Hola, hermosas mujeres estamos de regreso con una nueva historia, espero sea de su agrado y me acompañen en esta nueva travesía.
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Primero de Octubre, un año más de vida, mi cumpleaños número 45.
Mamá, como cada año, a sus casi ochenta años, no olvida la fecha. Tiene una memoria prodigiosa y es la primera en llamarme.
Desearía que, por una sola vez, el teléfono sonara y la voz al otro lado fuera la de alguno de mis dos hijos. Pero eso es pedir demasiado; ellos tienen vidas muy ocupadas en las que, al parecer, no hay espacio para su madre.
No son malos chicos, al contrario, son excelentes seres humanos. Solo que, en su lista de prioridades, estoy en el último lugar.
—María Teresa, deja de quejarte y mueve ese trasero, que hay mucho por hacer —murmuro para mí misma. Suspiro y entro al baño para comenzar mi rutina de aseo.
La temporada de Halloween ha comenzado, y mis clientes, los reposteros de la Zona Rosa de la capital, tienen su agenda completamente copada con fiestas de disfraces.
Mi pequeña tienda se encarga de suministrar esencias naturales y exóticas para postres, tortas y todo lo relacionado con la repostería.
En dos días se inaugurará una nueva repostería en la zona, y todos estamos a la expectativa. El mes pasado intenté conseguir una cita con el gerente o el repostero principal, pero no lo logré.
Por suerte, gracias a Fermín, conseguí una invitación al evento de lanzamiento.
Fermín es uno de mis mejores amigos y un aliado invaluable en este negocio. Su habilidad para abrir puertas en el mundo de la gastronomía es impresionante.
Aunque, a veces, su actitud hacia mí es demasiado posesiva.
Él es el padrino de mi hijo mayor, Adrián, y el único amigo de mi esposo que, tras su muerte, se mantuvo en contacto conmigo. Durante aquellos días oscuros, fue mi paño de lágrimas, mi apoyo constante.
Mi esposo murió en un trágico accidente automovilístico hace diez años… Fue el golpe más devastador de mi vida.
Con su partida, sentí que mis ganas de vivir se desvanecían, pero tenía dos hijos que me necesitaban. Por ellos, debía mantenerme de pie.
Tuve que enfrentar un futuro en el que él ya no estaba, criando sola a dos adolescentes que no solo habían perdido a su padre, sino también a su guía.
No era solo mi dolor, era también el de ellos, y eso hacía que todo fuera aún más difícil.
Fueron días de tristeza indescriptible, pero también de redescubrimiento. Hasta entonces, había sido ama de casa, completamente dedicada al hogar, sin experiencia en el mundo laboral.
De repente, tuve que aprender a ser madre y padre al mismo tiempo, mientras intentaba reconstruirme y encontrar la manera de salir adelante.
Pero Rodrigo, incluso después de muerto, nos dejó protegidos. Su seguro de vida nos dio estabilidad y permitió que Adrián y Charrill estudiaran las carreras que siempre soñaron.
Gracias a eso, nunca nos faltó nada… excepto él.
Hoy, diez años después, lo sigo extrañando…
Su ausencia dejó un vacío que no he querido "o quizás no he podido llenar".
Con su partida, también sepulté cualquier posibilidad de volver a amar. Desde entonces, mis hijos y mi tienda han sido mi única razón para seguir adelante.
Mi proyecto personal, una pequeña tienda de esencias naturales y exóticas para la repostería, se convirtió en mi refugio. Mi lugar seguro, donde me distraigo, me reinvento y, sobre todo, me siento útil.
El evento será a las 11 de la mañana. Tengo dos días para preparar mi atuendo.
Estoy segura de que todas las grandes personalidades de la repostería estarán presentes. Aunque no disfruto las multitudes, sé que no puedo dejar pasar esta oportunidad.
Mi objetivo es claro: hablar con el repostero principal, conseguir una cita y lograr que pruebe mis esencias. Si todo sale bien, podría convertirlo en cliente. Esta es la oportunidad que he estado esperando para ingresar a las grandes ligas.
Dicen que es un genio… y un tirano en la cocina. No acepta consejos, no tolera sugerencias y, sobre todo, no confía en nadie. Si logro que pruebe mis esencias, será un milagro.
Un postre creado por él tiene un valor mínimo de $2.500 dólares. Eso solo hace que el reto sea aún más grande y, si soy sincera, también más emocionante.
En últimas, si no logro mi objetivo, al menos tendré la oportunidad de degustar sus postres, ya que serán gratis.
Actualmente, no puedo darme ese lujo. Para probar uno de sus postres tendría que dejar de pagar el alquiler del local por dos meses. Definitivamente, están fuera de mi alcance.
El timbre suena, sacándome de mis pensamientos. Miro el reloj. Nadie suele visitarme a esta hora.
¿Será posible que, por primera vez en años, alguno de mis hijos haya recordado mi cumpleaños?
Me asomo por la ventana y veo un coche lujoso estacionado. Hasta donde sé, ninguno de ellos tiene el presupuesto para un automóvil así. Tal vez es para algún vecino y se equivocaron de puerta, pienso, pero el timbre vuelve a sonar.
Sin más remedio, bajo las escaleras y abro la puerta.
—¡Primis! —grita Marla eufóricamente, lanzándose a abrazarme.
Es mi prima, la loca de la familia.
Sí, loca, porque se atrevió a luchar y a vivir su vida como quiere.
Una mujer hermosa, fina y elegante, aunque algo extravagante… De esas que iluminan cualquier lugar con su sola presencia.
Se casó con un australiano que la llevó a vivir a su país, y desde entonces, apenas la veo cada década…
Mentira, no es tanto tiempo, pero la adoro tanto que un año sin verla parece una eternidad.
—¿No me digas que no te alegra verme? —pregunta con uno de sus característicos pucheros.
—Por supuesto que me alegra, eres mi prima favorita.
—¡Soy la única que tienes! —exclama, rodando los ojos con su típica actitud desbordante.
—Sabes que te adoro, solo me sorprendió tu llegada —respondo con una cálida sonrisa, abrazándola con fuerza.
—¿Cómo iba a faltar a tu cumpleaños número 45? Además, no tengo un millón de dólares disponible para pagarte.
Mis ojos se abren como platos al escuchar lo del millón de dólares. Lo había olvidado por completo.
Cuando terminamos la secundaria, hicimos una promesa loca: ir a rumbear juntas en el cumpleaños número 45 de cada una. Y para que ninguna se echará para atrás, hicimos un acuerdo oficial: firmamos un contrato ante un notario y con testigos.
El incumplimiento de lo pactado acarrearía una multa de un millón de dólares que se destinaría a la fundación de las Hermanitas de la Caridad y no sé cuántas bobadas más incluimos, porque a los 18 años, todo parece divertido.
—¿No me digas que vas a pagar el millón de dólares? ¿No sabía que eres tan rica? —pregunta, levantando una ceja con su sonrisa burlona.
—Déjate de bobadas. Sabes bien que no tengo ese dinero, y si lo tuviera, no lo regalaría tan fácilmente.
—Entonces, primita, alístate, ¡y vamos a buscar nuestros vestidos! Recuerda, yo escojo el tuyo, y tú el mío —me dice guiñando un ojo.
"¡Mierda! Hice un pacto con el diablo"...
María Teresa Andrade.
"¡Mierda! Hice un pacto con el diablo", pienso mientras entro a mi habitación. Me coloco frente al tocador, busco el rimel y me aplico un poco en las pestañas, seguido de un poco de brillo en los labios.
De repente, Marla entra detrás de mí, sus ojos recorriendo mi figura de arriba abajo. Sigo su mirada, pero no logro entender ese gesto de desagrado en su rostro, como si algo en mí le molestara.
Se acerca a mi clóset y empieza a revisar mi ropa. La veo pasar las prendas una por una, frunciendo el ceño cada vez más.
—¿Cuándo perdiste el buen gusto y empezaste a vestirte como mi abuela? —dice, antes de dirigirse a las gavetas de mi ropa interior. Saca uno de mis panties, lo observa de cerca, girándolo como si intentara descifrar qué es, y luego rueda los ojos—. Ahora entiendo por qué llevas diez años sin un hombre a tu lado.
La miro sin comprender.
—Mis panties son clásicos, diseñados para la comodidad.
—Esto es un atentado contra tu feminidad —declara, sacando todo el cajón de mi ropa interior y arrojándolo a la basura.
—¿¡Pero qué te pasa!? —exclamo, agachándome para rescatarlos.
—No te atrevas a sacarlos —me amenaza con voz autoritaria, señalándome con un dedo como si fuese a cometer un sacrilegio.
Como una niña asustada, me alejo, mirando con tristeza mis panties tirados en la basura.
—Definitivamente, creo que la reina Isabel, a sus 90 años, tenía mejor gusto que tú —dice con sus palabras sin ningún remordimiento.
—¿Pero qué tiene de malo mi ropa? Son sastres clásicos y formales —me acerco al clóset, defendiendo mis prendas con firmeza.
Ella me fulmina con la mirada y saca un conjunto azul celeste: una chaqueta larga y un pantalón de tiro alto, sus cortes son clásicos.
—La verdadera pregunta es, ¿qué tienen de bueno? Ese modelo paso de moda hace 20 años, el color te hace parecer una anciana de ochenta años, y el entallaje es una talla más grande. Debes parecer una ñoña.
Frunzo el ceño y abro los ojos como platos. Nadie me había insultado así antes.
—Ay, no me vengas a decir que estás ofendida. Mírate: ese saco beige con cuello tortuga y ancho junto con esa falda larga hasta los tobillos, sacada de los años 50... ¡es un horror!
Miro mi buzo, uno de mis favoritos, y mi falda, cómoda y práctica.
—Y ni hablemos de tu peinado de mujer frustrada, ¡Dios mío! Salgamos de aquí antes de que tanta fealdad me dé un infarto.
Me miro al espejo. Llevo el cabello peinado y recogido en un moño, pensando en proyectar seriedad.
—¿Y cómo quieres que me vista o me peine? Por si lo olvidas, soy una mujer madura con dos hijos adultos —le respondo mientras la sigo, tratando de defender mi estilo.
Ella se gira y me lanza una sonrisa maliciosa que me hace retroceder, deseando haber mantenido la boca cerrada.
—Vamos, hoy es un día de renacer: un cambio de look, de clóset... ¡Te amo! No sabes cuánto me encanta ir de compras —exclama emocionada, estirando sus brazos hacia arriba.
—No tengo dinero —me excuso, pero ella vuelve a dibujar una sonrisa burlona en sus labios.
—No te preocupes, primita. Tengo una tarjeta ilimitada cortesia del idiota de mi marido. Así que, se te acabaron las excusas… ¡ahora mueve tu trasero!
Respiro profundo. Sé que cuando a Marla se le mete algo en la cabeza, no hay poder humano que la detenga.
Subimos al coche y el chófer arranca mientras ella teclea algo en su teléfono.
—Listos los turnos. Luis, por favor, al spa de Brenda —ordena al conductor.
Minutos después llegamos y una señorita muy atenta nos da la bienvenida. Nos entrega unas batas junto con supuesta ropa interior desechable.
Al detallarla observó que los panties son un triangulo pequeñisimo al frente, con dos cordones a los lados, y en la parte trasera… un cordón que se bifurca hacia los lados.
El brasier no es mejor: dos diminutos triángulos apenas sostenidos por cordones.
—Yo no me voy a poner esto. ¡Esto y nada es lo mismo! —digo muy segura mostrándolos con indignación.
—Bueno, si prefieres no usarlos y quedarte desnuda, es tu decisión — me responde encogiéndose de hombros, con una tranquilidad odiosa, mientras yo muero de vergüenza.
Al final no tuve más opción. Maldito contrato que firmé hace más de 20 años, aceptando recibir sus regalos sin protestar en mi cumpleaños 45.
Gracias al cielo nos dieron una bata, aunque es extremadamente corta y mis pompis se alcanzan a ver.
Iniciamos con un masaje, supuestamente relajante, pero juro por Dios que es todo lo contrario. Cada músculo de mi cuerpo duele y se tensa como si estuvieran desenterrando piedras.
—Relájese, señora, para que lo pueda disfrutar —dice el masajista con voz calmada.
—¡Ay! Eso duele —gimoteo entre dientes.
—Tiene la espalda llena de nudos, parece que lleva el mundo a cuestas —comenta mientras sigue presionando. Yo solo suplico en silencio que termine rápido.
—¡Ayayai! —grito cuando frota mis manos con fuerza.
—Señora, no entiendo cómo sobrevive con tanto estrés. Es evidente que jamás se había realizado un masaje —añade. Y, aunque me duela admitirlo, tiene razón.
—¿Dónde está la relajación si me duele hasta el pelo? —protesto con amargura.
—Es normal. Su cuerpo está demasiado tensionado, pero en dos días notará los cambios —me explica. Yo solo pienso que preferiría no sentir nada.
—Deja de ser tan quejumbrosa —me reprende Marla desde su camilla, relajada como si estuviera en el paraíso.
Ruedo los ojos, ignorándola.
Desde ya, estoy planeando qué regalarle en 18 meses, cuando cumpla 45… algo para vengarme.
Por fin, el masaje termina, pero el alivio dura poco: pasamos a la sesión de depilación. ¡Madre mía, odio a mi prima!
Me quitan hasta el último pelo, incluso de mi panocha.
Mi rostro arde y está rojo como un tomate… No sé si por la vergüenza o el dolor.
—Primis, relájate. Ellos son profesionales, ninguno saldrá diciendo que les tocó rapar a un oso —dice Marla entre carcajadas.
Mis piernas estaban un poco velludas, y mi centro... bueno, algo, pero no era para tanto.
Lo siguiente es un corte de cabello, seguido de una despigmentación facial. Cierro los ojos y me dejo llevar.
Cuando me miro en el espejo, es como ver una versión de mí que creí perdida. Mi piel resplandece, como si el tiempo hubiera retrocedido, y mi cabello brilla con una intensidad que había olvidado.
Me cuesta reconocerme. La mujer al otro lado del espejo… ¿Soy realmente yo?
Definitivamente, necesitaba este cambio.
—Quedaste hermosa, solo falta cambiar esos trapos...
—Quedaste hermosa, solo falta cambiar esos trapos —dice de la manera más despectiva, como si estuviera vestida como una pordiosera.
—Mi ropa no será de la última colección de moda de París, pero es de marquita —giro mi suéter para mostrarle la etiqueta.
—¿Hace cuánto compraste esa reliquia? —pregunta Marla, alzando una ceja con burla.
Me detengo a pensar, contando con los dedos…
El año pasado no, porque Charill se graduó y le regalé el viaje por Europa que tanto quería.
Hace dos años tampoco, porque Adrián puso su negocio y me pidió ayuda económica.
Hace tres… mamá tuvo su implante de cadera.
Definitivamente, tampoco fue ese año.
—¡Por el amor de Dios, deja de contar con los dedos! —me interrumpe Marla, exasperada—. Esa ropa que llevas fue de la colección de hace milenio.
Su vocesota retumba en mis oídos, dejándome aturdida.
—Pues yo vivo en el mundo real, donde hay hijos, deudas y gastos mensuales que cubrir —respondo molesta—. No todos podemos darnos la gran vida como tú.
—¿Y quién te dijo que yo no vivo en el mundo real? Lo que pasa es que yo evolucioné con él, ¡querida prima! Además de ser madre, también soy mujer, con necesidades. Siempre he sido consciente de que mis hijos son un préstamo y que, algún día, se irán para hacer su propia vida.
—No creas que no lo sé — lo reconozco, dejando escapar un profundo suspiro—. Eso fue lo que pasó con Adrián y Charril —digo sintiendo un vacío en mi pecho.
—No quiero discutir por bobadas. Hoy es un día para pasarla sabroso —dice Marla, acercándose para abrazarme. Me conoce tan bien que sabe perfectamente que estoy frustrada.
—Gracias por estar aquí… De verdad te lo agradezco —expreso con melancolía.
—¡Ay, no! No te me pongas sentimental, con carita de perro apaleado. Mejor vamos al restaurante de la esquina a almorzar. Y verás que te cambia esa expresión, lo que pasa es que ya tienes hambre.
Sonrío. Cómo extrañaba a mi loca prima.
—Debemos movernos, este clima está espantoso. Terminaron los vientos de agosto y comenzó esta época caótica en la que hace frío, calor y, de un momento a otro llueve. Por suerte, siempre estoy preparada —digo sacando mi chal del bolso con orgullo para ponermelo.
—No me digas que te vas a colocar esa cosa horrible de la abuela —dice, quitándomelo de las manos.
—No es horrible, es súper cómodo —replico, pero su mirada matadora me obliga a guardarlo de nuevo en el fondo de mi bolso.
Al salir del spa, Luis ya nos está esperando.
—Pero si el restaurante está a dos cuadras, ¿podemos ir caminando? —sugiero inocentemente.
—¿Y cómo crees que nos van a tratar al vernos llegar caminando y con esas fachas tuyas? Seguro nos mandan a la puerta trasera, pensando que vamos por las sobras —dice, girando los ojos mientras subimos al coche.
Quisiera refutarla, pero es cierto. Estamos en la zona más exclusiva de la ciudad, donde solo viven los que realmente tienen dinero.
Las calles están rodeadas de grandes edificios con terrazas y ventanales enormes. Los centros comerciales más exclusivos de la ciudad están a unas cuantas cuadras.
En esta manzana de la Zona Rosa converge la élite en todo su esplendor.
Si se quiere ser parte de la alta sociedad, este es el lugar indicado. Aquí es normal cruzarse con actores famosos, políticos, ministros y magnates poderosos.
A solo cinco cuadras de este mundo de lujo, mi pequeña tienda de 4 x 4 metros lucha por mantenerse a flote.
El alquiler que pago es sorprendentemente bajo en comparación con su valor real. Lo conseguí en plena pandemia de COVID-19, cuando la incertidumbre dominaba el mercado.
Doña Bertha y don Manuel, los dueños, siempre me dicen que están agradecidos conmigo. Aseguran que mis esencias los ayudaron a superar el virus y, como muestra de gratitud, me ofrecieron el local a un precio que nadie más conseguiría en esta zona.
He ido conquistando mi mercado poco a poco, pero no lo suficiente.
Cada mes, las cuentas aprietan un poco más… y si no logro un contrato pronto, todo habrá sido en vano. Los gastos ya están superando las ventas.
—Bella durmiente, llegamos. Toma, ponte mi abrigo, porque aquí no basta con ser; también hay que aparentar ser parte de ellos.
Las palabras de Marla me dejan pensando.
"¿Será esa la razón por la que mis productos no han tenido la acogida que merecen?"
Cuento con todos los registros sanitarios, alimenticios y de exportación. La calidad es indiscutible, pero quizás el problema no está en el contenido, sino en la presentación.
Tendré que pedirle a ella que les eche un vistazo y me dé algunas sugerencias sobre los empaques. Tal vez ahí esté la clave.
Bajamos del coche, y agradezco que me haya prestado su abrigo. Los vientos todavía soplan fuertemente, a pesar de que agosto quedó atrás, aún golpean con fuerza.
El mozo, al notar la llegada del automóvil y la ligera llovizna, se apresura con un paraguas para protegernos de ella.
—Bienvenidas, señoras. ¿Tienen reservación? —pregunta con aparente cortesía, aunque no puede evitar escanearme de pies a cabeza, como si tuviera micos en la cara. "Otro que critica mi ropa". Todo esto mientras nos acompaña hacia la puerta principal.
—Por supuesto, está a nombre de Marla Andrade de Báez.
—Adelante, por favor.
Nos abre la puerta de vidrio y, de inmediato, un mesero impecablemente vestido nos guía hasta nuestra mesa.
El lugar es deslumbrante. Grandes lámparas de cristal cuelgan del techo, proyectando una luz cálida y sofisticada. Los pisos de mármol brillan con un pulido impecable, y cada mesa está dispuesta con una elegancia que equilibra el lujo con la comodidad.
Todo aquí grita exclusividad y refinamiento, justificando sin esfuerzo que un almuerzo pueda costar entre 400 y 500 dólares.
Estoy absorta, pensando en cómo podría ofrecerle al repostero del lugar mis productos, cuando una voz me saca de mis pensamientos.
—¿No que tenías hambre? —pregunta Marla al ver mi plato intacto, y mirándome fijamente como si quisiera leer mis pensamientos. Así que hablo sobre la comida.
—Sí, pero creo que me puede dar una indigestión solo con pensar en el precio de este platillo —respondo, mirando la exquisita langosta frente a mí.
—Si no comes, lo que te va a dar es una gastritis.
—Dime, ¿cuándo te ganaste el Baloto y no me lo contaste?
—Ese es un tema del que hablaremos luego. Por ahora, disfruta de la cortesía de mi adorado marido.
—¿Por qué tanto misterio? —insisto, solo para recibir una mirada amenazante. Suspiro y, en un gesto exagerado, paso mi mano por la boca como si cerrara una cremallera.
Seguimos disfrutando de la comida y de una exquisita botella de vino, comentando lo delicioso que está cada platillo.
Marla, en cambio, parece tener otro tipo de interés… No deja de observar a los meseros con una mirada que tiene más de cazadora que de simple comensal.
—Listo, vámonos. Ya se nos hizo tarde y aún tenemos que ir de compras —dice de repente.
Nos levantamos y salimos del restaurante. Luis ya está esperándonos afuera. Nos toma 30 minutos recorrer tres cuadras debido al caos del tráfico.
Finalmente, llegamos al centro comercial más grande y prestigioso del sector, donde solo encuentras prendas exclusivas y de diseñador. No sé si Marla se ganó el Baloto o asaltó un banco.
Caminamos entre las tiendas, admirando los escaparates repletos de ropa increíblemente sofisticada.
Miro esas prendas y luego las comparo con las mías… De repente, siento que llevo harapos. Instintivamente, comienzo a cerrar el abrigo que Marla me prestó.
Entramos a una de las tiendas más exclusivas. Desde la puerta, todo grita lujo y dólares. Me da miedo incluso tocar algo.
Mientras Marla examina una blusa, mis ojos se detienen en la etiqueta del precio… y casi me da un infarto.
—¡5,000 dólares!
Siento que las piernas me fallan y el color abandona mi rostro.
La impresión es tal, que por un momento creo que voy a desmayarme.
—Creo que deberíamos irnos. No puedo permitir que gastes tanto —digo, girando sobre mis talones e intentando salir, pero sus palabras me detienen en seco.
—Eso significaría que tienes un millón de dólares para regalar.
Me quedo paralizada, sintiendo cómo mis pasos se congelan en el aire. Me giro lentamente hacia ella, forzando una sonrisa y tomando unas cuantas prendas.
—¿Tú?...
*** Hola, Bellas mujeres dejen sus comentarios, las leo. Nos vemos si Dios no la presta mañana a la misma hora.
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