero sabía que no me creía. Mi padre siempre era un hombre observador, y aunque no decía todo lo que pensaba, estaba seguro de que guardaba sus dudas sobre mi repentino interés en la fiesta.
Finalmente, la noche antes del evento llegó. El ambiente en la casa estaba cargado de tensión, como si todos contuvieran la respiración. Me encerré en mi habitación, tratando de calmarme, pero era imposible.
Me acerqué a la ventana y miré hacia el horizonte. Las luces de la casa iluminaban el exterior, y los preparativos finales se extendían hasta los jardines. Todo estaba listo para la gran noche, pero yo no podía dejar de pensar en él. ¿Vendría? ¿O me decepcionaría nuevamente?
Un golpe suave en la puerta me sacó de mis pensamientos.
—Señorita, su padre quiere saber si necesita algo para mañana —dijo una sirvienta desde el otro lado.
—Dile que estoy bien —respondí, tratando de sonar tranquila.
La sirvienta se marchó, y yo me quedé allí, inmóvil frente a la ventana. Una parte de mí quería olvidar todo, ignorar la fiesta y evitar el dolor de una posible decepción. Pero otra parte, más fuerte, me decía que debía intentarlo.
Suspiré, apagué las luces y me recosté en la cama. Mañana lo sabría. Mañana necesito saber quien es.
La fiesta estaba en marcha ya. Desde lo alto de las escaleras, junto a mi padre, observaba cómo la sala principal se llenaba de personas que reían, conversaban y brindaban como si no existiera un mañana. Pero yo no veía nada de eso. Mi mirada recorría el lugar una y otra vez, buscando entre la multitud un rostro familiar, un gesto, algo.
Nada.
Mi padre, de pie a mi lado, notó mi expresión y alzó una ceja, claramente irritado.
—¿Por qué esa cara ahora? —dijo en un tono bajo pero severo—. Fuiste tú quien insistió en hacer esta fiesta.
Lo ignoré, incapaz de responder. Mis ojos seguían buscando, aferrándose a la esperanza de que él apareciera. Sin embargo, esa esperanza comenzaba a desvanecerse.
Suspiré y bajé las escaleras, sintiendo cómo todas las miradas se posaban en mí. Mi vestido, con su larga falda y brillantes detalles, parecía brillar bajo las luces. Cada paso que daba era observado, comentado, admirado. Pero yo no lo sentía. Mi mente estaba en otro lugar.
Al llegar al pie de las escaleras, uno de los sirvientes pasó con una bandeja de copas, y tomé una casi por inercia. Apenas había tomado un sorbo cuando dos hombres se acercaron a mí.
—Mi Reina, es un placer conocerla —dijo uno de ellos, con una sonrisa encantadora que no alcanzaba sus ojos.
El otro inclinó ligeramente la cabeza, como si intentara parecer más educado.
—¿No se siente sola entre tanta gente? Quizá podamos acompañarla.
Sus intentos de seducción eran torpes y predecibles. Permanecí callada, sin siquiera dignarme a responder. Mi mirada pasaba a través de ellos, como si ni siquiera estuvieran ahí. Finalmente, tras un par de intentos fallidos más, me giré sin decir palabra y me dirigí a la biblioteca.
Allí, el ruido de la fiesta se convirtió en un eco distante. Cerré la puerta detrás de mí y dejé la copa sobre una mesa cercana. Me senté en una de las sillas de cuero, sintiendo cómo la tensión en mi cuerpo comenzaba a desvanecerse.
—Estoy loca —murmuré para mí misma, pasando una mano por mi frente—. Ni siquiera lo conozco. ¿Por qué...?
El sonido de la puerta al abrirse me hizo alzar la vista de golpe. Y allí estaba él, de pie en el umbral.
Mi corazón se detuvo por un instante, y luego comenzó a latir con fuerza. Pero algo estaba mal. Detrás de él, había tres hombres más, desconocidos, con miradas que me pusieron en alerta.
Él me miró con esa mezcla de arrogancia y diversión que parecía ser su sello.
—Vaya, tú de nuevo —dijo, como si esto fuera una coincidencia cualquiera.
No respondí. Mi silencio era tanto por sorpresa como por la creciente sensación de peligro.
—Oye, espera un momento —dijo uno de los hombres detrás de él, señalándome directamente—. ¿Esa es la reina?
Otro de ellos se inclinó ligeramente hacia adelante, como si intentara confirmar lo que veía.
—Y esa es la corona... —añadió, señalando mi cabeza.
Llevaba una tiara, un adorno que no significaba nada para mí, pero sus palabras hicieron que mi pecho se tensara. Algo no estaba bien.
Él, sorprendido, negó con la cabeza.
—No puede ser —murmuró, como si aquello fuera impensable.
Retrocedí un paso instintivamente, sintiendo cómo el aire en la habitación se volvía pesado. Pero antes de que pudiera moverme más, los tres hombres detrás de él comenzaron a avanzar hacia mí, sus intenciones claras.
El miedo me paralizó, pero justo en ese momento, él extendió un brazo para detenerlos.
—Alto. No se muevan —dijo, su voz firme y autoritaria.
Los hombres se detuvieron, aunque sus miradas seguían clavadas en mí, evaluándome como si fuera un premio a alcanzar.
—¿Qué está pasando aquí? —logré preguntar, aunque mi voz sonó más débil de lo que quería.
Él no respondió de inmediato. En lugar de eso, me miró fijamente, como si estuviera intentando decidir qué hacer.
—Escucha, no queremos hacerte daño. Solo danos la corona y ya. —Su voz sonaba tranquila, casi convincente, como si intentara calmarme. Pero sus palabras estaban lejos de tranquilizarme.
—Nada pasará si colaboras —añadió, dando un paso hacia mí mientras yo retrocedía lentamente.
—No —murmuré, moviendo la cabeza.
Mis piernas se movieron casi por instinto, llevándome cada vez más lejos de ellos. Mi espalda chocó contra una mesa, y aproveché el momento para esquivar hacia un lado, corriendo hacia la otra puerta de la biblioteca. Sentí sus pasos detrás de mí, pero no me detuve.
Abrí la puerta de golpe y salí a la pista de baile, donde el bullicio de la fiesta continuaba. Mi respiración era agitada, y mis ojos buscaban desesperadamente a mi padre entre la multitud. Antes de que pudiera moverme más, los dos hombres que minutos antes habían intentado seducirme se acercaron nuevamente.
—Ah, señorita, ahí está. Justo la buscábamos —dijo uno, sonriendo ampliamente.
El otro extendió una mano hacia mí.
—¿Nos concede este baile?
Quería gritarles que se apartaran, que no era momento para tonterías. Pero mis palabras se atoraron en mi garganta. Necesitaba llegar a mi padre, decirle que había ladrones en la casa, que algo estaba muy mal.
Antes de que pudiera responder, sentí una mano firme en mi brazo. Me giré rápidamente, solo para encontrarme con él otra vez.
—Disculpen, caballeros, pero esta dama ya es mía —dijo con una sonrisa descarada, mientras su tono poseía una autoridad que no dejaba espacio a discusiones.
Los hombres, confundidos, dieron un paso atrás, y él no perdió tiempo en jalarme hacia el centro de la pista de baile.
—¿Qué estás haciendo? —le susurré, tratando de zafarme de su agarre.
—Salvándote, aparentemente —respondió con tranquilidad, sujetándome con más fuerza.
—Déjame ir —insistí, pero su agarre no cedió.
—No quieres hacer un escándalo, ¿verdad? —preguntó, alzando una ceja mientras comenzaba a moverse al ritmo de la música.
Miré alrededor. Todas las miradas estaban en nosotros, los invitados observando con curiosidad nuestra improvisada danza. No podía gritar ni forcejear, no aquí, no frente a toda esa gente. Me limité a seguir sus movimientos, aunque la rabia y el miedo hervían dentro de mí.
—¿Qué está pasando? ¿Que quieren conmigo? —le exigí en voz baja, intentando mantener una sonrisa para disimular mi angustia.
Él sonrió, como si encontrara mi pregunta divertida.
—No te queremos a ti preciosa —dijo con un tono que me irritó aún más.
—¿Qué quieren? —volví a preguntar, casi desesperada.
—Tu linda corona, vale mucho—respondió, aunque su mirada decía algo completamente diferente.
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