El pueblo de Snowfield era pequeño, pero parecía tan vasto como un océano cuando el invierno se asentaba. Emma, una niña de 12 años con cabellos del color de la miel, pasaba las tardes mirando las montañas cubiertas de nieve desde su ventana. Imaginaba mundos donde los árboles hablaban y los ríos fluían hacia el cielo. A menudo escribía esas historias en un viejo cuaderno de tapas rojas, el único regalo que conservaba de su abuela.
Pero aquel invierno, todo cambió.
El accidente ocurrió un martes por la tarde. Emma regresaba de la escuela, resbalando sobre el hielo con sus botas desgastadas. Su madre le había advertido que tuviera cuidado, pero Emma, ensimismada en sus pensamientos, no lo notó. Justo al cruzar una calle, el sol se reflejó en el hielo, cegándola por un segundo. Fue suficiente para que tropezara y cayera.
La caída fue brusca, pero no parecía grave al principio. Sin embargo, su cabeza golpeó contra el suelo con un ruido seco. Emma perdió la conciencia, y lo siguiente que supo fue que todo estaba oscuro. No había frío ni calor, solo un vacío extraño, como si el tiempo se hubiera detenido.
Cuando abrió los ojos, no estaba en el hospital, ni en su casa, ni siquiera en su pueblo.
Ante ella se extendía un paisaje que no tenía sentido: un cielo con tonos de verde esmeralda y nubes hechas de palabras que flotaban en todas direcciones. El suelo parecía ser de cristal, y bajo sus pies podía ver un océano infinito lleno de peces que brillaban como estrellas.
Emma se levantó lentamente. No sentía dolor, pero algo no estaba bien. Al mirar a su alrededor, vio que todo cambiaba con cada parpadeo. A lo lejos, un río de luz líquida serpenteaba hacia un bosque oscuro. No había nadie a su alrededor, y el silencio era tan profundo que podía oír los latidos de su propio corazón.
—¿Dónde estoy? —susurró, pero su voz parecía desvanecerse antes de llegar a sus propios oídos.
De repente, una figura apareció a unos metros de ella. Era una mujer alta, envuelta en un manto de estrellas que brillaban como pequeños diamantes. Su cabello era blanco como la nieve, y sus ojos dorados parecían contener siglos de sabiduría.
—Bienvenida, Emma —dijo la mujer, su voz suave pero llena de autoridad.
Emma retrocedió un paso, sintiendo un nudo en el estómago.
—¿Quién eres? ¿Dónde estoy?
La mujer sonrió, aunque había algo triste en sus labios.
—Estoy aquí para guiarte. Este lugar, Emma, es el reino de los sueños. Aquí, todas las historias que has creado, todos tus miedos y esperanzas, toman forma.
—¿Reino de los sueños? —repitió Emma, confundida—. ¿Estoy soñando?
—No exactamente. Tu cuerpo duerme en el otro mundo, atrapado en un profundo sueño. Pero tu mente está aquí, buscando respuestas.
Emma sintió un escalofrío. Algo en las palabras de la mujer la llenó de miedo.
—¿Qué significa eso? ¿Estoy muerta?
La mujer negó con la cabeza.
—No, pequeña. Pero estás en peligro. Si no encuentras el corazón del laberinto de los sueños, quedarás atrapada aquí para siempre. Para despertar, debes enfrentarte a este mundo, recorrerlo y encontrar la llave que te llevará de vuelta.
Emma quería preguntar más, pero la mujer levantó una mano.
—El tiempo es escaso. Sigue el río hasta el bosque oscuro. Allí encontrarás la primera prueba. Pero ten cuidado: este lugar no es solo belleza; también es un reflejo de tus miedos.
Antes de que Emma pudiera responder, la mujer se desvaneció, como si nunca hubiera estado allí. Solo quedó el río luminoso, que parecía esperar a que ella diera el primer paso.
Emma respiró hondo, tratando de calmar el torbellino de emociones que sentía. Aunque no entendía del todo lo que estaba ocurriendo, algo dentro de ella sabía que la mujer tenía razón. No podía quedarse allí.
Comenzó a caminar siguiendo el río, el suelo de cristal tintineando bajo sus pies. A cada paso, el paisaje a su alrededor cambiaba. A veces, aparecían flores gigantes que susurraban palabras en idiomas que no entendía. En otras ocasiones, las estrellas caían del cielo, convirtiéndose en pequeños pájaros que revoloteaban a su alrededor.
A medida que se acercaba al bosque, la luz del río comenzó a apagarse, y un frío desconocido la envolvió. Frente a ella, los árboles se alzaban como gigantes, sus ramas enredándose en el cielo hasta bloquearlo por completo. El bosque oscuro era tan imponente que Emma sintió que sus piernas temblaban.
Sin embargo, una pequeña voz dentro de ella la animó a seguir adelante.
—Esto no es real —se dijo—. Solo es un sueño... ¿verdad?
Con un último vistazo al río que dejaba atrás, Emma dio su primer paso hacia el bosque. No sabía lo que la esperaba, pero algo en el viento parecía susurrarle que este solo era el comienzo de un largo y extraño viaje.
Emma nunca había sentido algo tan extraño. Cada paso hacia el bosque oscuro parecía estirarse en el tiempo, como si el aire fuera más denso. El río de luz líquida que la había guiado comenzaba a desvanecerse a medida que los árboles gigantes proyectaban sus sombras sobre el suelo de cristal. Las hojas no eran verdes ni marrones, sino negras como la tinta, y sus ramas se entrelazaban en el cielo, formando un techo impenetrable.
La niña intentó calmar su respiración mientras avanzaba, pero el bosque estaba lleno de ruidos: crujidos, murmullos, y un leve susurro que parecía llamarla por su nombre. Emma... Emma.... Se detuvo, mirando en todas direcciones.
—¿Quién está ahí? —preguntó, su voz temblando.
Nadie respondió, pero un camino se abrió entre los árboles. No era un sendero claro, sino más bien un pasaje que parecía haberse formado en ese mismo instante. Emma dudó por un momento, pero recordó las palabras de la mujer de ojos dorados: "Debes encontrar el corazón del laberinto." No podía quedarse parada.
El sendero la llevó más adentro del bosque, donde las sombras eran más profundas y el aire más frío. Finalmente, llegó a un claro. En el centro, una puerta enorme de madera oscura se alzaba, incrustada con grabados que parecían moverse cuando los miraba. No había paredes ni edificio, solo la puerta, flotando en medio de la nada.
Al acercarse, una figura apareció junto a la puerta: una anciana encorvada, vestida con harapos que parecían hechos de raíces. Sus ojos eran pequeños y brillantes, y su sonrisa mostraba más dientes de los que Emma pensaba que alguien podía tener.
—Hola, niña —dijo la anciana, su voz chirriante como el crujir de ramas secas—. Has llegado a tu primera prueba.
Emma sintió un nudo en el estómago, pero intentó sonar valiente.
—¿Quién eres? ¿Qué prueba?
La anciana soltó una risa seca.
—Soy la Guardiana del Temor. Nadie cruza esta puerta sin enfrentarse a su mayor miedo. Responde mi pregunta, y podrás continuar. Pero si fallas... bueno, digamos que no querrás fallar.
Emma tragó saliva.
—¿Qué tengo que hacer?
La anciana dio un paso hacia adelante, sus ojos brillando con intensidad.
—Dime, Emma, ¿qué temes más: perderte o encontrarte?
La pregunta la tomó por sorpresa. Al principio, parecía sencilla, pero cuanto más pensaba en ella, más complicada se volvía. Recordó su vida antes del accidente, los momentos en los que se sentía insegura, cuando tenía miedo de no encajar con los demás o de no ser suficiente. Pero también recordó las veces en que su imaginación la había salvado, cuando se perdía en sus historias para escapar de la realidad.
Sin embargo, enfrentarse a quién era realmente... esa idea le parecía aterradora. Saber qué tan valiente o cobarde era en el fondo.
—Temo encontrarme —dijo finalmente, con la voz apenas audible—. Porque eso significa enfrentar quién soy realmente.
La anciana la miró fijamente por un largo momento, como si estuviera evaluando su respuesta. Finalmente, sonrió, y la puerta comenzó a abrirse con un chirrido que resonó por todo el claro.
—Buena respuesta, niña. Pero recuerda, este es solo el comienzo.
Emma cruzó la puerta, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda. Al otro lado, el bosque había desaparecido, reemplazado por un prado interminable. Flores gigantes se balanceaban con el viento, y cada pétalo emitía un tenue brillo. A lo lejos, un río dorado serpenteaba entre las colinas, y el cielo era un lienzo de colores cambiantes.
Por un momento, Emma sintió alivio. El prado era hermoso, un contraste total con el oscuro bosque. Sin embargo, algo seguía sin sentirse real. Cada flor que tocaba desaparecía en una nube de polvo brillante, y las colinas parecían cambiar de forma cuando las miraba directamente.
A medida que caminaba, comenzó a ver objetos dispersos por el prado. Una cometa roja descansaba sobre la hierba, igual a la que solía volar con su padre. Más adelante, un cuaderno con tapas rojas idéntico al que usaba para escribir sus historias se encontraba abierto, sus páginas en blanco. Cada objeto que encontraba era un recuerdo de su vida, como si el prado estuviera reuniendo fragmentos de quién era.
Emma recogió la cometa y el cuaderno, sintiendo una mezcla de nostalgia y tristeza.
—¿Por qué están aquí? —se preguntó en voz alta.
—Porque son parte de ti —respondió una voz detrás de ella.
Emma se giró rápidamente, encontrándose cara a cara con un niño. Tenía su misma edad, pero algo en él no estaba bien. Su piel era pálida, y sus ojos eran oscuros, como pozos sin fondo. Vestía ropas idénticas a las que Emma llevaba el día del accidente.
—¿Quién eres? —preguntó Emma, dando un paso atrás.
El niño inclinó la cabeza, con una sonrisa fría en los labios.
—Soy tú. O, mejor dicho, soy la parte de ti que no quieres ver.
Emma sintió un escalofrío recorrerla.
—Eso no tiene sentido.
—Claro que sí —dijo el niño—. Este lugar es hermoso, ¿verdad? Podrías quedarte aquí para siempre. No hay dolor, no hay miedo. Solo paz.
Emma sintió una punzada de duda. Era cierto que el prado era hermoso, y que había algo reconfortante en estar rodeada de sus recuerdos. Pero también sabía que no era real.
—No puedo quedarme aquí. Mi familia me espera.
El niño la miró con burla.
—¿Tu familia? ¿Crees que importa? Este mundo es mejor que el real. Aquí puedes ser quien quieras, hacer lo que quieras. ¿Por qué querrías despertar?
Emma apretó los puños.
—Porque mi vida no está aquí. Está allá afuera, con mi familia, mis amigos, mis historias. No puedo quedarme en un sueño.
El niño soltó una risa fría, y su cuerpo comenzó a cambiar, transformándose en una sombra que crecía y se alzaba sobre ella.
—Entonces despiértame, si puedes —susurró la sombra antes de lanzarse hacia Emma.
Emma corrió, sujetando los recuerdos que había recogido como si fueran escudos. La sombra la perseguía, pero cada vez que levantaba la cometa o el cuaderno, la oscuridad retrocedía un poco. Finalmente, llegó al borde del prado, donde un puente de cristal se extendía hacia el horizonte.
Emma cruzó el puente sin mirar atrás. Cuando llegó al otro lado, la sombra había desaparecido, pero el prado también. Ante ella se alzaba una estructura colosal: el laberinto.
Emma se detuvo frente al colosal laberinto que se alzaba ante ella. Sus muros no eran de piedra, sino de espejos que reflejaban el cielo cambiante, las colinas distantes y, por supuesto, su propio rostro. Sin embargo, algo en los reflejos la inquietaba. No era solo su imagen lo que devolvían: las versiones de sí misma en los espejos eran diferentes, con expresiones que ella no recordaba haber tenido.
Respiró hondo y avanzó hacia la entrada. Al cruzar el umbral, el aire cambió. Se volvió más pesado, como si estuviera bajo el agua, y el silencio era tan profundo que podía escuchar el eco de su respiración. Los muros de espejos se alzaban a ambos lados, y el camino se dividía en múltiples direcciones.
—¿Por dónde debo ir? —murmuró, mirando las bifurcaciones.
No había ninguna señal ni indicio de cuál era el camino correcto. Decidió seguir su intuición, tomando el sendero de la derecha. A medida que caminaba, los reflejos en los espejos comenzaban a moverse, pero no como lo hacía ella. Las imágenes eran versiones de su vida, momentos que recordaba claramente y otros que parecían distorsionados.
En uno de los espejos, vio su cumpleaños número seis. Estaba soplando las velas de un pastel, rodeada de su familia. Pero algo estaba mal. Las caras de las personas a su alrededor eran borrosas, irreconocibles, y cuando Emma se acercó para mirar mejor, las figuras en el espejo se giraron hacia ella, como si pudieran verla.
—¿Qué es esto? —susurró, retrocediendo.
El reflejo de su cumpleaños desapareció, reemplazado por otra escena. Esta vez, estaba en la escuela, sentada sola en un rincón del patio mientras los otros niños jugaban. Recordaba ese día con claridad; había tenido miedo de acercarse a ellos, temiendo que la rechazaran. Pero en el espejo, vio algo diferente: los niños se reían de ella, señalándola y murmurando cosas que no podía escuchar.
—Esto no es real —se dijo, alejándose del espejo—. No es cómo sucedió.
—¿No lo es? —preguntó una voz familiar.
Emma se giró rápidamente y vio a su reflejo salir de uno de los espejos. Pero no era un reflejo normal. Esta versión de ella tenía una expresión fría, sus ojos brillaban con un tono gris metálico, y una sonrisa sarcástica curvaba sus labios.
—¿Quién eres tú? —preguntó Emma, sintiendo un nudo en el estómago.
—Soy tú, por supuesto —respondió la figura, inclinando la cabeza con un gesto burlón—. O al menos, la parte de ti que intentas ignorar. Soy tus dudas, tus inseguridades, tus miedos más profundos.
Emma negó con la cabeza.
—No es cierto. Esto es solo un sueño. Tú no eres real.
La figura soltó una risa que resonó por todo el laberinto.
—Eso mismo te dices a ti misma para sentirte mejor. Pero aquí, en el laberinto, no puedes mentir. Aquí, todo lo que temes se vuelve real.
Emma apretó los puños, tratando de calmarse.
—¿Qué quieres de mí?
—Quiero que admitas la verdad —respondió la figura, acercándose lentamente—. Que aceptes que tienes miedo. Miedo de no ser lo suficientemente fuerte para salir de aquí. Miedo de enfrentar el mundo real y todo lo que dejaste atrás.
Emma sintió que las palabras de la figura resonaban dentro de ella, como si estuviera leyendo sus pensamientos. Pero no podía dejar que el miedo la controlara.
—Tal vez tenga miedo —admitió, su voz temblando al principio—. Pero eso no significa que me rendiré.
La figura sonrió, pero no de manera burlona esta vez.
—Buena respuesta. Pero las palabras no son suficientes. Tendrás que demostrarlo.
Con un movimiento rápido, la figura desapareció, y los espejos que formaban el laberinto comenzaron a cambiar. Ahora, cada espejo mostraba versiones de Emma enfrentándose a diferentes desafíos: subiendo montañas imposibles, atravesando tormentas, enfrentándose a monstruos que representaban sus miedos.
El camino se estrechó, y Emma sintió que los espejos parecían acercarse, como si quisieran atraparla. Corrió, esquivando los reflejos que intentaban bloquear su camino, hasta que llegó a una encrucijada.
Delante de ella había tres puertas, cada una marcada con un símbolo diferente. La primera tenía el dibujo de un corazón, la segunda mostraba un reloj de arena, y la tercera estaba marcada con una pluma.
Una voz resonó en el aire, la misma voz de la mujer de ojos dorados.
—Solo una puerta te llevará más cerca del corazón del laberinto. Las otras te devolverán al principio. Escoge con cuidado.
Emma estudió las puertas, intentando descifrar su significado. El corazón podría simbolizar sus emociones, el reloj de arena podría representar el tiempo que le quedaba, y la pluma podría ser un recordatorio de sus historias y su imaginación.
—Si este lugar es un reflejo de mí misma... —murmuró—. Entonces debo elegir lo que me define.
Sin dudarlo más, empujó la puerta marcada con la pluma.
Al cruzarla, el laberinto de espejos desapareció, y se encontró en una sala circular. En el centro, había un pedestal con un libro abierto. Las páginas del libro estaban en blanco, pero Emma sintió que debía escribir en él. Se acercó y tomó la pluma que descansaba junto al libro.
Cuando la tocó, su mente se llenó de imágenes: recuerdos de su vida, momentos felices y dolorosos, y las historias que siempre había creado para enfrentarse a su soledad. Con una determinación renovada, escribió una sola frase en el libro:
"Soy Emma, y no me rendiré."
El libro brilló intensamente, y un pasaje secreto se abrió en la pared. Emma dio un paso hacia adelante, lista para enfrentar lo que viniera después.
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