La luz del amanecer se filtraba tímidamente a través de las cortinas de seda, dibujando patrones irregulares sobre el rostro de Julieta. Un martilleo incesante en sus sienes la obligó a abrir los ojos, solo para cerrarlos de inmediato ante el resplandor que inundaba la habitación. No era su habitación. El aroma a sándalo y cuero que flotaba en el aire era demasiado masculino, demasiado... desconocido.
—Mmmm... —Un gruñido a su lado la hizo dar un respingo.
Julieta giró la cabeza con la misma velocidad que un perezoso artrítico, cada movimiento enviando pequeñas punzadas de dolor desde su cuello hasta la base del cráneo. El tictac del reloj de pared resonaba como un martillo neumático dentro de su cabeza. Contuvo el aliento, no tanto por la cautela como por el temor a que el simple acto de respirar aumentara la sensación de que su cerebro estaba haciendo malabares dentro de su cráneo.
A su lado, un bulto bajo las sábanas emitía suaves ronquidos rítmicos. «Por favor, que sea guapo», rogó mentalmente mientras se aventuraba a mirar. Lo primero que vio fue una mata de cabello negro azabache, tan revuelto que parecía que un tornado hubiera jugado con él toda la noche. El desconocido dormía boca abajo, con un brazo musculoso colgando por el borde de la cama y la cara parcialmente hundida en una almohada que, a juzgar por su inmaculada blancura y suavidad, probablemente costaba más que todo su guardarropa.
Su perfil... Julieta tuvo que morderse el labio para contener un silbido de apreciación. Nariz recta, mandíbula cincelada, pestañas largas que proyectaban pequeñas sombras sobre sus pómulos. «Bueno, al menos tengo buen gusto cuando estoy borracha», se consoló.
—¿Qué demonios pasó anoche? —susurró tan bajito que las palabras apenas rozaron el aire.
Como si su cerebro hubiera estado esperando la pregunta, las imágenes comenzaron a desfilar por su mente igual que una presentación de PowerPoint mal sincronizada. Flash: ella en el bar de Malasaña, ese con las paredes cubiertas de pósters vintage y las luces de neón rosa. Flash: un grupo de desconocidos cantando "Living on a Prayer" como si les fuera la vida en ello. Flash: ella subida a la barra, con una diminuta sombrilla de cóctel detrás de la oreja, proclamando que el tequila era "básicamente agua con actitud".
«Oh, no. El tequila».
Las imágenes se aceleraron. Una ronda de chupitos. Otra más. El guapo desconocido —que ahora roncaba suavemente a su lado— retándola a un duelo de tequila mientras sus amigos coreaban "¡Fondo! ¡Fondo!". Ella ganando y haciendo un ridículo baile de la victoria. Y luego... ¿por qué recordaba el sonido de campanas?
Un destello captó su atención desde el rabillo del ojo. Algo brillante. Metálico. Julieta alzó su mano izquierda con la misma lentitud con la que uno levantaría la tapa de una caja potencialmente llena de serpientes. La luz matinal que se colaba por las cortinas hizo destellar el objeto en cuestión: un anillo de oro que abrazaba su dedo anular como una sentencia judicial.
Su cerebro, aún medio adormecido por la resaca, tardó tres segundos exactos en procesar la información.
Uno: «Qué bonito anillo».
Dos: «Espera, ¿por qué tengo un anillo?».
Tres: «OH. POR. DIOS».
El grito que amenazaba con escapar de su garganta se transformó en un chillido agudo que sonó como un globo desinflándose. Se llevó la otra mano a la boca, mordiendo su puño para contener el pánico mientras sus ojos permanecían fijos en el anillo, que parecía burlarse de ella con cada destello.
«Vale, Julieta, respira. Seguro que tiene una explicación perfectamente razonable. Quizás es un anillo de juguete. O un sueño. O tal vez has entrado en una dimensión paralela donde casarse con desconocidos guapísimos es lo normal. ¿No había una película así?»
—No, no, no... —susurró, incorporándose de golpe.
El movimiento brusco despertó a su compañero, quien abrió los ojos revelando unos intensos iris color avellana. Por un instante, ambos se miraron en silencio.
—Buenos días —murmuró él, con una voz ronca que hizo que algo se removiera en el estómago de Julieta.
—Eh... hola —respondió ella, aferrándose a la sábana—. Soy Julieta.
—Marco —contestó él, y entonces sus ojos se posaron en el anillo que ella llevaba. Su rostro palideció—. Oh, Dios mío.
La realización los golpeó simultáneamente cuando Marco levantó su propia mano, revelando un anillo idéntico.
La memoria golpeó a Julieta con la sutileza de un elefante en una tienda de porcelana. Ahí estaba ella, con el vestido negro de cocktail torcido y los tacones colgando de una mano, mientras Marco —ahora recordaba su nombre gracias a haberlo gritado aproximadamente cincuenta veces durante sus votos improvisados— la cargaba escaleras arriba hacia una capilla que parecía sacada de una postal antigua de Madrid.
«¡Más alto!», se había reído ella, extendiendo los brazos como Kate Winslet en Titanic, mientras él trastabillaba en los escalones de piedra. Su corbata, ahora convertida en una improvisada banda para el pelo de Julieta, se balanceaba con cada paso.
—¡Cuidado con el vestido! —había advertido ella entre risas—. Es mi vestido de novia. Bueno, técnicamente es mi vestido de "salir de copas convertido en vestido de novia", pero los detalles no importan.
El oficiante, un hombre bajito con gafas de media luna y una sonrisa que sugería que no era la primera boda improvisada que presidía esa noche, les había recibido con un «¡Ah, más almas gemelas!» que sonaba demasiado entusiasta para las tres de la madrugada.
Los papeles sobre el escritorio de madera gastada habían bailado frente a sus ojos como si estuvieran escritos en arameo. Julieta recordaba haber garabateado su firma con la misma concentración que un cirujano en medio de una operación a corazón abierto, sacando la lengua por el esfuerzo y todo.
—Tu turno, futuro señor mío —había canturreado, pasándole el bolígrafo a Marco, quien lo había tomado con la solemnidad de quien firma un tratado internacional.
—¿Sabes que esto es legalmente vinculante? —había murmurado él, su voz mezclando preocupación con una risa contenida.
—¡Shhh! —ella le había puesto un dedo sobre los labios—. Menos legalidades y más romanticismo, señor abogado.
El recuerdo se disolvió como un cubito de hielo en un vaso de tequila, dejándolos a ambos mirándose en el presente con ojos como platos.
—Nos casamos —las palabras brotaron de sus bocas simultáneamente, como si hubieran ensayado el momento.
El silencio que siguió fue tan denso que Julieta casi podía oírlo zumbar. Empezó como un cosquilleo en la boca del estómago, subió por su garganta y, antes de que pudiera controlarlo, una carcajada escapó de sus labios. No una risita nerviosa, no una risa educada, sino una auténtica carcajada que sacudió toda la cama.
—¡Pfffft! —intentó contenerla tapándose la boca con ambas manos, pero fue inútil. La risa brotaba como una fuente, incontenible y contagiosa—. ¡Nos... nos casamos! ¡En una capilla! ¡Y yo llevaba tu corbata en el pelo!
Se dejó caer hacia atrás en la cama, su cuerpo temblando con espasmos de risa mientras las lágrimas amenazaban con arruinar lo que quedaba de su rímel de la noche anterior. La absurdidad de la situación la golpeaba en oleadas: el vestido negro convertido en improvisado vestido de novia, los votos matrimoniales salpicados de referencias a series de Netflix, el ramo improvisado hecho con servilletas de papel del bar...
—Y... y... —intentó hablar entre risas— ¡usamos un anillo de una máquina expendedora como anillo de compromiso! —logró articular, señalando el brillante círculo de plástico dorado que aún adornaba su dedo índice, testigo mudo de su compromiso pre-boda.
«Si Marina me viera ahora», pensó, imaginando la cara de su hermana mayor al enterarse de que su pequeña Jules se había casado en una ceremonia donde el "algo prestado" había sido una corbata de diseñador convertida en accesorio para el pelo, y el "algo azul" había sido el sello de entrada del bar estampado en su muñeca.
—Esto no puede estar pasando —Marco se pasó una mano por el rostro—. Yo no hago estas cosas. Soy abogado, por el amor de Dios.
—Pues felicidades, señor abogado —respondió Julieta, incapaz de contener una sonrisa traviesa—. Ahora también eres un marido.
Marco la miró como si le hubiera crecido una segunda cabeza.
—¿Cómo puedes estar tan tranquila? ¡Nos casamos! ¡Con desconocidos! ¡En una capilla de madrugada!
—Técnicamente, ya no somos desconocidos —señaló ella, alzando su mano con el anillo—. Somos marido y mujer.
El gemido frustrado de Marco solo consiguió hacerla reír más fuerte. La situación le recordaba a aquella vez en la universidad, cuando se había presentado a un examen final en pijama después de quedarse dormida. Su hermana Marina había puesto exactamente la misma cara de horror que Marco tenía ahora.
—Esto es una locura —murmuró él, levantándose de la cama. Llevaba únicamente unos boxers negros, y Julieta no pudo evitar apreciar su bien formada espalda—. Necesito café. Mucho café.
—Y yo necesito una aspirina —añadió Julieta, notando que su dolor de cabeza empeoraba—. Y tal vez un abogado.
Marco se detuvo en seco.
—Soy abogado.
—¡Perfecto! —exclamó ella con falso entusiasmo—. ¿Podrías divorciarte de ti mismo?
La mirada que le lanzó era una mezcla de exasperación y algo que podría haber sido diversión, aunque intentara ocultarlo.
—Esto no es gracioso, Julieta.
—Un poco sí lo es —insistió ella, envolviéndose en la sábana para levantarse—. Vamos, ¿cuántas personas pueden presumir de haberse casado en una noche de locura con un guapo abogado?
Marco abrió la boca para responder, pero fue interrumpido por el sonido de un teléfono. Ambos miraron alrededor hasta que Julieta localizó su bolso tirado junto a la puerta. Al sacarlo, vio el nombre de Sofía parpadeando en la pantalla.
—¡Jules! ¿Dónde diablos estás? ¡Llevas desaparecida desde anoche! —la voz de su amiga resonó tan fuerte que incluso Marco pudo escucharla.
—Eh... estoy bien, Sofi. Solo que... —Julieta miró a Marco, quien negaba frenéticamente con la cabeza—. Me casé.
El grito que siguió fue tan agudo que Julieta tuvo que apartar el teléfono de su oreja. Marco se dejó caer en una silla cercana, derrotado.
—¿QUE TÚ QUÉ?
—Te llamo luego —cortó Julieta rápidamente—. Tengo que discutir los términos de mi divorcio con mi marido.
Antes de que Sofía pudiera responder, colgó. El silencio volvió a llenar la habitación, interrumpido solo por el sonido del tráfico matutino de Madrid que se filtraba por la ventana.
—Entonces... —comenzó Julieta, balanceándose sobre sus pies—. ¿Tienes café?
Marco la miró fijamente por un largo momento antes de que una sonrisa reluctante apareciera en sus labios.
—En la cocina —respondió finalmente—. Aunque creo que necesitaremos algo más fuerte que café para procesar esto.
—¿Más tequila? —sugirió ella con una sonrisa traviesa.
—Por favor, no menciones esa palabra —gruñó él, pero Julieta pudo ver que estaba conteniendo una sonrisa.
Julieta siguió a Marco por el pasillo, sus pies descalzos deslizándose sobre el parqué pulido que probablemente costaba más que su alquiler anual. El apartamento gritaba "¡Soy un abogado exitoso!" por cada poro: cuadros abstractos perfectamente alineados, una biblioteca que parecía sacada de un catálogo de decoración, y ni una mota de polvo que se atreviera a posarse sobre los muebles de diseño.
«Dios mío», pensó mientras esquivaba una escultura que parecía salida del MoMA, «me he casado con el Patrick Bateman español». Aunque, a juzgar por cómo había tratado su corbata de diseñador la noche anterior, quizás no era tan estirado como aparentaba.
La cocina era exactamente como había imaginado: toda en acero inoxidable y superficies de mármol negro, tan inmaculada que parecía que nunca hubiera sido utilizada. Una cafetera que parecía sacada de la NASA ocupaba un lugar prominente en la encimera.
—¿Sabes? —comentó Julieta, sentándose en un taburete alto mientras observaba a Marco luchar con la cafetera—. De todas las locuras que he hecho, y créeme, tengo un currículum impresionante en ese departamento, esta podría ser la más interesante.
Marco arqueó una ceja mientras medía el café con la precisión de un químico forense.
—¿Ah, sí? ¿Y qué otras locuras compiten con casarse con un desconocido?
—Bueno... —Julieta se acomodó en el taburete, balanceando sus pies descalzos—. Una vez me colé en un concierto de Coldplay haciéndome pasar por repartidora de pizza. Funcionó hasta que intenté entregarle una margherita a Chris Martin.
El café que Marco estaba midiendo se derramó ligeramente sobre la encimera inmaculada.
—También está aquella vez que me presenté a una entrevista de trabajo vestida de pingüino porque había perdido una apuesta —continuó ella, disfrutando de la manera en que los ojos de él se agrandaban con cada historia—. Oh, y no olvidemos cuando convertí mi apartamento en una pista de bolos usando botellas de agua y una sandía.
—¿Una sandía? —Marco detuvo su ritual del café para mirarla.
—Sí, como bola de bolos —explicó ella con toda naturalidad—. Aunque en retrospectiva, quizás no fue mi mejor idea. Mi vecina de abajo aún me mira raro cuando me cruzo con ella en el ascensor.
Una sonrisa involuntaria se dibujó en los labios de Marco mientras retomaba su tarea con la cafetera.
—¿Siempre eres así?
—¿Así cómo? —preguntó ella, robando una manzana del frutero perfectamente dispuesto.
—Tan... —hizo un gesto vago con la mano— caótica.
—Prefiero el término "espontánea" —corrigió ella, dándole un mordisco a la manzana—. O "entusiasta de la vida". Además, mírate: eres un abogado respetable que acaba de casarse en una capilla de madrugada. Claramente, mi caos es contagioso.
Marco soltó una carcajada genuina, el sonido resonando en la cocina de diseño como una nota discordante pero perfecta.
«Oh», pensó Julieta, sintiendo un cosquilleo en el estómago que no tenía nada que ver con la resaca, «esa risa debería ser ilegal».
El aroma del café recién hecho comenzó a llenar el espacio entre ellos, mezclándose con la luz matinal que se colaba por los ventanales y el sonido distante del tráfico madrileño. Por un momento, el tiempo pareció suspenderse: ella sentada en el taburete alto con una manzana mordida en la mano, él apoyado en la encimera de mármol, ambos en una cocina que parecía sacada de una revista de decoración, unidos por un matrimonio improvisado y el peor dolor de cabeza de sus vidas.
Lo que ninguno de los dos podía imaginar en ese momento, mientras el café goteaba rítmicamente en la cafetera de diseño, era que aquella noche de locura, aquella decisión impulsiva tomada entre risas y tequila, era apenas el primer capítulo de una historia mucho más grande. Una historia que transformaría la ordenada vida de Marco en un torbellino de caos creativo, y que enseñaría a Julieta que a veces, solo a veces, los mejores planes son los que nunca planeaste.
Pero eso, por supuesto, ellos aún no lo sabían. Por ahora, solo eran un abogado estirado y una diseñadora caótica, compartiendo un café de resaca en una mañana de domingo, intentando procesar cómo una noche de tequila los había convertido en marido y mujer.
«Al menos», pensó Julieta mientras observaba a Marco servir el café en tazas que probablemente costaban más que su teléfono, «será una historia divertida para contar a nuestros nietos».
El pensamiento la hizo atragantarse con la manzana, provocando una tos que resonó en la cocina minimalista como un sacrilegio contra el orden establecido.
«Vale, vale, vayamos paso a paso», se corrigió mentalmente. «Primero averigüemos su apellido».
El tacón de Julieta resonó contra el suelo de mármol pulido del vestíbulo del edificio número 84 de la calle Serrano. El portero la miró dos veces: primero con sorpresa, después con ese gesto de quien acaba de morder un limón. Sus zapatillas desgastadas, esas que tenían dibujados pequeños gatos ninja en los laterales, chirriaron dejando una marca en el suelo que el hombre se apresuró a limpiar con un paño.
—Ding— El ascensor se detuvo en el ático. Las puertas se abrieron revelando un pasillo que parecía sacado de una revista de decoración. ¿Es que aquí hasta el aire está ordenado?, pensó Julieta mientras buscaba la llave en su bolso desbordante de papeles, pinceles y chocolatinas a medio comer.
Al abrir la puerta del apartamento 5A, el reflejo del sol en las paredes gris perla casi la dejó ciega. Parpadeó varias veces, adaptándose a ese santuario de rectitud donde hasta las sombras parecían haber sido dibujadas con regla.
—¡Marco! ¡Ya llegué! —canturreó, dejando caer su bolso sobre un sofá de cuero italiano que probablemente costaba más que todos sus años de universidad juntos.
Un suspiro exasperado llegó desde el pasillo. Marco apareció, con su traje gris plomo tan perfectamente planchado que parecía recién salido de una tintorería espacial. Se detuvo en seco al ver el bolso sobre su preciado sofá.
—Buenos días, Julieta —dijo con voz tensa, mientras sus ojos no se apartaban del bolso que amenazaba con manchar la tapicería—. ¿Podrías...?
—¡Oh, perdón! —Julieta saltó hacia el sofá, haciendo que su melena pelirroja bailara como llamas—. Es que todavía no me acostumbro a vivir en el museo del orden.
Al recoger el bolso, un pincel rodó hasta caer bajo el sofá. Julieta se tiró al suelo de rodillas para alcanzarlo, mientras su camiseta de los Rolling Stones (heredada de un concierto al que nunca fue) se subía dejando ver un tatuaje de una libélula en su espalda baja.
Marco cerró los ojos y contó hasta diez. Cuando los abrió, Julieta estaba de pie frente a él, sonriendo con esa expresión que mezclaba inocencia y picardía, mientras su cabello formaba un halo rebelde alrededor de su rostro.
—¿Sabes? —dijo ella, inclinando la cabeza—. Tus zapatos están tan brillantes que puedo verme en ellos. ¿Los usas de espejo por las mañanas?
Una sonrisa involuntaria se asomó en los labios de Marco, traicionando su fachada de seriedad. Julieta le guiñó un ojo, victoriosa. Si iba a vivir en ese templo del minimalismo, al menos se aseguraría de que hubiera risas entre tanto orden.
Marco la observaba con una mezcla de fascinación y terror, como un entomólogo contemplando un espécimen impredecible capaz de destruir su colección más preciada.
— Bien, Julieta —dijo con su voz de abogado, esa que usaba para intimidar testigos en los tribunales—. Necesitamos establecer algunas reglas para nuestra... situación.
Los ojos de Julieta se perdieron en el horizonte mientras su mente viajaba a esa noche en Malasaña, tan reciente y ya tan surreal. El aroma del tequila, el sabor a limón y sal, el sonido atronador de "Sweet Child O' Mine" retumbando en las paredes del bar... Todo daba vueltas en su cabeza como un tiovivo descontrolado.
"¡Otro shot!", recordó haber gritado, con la corona de plástico que le había robado a un extraño ladeada sobre su melena. Marco, con la corbata aflojada y las mejillas sonrojadas por el alcohol, la miraba como si fuera un alien que acababa de aterrizar en la Tierra.
"¿Sabes que eres el abogado más sexy que he conocido?", le había dicho ella, tambaleándose sobre sus tacones. "Y mira que he conocido abogados. Mi hermana me ha presentado a todos los de su bufete".
"Y tú eres la diseñadora más... ¿caótica?", había respondido él, intentando mantener la compostura mientras su mano se aferraba a la barra como si fuera un salvavidas.
Volviendo al presente, Julieta observó a Marco, ahora tan pulcro y serio, intentando establecer reglas de convivencia con la misma determinación con la que la noche anterior había declarado su amor eterno frente a un Elvis español en una capilla improvisada.
—¿Reglas? —respondió, conteniendo una carcajada mientras arqueaba una ceja—. Venga ya, señor letrado. ¿También vas a redactar una cláusula sobre quién lava los platos y quién saca la basura?
Marco se aflojó el nudo de la corbata, un gesto que Julieta ya había identificado como su señal de socorro.
—De hecho —murmuró él, sacando un papel doblado del bolsillo de su americana—, he preparado un borrador...
—¡No me lo puedo creer! —Julieta se lanzó sobre él, intentando alcanzar el papel, mientras Marco lo sostenía en alto aprovechando su altura—. ¡Has hecho una lista de verdad!
—¡Es un acuerdo de convivencia temporal! —protestó él, retrocediendo mientras ella saltaba como una niña intentando alcanzar un dulce—. ¡Julieta, por favor, compórtate!
—¿Comportarme? —ella se detuvo, poniendo sus manos en las caderas—. ¿Como anoche, cuando me subí a la barra del bar para cantar "Living on a Prayer"?
El rostro de Marco palideció.
—¿Hiciste qué?
—Oh, ¿no lo recuerdas? —Julieta sonrió con malicia—. Tengo el video en mi teléfono. Y adivina quién me acompañó en el estribillo...
Marco dejó caer los brazos, derrotado, mientras el papel con las reglas se deslizaba hasta el suelo. Su expresión de pánico absoluto era todo un poema.
—Por favor, dime que no lo subiste a Instagram...
—Tranquilo, abogado —le guiñó un ojo—. Ese video es mi seguro contra tus reglas de convivencia.
Su teléfono vibró. Marina, la hermana mayor de Julieta, una psicóloga meticulosa que siempre intentaba mantener a su hermana pequeña dentro de ciertos límites.
— Todo perfecto, Mari —mintió Julieta con una naturalidad pasmosa—. Nada nuevo que contar.
Marco se apoyó en el marco de la puerta, cruzando los brazos con la precisión de un militar inspeccionando un terreno minado. Sus ojos, del color del whisky añejo que guardaba en un mueble bar intocable, seguían cada movimiento de Julieta como un halcón observando a un ratón travieso.
Julieta, ajena a su escrutinio, comenzó a sacar cajas como si estuviera desenterrando un tesoro. La primera caja crujió al abrirse, liberando un aroma a pintura y papel viejo que hizo fruncir la nariz a Marco.
— ¡Mira! —exclamó ella, sosteniendo en alto un libro de diseño gráfico tan maltratado que parecía haber sobrevivido a un apocalipsis—. Mi biblia del diseño.
Las páginas estaban llenas de notas garabateadas en los márgenes, post-its de colores chillones sobresaliendo como lenguas burlescas, algunas páginas dobladas con tal violencia que parecían haberse rendido ante la creatividad de Julieta.
— ¿Eso es un libro o un campo de batalla? —murmuró Marco.
Ignorándolo, Julieta continuó su excavación arqueológica. Un set de acuarelas apareció, con los pinceles manchados de colores que jamás habían sido parte de una paleta oficial, y tubos de pintura aplastados como si hubieran sido víctimas de un ataque de pánico creativo.
— Mis herramientas de trabajo —declaró, guiñándole un ojo.
Un ruido metálico llamó la atención de Marco. Julieta extrajo una lámpara que hizo que su mandíbula se tensara. Era un dinosaurio de cerámica, de un verde chillón que parecía haber sido diseñado por un niño de cinco años con un ataque de adrenalina. El cable estaba enrollado de manera caótica, como una serpiente que hubiera bebido demasiado café.
— ¿Eso es una lámpara o un experimento de arte moderno? —preguntó Marco, arqueando una ceja.
— Es mi amigo Rex —respondió Julieta, colocando al dinosaurio sobre una mesa de cristal con tanto cariño como si fuera un bebé.
Un pequeño ruido de cristal al chocar fue suficiente para que Marco contuviera la respiración. Rex no parecía respetar las zonas de no contacto que Marco había establecido meticulosamente en su sala.
Figuritas de cerámica aparecieron a continuación. Ninguna parecía haber salido de una tienda de decoración. Todas tenían ese aire de haber sido rescatadas de un mercadillo, con historias invisibles grabadas en sus irregulares superficies.
— Son mis recuerdos —explicó Julieta, colocando una figurita de un gato tuerto con una sonrisa que parecía más una mueca—. Cada uno cuenta una historia.
Marco observaba, hipnotizado y aterrorizado, cómo su mundo de líneas rectas y superficies pulidas era invadido por el universo caótico de Julieta.
— Esto —murmuró para sí mismo—, va a ser una guerra.
Y en el fondo de su garganta, muy en el fondo, algo parecido a una risa intentaba escapar.
— ¿Necesitas ayuda? —preguntó Marco, más por compromiso que por genuino interés.
— Tranquilo, abogado —respondió ella—. Soy una profesional del caos organizado.
Lo que Marco no comprendía era que para Julieta, "organizado" era un concepto tan flexible como un alambre de equilibrista. Sus espacios siempre parecían un desorden absoluto para los demás, pero para ella, cada objeto tenía un lugar y una historia.
El sol se deslizaba perezosamente por la ventana, tiñendo las paredes de un naranja quemado cuando Marco cruzó el umbral de su sanctasanctórum. Sus cejas, perfectamente arqueadas, comenzaron a bailar un vals de perplejidad.
Libros de cocina se amontonaban sobre la mesa de centro como torres inclinadas de Pisa culinario. Una manta de colores chillones —algo que jamás hubiera pasado la inspección del Marco de hace un mes— yacía dramáticamente desparramada, desafiando todas las leyes de la geometría y el orden. Plantas que nunca antes habían osado existir ahora respiraban orgullosas en macetas de cerámica desparejadas, sus hojas bailoteando con la complicidad del atardecer.
El blanco impoluto de las paredes había sucumbido ante una invasión de postales, dibujos y fotografías que parecían haber explotado cual piñata de recuerdos. Un par de zapatos de tacón descansaban despreocupadamente junto a sus mocasines impecablemente alineados, como si fueran dos especies de animales que hubieran decidido hacer las paces después de una larga guerra territorial.
Marco se quedó paralizado, su mano aún en el pomo de la puerta. Los músculos de su mandíbula comenzaron a bailar un tango de contención nerviosa. Era como si un tornado de creatividad hubiera pasado por su departamento, dejando a su paso no destrucción, sino una explosión de vida.
—Bienvenida a casa —murmuró, su voz un susurro que sonaba más a rendición que a saludo.
Julieta, sentada en medio de aquel caos cromático, le dedicó una sonrisa que prometía aventuras, desorden y una felicidad que Marco jamás había contemplado en sus años de perfecto y esterilizado orden.
Y Marco lo supo en ese momento: acababa de perder el control... y tal vez, solo tal vez, eso no era tan terrible como siempre había creído.
La sonrisa de Julieta le susurró al oído: "Querido, esto es solo el principio".
El caos, señoras y señores, acababa de mudarse.
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