La lluvia golpeaba con furia los ventanales de la mansión de los Vega, un sonido constante y melancólico que solo agregaba dramatismo a la noche. La gran casa, ubicada en lo alto de una colina, parecía tan indestructible como el imperio que había construido Álvaro. Un multimillonario hecho a sí mismo, dueño de empresas que abarcan desde la tecnología hasta el sector inmobiliario, con una fortuna tan vasta que incluso el concepto de "suficiente" ya no tenía cabida en su vocabulario.
Álvaro era un hombre que conocía el valor del trabajo duro, la estrategia y la visión. Había construido todo desde cero: su riqueza, su nombre, su familia. Y tenía todo lo que siempre había soñado. La mansión con su piscina infinita que miraba al horizonte, el coche de lujo que siempre había deseado, el reconocimiento en cada habitación en la que entraba. Sin embargo, había algo que le faltaba. Algo que, por más que intentaba evitarlo, sentía en lo más profundo de su ser. No podía definirlo con claridad, pero lo sentía: una grieta en su vida perfecta.
“Catalina,” llamó Álvaro desde su despacho, su voz grave y tranquila, característica de un hombre acostumbrado a dar órdenes. “¿Dónde estás?”
Catalina, su esposa, salió del vestíbulo y caminó hacia él. Siempre perfecta, siempre serena. De cabellera oscura y piel porcelanosa, su presencia siempre había llenado el espacio con su elegancia casi etérea. En su rostro nunca se veían signos de cansancio o estrés; ella era la imagen misma de la mujer ideal para acompañar a un hombre como Álvaro.
“Aquí estoy, querido,” respondió ella, su tono suave pero distante.
Álvaro levantó la mirada de los papeles que tenía sobre su escritorio. La observó durante unos segundos, evaluándola con una mirada crítica, casi como si quisiera leer algo más allá de su rostro perfecto.
“¿Cómo estuvo tu día?” preguntó, no por verdadero interés, sino porque era lo que se hacía en las cenas elegantes de la alta sociedad. Preguntar por el día del otro, como si eso pudiera acercarlos. Pero, en el fondo, él sabía que no había conexión real entre ellos, no en la forma que debería haber.
“Bien, ya sabes, reuniones y compras,” dijo Catalina mientras se acercaba, con una leve sonrisa. Sus ojos, aunque brillaban, no reflejaban ese ardor genuino que suelen tener las personas enamoradas. No, en sus ojos solo había interés. Siempre había algo en ella que hacía que Álvaro se sintiera incómodo, como si estuviera viéndola a través de un velo invisible que solo él podía percibir. “Y tú, ¿cómo van los negocios?”
Álvaro sonrió, pero no era una sonrisa de satisfacción, sino una sonrisa automática, una que había aprendido a poner cuando se trataba de responder a preguntas como esa. "Como siempre, todo bajo control." Pero había algo en su tono que traicionaba la tensión interna que sentía. Algo no estaba bien, y lo sabía.
En ese momento, sonó el teléfono móvil de Álvaro. Miró la pantalla, era una llamada inesperada de uno de sus socios en el extranjero. Se levantó rápidamente y, con un gesto de disculpa hacia Catalina, atendió la llamada, caminando hacia el ventanal. La conversación comenzó como todas las demás, con los típicos intercambios de cortesías, pero de repente algo en el tono de su socio cambió. Álvaro frunció el ceño. Un hombre de negocios experimentado como él podía detectar cuando las palabras eran solo una fachada.
"Álvaro," dijo la voz al otro lado, "hay algo que debes saber. He visto cosas que no me gustan… Catalina y Manuel…"
El corazón de Álvaro se detuvo por un momento. Manuel era su amigo más cercano. Su confidente. Su socio en varios proyectos.
"¿Qué estás insinuando?" interrumpió, su voz se endureció.
“No quiero ser el que te lo diga, pero parece que tu esposa y Manuel están involucrados en algo… No puedo asegurar nada, pero las conversaciones que he escuchado, las señales que he visto…” La voz del socio se cortó. "Álvaro, deberías estar preparado para lo que sea."
La llamada se cortó antes de que pudiera responder. Álvaro quedó de pie, mirando al vacío a través del ventanal, el ruido de la lluvia ahora parecía ahogar todo a su alrededor. Catalina y Manuel… No podía ser. La mente de Álvaro empezó a divagar, procesando las palabras de su socio, buscando señales, buscando respuestas que en su mundo perfecto nunca habían tenido cabida. Pero ahora, todo estaba cambiando.
Con paso lento pero firme, regresó hacia Catalina, que había estado observando desde la distancia, sin comprender la tensión que se había instalado entre ellos.
“Álvaro,” comenzó ella, “¿todo bien?”
Él no respondió de inmediato. Estaba observándola detenidamente, como nunca lo había hecho antes. ¿Estaba realmente ciega a la traición que se tejía a su alrededor o había elegido no verla? Había estado tan enfocado en su trabajo, en su imperio, que nunca imaginó que su vida personal podría desmoronarse de esa manera.
“¿Dónde está Manuel?” preguntó de pronto, con una calma inquietante.
Catalina se mostró un tanto sorprendida, pero rápidamente recobró la compostura. “¿Manuel? Está en una reunión, Álvaro. No lo esperes hasta más tarde.”
“¿Una reunión?” repitió él, con los ojos entrecerrados. Se dio la vuelta para caminar hacia el bar, pero antes de llegar, se detuvo. “¿Estás segura de que no sabes dónde está?”
Catalina no respondió de inmediato. Su rostro, antes perfectamente compuesto, ahora mostraba una frágil mueca de incomodidad, como si estuviera jugando un juego peligroso del que ya no pudiera escapar.
“Lo sabes, ¿verdad?” preguntó Álvaro, su voz casi un susurro, pero cargada de una tensión palpable.
Catalina tragó saliva. “Álvaro, por favor…”
Y ahí fue cuando todo se rompió.
Álvaro dio un paso atrás, sintiendo cómo un peso invisible lo aplastaba. La incredulidad lo invadió, pero pronto se convirtió en algo más oscuro: el reconocimiento de la traición. La mujer que había sido su compañera, su esposa, su socia en la vida, lo había engañado con su mejor amigo. Con su socio. Con el hombre que había sido parte integral de su éxito.
En ese momento, Álvaro sintió que su corazón comenzaba a latir con fuerza, de forma irregular. Una presión indescriptible se apoderó de su pecho, como si una fuerza invisible lo estuviera aplastando por dentro. Con el rostro palidecido, intentó dar un paso hacia atrás, pero sus piernas fallaron. La respiración se le entrecortó, como si el aire se hubiera escapado de la habitación. Sintió que todo se desmoronaba a su alrededor.
“Álvaro… ¿estás…?” Catalina intentó acercarse, pero él ya no la veía. El mundo se desvaneció alrededor de él, y con una última mirada llena de dolor, cayó al suelo, justo en el centro de su imperio.
El reloj marcó la medianoche, pero el tiempo parecía haberse detenido. Catalina, paralizada, miraba a su esposo caído, sin entender lo que había sucedido, mientras el teléfono de Álvaro seguía sonando, incesante. Al fondo, la lluvia seguía cayendo, y el reflejo de la mansión en los cristales parecía un espejismo, una mentira que caía por su propio peso.
¿Qué pasará ahora?
El comedor principal de la mansión Vega estaba perfectamente dispuesto, como siempre. Un gran candelabro colgaba en el centro, derramando su luz dorada sobre la mesa de caoba cubierta con un mantel de lino impecable. Los platos, cubiertos de detalles en oro, eran un reflejo del estilo de vida que Álvaro y Catalina llevaban: elegante, caro, y meticulosamente calculado.
Álvaro estaba sentado en la cabecera de la mesa, revisando correos en su tableta mientras esperaba a Catalina. Su rostro lucía serio, concentrado, pero su mente estaba lejos de los balances y propuestas que se desplegaban en la pantalla. Desde la llamada de su socio la noche anterior, un sentimiento de inquietud lo había estado persiguiendo como una sombra.
Catalina entró en la sala con paso ligero. Vestía un vestido negro que caía con gracia sobre su figura, acompañado por un collar de diamantes que Álvaro le había regalado en su último aniversario. A primera vista, parecía la esposa perfecta, pero Álvaro ahora la miraba con otros ojos.
“Qué puntual, como siempre,” comentó Catalina con una sonrisa mientras tomaba asiento frente a él.
“No es cuestión de puntualidad, sino de respeto,” respondió Álvaro sin levantar la mirada de la tableta. Aunque su tono era tranquilo, había un filo en sus palabras que no pasó desapercibido para Catalina.
Ella tomó una copa de vino y la giró distraídamente en sus manos. “¿Ocurre algo, Álvaro? Has estado distante últimamente.”
Álvaro dejó la tableta a un lado y la observó fijamente. Su mirada era tan penetrante que parecía capaz de atravesar cualquier fachada. “¿Crees que no lo sé?” preguntó en voz baja, pero con un peso que llenó toda la habitación.
Catalina levantó la vista, sorprendida. “¿De qué estás hablando?”
“De ti. De Manuel. De las ‘reuniones’ en las que te has involucrado últimamente.” Su voz permanecía calmada, pero sus palabras eran como cuchillos afilados.
Por un instante, Catalina perdió el control de su expresión. Fue un segundo apenas perceptible, pero para Álvaro fue suficiente. Había esperado negación, lágrimas, cualquier intento de manipulación, pero no el silencio que siguió.
“Álvaro…” comenzó Catalina, pero no terminó la frase. Dejó la copa en la mesa y lo miró con algo que no era arrepentimiento, sino desafío. “No entiendo a qué te refieres.”
“No te molestes en mentir,” dijo Álvaro, levantándose de la silla. Su voz ahora era más firme, casi autoritaria. “He sido lo suficientemente idiota para no verlo antes, pero no soy un estúpido.”
Catalina se mantuvo inmóvil, pero sus manos temblaron ligeramente. “¿Qué esperabas, Álvaro?” Su tono era frío, y sus palabras, calculadas. “Siempre estás trabajando, siempre pensando en tus negocios, en tu imperio. Yo solo...”
“¡Cállate!” explotó Álvaro, golpeando la mesa con tal fuerza que los cubiertos tintinearon. “No tienes derecho a justificarte. He trabajado toda mi vida para construir esto, para darte todo. Y tú… tú me has traicionado con mi mejor amigo.”
El silencio que siguió fue tan denso que parecía aplastar el aire en la habitación. Catalina, lejos de derrumbarse, se levantó con calma, enfrentándolo con una mirada de acero. “¿Y qué esperabas, Álvaro? ¿Que me conformara con ser la esposa decorativa mientras tú vivías para tus negocios? No tienes idea de lo que significa sentirse invisible.”
Las palabras de Catalina atravesaron a Álvaro como una daga. No porque creyera que ella tenía razón, sino porque confirmaban que nunca lo había amado. Todo había sido una farsa.
“Te vas a arrepentir,” murmuró Álvaro, casi para sí mismo. Sus manos se cerraron en puños, y su respiración comenzó a acelerarse. Una punzada en el pecho lo obligó a llevarse la mano al corazón, pero él la ignoró. Su rabia era demasiado intensa como para preocuparse por un simple malestar.
“¿Arrepentirme? Por favor, Álvaro,” dijo Catalina con una sonrisa irónica. “¿Qué puedes hacer? Todo lo que tienes, todo lo que eres, me pertenece tanto como a ti.”
Esa última frase fue la gota que colmó el vaso. El dolor en el pecho de Álvaro se intensificó, extendiéndose como fuego a través de su brazo izquierdo. Trató de responder, de lanzar un último ataque verbal, pero su cuerpo no le respondió. Sus piernas cedieron, y cayó de rodillas al suelo, con los ojos desorbitados y la boca abierta en un grito silencioso.
“¡Álvaro!” exclamó Catalina, pero no había preocupación genuina en su voz, solo pánico. Corrió hacia él, pero se detuvo a medio camino, como si no supiera qué hacer. Su esposo, el hombre que había construido su mundo, estaba muriendo frente a ella.
En los últimos segundos de su vida, Álvaro tuvo un solo pensamiento: “Si hay una segunda oportunidad, quiero vengar todo esto. No puedo dejar que se salgan con la suya.” Su creencia en la reencarnación, algo que había mantenido en secreto durante años, se aferró a él como un clavo ardiendo. Y con ese pensamiento, todo se volvió negro.
En el silencio que siguió, Catalina miró el cuerpo inerte de su esposo. El sonido del reloj en la pared marcaba el paso de los segundos, pero para ella, el tiempo parecía haberse detenido. Sin embargo, lejos de estar paralizada por el dolor, sus labios se curvaron en una sonrisa tensa.
“Supongo que ahora todo esto es mío,” murmuró, tomando su copa de vino y brindando hacia la nada. Pero mientras bebía, un viento frío recorrió la habitación, apagando de golpe las velas del candelabro.
Catalina miró a su alrededor, un escalofrío recorriéndole la espalda. En el aire, algo había cambiado. Como si alguien, o algo, estuviera observándola.
¿Qué será de Álvaro? ¿Realmente ha desaparecido para siempre? O quizás... ¿su venganza apenas comienza?
El sonido de las sirenas perforaba la calma de la noche en un barrio marginal de la ciudad. Las luces rojas y azules iluminaban las fachadas de las casas desvencijadas, y las voces de la policía ordenaban a gritos que nadie saliera de sus hogares. El caos reinaba, pero para Felipe Cruz, todo era parte de una rutina.
Agazapado detrás de un contenedor de basura, con una pistola en una mano y una mochila llena de billetes en la otra, Felipe respiraba con dificultad. Una gota de sudor le corría por la frente, mezclándose con la sangre de una herida superficial en su ceja.
—¡Felipe, entrégate! —gritó un oficial desde un altavoz—. ¡No tienes salida!
Felipe soltó una carcajada amarga. "¿Salida? Nunca he tenido salida," pensó. Era un ladrón, un estafador, un hombre que había aprendido a sobrevivir a cualquier costo. No conocía otra vida. En su mente, la idea de rendirse no existía.
—¡¿De verdad creen que voy a rendirme?! —gritó de vuelta, asomándose ligeramente para disparar un par de balas en dirección a los policías. No alcanzó a nadie, pero obligó a los oficiales a retroceder.
—Estás rodeado, Felipe. Esto no tiene que terminar así —insistió el oficial, aunque en su voz no había compasión, sino la fría certeza de que la situación no podía acabar de otra forma.
Felipe cerró los ojos por un momento, recordando los momentos que lo habían llevado hasta allí: una infancia sin padres, días enteros buscando algo que comer, y luego, el camino fácil de los robos y las traiciones. Pero incluso él sabía que su suerte estaba agotada. El sonido metálico de un arma recargándose detrás de él confirmó sus sospechas.
—Se acabó, Cruz —dijo una voz desde las sombras.
Felipe giró rápidamente, pero antes de poder disparar, un estruendo resonó en el callejón. Sintió un dolor ardiente en el pecho. Bajó la vista y vio cómo la sangre comenzaba a empapar su camisa. La pistola cayó de su mano, y con ella, la mochila. Felipe dio un paso tambaleante hacia adelante antes de desplomarse contra el asfalto.
Todo se oscureció.
En el vasto vacío que siguió a su muerte, Felipe se encontró flotando en un espacio etéreo, sin forma ni tiempo. Un eco de voces distantes parecía susurrar cosas incomprensibles. Sin embargo, algo cambió cuando sintió una presencia cercana. No estaba solo. Frente a él apareció un hombre alto, elegante, con un porte que irradiaba autoridad.
—¿Quién eres tú? —preguntó Felipe, su voz resonando en el vacío. Miró sus propias manos y se dio cuenta de que ya no eran físicas, sino translúcidas, casi como humo.
El hombre frente a él lo estudió con una mezcla de desdén y curiosidad. "Parece que este será mi anfitrión," pensó Álvaro Vega, observando al ladrón con detenimiento.
—Soy Álvaro Vega —respondió con firmeza, dando un paso hacia Felipe.
Felipe arqueó una ceja, perplejo. —¿El magnate? ¿El tipo de los negocios? No manches... ¿Qué haces aquí? ¿No deberías estar en un paraíso para ricos?
Álvaro ignoró la burla. —Esto no es sobre mí ni sobre lo que fui. Ahora importa lo que seré. Tú... —hizo una pausa, observándolo con desprecio—, tú no mereces otra oportunidad. Pero yo la necesito.
Felipe dio un paso atrás, su actitud burlona desapareciendo rápidamente. —¿Qué diablos significa eso?
Álvaro avanzó con decisión. —Significa que voy a tomar tu lugar. Tu cuerpo, tu vida. Tengo una misión que cumplir, y tú solo has sido un desperdicio de aire.
Felipe trató de retroceder más, pero no había adónde ir. "¿Qué me está diciendo este loco? ¿Que va a usar mi cuerpo? ¡Esto es un sueño, una alucinación!"
—Espera, espera, compadre —interrumpió, levantando las manos—. No sé qué tipo de trato hiciste con quienquiera que maneje esto, pero yo no voy a ceder mi vida así nada más.
Álvaro dejó escapar una risa seca. —Tu vida ya terminó. Lo único que queda es tu cuerpo, y créeme, sabré usarlo mejor que tú.
Antes de que Felipe pudiera responder, sintió un tirón violento, como si algo lo estuviera arrancando del lugar donde estaba. Álvaro, impulsado por su deseo de venganza, se lanzó hacia él, y en un destello de luz cegadora, las almas chocaron.
Cuando Felipe —o más bien el cuerpo de Felipe— abrió los ojos, estaba tumbado en un callejón. El frío asfalto le raspaba la piel, y su pecho dolía, pero estaba vivo. Respiró hondo y se incorporó lentamente. Miró sus manos, callosas y llenas de cicatrices, y luego vio su reflejo en un charco cercano. No era su rostro.
—Funcionó... —susurró, con la voz ronca de Felipe pero con la convicción de Álvaro. Una sonrisa lenta y peligrosa se dibujó en su rostro. “Ahora empieza el verdadero juego.”
Revisó la mochila que había caído junto a él. Los billetes seguían allí. “Dinero sucio, pero útil,” pensó. "Primero, debo acercarme a Catalina y recuperar lo que es mío. Luego, ella pagará por lo que hizo."
Sin embargo, sus pensamientos fueron interrumpidos por el sonido de pasos apresurados. Alguien se acercaba.
—¡Es él! —gritó un oficial desde la entrada del callejón—. ¡El ladrón sigue vivo!
Álvaro, ahora en el cuerpo de Felipe, agarró la mochila y corrió sin mirar atrás. Su mente trabajaba rápidamente, ajustándose a las limitaciones y habilidades de su nuevo cuerpo. "Si este tipo era bueno para algo, era para escapar," pensó mientras zigzagueaba por las calles oscuras, dejando a los policías atrás.
Álvaro logró esconderse en un edificio abandonado, respirando con dificultad. Sentado en el suelo, evaluó su situación. Su cuerpo era fuerte, pero torpe comparado con el suyo original. Sin embargo, tenía lo que necesitaba: una segunda oportunidad.
Miró al horizonte desde una ventana rota. La mansión Vega se alzaba en la distancia, como un faro llamándolo a su destino.
—Catalina... prepárate. No voy a descansar hasta que pagues por lo que hiciste.
En el silencio de la noche, una risa baja y peligrosa resonó en el edificio vacío. La venganza apenas comenzaba.
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