El Reino de Alejandría era un vasto y próspero territorio, organizado meticulosamente en torno a su majestuosa capital, ubicada en el corazón del reino. Esta capital, con su imponente palacio real, constituía el centro neurálgico del poder y la vida social. Desde allí, los caminos principales se extendían como los radios de una rueda hacia los territorios de los nobles, reforzando la centralidad del poder real.
La capital de Alejandría no era sólo un pueblo más; era una vibrante metrópolis repleta de vida, comercio y actividad política. Sus calles adoquinadas estaban llenas de bullicio y sus edificios, una mezcla de estilos arquitectónicos antiguos y modernos. En su corazón se erguía el palacio real, una edificación grandiosa con torres que parecían rozar el cielo, símbolo del poder y la autoridad del rey.
En Alejandría, tres familias sobresalían por encima de las demás. La familia real Alarcón gobernaba con firmeza, pero a su altura estaban las familias ducales Monterreal y Cortés. El equilibrio del reino dependía en gran medida de estas tres casas.
En el amanecer de un gélido invierno, un oscuro presagio se cernía sobre el Ducado de Cortés. Los pasillos de la majestuosa mansión estaban llenos de susurros y pasos apresurados. Las habitaciones, habitualmente silenciosas y regias, resonaban con los gritos desgarradores de Cecilia, la Duquesa de Cortés, mientras luchaba por dar a luz.
Cecilia, la segunda esposa del Duque Franco Cortés, había conocido a su esposo en un baile de gala. Él, el epítome de la elegancia y el porte, gozaba de una reputación intachable y un linaje tan puro que rivalizaba con la familia real. Amable con los extraños y cercano solo con los suyos, Franco había sido todo lo que Cecilia podría desear. Ella, hija del Conde Cázares, fue vista como la elección perfecta tras la trágica muerte de Dalia Grimaldi, la primera esposa del Duque, con quien tuvo a su primogénito, Devon.
Pero aquella noche, mientras Cecilia daba a luz, algo profundamente perturbador ocurrió. Entre el dolor de las contracciones, la Duquesa comenzó a maldecir a Franco, una furia inesperada brotando de su alma.
—¡Maldito seas, Franco! ¡Maldito seas por hacerme esto! —gritaba Cecilia, con el rostro descompuesto por el dolor y la rabia.
Las doncellas, horrorizadas y confundidas, no comprendían la razón detrás de aquella ira. ¿Era acaso el dolor del parto o el tormento en su corazón lo que la consumía? Solo Franco, el hombre que se mantenía impasible en su despacho mientras su esposa agonizaba, conocía la verdad.
El rostro de la Duquesa, antes lleno de amor, ahora reflejaba arrepentimiento, amargura y traición. Con cada contracción, sus gritos se volvieron más desesperados.
—¡Que esta maldición caiga sobre ti y tu linaje! ¡Tendré un niño! ¡Tendré un niño, ya lo verás! —clamaba, con una determinación feroz.
Pero cuando los gritos finalmente cesaron, el silencio fue roto por el llanto de una recién nacida. La duquesa Cecilia, exhausta y derrotada, había dado a luz a una niña.
En medio de su dolor físico, Cecilia enfrentaba una amargura más profunda: había descubierto la cruel verdad sobre su esposo. Franco no la amaba como ella creía; para él, tanto ella como la criatura que esperaba no eran más que piezas en su implacable juego de poder.
El sombrío descubrimiento de Cecilia había ocurrido unas semanas antes, en una tarde fatídica. Mientras paseaba por los pasillos del castillo, escuchó una conversación que la detuvo en seco. Desde el despacho de Franco, su esposo discutía en tono bajo con uno de sus consejeros más cercanos.
—La niña será nuestra clave. Con ella, aseguraremos las alianzas necesarias. Ningún noble se atreverá a cuestionar nuestro control —decía Franco, su voz carente de emoción.
El corazón de Cecilia se rompió al escuchar aquellas palabras. Franco planeaba utilizar a su hija como una herramienta en su búsqueda insaciable del trono. Ella, quien había creído en el amor de su esposo, descubría que su matrimonio no era más que una estrategia política.
Esa misma noche, llena de dolor y traición, enfrentó a su esposo.
—El hombre que conocía nunca fue lo que me mostró. El hombre que amaba es un desgraciado podrido por la ambición —le dijo, con la voz temblorosa y el rostro empapado en lágrimas.
Pero Franco, con una frialdad que nunca había mostrado antes, no negó nada. Simplemente la miró, como si su sufrimiento no significara nada. Aquella noche, el amor de Cecilia murió junto con sus ilusiones.
Los días siguientes fueron un tormento para la Duquesa. El peso de la verdad la consumía y no podía soportar la idea de traer al mundo a una niña que sería utilizada como una simple pieza en los planes de su esposo. En sus últimos momentos, la desesperación la envolvía, y aunque luchaba por la vida de su hija, también maldecía el destino que la aguardaba.
Finalmente, tras un parto agotador, Cecilia falleció. Las doncellas rodearon su lecho, sollozando por la muerte de su señora. El Duque, sin embargo, permaneció tranquilo en su oficina, indiferente a los gritos de su esposa.
Cuando una doncella finalmente le dio la noticia, Franco se levantó con calma y se dirigió a la habitación. Al tomar en brazos a la niña, su expresión cambió levemente. Con una sonrisa apenas perceptible, murmuró.
—Elena, ese es su nombre.
Sin siquiera mirar el cuerpo de su difunta esposa, Franco dio órdenes para los preparativos del funeral y salió de la habitación.
El día del funeral, una densa neblina rodeaba la mansión Cortés. La capilla familiar estaba llena de nobles y allegados que mostraban expresiones de tristeza solemne, aunque muchos ocultaban una chispa de curiosidad. La ceremonia fue un evento cargado de pompa, lágrimas y murmullos silenciosos.
Al finalizar, los invitados se dirigieron a la mansión para ofrecer sus condolencias al Duque. Sin embargo, más que ofrecer consuelo, la mayoría tenía un interés evidente, conocer a la recién nacida.
—Mi más sentido pésame, Duque Cortés —dijo la Marquesa de Aragonés, con una sonrisa apenas disimulada—. Debe ser un consuelo tener a su hija en estos tiempos difíciles. ¿Podríamos conocerla?
El Duque la miró, imperturbable.
—Mi hija está descansando —respondió con frialdad—. No es momento para visitas.
El Marqués de Silva intentó suavizar la situación.
—Entendemos, por supuesto. Solo pensamos que verla podría traer algo de alegría…
Franco lo interrumpió con una mirada penetrante.
—La princesa de Cortés no recibirá visitas. Ya he dicho suficiente.
Las palabras del Duque eran definitivas. Su negativa dejó una sensación de intranquilidad entre los nobles presentes. ¿Qué secreto ocultaba el Duque? ¿Por qué no deseaba mostrar a su hija?
Mientras las sospechas crecían, un mensajero del rey llegó, trayendo tanto sus condolencias como sus felicitaciones por el nacimiento de la princesa Elena. El Duque agradeció el mensaje, pero en su mirada brillaba un destello de interés.
Al extremo opuesto de Cortés, en el sur, se encontraba el Ducado Monterreal. El actual regente de dicho Ducado, Caelan Monterreal, era considerado el polo opuesto de Franco Cortés, aunque, en realidad, no eran tan diferentes. Ambos compartían una ambición común, el trono de Alejandría.
La noticia del nacimiento de Elena y la negativa del Duque Franco a presentarla en sociedad había llegado, como un rumor interesante, hasta los oídos del Duque Monterreal. Al escucharlo, el hombre de cabello negro azabache y ojos penetrantes soltó una carcajada cruel, que resonó en la sala antes de que hablara en tono despectivo.
—¡Cualquier desgracia que le ocurra a ese bastardo de Cortés es motivo de celebración! —exclamó Monterreal, mientras un brillo malicioso cruzaba sus ojos—. ¡Sírvame una copa! Brindaré por su esposa muerta. Aunque no sé si ese hipócrita está realmente triste... puedo imaginar su repugnante cara fingiendo dolor.
Después de regocijarse un momento, el Duque se detuvo. Su sonrisa se desvaneció rápidamente, dejando paso a una expresión de reflexión.
—Una hija... Tanto alboroto y misterio. Claro que nada de esto es casualidad. ¿Qué truco estará preparando ese bastardo?
De repente, la atmósfera en la sala se volvió más seria. El Duque hizo una señal y, en cuestión de segundos, un hombre de rostro cubierto apareció en la oficina. Sin perder tiempo, Monterreal dio sus órdenes con voz firme y autoritaria.
—Quiero saber todo sobre la recién nacida de Cortés. Averigua si esos rumores son ciertos o si ese bastardo ha recordado que es humano y siente aprecio por su hija. Sea lo que sea, quiero conocer hasta el último detalle. Y recuerda, fallar es igual a morir.
Con el paso de los días, la negativa de Franco Cortés a mostrar a su hija Elena comenzó a generar una ola de rumores y especulaciones entre los nobles. La curiosidad se transformó en obsesión, y cada conversación en los salones giraba inevitablemente en torno a la pequeña que nadie había visto.
La mansión Cortés, habitualmente un bastión de discreción, se convirtió en el centro de atención. Los nobles susurraban teorías sobre los motivos del Duque. Algunos decían que la niña tenía una apariencia extraordinaria; otros, que había algo terriblemente mal en ella. La incertidumbre alimentaba la imaginación de todos.
En un elegante salón de la casa del Marqués de Salinas, un grupo de nobles discutía los últimos acontecimientos. La conversación, como era de esperarse, pronto se centró en la hija del Duque Cortés y su misteriosa reclusión.
—Es evidente que el Duque oculta a la pequeña por alguna razón —comentó la Condesa de Valera, tomando un sorbo de vino.
—Ese hombre, tan aferrado a las tradiciones de la nobleza, ha decidido ignorar la más básica de todas, presentar a un nuevo miembro de su familia—apuntó el Vizconde de Morella—. ¿Qué razones podría tener?
—La mayoría de nosotros quiere ver a la niña. ¿Podría ser una estrategia para generar expectativa? —preguntó la Baronesa de Lúria.
El Marqués de Salinas se inclinó hacia adelante, su voz baja y conspiradora.
—Quizás esté jugando un juego más profundo de lo que imaginamos. Tal vez quiere que todos nos obsesionemos, para luego revelarla de manera que le otorgue alguna ventaja.
—Eso es arriesgado —replicó la Condesa—. Pero, viniendo de Franco Cortés, no sería sorprendente. Esa niña tiene mucho valor; todos querrán tenerla como nuera. Las alianzas más poderosas se forjan a través del matrimonio.
Mientras tanto, en la mansión Cortés, el Duque observaba con ligera satisfacción cómo sus decisiones estaban generando el efecto deseado. El misterio alrededor de Elena crecía cada día más. En un mundo donde la percepción lo era todo, mantener a su hija oculta la convertía en un objeto de intriga y deseo. Cada movimiento que hacía Franco estaba calculado para aumentar el poder de su familia.
En ese momento, Devon, el pequeño maestro del Ducado, regresaba a la mansión tras haber pasado varios meses en otro territorio, recibiendo clases. Al cruzar el umbral, no mostró ninguna emoción visible. Había escuchado los rumores sobre lo sucedido con Cecilia, pero no parecía afectado.
Mientras caminaba por el pasillo del segundo piso, un sonido peculiar llamó su atención. Era un gruñido diminuto, suave, casi inaudible. Intrigado, Devon siguió el sonido hasta una puerta entreabierta. Se detuvo en seco al reconocer la habitación que Cecilia había preparado para el bebé. Por un instante, consideró marcharse, pero algo lo detuvo.
Empujó la puerta con curiosidad y entró.
La habitación estaba decorada en tonos blancos, con muebles y cojines perfectamente ordenados. En el centro, una gran cuna cubierta con suaves cortinas dominaba el espacio. El pequeño gruñido se escuchó nuevamente. Devon se acercó, con pasos ligeros.
Al llegar a la cuna, apartó las cortinas con manos ansiosas. Lo que vio lo dejó sin aliento. Allí, envuelta en suaves mantas, estaba su nueva hermana. Pequeña, con cabello rubio, largas pestañas doradas y unos ojos grandes y azules como el cielo despejado. Sus mejillas rosadas y regordetas le daban una expresión de absoluta serenidad.
Devon, sorprendido por la belleza de la pequeña, murmuró una sola palabra.
—Bonita...
La doncella encargada de cuidar a Elena regresó a la habitación con un biberón y encontró a Devon observando a su hermana. Sonrió al verlo.
—Bienvenido, joven maestro.
Devon no respondió; su atención seguía fija en Elena.
—Es preciosa —afirmó la doncella, acercándose a la cuna.
Finalmente, Devon rompió su silencio.
—Es mía —susurró, con una intensidad que heló la sangre de la doncella.
—Disculpe, joven maestro, ¿a qué se refiere? —preguntó ella, confundida.
Devon repitió con mayor convicción.
—Ella es mía.
La doncella rió, asumiendo que se trataba de la inocencia de un niño.
—Las personas no son propiedad, joven Duque. La princesa es su hermana, es igual a usted.
Devon giró su mirada hacia la doncella. A pesar de su apariencia infantil, había algo inquietante en sus ojos rojos.
—No se parece a mí ni a mi padre —replicó él, casi desafiante.
La doncella trató de explicarle.
—Es porque la princesa se parece a su madre, la Duquesa Cecilia.
Devon, sin vacilar, contestó con una firmeza que no correspondía a su edad.
—Mi padre dijo que todo lo que pertenece a Cortés me pertenece. Ella pertenece a Cortés, por lo tanto, es mía.
La doncella sintió un escalofrío recorrer su cuerpo. Las palabras de Devon estaban cargadas de una autoridad inquietante. Tratando de convencerse de que solo era un niño, forzó una sonrisa.
—Sí, joven maestro... algún día todo lo que pertenezca a Cortés será suyo.
Satisfecho, Devon volvió su atención a Elena. Observó a su hermana con una intensidad perturbadora, acariciando suavemente el borde de la cuna, como si confirmara su posesión.
La doncella continuó en silencio, alimentando a Elena, mientras su mente se llenaba de confusión y preocupación. La actitud de Devon no era la de un niño común. Sus palabras revelaban una comprensión inquietante de poder y propiedad.
Finalmente, Devon se retiró de la habitación, dejando a la doncella con una sensación de alivio, como si por fin pudiera respirar de nuevo.
En el exuberante jardín del palacio real, un rincón rebosante de flores exóticas y fuentes burbujeantes, la Reina Leticia observaba con orgullo a su hijo, el joven príncipe Arturo, mientras tomaba una lección al aire libre. El sol filtraba sus rayos a través de las hojas, creando un ambiente tranquilo y lleno de vida. Arturo, concentrado en sus estudios, mostraba ya a sus siete años una inteligencia y madurez que auguraban un futuro prometedor como monarca.
La Reina Leticia se volvió hacia el Rey Dante, que observaba la escena en silencio. Su mirada reflejaba una mezcla de satisfacción y preocupación, la mente de la Reina divagaba hacia los recientes acontecimientos en la mansión Cortez, que no habían escapado a su interés. Leticia rompió el silencio con un tono solemne.
— ¿Qué piensas sobre eso, Majestad—Preguntó, sin quitar los ojos de Arturo.
El Rey continuó en silencio por un momento, antes de responder con un suspiro.
—Creo que ha nacido la novia ideal. —Dijo la Reina, con un brillo calculador en sus ojos.
El Rey chasqueó la lengua, reflexionando.
—Es apenas una diferencia de siete años. Deberíamos apresurarnos y asegurar un compromiso.
El Rey se levantó y se volvió hacia la Reina, con una expresión pensativa.
—Sería lo ideal, pero...
La Reina Leticia levantó una ceja, esperando que continuara. —¿Pero?— Inquirió, curiosa.
—Pero aún hay tiempo para pensarlo. —Respondió el Rey, con voz grave.
—El Duque Cortéz no es un hombre fácil. Nunca muestra sus intenciones claramente. Podríamos ir hoy mismo con una propuesta y ser rechazados. Dejemos que él dé el primer paso.
La Reina asintió, comprendiendo la prudencia en las palabras de su esposo. Sabía que Franco Cortés era un hombre de astucia y cálculo, y cualquier movimiento en falso podría ser desastroso.
—Tiene razón. —Coincidió la Reina— No podemos apresurarnos. Pero debemos estar atentos.En estos tiempos de incertidumbre, esa niña, podría ser clave para nuestra familia. Unir nuestras casas fortalecería nuestro reino.
El Rey Dante asintió, sus ojos fijos en Arturo. —Exactamente. Mantengamos nuestras opciones abiertas y observemos. Cuando llegue el momento adecuado, estaremos preparados para actuar.
El Rey hizo una pausa, luego, con un tono más sombrío, dijo. —Debemos tratar ese otro tema.
La mención hizo que la Reina se pusiera de inmediato a la defensiva, arqueando una ceja y frunciendo el ceño.
—No hay nada que tratar.—Replicó Leticia, con una dureza en su voz. El Rey se acercó, su expresión molesta.
—No podemos omitirlo más. Lo hecho, hecho está y no hay vuelta atrás.
La Reina enfureció, y casi sin darse cuenta, levantó su tono de voz con vehemencia —¡Cómo que no tiene solución! ¡Claro que la tiene y eso es...! —Se calló al ver el ceño fruncido del Rey, que la miraba con intensidad.
—Dilo, Reina, di cuál es esa solución. —Insistió el Rey, su tono fue un desafío. La expresión de la Reina se fue apagando poco a poco y las palabras que estaban en la punta de su lengua se desvanecieron. El Rey, con una voz que sonó como una advertencia, dijo. —Ten cuidado con lo que dices y haces, Reina.
La conversación entre el Rey y la Reina se desvaneció en el aire. El Rey se retiró del jardín, dejando a Leticia con sus pensamientos en conflicto.
La Reina sintió cómo sus manos temblaban, la cabeza le dolía y tenía el pecho agitado. —Es fácil... es fácil para usted.—penso Leticia —Soy yo la que carga con la vergüenza, con la traición, con la peor parte, luego de trabajar tanto para arreglar los errores de tú familia... ¿es así como me pagás?
Mientras Arturo continuaba con su lección, ajeno a las complejas intrigas que se tejían a su alrededor.
En un rincón apartado del palacio real, se encontraba un viejo palacio ocupado por los caballeros reales. Este lugar, con su campo de entrenamiento rodeado de altas paredes de piedra, había sido testigo de incontables batallas y entrenamientos a lo largo de los años. Aquí, los aspirantes y los ya consagrados caballeros se forjaban en el fuego de la disciplina y el rigor.
El Rey Dante se dirigió hacia el campo de entrenamiento al llegar, el Rey se posicionó al lado del comandante de los caballeros, Robert, un hombre robusto con cicatrices que contaban historias de batallas pasadas. Observando a los aspirantes de caballeros, Dante se sorprendió al ver a un pequeño de unos cinco años entrenando con una determinación y habilidad inusuales para su edad. El niño tenía el cabello rojo y los ojos dorados reflejos inconfundibles de su linaje.
El Rey se detuvo, observando al niño con una mezcla de curiosidad y sorpresa.
—Robert, ¿no pensé que fueras tan cruel? ¿Cómo pones una espada en las manos de un niño de ese tamaño? —Preguntó el Rey, sin apartar la vista del niño.
El capitán soltó una carcajada, mostrando una confianza inusual con el monarca.
—Se equivoca, Majestad. Yo no he puesto nada en las manos de nadie. Él solo la tomo —Respondió Robert, con una sonrisa orgullosa.
—Oh... Es bueno. —Dijo el Rey, impresionado por la respuesta.
—Es la sangre real. —Dijo el capitán, con un tono que mezclaba respeto y cautela.
El niño, Bastian, el hijo bastardo del Rey, se movía con una agilidad y precisión que desmentían su corta edad. Cada golpe y cada bloqueo eran ejecutados con una técnica impecable, dejando claro que no solo poseía el talento, sino también el instinto de un guerrero nato.
El Rey Dante observaba a Bastian con conflicto. Sabía que este niño era una parte de su legado, un recordatorio constante de sus acciones y decisiones pasadas. Mientras Bastian continuaba entrenando, el Rey no podía evitar sentir una punzada de culpa mezclada con admiración.
Quince años atrás, el Reino de Alejandría se encontraba en una situación crítica. El antiguo monarca había gestionado el reino de manera ineficaz, dejando a Alejandría vulnerable y en medio de una profunda inestabilidad. Las tensiones con los reinos colindantes se habían intensificado, y al ver la debilidad de Alejandría, varios reinos pequeños se unieron para atacar, con el objetivo de apoderarse de tierras y recursos valiosos.
A pesar de la precariedad del momento, Alejandría contaba con casas nobles fuertes que se convirtieron en el pilar del reino. Entre estas destacaban la Casa Ducal de Monterreal, la Casa Ducal de Cortés y la Casa del Conde Borgia. Estas familias, con sus vastos recursos y poderosos ejércitos, lograron sostener el reino. La estrategia astuta del Duque Franco Cortés y la destreza militar del Duque Monterreal fueron cruciales para llevar al Reino de Alejandría a la victoria. Tras una serie de batallas sangrientas, la guerra terminó con la firma de un tratado de paz, obligando a los reinos invasores a enviar delegaciones a Alejandría para firmar dicho tratado.
La paz trajo consigo celebraciones y también consecuencias inesperadas. Entre las delegaciones de los reinos vencidos llegó una hermosa bailarina, enviada para entretener al Rey Dante y a los nobles durante las festividades. Alejandría, siendo un reino de costumbres conservadoras, no veía con buenos ojos que las mujeres bailaran como entretenimiento. Sin embargo, el Rey, usando como excusa el respeto a las costumbres de otros reinos y la diplomacia, permitió su presencia. La realidad era que el Rey Dante había caído bajo el encanto de la exótica bailarina, encontrando en ella consuelo durante un período de dificultad personal y política.
Tras la guerra, el Rey Dante, cuya reputación había sido manchada por su falta de liderazgo militar, se refugió en los brazos de la bailarina. La mantuvo como su amante secreta durante años, hasta que su matrimonio y el nacimiento de su heredero legítimo cambiaron la dinámica. La situación se complicó cuando la bailarina quedó embarazada y dio a luz a un niño que llevaba innegablemente la sangre real. El escándalo fue inevitable, causando la furia de la Reina, quien había trabajado arduamente para mejorar la situación de la familia real tras la guerra.
Presionado por la corte y la reina, el Rey Dante se vio obligado a repudiar a su amante. Sin embargo, no pudo deshacerse de su hijo bastardo. Cedió la crianza y tutela del niño a su hombre más leal y confiable, el Capitán de los Caballeros, Robert. Así, el hijo ilegítimo del rey fue criado en las sombras, bajo la protección de un hombre cuya lealtad al trono era inquebrantable.
Aunque pareciera un acto de clemencia y de amor paternal el dejar al niño crecer bajo la protección del Rey y en el palacio real, la realidad estaba completamente alejada de eso.
El motivo porque el Rey permitió que Bastian viviera era porque la Reina no podía tener otro hijo, luego de su complicado parto enfermo al punto de quedar infértil. Un divorcio y segundo matrimonio para la familia real era impensable y menos luego de ese escandaloso pasado del Rey. Así que él Rey conservo a Bastian como un respuesto... Por sí algo inesperado ocurriera con su heredero. Esa era la cruel verdad.
Poco a poco, el escándalo fue olvidado por la mayoría, y la reputación del Rey se recuperó. Sin embargo, para Leticia, la traición nunca fue completamente olvidada, y la existencia de Bastian, el hijo nacido de esa aventura, era un recordatorio constante de la fragilidad de la confianza y del precio de los errores pasados.
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