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Louise, El Último Omega

Los susurros del bosque.

La oscuridad del bosque se alzaba como un manto, cubriendo la tierra con su abrazo frío y eterno. La luna en lo alto del cielo, apenas visible tras un velo de nubes, lanzaba destellos claros que transformaban las ramas de los árboles en sombras alargadas y retorcidas como garras. Entre estas sombras caminaba Louise, su figura delgada apenas perceptible entre las oscuras sombras. Sus pasos eran ligeros, como si el mismo suelo lo conociera, evitando traicionarlo con crujidos innecesarios.

El aire era helado y penetrante, cortando como cuchillas cada vez que respiraba. Louise se cubrió con los restos de una capa rota y desgastada que había encontrado en los escombros de una casa destruida, era un frágil recuerdo de la vida que había existido antes de la caída de los humanos. Desde hacía siglos, los vampiros se habían erigido como amos de la tierra, y los humanos que no habían sido llevados como ganado vivían ahora entre las ruinas, intentando aferrarse a la supervivencia en un mundo que los había rechazado.

Había algo en el viento esa noche, algo más que el frío habitual. Un murmullo que traía consigo el olor metálico de la sangre, un aroma que Louise había aprendido a identificar desde niño. Se detuvo, tensando su cuerpo, mientras sus ojos recorrían la penumbra. La memoria de su madre le cruzó la mente: "Nunca confíes en la calma del bosque, Louise. A veces, el silencio es el preludio de algo peor". La advertencia, tantas veces repetida, parecía resonar como un eco lejano.

Con un suspiro, siguió caminando, aunque su mente se mantenía alerta. La memoria de su madre era un dolor constante, como un filo clavado en su pecho. Ella había sido la única que sabía lo que él era, el secreto que llevaba en su sangre. Un omega, el último de una línea extinguida, un ser que para los vampiros era una leyenda perdida. Louise no entendía por qué su madre había guardado ese secreto con tanto celo, ni por qué le había suplicado que no revelara su naturaleza a nadie, ni siquiera a su hermana.

Pero nada de eso importaba ya. Su madre había sido asesinada en un ataque brutal, y su hermana... su hermana estaba perdida, llevada por los traficantes de humanos que acechaban en la oscuridad, vendiéndolos como mercancía a los vampiros más crueles. La desesperación que lo había invadido en esos primeros días de soledad era algo que todavía lo asaltaba en la quietud de la noche, cuando se permitía cerrar los ojos y recordar la calidez del hogar que había perdido.

Louise apretó la mandíbula y avanzó lentamente, ignorando el temblor en sus manos. No tenía tiempo para la debilidad. Había sobrevivido hasta ahora, y lo seguiría haciendo, porque en algún lugar de ese vasto mundo roto, su hermana lo necesitaba. Ella era la razón por la que no había sucumbido a la tentación de dejarse morir en el suelo frío, de dejar que el bosque lo reclamara como abono para sus raíces.

Una Sombra Entre Las Sombras

Louise no se dio cuenta de la presencia de la sombra hasta que fue demasiado tarde. El viento se detuvo de repente, como si el mundo contuviera la respiración, y el murmullo del bosque se desvaneció en un silencio tan profundo que hizo que sus oídos zumbaran. Un escalofrío recorrió su columna mientras sus instintos le gritaban que corriera, pero no tuvo tiempo.

Una figura emergió de entre los árboles, moviéndose con una gracia que solo podía pertenecer a un vampiro. Louise no necesitó ver sus ojos para saber que era uno de ellos; el aura de poder que lo rodeaba era tan palpable que el aire parecía vibrar a su alrededor. Pero cuando la luz de la luna finalmente iluminó su rostro, se quedó paralizado.

El vampiro era alto, con una piel tan pálida que parecía casi translúcida bajo la luz tenue. Sus cabellos rubios caían como oro líquido sobre sus cejas, enmarcando un rostro que parecía esculpido en mármol, hermoso de una forma inhumana, aterradora. Pero lo que más llamaba la atención eran sus ojos: un par de rubíes que brillaban con un fulgor antinatural, devorando la oscuridad con una intensidad que hacía que el corazón de Louise se detuviera.

—Así que al fin te encontré —la voz del vampiro era suave, casi un murmullo, pero resonó en el aire como el rugido de una bestia. Louise sintió que cada palabra se filtraba en su mente, envolviéndolo, controlándolo. Dio un paso atrás, su cuerpo temblando.

—¿Q-Quién eres? —la pregunta le salió como un susurro, su garganta seca por el miedo.

El vampiro sonrió, y fue como si una grieta se abriera en la perfección de su rostro. No había nada cálido en esa expresión, solo una promesa de poder y destrucción.

—Mi nombre es Dorian Vespera, rey del Imperio Vespera —dijo, y el título resonó como una sentencia—. Y tú, pequeño, eres más especial de lo que imaginas.

Louise sintió que el suelo se deslizaba bajo sus pies. Había escuchado historias sobre Dorian Vespera, el rey de la Noche Eterna, el líder más temido entre todos los vampiros. Un ser que había conquistado imperios, reduciendo a cenizas a quienes osaban desafiarlo. ¿Qué podía querer un monstruo como él con alguien como Louise?

Dorian se acercó, su figura proyectando una sombra que parecía envolver a Louise como un manto. Cada paso era una declaración de dominio, cada movimiento un recordatorio de que el poder de los vampiros era absoluto. Louise intentó retroceder, pero sus piernas no respondían, como si la misma oscuridad lo mantuviera en su lugar.

—Tu sangre, tu esencia... —murmuró Dorian, inclinándose hacia él hasta que Louise pudo sentir el frío de su aliento en la piel—. Hay algo en ti que me llama, algo que he estado buscando durante mucho tiempo.

Louise intentó hablar, pero no encontró las palabras. Solo podía mirar esos ojos rojos que lo devoraban con una mezcla de curiosidad y deseo. En ese instante, supo que estaba perdido.

Dorian lo tomó de la muñeca con una fuerza suave pero inquebrantable, y el mundo de Louise se volvió difuso. El último pensamiento que cruzó su mente antes de que la oscuridad lo envolviera fue la promesa que había hecho a su hermana: que la encontraría, que no se rendiría.

El rey de la oscuridad

La oscuridad envolvía a Louise como un manto denso, mientras las garras invisibles del miedo se cerraban sobre su garganta. Las palabras de Dorian Vespera resonaban en su mente, un eco cargado de promesas veladas y un poder que parecía provenir de los mismos abismos de la noche. Cada vez que parpadeaba, los ojos rubí del vampiro se clavaban en él, destilando una fuerza que hacía temblar sus rodillas.

El mundo se desdibujó alrededor de Louise, la claridad de los árboles y el suelo cubierto de hojas marchitas se desvaneció mientras Dorian lo arrastraba con una facilidad alarmante. Intentó resistirse, forcejeando contra el agarre que lo mantenía atrapado, pero sus músculos no respondían como deberían. Una oleada de náuseas lo atravesó, como si la mera presencia del vampiro debilitara la esencia de su ser.

—Déjame... —murmuró, su voz apenas un hilo, ahogado por la presión en su pecho—. No sé quién crees que soy, pero...

—Silencio —cortó Dorian con una frialdad que le heló la sangre—. Lo sabes tan bien como yo, omega. No pierdas tiempo fingiendo. Tu naturaleza es tan clara para mí como el brillo de la luna. Y ahora que te he encontrado, no te dejaré ir.

Louise sintió que el peso de esas palabras caía sobre él como una losa. ¿Omega? ¿Cómo podía saberlo? Su madre había sido cuidadosa hasta el último aliento, ocultándolo, protegiéndolo del mundo exterior. Había sido su secreto más guardado, su condena oculta. Sin embargo, Dorian había visto a través de todo, como si sus ojos fueran capaces de desnudar el alma misma. Louise luchó por entender, pero su mente se nublaba entre el miedo y el agotamiento. Todo lo que quería era retroceder, escapar del contacto gélido de Dorian, pero el vampiro era implacable.

—Por favor... —suplicó, las palabras escapando antes de poder contenerlas. Pero en el rostro de Dorian, no había compasión.

El rey vampiro lo observó con una mezcla de curiosidad y algo más oscuro, un brillo predador en su mirada que hacía que cada fibra de su ser se tensara. Louise sabía que para los vampiros, los omegas eran leyendas, relatos perdidos en la noche de los tiempos. Seres con la capacidad de dar vida a linajes puros, una capacidad que había sido exterminada por la ambición de su propia especie. Nunca había pensado que su existencia pudiera ser algo más que un peso sobre sus hombros. Pero ante Dorian, su ser parecía transformarse en un objeto de valor incalculable.

—¿Por qué...? —empezó a decir, pero Dorian lo interrumpió con una risa baja, casi un murmullo.

—¿Por qué he cruzado continentes y alzado guerras para encontrarte? ¿Por qué no te devoro aquí mismo? —sus palabras eran suaves, pero cargadas de un tono peligroso—. Eres una llave. Una que lleva hacía un futuro donde mi linaje será el que domine por encima de todos. Pero no es necesario que entiendas eso ahora. Pronto lo harás.

Louise tragó saliva, sintiendo que un terror primitivo lo desgarraba desde dentro. Las promesas de Dorian eran como veneno, envolviendo su mente y su cuerpo en un estado de sumisión que odiaba. Nunca había querido ser una pieza en el juego de nadie, y menos aún de un monstruo como él.

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