Recientemente, las cuentas que tenía como resultado de la mensualidad que obtenía en una pequeña heladería en la que trabajaba dejaron de ser suficientes para pagar el departamento y, a la vez, tener algo de comida en mi despensa. La frustración de hacer malabares con mis gastos me llevó a tomar una decisión; hablar con mi padre para que me ayudara con el alquiler. Detestaba hacer eso. Sabía que, al acudir a él, no perdería la oportunidad de recordarme lo malas que eran mis decisiones, como un disco rayado. Jamás comprendería mi decisión de mudarme a otra ciudad para terminar con mis estudios y ejercer mi carrera lejos del pequeño pueblo en donde nací.
A pesar de su resistencia, terminó cediendo, aunque no sin antes soltar varias indirectas que se clavaron como agujas en mi paciencia. Sin embargo, igualmente tuve que abandonar mi viejo departamento. La renta era absurda, no iba a tener una vida decente si me quedaba a pagar semejante cantidad. El nuevo departamento era pequeño, pero acogedor. Me convencí de que, al amueblarlo con las cosas que tenía desperdigadas en las cajas, se vería mucho mejor. No podía quejarme, por lo menos había conseguido espacio entre los primeros pisos, y el precio era casi un regalo, exageradamente asequible.
Pasé toda la tarde desempacando, con las manos llenas de polvo y el cabello alborotado, ni siquiera había caído en cuenta que la oscuridad estaba consumiendo el ambiente. Algunos de los objetos pesaban más de lo que yo podía manejar, así que tuve que arrastrarlos, dejando que retumbara el eco de forma espantosa.
Fue entonces cuando me interrumpió el sonido de los toques en la puerta. Al principio, suaves, pero como tardé un rato en responder, se intensificaron hasta convertirse en una molestia. Me limpié las manos en los jeans y rodé los ojos, segura de que sería alguno de esos viejitos roñosos que no soportaban ni el revoloteo de las moscas.
Cuando abrí la puerta, lo vi. Definitivamente no era un viejo decrépito –aunque sí un poco roñoso–. Era un muchacho, de cabello oscuro y altura promedio, no estaba mal, en realidad. Nada mal. Pero lucía un aspecto que gritaba cansancio, y estaba en pijama. Además, no me bajaba la mirada llena de rabia, y eso me incitaba a incrementar su fastidio.
—¿Podrías tener un poco de decencia? Haces mucho ruido. Guarda silencio.
Arqueé una ceja. ¿Perdón? ¿Y este quién se creía para aparecer así? ¿Y por qué se había atribuido a sí mismo el derecho de venir y callarme como si tuviera autoridad sobre mí? Encima de todo, se había apoyado en el marco de mi puerta con una actitud de superioridad que me quitó el humor de golpe.
—¿Tienes idea de qué hora es? —siguió con su tono cargado de reproche.
Solté una risa seca, ni siquiera yo era tan atrevida de ir a la casa de alguien a hostigar de esa forma. No podía creer que el tipo estuviera intentando intimidarme en mi propio espacio.
—No sueles ser muy amable, ¿verdad? —le analicé con detenimiento, murmurando lo siguiente—. Y mucho menos educado.
Levantó una ceja, aparentemente inmune a mis palabras, sin cambiar del todo el semblante serio que llevaba en el rostro.
—Amable y educado, a diferencia de ti. ¿Tienes idea de las reglas de convivencia de este edificio? No puedes estar haciendo tanto ruido a estas horas de la noche. La gente está ocupada, hay personas que tienen que trabajar temprano o simplemente descansar.
—Acabo de llegar, no seas exagerado.
Admito que mi primer impulso fue lanzarle la puerta, pero si vivíamos en el mismo edificio, tenía que pensarlo mejor. No era posible que me pusiera a crear conflictos incluso antes de haberme terminado de instalar en el departamento.
—Exagerado… —alargó la palabra—. Llevo escuchando tu alboroto desde hace varias horas —miró su reloj y añadió con un tono aún más irritante—. Son casi las once de la noche.
Lo peor fue que su mirada no se quedó en mi rostro, sino que me estudió descaradamente de pies a cabeza. Eso me molestó, estaba juzgando la forma en que me veía, dentro de su cabeza, y yo no podía enterarme de nada. Soltó un suspiro.
—Mira, lo único que pido es un poco de silencio y consideración para los demás. No es mucho pedir, ¿verdad?
—No me gusta el tono con el que me estás hablando, y no quiero empezar una discusión con nadie ahora. Todavía tengo mucho que hacer.
Sus ojos estaban fijos en los míos. No me quejo, el chico de verdad era atractivo y sería una idiota si lo negara meramente por orgullo, pero su actitud lo arruinaba todo.
—No es culpa mía lo que estés haciendo. No es una excusa y no te exime de seguir las reglas. Incomodas a los demás con tus… —hizo un gesto despectivo con la mano— lo que sea que estés haciendo ahí, hay un horario para eso. Ten consideración.
Dios, podía ser todo lo guapo que quisieras, pero esa personalidad que parecía reflejar arrogancia, lo desmoronaba todo, una lástima.
—A ver —me crucé de brazos—. ¿Acaso hice una fiesta o por qué te sigues quejando del ‘ruido’?
—No es necesario que hagas una fiesta. Estás siendo muy ruidosa con las cosas que mueves. No es muy difícil entenderlo, ¿verdad?
Sentí que era de aquellas personas a las que no les importaba para nada tu punto de vista, ellos siempre estaban haciendo lo correcto y siempre querían alinear a los demás hacia lo que ellos pensaban que estaba bien.
—Bueno, como verás, aún sigo algo ocupada. Así que, si me disculpas —tomé el borde de la puerta—. Tengo muchas cosas que hacer —la empujé lentamente hasta que la escuché cerrarse.
Sentí un ligero remordimiento, tal vez era grosero de mi parte, pero yo no estaba dispuesta a aguantar a alguien así, y él no había considerado lo mismo cuando tomó la decisión de tocar mi puerta. Al menos si se hubiera molestado en pedirlo de otra forma, porque maldita sea, en verdad estaba guapo.
Me quedé unos segundos parada, dejando que mi cabeza paseara ese pensamiento, y finalmente me decidí a abrir la puerta antes de que desapareciera por completo. Estaba de espaldas a un poco más de tres metros, girando sus llaves en la cerradura. Así que, vivía justo en frente.
—Oye, por cierto —le llamé. Se dio media vuelta.
—¿Qué? ¿Qué necesitas? —dejó las llaves colgando.
—¿Cómo es que te llamas, señor grosero? —sonreí con amabilidad, pero eso pareció haberle irritado más, ese era mi objetivo, de todas formas.
—Soy Kay —respondió seco. Lo registré en mi cabeza, asentí y me dispuse a volver a meterme, pero me detuvo con la misma pregunta— ¿Y el tuyo?
—Eso me lo guardo —contesté antes de cerrar la puerta otra vez.
Pocas veces me encontraba con alguien tan ruidoso que me obligara a dejar mis estudios de lado, levantarme del sofá y salir para marcar los límites. Al identificar de dónde venía el ruido, automáticamente supe que seguramente no sería la última vez que tendría que soportar algo así. ¿Cómo se le había ocurrido a la dueña alquilarle el departamento a alguien de ese tipo? ¿Qué iba a ser de mí y mi pobre cordura?
Incluso su apariencia y la forma en cómo estaba vestida era un caos, su ropa, y su cabello desaliñado y revoltoso llamaban la atención, me mantuve al margen de soltar algún comentario relacionado al respecto, aunque tentado estuve.
La situación no mejoró con mi reclamo, en vez de disculparse, me había tildado de ser un irrespetuoso, siendo ella quien estaba violando las normas del edificio. Y cuando me lanzó la puerta en la cara, me quedé perplejo ante su insolencia, mirando la madera. No insistí más, no tenía caso. Probablemente tenía la mentalidad de una adolescente. Ni siquiera había tenido la cortesía de presentarse adecuadamente.
—Insoportable.
Fue lo único que murmuré, en voz baja y con la mandíbula tensa, antes de girarme y regresar hacia mi departamento, consolándome con la esperanza de no volver a escucharla rozando el piso con los muebles. De hecho, para mi sorpresa, no lo hizo más. Me dejé caer en la cama con las hojas de estudio en la mano, intentando retomar el hilo de mi concentración, pero mi mente era esquiva y no cooperaba. Después de varios intentos de leer la misma línea, me rendí y tomé un descanso para prepararme una taza de té.
Mientras el agua hervía, miré por la ventana hacia el pasillo dejando que mis pensamientos se desviaron a lo ocurrido, me di cuenta de que había tenido mi silencio de regreso, y reflexioné inconscientemente. Tal vez, solo tal vez, sí que había exagerado un poco mi reacción. No era la mejor forma de ir y abordar a una completa desconocida, estaba siendo un poco altanero; quizá debí ser más amable en mi primer acercamiento, o al menos paciente, incluso si la situación ya llevaba rato molestándome.
Esa misma semana, salí a tirar la basura aprovechando que el sol había disminuido su intensidad, al darme la vuelta, me topé con ella bajando las escaleras, con las manos metidas en los bolsillos. Entonces quise aprovechar ese momento para corregir mi comportamiento.
—Oye —le detuve—, espera.
Al parecer, llevaba los auriculares puestos, se los sacó para responderme. Podía oír, desde mi distancia, cómo se reproducía la música en sus pequeñas bocinas. La chica quedaría sorda antes de siquiera envejecer, aunque agradecí que al menos no fuera como aquellas personas que usan su teléfono como parlante mientras andan por la calle.
—¿Sí?
—Mira, acerca de nuestro encuentro anterior. Quería pedirte disculpas. Creo que fui un poco… brusco —intenté usar un tono más suave, pero personalmente me era complicado. Y me lo fue más cuando noté que se estaba aguantando una risa. La miré con el celaje fruncido—. ¿Es divertida para ti mi disculpa o qué?
—Un poco falsa, me parece —respondió.
Tomé aire.
—No. No es falsa. Solo es que… —desvié la vista hacia la maceta que estaba detrás, como si de repente fuera lo más interesante— No se me dan bien estas cosas.
—Claro. —Guardó los auriculares en su caja y se los llevó al bolsillo—. ¿Y por qué estabas tan amargado? ¿Siempre eres así?
Sentí un leve rubor subir por mi cuello.
—No, pero supongo que no soy una persona muy social.
—No, sí se nota, no te preocupes —siguió sonriendo de forma burlesca.
Ni para que me molestaba en hacer estas cosas, mejor hubiera pasado de largo mi camino.
—Bueno, ríete todo lo que quieras.
—La verdad no tienes que fingir que te caigo ni nada de eso, ¿sí? —dijo ella.
La miré con una mezcla de seriedad e irritación. Iba a refutar, iba a sacarme una excusa después de intentar ser cortez y decirle que ‘no era eso’. Pero qué razones tenía para ser hipócrita.
—Tampoco te estaba pidiendo que seamos amigos, si quieres honestidad. Dudo que me llegues a agradar mucho de todas formas.
—Será mutuo.
Abrió la puerta transparente para ir hasta el contenedor y arrojar sus bolsas. La observé, esperaba llegar a un tipo de acuerdo, pero vi que eso no se iba a poder. Me quedé plantado hasta que regresara. Con todo, aún quería sacarme la duda de encima.
—¿Aún no piensas decirme tu nombre?
—¿Para qué? ¿Piensas acusarme con la policía? —preguntó con sarcasmo.
Ignoré su insípido comentario, vi que no iba a ser fácil de tratar. Pasó por mi lado, rozándome el hombro y fue subiendo las escaleras, subí detrás de ella.
—Solo quiero saber quién es la persona con la que tendré que vivir al frente.
Se plantó en el último escalón, deteniéndose a pensar en su respuesta, sus ojos se entrecerraron.
—Si te doy mi nombre significa que quizá alguna vez me llamarás si necesitas algo. Y sinceramente, a mí me da mucha —alargó la primera vocal con una voz teñida de pereza— flojera hablar con los vecinos.
Espeté por dentro. Solo tenía curiosidad, tampoco es como si fuera a solicitarla todo el tiempo. De hecho, esperaba no cruzarme con ella más de lo necesario.
—¿Es tan difícil? No tengo planes de llamar a tu puerta para charlar, no te preocupes. No voy a necesitar nada de ti, lo prometo —intenté sonar sincero, aunque el sarcasmo se filtró ligeramente en mis palabras.
No había terminado de hablar cuando ella ya estaba negando con la cabeza.
—Uhm, nah. No lo creo —habló goteando desdén en tanto seguía caminando hasta que se metió a su departamento.
Me quedé allí frente a su puerta cerrada, solo intentaba tener un mínimo de cordialidad que claramente no sería devuelta. Era exactamente como había sospechado, solo una inmadura que tenía comportamientos de rebeldía como si aún estuviera en la secundaria. Si no era conmigo, iba a terminar teniendo problemas con alguien más, tarde o temprano.
Tardé días para terminar de acomodarlo todo por completo. Los trabajos universitarios se me acumulaban peligrosamente y solo me dedicaba a procrastinar. Mi mente parecía entrenada para encontrar cualquier cosa que me alejara de mis pendientes; un antojo me llevaba hacia la cocina, las notificaciones en mi teléfono me mantenía entretenida, o me paraba hacia la ventana por cualquier tontería insignificante. De ese modo, sintiendo cómo el silencio me estaba asfixiando dentro de esa casa, terminé encendiendo el equipo de música para que la bulla llenara el vacío y me hiciera compañía.
Entre las estrofas de la segunda canción escuché ruidos ahogados, dudé un momento, no estaba segura de si había escuchado bien o si me lo estaba imaginando, así que giré un poco la perilla para disminuir el volumen. Sí, alguien estaba tocando la puerta. Y sí, su origen, evidentemente era ese chico insufrible.
— ¿Vienes a molestarme de nuevo? —ladeé la cabeza a un costado.
No había enojo en mi tono de voz, en realidad creo que le estaba coqueteando. Nadie me puede juzgar por ello, era imposible no notar lo atractivo que era, por más que me hubiese gustado ignorarlo.
—¿’Molestar’? —mostró la misma irritación que la última vez—. Vengo a recordarte las reglas del ruido. Otra vez.
—Ah, sí eso —levanté los hombros, indicando desinterés—. Solo decidí ignorarte.
Noté cómo apretaba sus dedos contra el marco de la puerta cuando me escuchó decir eso. Mis ojos bajaron a sus manos por un momento, inclusive eso llamó mi atención.
—No sé cómo decírtelo sin ser grosero, pero no puedes simplemente ignorar ese tipo de cosas. Hay otras personas viviendo en el edificio, no puedes hacer lo que te plazca.
—Pues eres el único que se está quejando.
—¿Y qué si soy el único? —Me estaba levantando la voz, me pregunté cómo era que se alteraba por cosas tan estúpidas—. Eso no cambia el hecho de que las estés infringiendo, el hecho de que nadie más te haya dicho nada no te da carta libre para hacer todo el escándalo que quieras.
—Ya veo —lo escaneé de arriba a abajo con descaro—. Es por eso que no socializas con nadie, ¿verdad?
En cuanto vio mi expresión, se le llenó el rostro de irritación.
—Que no socialice no quiere decir que soy idiota.
—¡Ash! —dije, harta—. Bueno, ya. Le bajo un poco y es todo. Tampoco la pienso apagar. Es mi casa.
Retrocedí hasta llegar al equipo, bajé un poco el volumen mientras él esperaba pacientemente en la puerta. No pasaron ni tres segundos antes de que se estuviera quejando nuevamente.
—¿Es en serio? Eso no está lo suficientemente bajo, sigue siendo molesto, podrías usar tus audífonos.
¿Audífonos? ¿Dentro de mi propia casa?
—Qué pesado —rodé los ojos—. A ver, Kayto, no voy a permitir que vengas hasta acá para hablarme de ese modo cada vez que despiertes de mal humor.
—No te atrevas a llamarme así. —su respuesta me hizo sonreír para mí misma—. No sé cuántos años tienes, pero te portas como una niña mimada a la que nunca le han puesto límites en su vida.
Eso me tocó un nervio. Fue irónico escucharlo, considerando que soy una de las personas a las que más han tratado de restringir en toda su vida. Me irritó que lo mencionara, la burla se evaporó de mi rostro y dio paso a la seriedad en cuestión de nada, y esta vez, sin pensarlo dos veces, sí le tiré la puerta encima.
—¡Oye, abre la puerta! —Le escuché reclamar del otro lado— ¡No puedes simplemente cerrármela en la cara!
Oh, pero ya lo hice.
—Lárgate.
Volvió a tocar la puerta insistentemente, y subí el volumen al nivel original. Me metí a mi habitación para dejarle tocando la puerta como un loquito del centro. Yo tampoco sabía qué edad tenía, juraría que no estaba lejos de la mía, y aun así se comportaba como un tipo de cuarenta años con dos divorcios y una familia entera que mantener. ¿De dónde salía tanto resentimiento a la vida?
No lo volví a ver al día siguiente, ni al que le seguía. Pero una semana después tuve que salir a llenar la despensa y, al regresar a la puerta llena de bolsas que apenas me permitían subir las escaleras correctamente, lo vi parado frente a su puerta, con los brazos cruzados. Cuando me vio bajar las bolsas para sacar las llaves, hizo un gesto en el que se incorporaba para acercarse.
—¿Me estás vigilando o qué?
—Claro, obviamente estoy aquí para vigilar tus movimientos —dijo con un tono sardónico.
Bufé y me dispuse a ignorarlo, luego abrí la puerta para empujar las cosas hacia adentro. Al regresar por la última bolsa, ya lo tenía de pie en el marco de mi puerta. Me espanté.
—Así que, Jodie, ¿verdad?
Solté la bolsa, desconcertada.
—¿Qué? —lo miré, extrañada.
—Nada, solo confirmaba.
Una oleada de incomodidad me recorrió, tomé la bolsa con un poco de impaciencia. ¿Quién carajos le había dicho mi nombre?
—¿Cómo sabes eso? ¿Me estuviste investigando?
—Tampoco es tan difícil. Solo necesité escucharte hablar con los vecinos.
Qué mentira, solo me había acercado a hablar con una señora que vivía a dos puertas para preguntar cosas sobre el internet del edificio. ¿Exactamente en qué momento había conseguido escucharlo? Dios, ¿y si en realidad era uno de esos raritos que te perseguían?
—Apenas hablé con la señora Dana, ni siquiera me gusta socializar con los que viven cerca de mí —dije.
—Oh, ¿eres demasiado asocial como para dirigirle la palabra a alguien? —preguntó con sarcasmo.
—Tal vez. Pero nunca una grosera —hice un énfasis, tirándole una indirecta.
—No te creas moralmente superior a mí.
—Ajá.
Entré, cargando la bolsa, y cerré la puerta. Sí, otra vez en su cara. Parecía irritarle bastante porque le escuché gruñir desde el otro lado y admitiré que me hizo gracia.
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