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Raíces Cruzadas (LGBT)

Una cena incómoda

La noche era fría, y el viento cortaba como cuchillas mientras León y Clara bajaban del taxi frente a la casa de los padres de ella. La vivienda, pequeña, estaba impecablemente cuidada. La fachada, pintada de un crema desvaído por el tiempo, lucía macetas repletas de geranios que Florencia cambiaba con devoción según la estación. Una luz cálida se filtraba por las ventanas, ofreciendo un contraste reconfortante con el frío del exterior.

Clara pulsó el timbre. La puerta se abrió casi al instante. Florencia apareció con una sonrisa amplia, un vestido sencillo pero impecablemente planchado, y el cabello recogido en un moño que pretendía ser elegante.

—¡Bienvenidos, pasen, pasen! —exclamó, tomando a Clara por los hombros y echando una mirada rápida a León—. ¡Qué frío hace! Muchacho, esa campera de cuero te queda bien, pero debe de estar helada. Déjame colgártela.

León se la entregó con una sonrisa, agradecido por el recibimiento. Al cruzar el umbral, lo envolvió un aroma denso y familiar: algo se cocinaba en el horno, un perfume de especias y carne asada que despertaba el hambre al instante. La casa era un reflejo fiel del esfuerzo silencioso de Florencia: muebles antiguos pero relucientes, cortinas bordadas a mano, fotos familiares dispuestas con cuidado en las paredes. El piso de madera brillaba como un espejo, y no había un solo objeto fuera de lugar.

—Tu madre es increíblemente organizada —susurró León a Clara mientras avanzaban hacia el comedor. Ella sonrió, nerviosa, pero no respondió.

En el comedor, Sergio ya estaba sentado a la cabecera de la mesa, hojeando un diario amarillento. Solo alzó la vista lo suficiente para observar a León, asintiendo con un gesto casi mecánico. Rodrigo, el hermano mayor de Clara, permanecía hundido en su silla, el celular pegado a los dedos, indiferente a la llegada de los invitados. Jazmín, la hermana menor, revoloteaba alrededor de la mesa ajustando los últimos detalles, el cabello recogido en dos coletas que le daban un aire juvenil.

—Siéntense, por favor —dijo Florencia, acomodando platos y doblándoles servilletas con un entusiasmo que delataba su deseo de impresionar.

La conversación comenzó con tono amable. Florencia se dirigió a León con una calidez que rozaba lo maternal:

—Clara me ha contado que te interesa la arquitectura. ¡Qué carrera tan bonita! ¿Por qué decidiste estudiarla?

—Desde niño me gustaba dibujar, y siempre tuve curiosidad por cómo se construyen las cosas —respondió León con tranquilidad—. Además, mi papá maneja bien los números y siempre me animó. Y Alex me regalaba pinceles y materiales para practicar.

Un silencio breve, pero denso, se instaló en la habitación. Florencia parpadeó, desconcertada.

—¿Alex? —preguntó, inclinando la cabeza—. No es un nombre común para una mujer.

Bajo la mesa, León sintió el leve apretón de la mano de Clara: una advertencia silenciosa.

—Sí —respondió con cuidado—, fue pareja de mi papá.

Florencia parpadeó de nuevo\, como si intentara recomponer mentalmente lo que acababa de escuchar. *¿Por qué nunca me mencionó ese nombre?*\, se preguntó a sí misma. Pero antes de que pudiera reaccionar\, Sergio intervino con voz seca:

—¿Ves, mujer? Te dije que las milanesas se iban a quemar si te distraías tanto. Y el jugo está tibio, como siempre.

El aire se tensó al instante. Florencia bajó la mirada, avergonzada. Jazmín se encogió de hombros; Rodrigo ni siquiera levantó los ojos del teléfono. León, en cambio, clavó en Sergio una mirada fija, intensa, como si pudiera atravesarlo con los ojos.

—No pasa nada, señora Florencia —dijo entonces, rompiendo el silencio—. Dígame dónde está el jugo y yo mismo lo sirvo. Tengo manos, no necesito que alguien lo haga por mí.

El comentario, pronunciado con calma pero claramente dirigido a Sergio, dejó a todos en silencio. Clara lo miró con una mezcla de orgullo y temor. Jazmín esbozó una sonrisa apenas perceptible. Florencia, agradecida, asintió y señaló la cocina.

León se levantó, sirvió el jugo y regresó a la mesa con una expresión serena, sin provocación ni sumisión. Sergio lo observó con curiosidad, tal vez sorprendido por el gesto.

—Un muchacho con iniciativa. Eso es bueno —dijo al fin, mientras se servía otro vaso de vino—. Pero te voy a decir algo: no te apures en casarte. Los jóvenes de hoy se precipitan y luego terminan arrepentidos.

León lo miró directamente.

—No se preocupe, señor. Mis padres se casaron muy jóvenes, y las cosas no funcionaron. Lo bueno es que aprendieron a llevarse bien, a darme lo mejor de ambos. Creo que lo importante no es el matrimonio, sino saber cuándo algo funciona… y cuándo no.

Sergio guardó silencio un instante, sorprendido por la madurez del muchacho.

—Eso está bien, supongo —respondió, aunque sin abandonar su tono autoritario—. Pero una familia necesita un hombre que se quede y mantenga todo unido. Eso es trabajo de hombres.

León no respondió. Pero en su mirada había un desacuerdo claro, silencioso, inamovible.

Más tarde, mientras Clara mostraba algunas fotos familiares, Florencia pasó una imagen de su hija adolescente tomada en un día de verano. Clara aparecía de la mano con una amiga que León no conocía. Ella se tensó al instante, pero León solo sonrió, percibiendo la incomodidad de su novia.

—Esa era una amiga muy especial, mamá —dijo Clara, pasando rápidamente a la siguiente foto.

León le apretó la mano bajo la mesa. Sintió en ella una tensión sutil, una herida apenas visible. No supo qué era, pero lo sintió.

La cena transcurrió con una dinámica tensa, apenas disimulada. Tras el gesto de León con el jugo, el ambiente se había calmado, pero aún flotaba en el aire algo que nadie parecía dispuesto a nombrar. Florencia, sin embargo, se aferró con entusiasmo a los estudios de León y a la vida de su hija, como si hablar de logros pudiera llenar los vacíos. Sergio, en cambio, se reclinaba en su silla, estirándose de vez en cuando con un gesto cansino, como si el peso de lo cotidiano lo agotara más que cualquier otra cosa.

A medida que avanzaba la velada, la familia retomaba su rutina de conversaciones superficiales, pero León no dejaba de notar los detalles que decían más que las palabras.

En un momento, Florencia afirmó con orgullo que su hija nunca había necesitado a nadie para salir adelante, como si quisiera subrayar el contraste con otros jóvenes que, según ella, dependían de “sus padres y su entorno” para llegar a ser alguien.

—Clara siempre ha sido una mujer independiente —dijo, casi sin pensar, mientras servía una ensalada de hojas verdes—. Nunca necesitó que nadie le dijera lo que tenía que hacer.

León alzó una ceja. Había una desconexión evidente entre lo que su suegra afirmaba y lo que él veía. Observó a Clara: desviaba la mirada, jugueteaba con la servilleta. Esa idea de independencia parecía residir más en la cabeza de Florencia que en la realidad de su hija.

Era claro que Florencia no veía —o no quería ver— las complejidades de la vida de Clara. León, en cambio, las percibía con nitidez.

En ese instante, Sergio alzó la voz, con un tono burlón:

—¿De verdad vas a quedarte ahí sentado toda la noche, Rodrigo? ¿Esperas que mamá te sirva todo?

Rodrigo ni siquiera levantó la vista del teléfono. No respondió, pero su actitud era elocuente: acostumbrado a que todo le fuera servido sin esfuerzo, sin cuestionarlo. Florencia, como si nada ocurriera, le llenó el vaso de vino con una sonrisa complaciente.

León observó la escena y pensó que las dinámicas familiares de Clara no eran tan distintas a las de su propio hogar. Solo que allí, sus padres siempre habían sido más abiertos, más dispuestos a negociar la autonomía de cada uno.

—¿Cómo haces para balancear todo, Clara? —preguntó entonces, buscando una forma sutil de profundizar, sin ser brusco.

Ella lo miró de reojo, incómoda, y respondió con una sonrisa nerviosa:

—La verdad es que no es fácil… A veces siento que mi madre tiene una idea muy distinta de lo que soy. Cree que todo lo que hago debe encajar en una idea perfecta de lo que debería ser una “buena hija”.

León giró ligeramente hacia Florencia, que parecía ajena al matiz de la conversación.

—Yo no creo que todo tenga que ser perfecto —dijo con una sonrisa serena—. Al final, la perfección es una idea que solo te hace sentir más vacío.

Aquellas palabras cayeron como una chispa. Sergio frunció el ceño. No porque le parecieran incorrectas, sino porque no encajaban en su visión del mundo. Florencia, en cambio, le sonrió como si hubiera dicho algo profundamente sabio, sin captar del todo el significado.

—El mundo está mal —interrumpió Sergio con voz grave—. Ahora nos quieren convencer de que ser putos está bien, que hay que destruir la familia. Todo es confusión.

León lo miró fijamente. Su respuesta fue precisa, medida, pero con un filo apenas perceptible:

—Sí, pero a veces esos “putos” son hermanos, hijos, primos. Y siguen siendo familia. Mi papá me enseñó a pensar por mí mismo, a no seguir reglas solo porque los demás las imponen. No sé si eso se llama rebelión… o simplemente honestidad.

Clara se tensó aún más. León había sido demasiado directo. Florencia, como siempre, parecía flotar fuera del alcance de las implicaciones, sonriendo a medias.

Sergio soltó una risita despectiva, tratando de minimizar la tensión.

—Bueno, ¿y tú qué piensas de todo esto, Rodrigo? —preguntó a su hijo, quien por fin levantó la cabeza, indiferente.

—No sé… cada quien hace lo que quiere —respondió, sin energía.

Florencia, ansiosa por restablecer la calma, cambió de tema con rapidez. Habló de las flores del jardín, de las cenas llenas de visitas, de los tiempos en que Rodrigo era “tan bueno” en el colegio… Un intento desesperado por devolver la conversación a terrenos familiares, a lo que ella conocía.

Pero León, que había estado observando cada gesto, cada silencio, cada microexpresión, veía lo que otros no querían ver: la brecha entre la imagen de una familia feliz y la realidad que se escondía tras ella. En su mente, crecía un reconocimiento silencioso: a veces, las máscaras de perfección no ocultan las cicatrices, solo las empujan más adentro.

Antes de levantarse de la mesa, León lanzó una mirada fugaz a Clara. Ella lo miró con una mezcla de tristeza y preocupación. Él entendía lo que pasaba por su cabeza: la lucha entre ser fiel a su familia y seguir su corazón no era fácil. Pero para León, la familia no era una idea abstracta. La suya distaba de lo tradicional, pero era real. Y eso, al final, era lo único que importaba.

—Gracias por la comida —dijo, con voz baja pero firme—. Todo estuvo muy bien.

Florencia asintió, feliz, sin entender nada. Sergio, en cambio, lo observó con aire de desconcierto, como si nunca hubiera conocido a un joven así. Nadie lo había desafiado abiertamente antes. Todos asentían, callaban, se acomodaban.

Clara tomó la mano de León mientras salían, agradecidos por haber sobrevivido a la velada.

Confrontación en el aula

La clase de ética avanzaba como siempre: el profesor Ortega hablando con esa voz monótona de quien cree que ya lo sabe todo, repitiendo conceptos que nadie escuchaba. León estaba al fondo, girando la pulsera en su muñeca. Un gesto mecánico. Como si necesitara tocarla para recordar que tenía derecho a estar ahí.

Ortega se detuvo. Lo miró. Frunció el ceño.

—¿Eso es lo que creo que es, León? —dijo, con una sonrisa de mierda en la cara.

León alzó la vista. Lento. Calmo por fuera. Por dentro, el estómago se le encogió.

—¿La pulsera? Sí —respondió. Nada más. Nada menos.

Ortega cruzó los brazos. Se inclinó un poco. Como si con eso fuera a ganar altura moral.

—Interesante. ¿Sabes lo que simboliza o solo la usas para llamar la atención?

León no parpadeó.

—Sé exactamente lo que significa. Es la bandera del orgullo gay.

Silencio. Algunos compañeros miraron al piso. Otros, a él. Nadie dijo nada. Nadie nunca decía nada.

Ortega dio un paso al frente. Como si el salón entero tuviera que ver lo que iba a pasar.

—Qué bueno que lo sepas —dijo, con una risita seca—. Porque no todo el mundo quiere a los putos.

León apretó los dientes. Las manos, sobre el pupitre, se cerraron en puños. Notó cómo los nudillos se le ponían blancos. Sentía el corazón golpeándole las costillas. Pero no bajó la mirada.

—Mi papá me enseñó que el odio existe —dijo, con voz baja pero clara—. Y que no hay que normalizarlo.

Ortega lo miró como si fuera un problema que no sabía cómo resolver.

—Tu papá… —empezó, pero León ya se estaba levantando.

Se puso de pie. Lentamente. Sin prisa. Caminó hacia el frente. Cada paso resonaba en el silencio. Sentía las miradas clavadas en la espalda. Pero no le importó.

—Mi papá es bisexual —dijo, sin mirar a Ortega, sino al salón entero—. Estuvo con un hombre. Alex. Duró años. No fue fácil. Mi mamá sufrió. Mi familia lo rechazó. Y yo… yo era un niño tratando de entender por qué el amor de mi papá era un crimen.

Nadie se movió.

—Alex me enseñó a pintar. Me regalaba pinceles cada cumpleaños. Nunca intentó ser mi padre. Solo fue… alguien que me quería. Y que mi papá amaba.

Hizo una pausa. Tragó. Notó el nudo en la garganta, pero no lo dejó subir.

—Pero no funcionó. Porque el mundo no perdona a los que se atreven a ser distintos. Ni siquiera a medias. Mi papá cargaba culpa. Alex, miedo. Y yo… yo cargaba el silencio.

Ortega abrió la boca.

—León, esto no es—

—¿No es qué? —lo cortó—. ¿No es el lugar? ¿No es el momento? ¿O es que no te gusta que alguien te diga que tus comentarios de mierda tienen consecuencias?

El profesor retrocedió un paso. Literalmente.

—No vine a ofender —balbuceó.

—No. Viniste a minimizar. A burlarte. A hacer que el odio suene como una opinión.

León respiró hondo. No gritó. No tembló. Pero su voz temblaba por dentro.

—Esta pulsera no es moda. Es un recordatorio. De que no voy a callarme. De que no voy a permitir que gente como usted hable de “valores” mientras desprecia a quienes no encajan.

Nadie aplaudió. Nadie dijo nada. Pero algunos dejaron de mirar el piso.

León volvió a su asiento. Las piernas le temblaban. Clara le rozó la mano. Un contacto leve. Fue suficiente.

Después de clase, un par de compañeros lo rodearon. Preguntas torpes. Curiosidad mal disfrazada de interés.

—¿Cómo es tener un papá así? —preguntó uno.

León se apoyó contra el escritorio. Cansado. Pero no iba a huir.

—Es jodido —dijo—. Porque no es solo él. Es el sistema. Mis abuelas me daban camiones de juguete y evitaban las muñecas, como si la bisexualidad fuera contagiosa. Alex no iba a mis actos escolares. “No es adecuado”, decían. Como si su amor fuera una mancha.

Clara lo miró. No dijo nada. Solo apretó su mano.

—Yo no soy gay. Pero igual me juzgaron. Por asociación. Por sangre. Por existir cerca de algo que no entendían.

Se quedó en silencio. No quería seguir. Pero ya no podía parar.

—A veces… —bajó la voz—… me hubiera gustado tener una familia normal. Una donde no tuviera que explicar por qué mi papá no tiene esposa. Donde no tuviera que defender lo que no elegí. Donde no me sintiera responsable de la vergüenza ajena.

Entró a su casa. Arrojó la mochila. Se dejó caer en la cama. Y loró. Sin ruido. Con los dientes apretados. Como si el llanto fuera una traición.

Fuera, era fuerte. Aquí, era un nudo de sensibilidad que no sabía cómo deshacer. Tenía poemas. Canciones. Dibujos llenos de colores que nunca mostraba. Ni siquiera a Clara. Porque temía que, si veía todo, se diera cuenta de que él no era solo quien fingía ser.

Y en la oscuridad, mientras las lágrimas le corrían por las sienes, pensó:

*¿Cuánto tiempo más puedo sostener esto sin romperme?*

El cumpleaños de Alex

Leon estaba en su habitación, absorto en un videojuego de acción en su PlayStation 5. El estruendo de disparos y explosiones llenaba el cuarto, decorado con posters y figuras de sus franquicias favoritas. Apenas notó los golpes suaves en la puerta.

—¿Puedo entrar, Leon? —preguntó Rebeca, asomándose antes de que él respondiera.

—Sí, mamá —dijo sin despegar la mirada de la pantalla.

Rebeca entró y se detuvo en medio de la habitación, con los brazos cruzados. Una leve sonrisa se dibujó en su rostro, pero se desvaneció al instante al darse cuenta de que su hijo no le prestaba atención.

—Hoy es el cumpleaños de Alex —dijo, esperando alguna reacción.

Leon siguió concentrado en el juego, pero asintió con la cabeza y emitió un vago “Hmm”.

—Está muy mal desde que se separó de tu papá. Creo que deberíamos llevarle algo —insistió Rebeca, esta vez con un tono más firme.

—Claro, mamá. Está bien —respondió Leon, sin apartar los ojos de la pantalla.

Rebeca suspiró, caminó hasta el televisor y apagó la consola. Leon giró la cabeza, sorprendido.

—¡Oye! ¡Estaba a punto de ganar!

—Quiero que me prestes atención, Leon. No es solo por Alex. Es por ti. Estas cosas importan —dijo ella, con una mezcla de firmeza y ternura.

Leon dejó el control sobre la cama y se recostó, con un suspiro resignado.

—Está bien, mamá. ¿Qué podríamos llevarle?

Rebeca se sentó a su lado.

—Pensé en algo significativo. Algo que le muestre que, aunque las cosas no salieron como él esperaba, siempre fue parte importante de nuestra familia.

Leon se quedó mirando el techo, pensativo.

—Tengo una idea. Le daré un dibujo que hice de niño. Es un garabato, sí, pero salen él, papá, tú y yo. Alex siempre creyó que sobraba, ¿no? Quizás esto le ayude a entender que no era así.

Rebeca lo miró con ternura, sorprendida por la madurez de su hijo.

—Es una gran idea, hijo. Estoy segura de que le gustará.

Se levantó y caminó hacia la puerta.

—Tu padre llegará en una hora. Vamos los tres.

Leon asintió con una sonrisa relajada mientras ella salía.

El departamento de Alex estaba en penumbra cuando Rebeca, Leon y Daniel tocaron la puerta. Tras unos segundos, Alex abrió. Tenía ojeras profundas y una expresión de sorpresa al verlos.

—¿Qué hacen aquí?

—Es tu cumpleaños —respondió Rebeca, con una sonrisa suave—. Pensamos que sería bueno pasar un rato contigo.

Alex abrió la puerta del todo, dejándolos pasar. El lugar estaba limpio, pero vacío, salvo por una mesa con una botella de vino y un plato a medio comer.

—Gracias por venir. No tenían por qué hacerlo —dijo Alex, con voz apagada.

Leon sacó el dibujo de su mochila y se lo entregó.

—Esto es para ti.

Alex lo tomó, desconcertado. Al desplegarlo, vio un dibujo infantil hecho con crayones: él, Daniel, Rebeca y un pequeño Leon. Aunque las proporciones eran caóticas, el mensaje era claro.

Soltó una risa seca, pero sus ojos se llenaron de lágrimas.

—¿Esto lo hiciste tú?

—Sí. Siempre estuviste ahí, Alex. Solo que a veces no lo veías —respondió Leon.

Daniel cruzó los brazos, como si preparara las palabras que llevaba tiempo evitando.

—Alex, hay algo que necesito que escuches.

Alex alzó la mirada, visiblemente tenso.

—Lo nuestro terminó porque tus celos se volvieron incontrolables. Yo intenté justificarlos, pero no podía seguir viviendo así.

Alex se encogió levemente, como si las palabras lo golpearan.

—Lo sé. Me equivoqué. Mi inseguridad me consumió… Tu madre, Daniel, decía cosas como que tú y Rebeca eran la pareja perfecta, que yo no encajaba. Me convencí de que no tenía un lugar real en tu vida.

Rebeca negó con la cabeza, apenada.

—Lamento que hayas interpretado eso así, Alex. Nunca fue nuestra intención excluírte. Cuando ustedes comenzaron a salir, yo ya había cerrado lo mío con Daniel. Lo entendía. Pero tú seguías celoso, a pesar de todo. —Hizo una pausa—. Aunque… hay que dejar el pasado en el pasado.

Alex asintió despacio.

—Lo sé. Pero entenderlo ahora no borra el daño que causé. Solo espero que puedas perdonarme.

Un silencio pesado llenó la sala. Fue Leon quien lo rompió, levantándose.

—Bueno, ¿qué tal si preparamos algo de comer? Es tu cumpleaños.

Los adultos rieron suavemente, agradecidos por la ligereza del momento. Mientras se dirigían a la cocina, Leon se detuvo un instante y miró a Alex.

—Feliz cumpleaños, Alex.

Alex sonrió débilmente y le revolvió el cabello, como cuando Leon era niño.

—Gracias, Leon

Después de cenar y compartir risas tímidas, Leon y Alex se quedaron solos en el balcón. La noche era fría. Leon llevaba su campera de cuero; Alex, una copa de vino. El silencio entre ellos no era incómodo, pero Leon sabía que tenía algo que decir.

—Alex, ¿puedo preguntarte algo?

Alex asintió, dando un sorbo.

—Claro.

Leon miró las luces de la ciudad y respiró hondo.

—Estoy saliendo con una chica de mi escuela. Se llama Clara. Es increíble: divertida, inteligente… y también es bisexual, como mi papá.

Alex guardó silencio. Su expresión era neutra, pero sus dedos apretaron ligeramente la copa.

—Me gusta mucho, y creo que ella también me quiere. Pero… —hizo una pausa, buscando las palabras— no quiero que nuestra relación termine como la tuya y la de mi papá.

Alex dejó la copa en la baranda y lo miró fijamente, como si necesitara asegurarse de entender bien.

—¿Tienes miedo de que ella se sienta atraída por alguien más?

Leon negó con la cabeza.

—No. De hecho, me siento seguro con ella. No tengo problemas en hablar de mi familia, en presentarla a todos. Eso no me preocupa. Pero veo cómo tu relación con mi papá se fue desgastando, y sé que parte de eso tuvo que ver con su bisexualidad… o al menos con cómo te hacía sentir. No quiero cometer los mismos errores.

Alex suspiró, apoyándose en la baranda.

—Leon, lo que pasó entre tu papá y yo no fue solo por su bisexualidad. Fue por mi inseguridad. Yo creía que no era suficiente para él, que siempre iría a buscar algo que yo no podía darle. Y en vez de hablarlo, dejé que esas ideas me devoraran.

Leon asintió, procesando sus palabras.

—Entonces… ¿qué me aconsejas?

Alex sonrió débilmente.

—Habla con ella. Siempre. Si algo te molesta o te preocupa, dilo. Y escucha lo que ella tenga que decir. La confianza no se construye de la noche a la mañana, pero si los dos están comprometidos, pueden superar cualquier cosa.

Leon lo miró, notando una sinceridad en sus ojos que rara vez había visto.

—Gracias, Alex.

Alex le dio un leve golpe en el hombro.

—Clara tiene suerte de tenerte. Eres un buen chico. Mejor de lo que yo fui en su momento.

Leon guardó silencio un momento, luego dijo:

—No creo que seas un mal tipo, Alex. Cometiste errores, como todos. Pero siempre me cuidaste. Eso no lo olvidaré.

Cuando Leon entró de nuevo, Daniel se quedó un rato en el balcón con Alex. Había evitado cualquier confrontación durante la cena, pero ahora, a solas, el aire entre ellos se tensó, aunque sin hostilidad.

—León te admira mucho, ¿sabes? —dijo Daniel, mirando hacia la ciudad.

Alex alzó la vista, sorprendido.

—¿De verdad? Nunca lo habría imaginado.

Daniel lo miró de reojo, con los brazos cruzados.

—No sé si alguna vez te lo dije, pero creo que hiciste un buen trabajo con él.

Alex sonrió con tristeza.

—Siempre quise que sintiera que tenía una familia, aunque nosotros dos… ya sabes.

Daniel asintió, reconociendo el esfuerzo de Alex, a pesar de sus fallas.

—Y lo hiciste. Leon es un buen chico. Mejor de lo que nosotros éramos a su edad.

Alex soltó una risa corta.

—Eso no es decir mucho. Éramos un desastre.

Daniel también sonrió, aunque con un dejo de melancolía.

—Sí, lo éramos. Pero ver a Leon ahora… me da esperanza. Él tiene la oportunidad de hacer las cosas bien.

Alex lo miró con curiosidad.

—¿Y tú? ¿Estás bien, Daniel?

Daniel tardó unos segundos en responder.

—No lo sé. Pero creo que voy por el camino correcto.

Antes de que Alex pudiera decir más, Rebeca apareció en el balcón con un abrigo y las llaves en la mano.

—Daniel, Leon ya está en el coche. Es hora de irnos.

Daniel asintió y volvió a mirar a Alex.

—Bueno, feliz cumpleaños.

—Gracias. Y… gracias por venir.

Daniel le sostuvo la mirada, con un gesto de gratitud y reconciliación, antes de seguir a Rebeca. Cuando el coche arrancó, Alex se quedó en el balcón, con la copa en la mano, sintiendo por primera vez que su pasado con Daniel ya no lo perseguía tanto.

En el coche, Leon rompió el silencio.

—Papá, ¿estás bien?

Daniel lo miró por el retrovisor y sonrió débilmente.

—Sí, Leon. Solo pienso en cuánto ha cambiado mi vida de lo que alguna vez imaginé.

Nunca había planeado, al casarse, terminar separándose, luego formar una pareja con un hombre, y encima fracasar en esa relación. Sentía cierta pena, como si no fuera el mejor ejemplo para su hijo. Ahora estaba solo, con dos relaciones rotas a cuestas.

Leon, en cambio, no era del todo consciente de la soledad de sus padres. Ya lo había normalizado desde que tenía memoria. Al menos mantenían una relación cordial, sin sabotearse. Eso era lo que se repetía a sí mismo.

*¿Y si yo tampoco puedo tener una relación saludable?*

La duda volvió a surgir, como una sombra que lo acechaba. No lo dejaba en paz.

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