El sonido estridente de la alarma me saca del sueño como un martillazo. Miro el reloj: 4:00 a. m. Otro maldito día comienza. Maldigo internamente mientras apago el maldito despertador. Todo el mundo dormido y aquí estoy yo, a punto de arrastrarme al hospital.
"¿Por qué elegí esta vida?", pienso mientras me lavo la cara con agua fría. Me encantaría quedarme cinco minutos más en la cama, pero los huesos rotos y las emergencias no esperan. Me recojo el cabello en un moño, tomo mi bata, y me echo un último vistazo en el espejo: impecable, como siempre. Bárbara Pantoja, cirujana ortopédica y modelo a seguir, lista para conquistar el día.
Por fuera, soy una profesional perfecta. Por dentro, me maldigo a mí misma, al reloj, al sistema de salud y a la existencia de los lunes.
Llego al Hospital St. Francis y camino hacia la sala de descanso, mi santuario antes de enfrentar el caos. Pero apenas pongo un pie dentro, me topo con el doctor Michael Reed, el director. Lo respeto mucho, pero a las 4:30 a. m., no quiero hablar con nadie.
—Bárbara, justo la persona que buscaba. —Tiene esa sonrisa que siempre logra inquietarme.
"¿Qué he hecho ahora?", pienso, pero por fuera sonrío.
—Buenos días, doctor Reed. ¿Todo en orden?
—Perfectamente. Quería informarte algo: en dos días llega un nuevo cirujano cardiovascular.
—¿Otro? —pregunto con una leve mueca que rápidamente oculto.
—Es alguien con experiencia y excelentes referencias. Estoy seguro de que trabajarán bien juntos.
"Claro, porque lo único que necesito es otro cirujano egocéntrico imponiendo sus reglas en mi quirófano", pienso mientras sonrío y asiento con profesionalismo.
—Entendido, doctor Reed. Estoy segura de que será un gran aporte al equipo.
Salgo de la sala con la noticia rondándome la cabeza. Algo en mi interior me dice que este "nuevo talento" traerá más problemas que soluciones.
Tras un turno interminable, decido pasar por el supermercado. Mis gatos, Cleo y Max, me esperan con sus miradas hambrientas, y yo necesito reabastecer mi nevera. Mientras camino por los pasillos, mis pensamientos divagan hacia mi vida. Siempre tan ordenada, siempre tan controlada… aunque últimamente, siento que algo falta.
De regreso a casa, me encuentro con una escena inesperada: un camión de mudanza estacionado frente a mi edificio. Los vecinos nuevos siempre son un tema delicado, y más cuando mi apartamento es un santuario de silencio.
Al llegar a mi puerta, escucho ruidos al otro lado de la pared. Alguien está moviendo muebles y hablando en voz alta. Me asomo por la ventana y veo a un hombre con una guitarra al hombro. Es alto, musculoso y con un aire despreocupado. Su cabello rubio desordenado le da un aspecto rebelde, casi atractivo… hasta que lo escucho gritar:
—¡Cuidado con esa caja! Si rompes algo, lo pagas.
"Perfecto", pienso. Arrogante y ruidoso. Exactamente lo que no necesito.
Al día siguiente, en la reunión matutina del hospital, estoy tratando de mantenerme despierta cuando el doctor Reed se levanta para dar su discurso.
—Es un honor presentarles a nuestro nuevo cirujano cardiovascular, el doctor Dominic Sanz.
Levanto la mirada, curiosa, y mi corazón se detiene por un segundo. Es él. El tipo del camión de mudanza.
Entra en la sala con una sonrisa arrogante, como si el hospital entero le perteneciera. Su bata blanca está impecable, y lleva un café en la mano. Su mirada recorre la sala hasta que se encuentra con la mía.
—¿Nos conocemos? —pregunta, inclinando ligeramente la cabeza.
—No —respondo, tensa. "Por favor, que no sea mi vecino. Por favor, que no sea él", pienso, aunque ya sé la verdad.
Cuando Dominic toma la palabra para presentarse, se explaya con historias de su experiencia en grandes hospitales y su enfoque innovador en la cirugía. Mientras habla, mis pensamientos corren: "Un narcisista con una guitarra. Esto va a ser un infierno".
Pero lo peor llega al final del día, cuando me cruzo con él en el pasillo.
—Entonces… ¿vas a invitarme a un café, vecina? —me dice, apoyándose despreocupadamente contra la pared.
Lo miro, incrédula.
—¿Perdón?
—Vivo al lado. Lo de anoche fue mi mudanza, por si no te diste cuenta con tanto ruido.
Siento que me arde la cara de la rabia, pero me contengo.
—Lo noté perfectamente. —Mi tono es cortante.
—Relájate, Barbie. Seguro nos llevaremos bien.
Se aleja antes de que pueda responder, dejándome con una mezcla de irritación y… algo que no quiero admitir.
"Esto va a ser un infierno", pienso mientras lo veo desaparecer por el pasillo. Pero, por primera vez en mucho tiempo, no estoy segura de si eso es algo malo.
Es increíble cómo alguien puede arruinarte el día con solo existir. Dominic Sanz, el nuevo cirujano, mi vecino, y la encarnación misma de lo que odio en un hombre: egocéntrico, ruidoso, y encima guapo. Me paso el turno entero pensando en nuestra breve interacción. ¿Barbie? ¿De verdad? Nadie me llama así desde que tenía seis años.
"Tranquila, Bárbara. Ignóralo y todo estará bien", me repito mientras conduzco de vuelta a casa. Pero al llegar al edificio, mi mantra de calma se desmorona.
La música comienza incluso antes de abrir la puerta de mi apartamento. Los graves retumban en las paredes y los gritos de una conversación se filtran a través de la delgada pared que separa nuestros hogares.
Dejo mis bolsas en la mesa de la cocina y suspiro. "No puede ser. Apenas lleva un día aquí".
Intento ignorarlo. Me cambio, me preparo una taza de té, me acomodo en el sofá con un libro… pero cada página que leo es interrumpida por los gritos y la risa de sus amigos.
Al final, mi paciencia se agota. Me levanto, camino hacia su puerta, y golpeo con fuerza.
Dominic abre casi al instante, sosteniendo una lata de cerveza. Lleva una camiseta negra ajustada que deja al descubierto sus brazos musculosos y un par de jeans rasgados que parecen hechos a medida para él. Pero lo que más me irrita es su sonrisa. Esa sonrisa arrogante que ya parece ser su marca registrada.
—¿Vecina? ¿Te nos unes? —pregunta, señalando hacia el interior, donde un grupo de personas está sentado en el suelo, riendo y bebiendo como si no tuvieran responsabilidades en la vida.
—No, gracias. —Cruzo los brazos y lo miro directamente a los ojos. —Pero me encantaría que bajaras la música. Algunos de nosotros trabajamos mañana.
Dominic se ríe, como si acabara de contarle un chiste.
—Oh, vamos. Es solo música. Relájate un poco, Barbie.
Ahí está de nuevo, ese maldito apodo.
—¿Sabes qué? Llámame Bárbara. Y si no puedes ser un buen vecino, al menos finge serlo.
Dominic ladea la cabeza, aparentemente intrigado por mi actitud.
—Vale, Bárbara. Tranquila, bajaremos el volumen.
Cierra la puerta antes de que pueda responder, y segundos después la música sigue exactamente igual de fuerte. Resoplo, frustrada, y vuelvo a mi apartamento.
A la mañana siguiente, llego al hospital todavía cansada. Las pocas horas de sueño que logré conseguir no fueron suficientes para borrar el cansancio acumulado. Al menos tengo un par de operaciones programadas, lo cual significa que podré evitar a Dominic.
O eso creía.
Justo antes de entrar en el quirófano, lo veo en el pasillo. Está revisando un expediente, completamente concentrado, hasta que levanta la mirada y me ve. Su sonrisa se extiende como si todo lo que pasó anoche no hubiera ocurrido.
—Buenos días, vecina. ¿Dormiste bien?
—Perfectamente. —Mi tono es tan seco que casi podría prender fuego. Si existiera algún pozo cerca lo lanzaría de cabeza, lo juro.
Él ríe entre dientes.
—Me alegra escuchar eso. Nos vemos en la junta de casos esta tarde.
Lo observo alejarse, con esa seguridad que parece seguirlo como una sombra, ¿Desde cuándo los hombres tienen un culo tan perfecto? También me encuentro preguntándome cómo alguien tan irritante puede ser tan endemoniadamente atractivo.
La tarde llega más rápido de lo que esperaba, y con ella, la junta de casos que el doctor Reed había mencionado. Estoy sentada en la sala de conferencias, revisando las notas del paciente que voy a presentar, cuando Dominic entra con su habitual aire despreocupado, una taza de café en la mano.
—Bien, colegas —empieza el doctor Reed—, vamos a discutir un caso complicado. El doctor Sanz y la doctora Pantoja trabajarán juntos en esto.
Mi corazón se detiene por un segundo. ¿Juntos? ¿Acaso me robe el pan de la santa cena? ¿O fui quien entregó a Jesús?
—Será un placer, doctor Reed —dice Dominic, inclinando la cabeza hacia mí con una sonrisa que me hace querer lanzarle mi libreta o mejor aún, mi zapato.
El caso es un paciente joven con fracturas múltiples y complicaciones cardíacas. Mientras el doctor Reed explica los detalles, siento la mirada de Dominic sobre mí. Finalmente, al terminar la reunión, se acerca.
—Bueno, parece que estamos destinados a trabajar juntos, Barbie.
—Bárbara. —Recalco mi nombre con toda la paciencia que puedo reunir.
—Claro, claro. —Me guiña un ojo. —Esto va a ser divertido.
Lo veo alejarse mientras reprimo un suspiro. Dominic Sanz no es solo un patán, es el infierno con bata blanca. ¿Acaso se le habrá escapando al mismo demonio del infierno?
Esa noche, después de un turno largo, decido nadar. Es mi escape, mi forma de desconectarme del mundo y calmar mi mente. La piscina comunitaria del edificio está vacía, como me gusta. Dejo que el agua fría me relaje mientras nado de un extremo al otro.
Cuando salgo y envuelvo mi cuerpo en una toalla, oigo una voz detrás de mí.
—Vecina, no sabía que eras sirena.
Me giro para encontrar a Dominic apoyado en la barandilla, con una botella de agua en la mano.
—¿Qué haces aquí? —pregunto, exasperada.
—Vivo aquí, ¿recuerdas?
—Esto es increíble. —Resoplo mientras recojo mis cosas. Mi traje de baño es de cuando iba a la universidad, pequeño y casi translúcido. Espero que no se haya fijado.
—Relájate, Barbie. Te ves más linda cuando no estás a la defensiva.
Lo ignoro y me dirijo hacia mi apartamento, jurando que voy a encontrar la manera de mantenerlo fuera de mi vida. Pero mientras cierro la puerta tras de mí, no puedo evitar una pequeña sonrisa.
Este infierno promete ser interesante.
El siguiente día en el hospital comienza como cualquier otro: café en mano, lista de pacientes, y un horario apretado. Mi humor está un poco menos agrio después de la nadada de anoche, pero aún no puedo dejar de pensar en Dominic y su actitud de "me da igual todo".
Sin embargo, eso cambia en el momento en que ambos nos encontramos con nuestro primer caso en conjunto: un niño de cinco años, Ethan, con fracturas en ambas piernas después de un accidente automovilístico, además de un historial cardíaco complicado.
Cuando llego a la sala de emergencias, Dominic ya está ahí, inclinado hacia el pequeño con una expresión que no había visto antes en él: tranquilidad y ternura. Está sosteniendo la mano de Ethan, diciéndole algo que logra arrancarle una risa al niño, a pesar de su dolor evidente.
—Hola, Bárbara —dice Dominic al verme entrar. Su tono es relajado, pero diferente al que usa usualmente. —Este pequeño campeón necesita de tus habilidades milagrosas con los huesos.
—Claro. —Dejo mis cosas a un lado y me acerco al niño con una sonrisa cálida. —Hola, Ethan. Soy la doctora Bárbara. Vamos a ayudarte a sentirte mejor, ¿de acuerdo?
Ethan asiente tímidamente, aferrándose a la mano de Dominic. Es un momento simple, pero por primera vez veo otra faceta de Dominic. No hay arrogancia ni bromas; solo un hombre genuinamente preocupado por su pequeño paciente.
Mientras reviso las radiografías y evaluamos el plan de tratamiento, Dominic permanece junto al niño, manteniéndolo calmado y distraído. Por más que odio admitirlo, es... encantador verlo así.
Mi día iba de perros, en la mañana derrame mi café en mi bata extra, esa mancha me costará quitarla, así que debo pensar en llevarla a la lavandería. Suerte que traigo mi blusa blanca.
Horas después, estamos en quirófano. Ethan está sedado y listo para que yo estabilice las fracturas mientras Dominic supervisa sus constantes vitales. Todo marcha perfectamente hasta que, al girarme para pedir una herramienta al enfermero, siento un tirón en mi blusa.
El pequeño gancho de mi bata médica se ha quedado atascado en una bandeja metálica, y cuando trato de liberarme, escucho un sonido desgarrador. Mi blusa se fue a pique, y se rasga ligeramente desde el hombro hasta el pecho.
—¿Estás bien? —pregunta Dominic, claramente conteniendo una risa.
—Perfectamente —murmuro, tratando de cubrirme y concentrarme en el procedimiento.
Pero, por supuesto, no todo termina ahí. La bata también tiene un pequeño desgarro que deja al descubierto parte de mi brazo. Siento el calor subiéndome al rostro mientras trato de actuar como si no pasara nada.
—Aquí. —Dominic se acerca, quitándose su bata protectora para cubrirme. Lo hace con naturalidad, pero la cercanía me pone nerviosa.
—Gracias —digo, tratando de no mirarlo a los ojos.
—No hay problema, Barbie.
Su tono es amable, no burlón, y eso me desconcierta más que cualquier otra cosa.
Terminamos con éxito la cirugía, y Ethan es trasladado a recuperación. Estoy exhausta, y todo lo que quiero es un café antes de continuar con el día. Mientras camino hacia la sala de descanso, Dominic aparece a mi lado.
—Buen trabajo ahí dentro.
—Gracias. Tú también hiciste un buen trabajo con Ethan. Eres... diferente con los niños.
—¿Eso es un cumplido? —Sonríe, pero no con arrogancia. Parece genuinamente curioso.
—Tal vez. —Le devuelvo una sonrisa, pero antes de que la conversación pueda continuar, las luces del pasillo parpadean y se apagan de golpe.
—¿Qué demonios...? —murmura Dominic, y entonces el hospital entero se sume en la oscuridad.
Por un momento, el único sonido es el zumbido de los generadores de emergencia, pero incluso esos fallan.
—Esto no es bueno. —Miro a mi alrededor, intentando orientarme en la penumbra.
—Definitivamente no. —Dominic saca su teléfono y enciende la linterna. —Ven, hay que asegurarnos de que los pacientes estén bien.
Asiento y lo sigo por el pasillo, pero antes de que podamos llegar a la sala de recuperación, las puertas del ascensor junto a nosotros se abren con un chirrido.
—Mira eso, todavía funcionan. Subamos al tercer piso.
—¿Estás seguro?
—Claro. ¿Qué podría salir mal?
Tan pronto como las puertas se cierran detrás de nosotros, el ascensor se detiene con un temblor y las luces de emergencia parpadean antes de apagarse completamente.
—Perfecto —murmuro, golpeando el botón de emergencia, que por supuesto no responde ni mierdas.
—Bueno, al menos estamos juntos —bromea Dominic, encendiendo nuevamente la linterna de su teléfono, si es el final del mundo saliste bendecida conmigo.
—Fantástico. Mi sueño hecho realidad.
Nos sentamos en el suelo mientras tratamos de contactar a alguien, pero las señales están caídas. La ciudad entera parece estar enfrentando un apagón masivo.
—Así que, doctora Pantoja... ¿qué haces para relajarte cuando no estás salvando vidas?
—¿De verdad quieres hacerme esa pregunta ahora?
—Claro. ¿Qué mejor momento para conocernos?
Suspiro, resignada.
—Escribo. Notas personales y Novelas, principalmente.
—¿En serio? No lo habría adivinado. ¿De qué tipo las novelas?
Lo miro, dudando.
—Novelas románticas... para adultos.
La sonrisa que aparece en su rostro es suficiente para hacerme arrepentir instantáneamente de haber dicho algo.
—Bueno, bueno, Barbie. Eso explica tu capacidad de inventar insultos creativos.
—Ni siquiera empieces.
Pero su risa es contagiosa, y antes de darme cuenta, estoy riéndome también.
El tiempo pasa lentamente, pero en algún momento Dominic deja de bromear. Se inclina contra la pared, mirándome con una expresión seria que no le había visto antes.
—¿Sabes? Lo que dijiste antes sobre los niños... Es cierto. Me gustan porque son los únicos que no esperan nada de ti. Solo quieren que seas honesto con ellos.
—¿Y con los adultos no puedes ser honesto?
Se encoge de hombros.
—No siempre. Hay demasiadas expectativas, demasiados juicios. Es más fácil ser el chico arrogante y confiado que todos esperan.
Me sorprende lo honesto que está siendo, pero antes de que pueda responder, las luces del ascensor parpadean y el motor se pone en marcha.
—Finalmente. —Me pongo de pie justo cuando las puertas se abren.
—Fue divertido, ¿no? —dice Dominic mientras salimos al pasillo.
Lo miro de reojo.
—Digamos que fue... interesante.
Y, por primera vez desde que lo conocí, no estoy completamente segura de odiarlo.
El otoño se instala en California con su característico aroma a tierra mojada y hojas caídas. Los días son cada vez más grises, y el cielo parece estar permanentemente cubierto de nubes. Aunque las semanas pasan, Dominic sigue siendo una constante en mi vida: en el trabajo, en los pasillos del hospital, e incluso como vecino.
La dinámica entre nosotros ha cambiado sutilmente desde aquel apagón. Su actitud arrogante todavía está ahí, pero ahora parece más... tolerable. Incluso diría que tiene un encanto escondido, aunque jamás lo admitiría en voz alta.
Es un día especialmente lluvioso, y como de costumbre, estoy corriendo contra el reloj para llegar al hospital. Cuando me detengo frente a la entrada, me doy cuenta de algo importante: olvidé mi paraguas.
Perfecto. Estoy a punto de salir corriendo bajo la lluvia cuando una voz familiar me detiene.
—¿Siempre olvidas cosas, Barbie? —Dominic aparece junto a mí, sosteniendo su paraguas negro.
—No empieces, Sanz.
—Relájate. Solo estoy ofreciendo ayuda. —Abre el paraguas y lo extiende sobre ambos.
Intento ignorar la cercanía mientras caminamos hacia la entrada. Él camina con una calma exasperante, mientras yo intento no tropezar con los charcos.
—Gracias, supongo —digo cuando finalmente llegamos a la puerta.
—¿Eso es un "gracias sincero" que estoy escuchando? —pregunta con una sonrisa burlona.
—No te acostumbres.
Me alejo antes de que pueda decir algo más, pero no puedo evitar sonreír un poco.
Un par de días después, estoy en la cafetería del hospital buscando algo para comer cuando me doy cuenta de que olvidé mi monedero en la mesita de noche. El pánico me golpea: no tengo efectivo ni tarjetas, y el hambre me está matando.
—¿Problemas? —pregunta Dominic desde detrás de mí, con una bandeja ya llena de comida.
—Nada que te importe —respondo, pero mi tono lo traiciona.
Él levanta una ceja, mirándome con esa expresión que siempre parece estar a medio camino entre la diversión y el desafío.
—Déjame adivinar. Olvidaste tu monedero.
No respondo, pero mi silencio lo dice todo.
—Muy bien, Barbie. Esta va por mi cuenta.
Antes de que pueda protestar, paga mi comida junto con la suya y me entrega la bandeja.
—No te estoy pidiendo un favor, Dominic.
—Lo sé, pero lo estoy haciendo de todas formas. Puedes devolvérmelo invitándome un café algún día.
Lo miro con desconfianza, pero no puedo evitar sentirme agradecida.
—Gracias. Y no me llames Barbie.
—Como quieras, doctora Pantoja. —Me guiña un ojo antes de sentarse en una mesa cercana.
El día de descanso que tanto había esperado llega finalmente, pero, como siempre, no está exento de caos. Estoy revisando un caso con Dominic en su oficina cuando, por accidente, derribo un archivo y golpeo su rostro.
—¡Auch! —dice, llevándose las manos a la cara.
—¡Lo siento! —Me apresuro a ayudarlo, pero cuando levanta la vista, veo que sus lentes han caído al suelo y están completamente torcidos.
—Genial. Ahora estoy medio ciego.
Me siento terrible, aunque no puedo evitar notar lo diferente que se ve sin los lentes. Sus ojos azules parecen aún más intensos, y por primera vez, realmente lo encuentro atractivo.
—¡Oh, mierdas! Lo lamento. ¿No puedes ver sin ellos?
—No es que no pueda ver del todo. No veo de lejos, ni las letras pequeñas.
—Vamos a arreglar esto. ¿Tienes algún paciente ahora?—le digo tomando su mano.
— No. ¿A dónde vamos?
—A una óptica. Es lo mínimo que puedo hacer—. Agarro las llaves de mi auto y lo arrastro fuera del hospital.
Cuando llegamos, Dominic se prueba varios marcos mientras yo intento no mirarlo demasiado. Cada vez que se coloca un par, tengo que luchar contra el impulso de opinar sobre lo bien que se ve. La chica de la óptica es muy amable. ¿Porqué tiene que acercarse tanto y sonriendo todo el tiempo?
—¿Qué opinas? —pregunta, probándose unos lentes sin montura.
—Son... aceptables.
—Aceptables, ¿eh? Sabes, podrías simplemente decir que me veo increíble. No te juzgaré.
Ruedo los ojos, pero estoy sonriendo.
Finalmente, compra un par de lentes nuevos, y mientras regresamos al hospital, no puedo evitar pensar en cuánto han cambiado las cosas entre nosotros. Dominic no es el hombre que pensé que era, pero tampoco estoy lista para admitir cuánto me gusta esta nueva dinámica.
Download MangaToon APP on App Store and Google Play