NovelToon NovelToon

El Guardaespaldas De La CEO Ciega

Capítulo 1 Encuentro

Aristoteles Dimitrakos se encontraba de pie, en medio de la recepción del edificio de Holdings Crawford Tecnológic, sosteniendo varios documentos. El nombre de la agencia de chóferes que lo había enviado, Blackwell Chauffeurs, estaba estampado en la parte superior de las hojas, pero nadie en la recepción parecía tener interés en leerlo. La mujer tras el mostrador estaba ocupada tecleando rápidamente en su computadora, concentrada en la pantalla, como si no lo hubiese notado.

Aristoteles se aclaró la garganta, sosteniendo los documentos con una mano y dejando caer la otra en la cadera con impaciencia.

—Estoy aquí por parte de Blackwell Chauffeurs —dijo, esperando que esta vez la mujer alzara la vista.

La recepcionista finalmente levantó los ojos y lo miró de reojo, examinándolo de arriba abajo, antes de hablar con una voz monótona.

—La señora Crawford está ocupada —respondió, su tono indicando que esto era más una norma que una novedad.

Aristoteles resopló, cambiando su peso de un pie a otro, impaciente.

—¿Cuánto tardará en bajar?

La mujer esbozó una sonrisa apenas perceptible, sus dedos nunca dejaban de moverse sobre el teclado.

—La señora Crawford es una mujer muy ocupada. Puede que se desocupe en muy poco o… en mucho.

—Ya veo. —Aristoteles se resignó, murmurando una respuesta seca antes de dar media vuelta.

Se alejó unos pasos y se recargó contra una pared, observando el amplio lobby del edificio. Había obras de arte modernas colgadas en las paredes y una gran lámpara de cristal que iluminaba el lugar con un brillo pulcro, casi gélido. El lugar tenía un aire sofisticado, frío, en completa armonía con la empresa multimillonaria que allí se albergaba.

Aristoteles soltó un suspiro y jugueteó con el borde de su gorra, lanzando miradas furtivas hacia la recepción, donde la recepcionista no le prestaba la más mínima atención.

Habían pasado ya siete años desde que dejó el ejército, desde que su esposa murió y tuvo que asumir la responsabilidad de cuidar solo a su hija, Elara. Ese día había decidido que nunca volvería a poner a su hija en una situación incierta, y buscó trabajos en los que pudiera estar más cerca de ella. Este empleo, por muy temporal que pareciera, era su intento de brindar a Elara la estabilidad que tanto necesitaba.

De pronto, el sonido de un ascensor abriéndose resonó en el lobby. Aristoteles giró la cabeza hacia las puertas metálicas, observando a dos personas salir de allí. Era una mujer y un hombre. La mujer llamó su atención de inmediato, y Aristoteles supo de inmediato que se trataba de Alice Crawford. La había visto en portadas de revistas, encabezando artículos que exaltaban su astucia empresarial y su liderazgo en el mundo de la tecnología.

Alice caminaba con una seguridad impresionante, su postura erguida y elegante, cada paso decidido y calculado. Aunque llevaba gafas oscuras que cubrían sus ojos, Aristoteles podía sentir la intensidad de su presencia. Su cabello castaño oscuro caía en suaves ondas hasta sus hombros, enmarcando un rostro definido y anguloso, con pómulos marcados y labios firmemente delineados. Vestía un traje negro que abrazaba su figura esbelta, proyectando una imagen de sofisticación y poder. La piel tersa y pálida resaltaba el rojo oscuro de sus labios, dándole un toque de ferocidad.

—Dígale a Yamara que no joda, James —decía Alice, su tono firme e inflexible—. Quedamos en algo y Rava debe cumplir. No voy a repetirlo.

A su lado, el hombre de mediana edad asentía, sus ojos fijos en una tablet mientras seguía sus instrucciones con rapidez.

—Sí, señora Crawford. Revisaré el contrato de adquisición y me aseguraré de que se respete. —James caminaba a su lado, tratando de no quedarse atrás mientras ella avanzaba con naturalidad.

Aristoteles no perdió el tiempo y se adelantó hacia ellos, manteniendo un paso decidido. Se aclaró la garganta al llegar junto a Alice y James, captando la atención del asistente, quien lo miró con una mezcla de sorpresa y desconfianza.

—¿Quién es usted? —preguntó James, deteniendo su avance mientras su mirada evaluaba a Aristoteles.

—Soy Aristoteles Dimitrakos. Vengo de Blackwell Chauffeurs. —Su voz resonó grave y profunda, proyectando una firmeza que hizo que Alice, aunque ciega, se detuviera y girara la cabeza hacia él, atraída por la potencia de su tono.

Alice ladeó la cabeza ligeramente en su dirección, como si intentara escuchar algo más allá de las palabras.

—¿Dónde está Anderson? —preguntó Alice, con un deje de impaciencia, su voz proyectando autoridad natural.

—Anderson está enfermo. Por eso me enviaron a mí —respondió Aristoteles, manteniéndose firme bajo el escrutinio de la mujer.

James, desconfiado, revisó rápidamente su tablet, verificando la información antes de mirarlo de nuevo.

—Déjeme ver su identificación y su licencia de conducir —dijo James, extendiendo una mano sin levantar la mirada de la pantalla.

Aristoteles sacó su billetera y le mostró ambos documentos, esperando pacientemente mientras el asistente revisaba cada detalle. Alice, que había estado escuchando con atención, volvió a hablar, sin rodeos.

—¿Cuánto tiempo lleva en el país, señor Dimitrakos? —preguntó, su voz con un tono de aparente indiferencia, aunque Aristoteles percibía algo más, una especie de evaluación sutil.

—Casi tres años —respondió él, observando su rostro con más detenimiento, sorprendido de encontrar en ella una intensidad tan hipnótica.

Aunque sus gafas oscuras cubrían sus ojos, había algo en Alice que atraía su atención de una manera visceral. Su piel parecía de porcelana, suave y sin imperfecciones, y su boca, aunque delineada en un gesto serio, tenía una curva sensual. Era una mujer de belleza indiscutible, pero había algo más: una energía poderosa que emanaba de ella, una fuerza imponente y una confianza que no dejaba espacio para la vulnerabilidad. A pesar de no ver, Alice parecía dominar su entorno con una precisión sorprendente, como si sus otros sentidos compensaran su falta de visión con una percepción que rozaba lo sobrenatural.

—Está bien —dijo finalmente James, después de revisar los documentos—. Iremos a Long Island.

Alice asintió con la cabeza y comenzó a caminar hacia la salida del edificio, sus movimientos tan seguros y fluidos como si pudiera ver perfectamente cada rincón. Aristoteles la siguió de cerca, admirando la confianza con la que se movía. A pesar de su ceguera, parecía navegar por el lobby con una seguridad absoluta, como si estuviera acostumbrada a conquistar cualquier espacio sin importar los obstáculos.

Aristoteles no pudo evitar sentir una atracción inesperada, casi visceral, por aquella mujer que irradiaba una combinación de elegancia, inteligencia y dureza. Sus años en el ejército le habían enseñado a respetar a las personas fuertes, pero Alice era algo distinto, un enigma fascinante que despertaba en él un interés que no había sentido en mucho tiempo.

—Veremos qué tal, señor Dimitrakos —dijo Alice de repente, interrumpiendo sus pensamientos mientras caminaban hacia el automóvil. Su tono, aunque indiferente, contenía un sutil desafío, como si quisiera poner a prueba su determinación.

—Haré lo posible para que tenga un viaje seguro, señora Crawford —respondió él, con un leve asentimiento.

Alice esbozó una pequeña sonrisa, casi imperceptible, y continuó avanzando, guiada por el brazo de James. Aristoteles abrió la puerta del automóvil para ella, observando cómo se acomodaba en el asiento trasero con la misma gracia y precisión con la que había caminado por el edificio.

Mientras cerraba la puerta y rodeaba el coche para tomar el asiento del conductor, sintió una extraña mezcla de emociones. Sabía que este trabajo era una oportunidad temporal, pero por alguna razón, sentía que este primer encuentro con Alice Crawford había marcado un antes y un después. Ajustó el retrovisor, lanzando una última mirada a la mujer que estaba sentada en la parte trasera, y no pudo evitar pensar que proteger a Alice sería una tarea mucho más compleja y desafiante de lo que había anticipado.

Capítulo 2 Prueba

Aristoteles mantenía ambas manos firmemente en el volante del automóvil, sintiendo la suave vibración del motor mientras el GPS marcaba el camino hacia su destino en Long Island. En el asiento trasero, Alice Crawford y su asistente, James, estaban ocupados en su propio mundo. Aristoteles lanzaba ocasionales miradas por el retrovisor, encontrándose inevitablemente observando a Alice, quien tenía una hoja en el regazo y deslizaba la punta de sus dedos con precisión y delicadeza sobre una serie de puntos en relieve.

Alice estaba leyendo en braille los informes de Crawford Medical Solutions, la empresa subsidiaria de dispositivos médicos que había sido su primer gran apuesta dentro de Crawford Holdings Tecnológic. Cada paso de esa compañía, cada línea de desarrollo, había sido impulsado por su visión —una ironía dolorosa, ya que ella había perdido la vista a los doce años. Aristoteles la miró de nuevo, observando cómo mantenía una concentración inquebrantable, absorta en su lectura mientras James revisaba su tablet a su lado.

Alice alzó la cabeza ligeramente y rompió el silencio.

—¿Yamara respondió algo sobre el contrato? —preguntó con un tono autoritario y sereno a la vez.

James negó con la cabeza, sin levantar la vista de su tablet.

—Todavía no, señora Crawford. Estoy en espera de su respuesta.

Alice suspiró, visiblemente molesta, pero retomó su lectura sin añadir nada más. Aristoteles notó el ligero cambio en su expresión a través del espejo retrovisor, y aunque apenas la conocía, comenzaba a comprender la precisión y el dominio con el que ella manejaba cada aspecto de su empresa, y de su vida.

Mientras avanzaban, las calles comenzaron a abrirse, y poco a poco dejaron atrás los altos edificios de la ciudad para entrar en la autopista. Aristoteles aceleró un poco, intentando mantener el flujo de tráfico, pero algo le llamó la atención. En su espejo lateral, un coche oscuro, un sedán gris sin distintivos visibles, parecía seguirlos. Lo había notado poco después de salir del edificio, y aunque en un principio lo había atribuido a la casualidad, ahora sentía una incomodidad creciente.

Aristoteles bajó ligeramente la velocidad, observando por el retrovisor cómo el sedán hacía lo mismo. Su mirada se endureció, y su mente entrenada rápidamente entró en alerta.

—¿Todo bien, señor Dimitrakos? —preguntó Alice.

Aristoteles mantuvo la calma en su tono, aunque su mirada seguía atenta en los espejos.

—Sí, señora Crawford, todo bajo control.

Sin embargo, algo en su voz debió alertarla, pues Alice cambio su expresión. El auto detrás de ellos mantuvo la misma distancia cuando Aristoteles volvió a reducir la velocidad, confirmando sus sospechas. Justo cuando estaba decidiendo cómo proceder, un segundo vehículo, un SUV oscuro, apareció repentinamente detrás del sedán.

—Esto no me gusta nada —murmuró Aristoteles entre dientes, mientras su mente ya comenzaba a elaborar un plan de contingencia.

En un instante, el SUV aceleró de manera intempestiva y se desvió bruscamente hacia el automóvil de Aristoteles. Con un impacto ensordecedor, el vehículo chocó contra el lateral trasero, haciendo que el coche en el que viajaban se tambaleara violentamente. Alice y James se aferraron a los asientos, sorprendidos por la sacudida.

—¿Qué está pasando? —preguntó Alice, su voz permanecía firme, pero su expresión denotaba una alerta contenida.

—Aguanten fuerte —respondió Aristoteles, pisando el acelerador para intentar poner algo de distancia, aunque sabía que estaban en una situación crítica.

El sedán gris también se acercó por el otro lado, encerrándolos Aristoteles evaluó rápidamente la situación; estaban rodeados, pero no pensaba permitir que nada le ocurriera a Alice. Buscando cualquier ventaja, giró bruscamente el volante y maniobró para salir del cerco, pero el SUV volvió a embestirlos, obligándolos a frenar en seco. Alice y James se sujetaron como pudieron.

—¡Señora Crawford, manténgase baja! —ordenó Aristoteles, con un tono que no dejaba espacio para la duda.

Antes de que Alice o James pudieran reaccionar, las puertas de los vehículos enemigos se abrieron y de ellos salieron cuatro hombres. Dos de ellos portaban armas, y sin demora, comenzaron a disparar hacia el automóvil de Alice.

—¡James, cúbrala! —gritó Aristoteles mientras él mismo se deslizaba rápidamente hacia la parte trasera del coche, tratando de proteger a ambos con su cuerpo y su experiencia militar.

Las balas perforaron los cristales del coche, y Aristoteles sintió una explosión de adrenalina recorrer sus venas. No tenía un arma consigo, pero sus habilidades de combate estaban lejos de oxidarse. Abrió la puerta del conductor y se cubrió detrás del coche, evaluando rápidamente las posiciones de los atacantes. Uno de los hombres avanzaba hacia el coche mientras otros disparaban de forma desordenada.

Aristoteles aprovechó la confusión y se lanzó hacia el primer hombre, inmovilizándolo con un golpe preciso en la garganta. El hombre soltó el arma y cayó al suelo, sofocado. Aristoteles tomó el arma y se giró hacia el segundo atacante, quien intentaba apuntarle. Sin dudarlo, disparó, y el segundo hombre cayó al suelo, herido en una pierna.

Alice, quien se había agachado en el asiento trasero, escuchaba los disparos y sentía la tensión del momento. Aunque no podía ver lo que ocurría, percibía cada movimiento, cada sonido de la lucha exterior, y en medio del caos, sintió una mezcla de vulnerabilidad e inusual confianza. A pesar de la violencia que la rodeaba, el pensamiento de que Aristoteles estaba allí la tranquilizaba de un modo que la sorprendía.

James, por su parte, la cubría con su propio cuerpo, sin apartarse de su lado mientras trataba de calmarla.

—Está haciendo un buen trabajo, señora —murmuró, más para calmarse a sí mismo que a ella.

Los dos hombres restantes se acercaron a Aristoteles desde ambos lados, pero él se movía con la velocidad y precisión de un militar entrenado. Aprovechó la distracción de uno de ellos para desarmarlo, arrojando el arma fuera de su alcance y lanzando un golpe seco al rostro del atacante, que cayó al suelo. El último hombre, al darse cuenta de la situación, intentó retroceder, pero Aristoteles ya estaba sobre él. En cuestión de segundos, lo derribó, asegurándose de que no se levantara.

El silencio regresó al lugar, interrumpido solo por el sonido de las sirenas de la policía acercándose a la escena. Aristoteles respiraba con dificultad, pero mantuvo la calma, sabiendo que la situación estaba bajo control.

Regresó al coche y abrió la puerta trasera para ayudar a Alice a salir. Ella se incorporó con la misma dignidad y serenidad de siempre, su expresión apenas alterada por el caos que acababa de suceder. Su mano se extendió en busca de Aristoteles, quien instintivamente la tomó, guiándola hacia un lugar seguro mientras las sirenas aumentaban de intensidad.

—¿Está usted bien? —preguntó él, con una suavidad inesperada en su voz.

Alice levantó ligeramente el rostro hacia él, percibiendo su cercanía y sintiendo su respiración agitada a pesar del tono calmado de su voz. Sin saber por qué, el tacto de su mano, firme y cálido, le transmitía una seguridad que iba más allá de lo profesional.

—Parece que se ha ganado su pago hoy, señor Dimitrakos —dijo ella, en un tono que intentaba mantener la compostura, aunque había un rastro de admiración en sus palabras.

—Mi deber es protegerla, señora Crawford. Nada más importa. —Aristoteles mantuvo su mirada fija en ella, sintiendo una conexión inesperada, un lazo intangible que crecía en medio de la tensión.

Ambos quedaron en silencio un instante, el uno frente al otro, hasta que James interrumpió, aclarando la garganta.

—Señora, creo que deberíamos esperar a los agentes en un lugar más seguro —sugirió, con una mezcla de preocupación y profesionalismo.

Aristoteles asintió y, sin soltar la mano de Alice, la guió hacia un área protegida, con la vista siempre en alerta por si alguien más intentaba acercarse. Sin embargo, en su interior, no podía evitar sentirse atraído por esa mujer que, en medio de todo, mantenía una calma tan impenetrable como intrigante.

Mientras las sirenas se aproximaban, ambos sabían que ese encuentro había cambiado algo fundamental, un sentimiento de atracción e intriga que ninguno de los dos estaba dispuesto a admitir, pero que crecía con cada segundo que compartían juntos.

Capítulo 3 Intersección

En menos de diez minutos, el área se llenó de policías. Las patrullas iluminaban la zona con luces rojas y azules que destellaban sobre el asfalto, mientras los cuatro secuestradores permanecían arrodillados y esposados, rodeados por agentes. La adrenalina aún corría por las venas de Aristoteles Dimitrakos mientras un paramédico, con su botiquín en la mano, se acercaba a él para evaluar su estado.

—¿Cómo se siente? —preguntó el paramédico, evaluándolo con ojos atentos y profesionales.

Aristoteles lanzó una rápida mirada hacia Alice, quien estaba de pie cerca de una ambulancia, acompañada por James. A primera vista, cualquiera pensaría que no había pasado nada, que no acababa de enfrentar un intento de secuestro.

Su postura, su expresión serena, e incluso la forma en que sostenía sus manos con una calma imperturbable la hacían ver como una mujer completamente en control. Pero Aristoteles notaba pequeños detalles: la tensión en su mandíbula y la ligera rigidez en sus hombros, casi imperceptibles, pero evidentes para alguien tan observador como él.

Antes de que pudiera responder al paramédico, un hombre con uniforme de policía se acercó y se presentó.

—Oficial Cortes —dijo, extendiéndole la mano.

Aristoteles aceptó el saludo y asintió, manteniéndose alerta.

—Aristoteles Dimitrakos.

El oficial lo observó con curiosidad y cierto respeto.

—La señora Crawford y el señor Porter mencionaron que fue usted quien neutralizó a los asaltantes. —Cortes mantuvo una expresión inquisitiva, esperando una respuesta.

—Así es. —Aristoteles asintió, manteniendo la mirada fija en el oficial—. ¿Qué dijeron los sujetos?

—Ya están siendo trasladados a la comisaría. Pero ahora, tengo que preguntar… —el oficial alzó una ceja, escaneando a Aristoteles con interés—, ¿cómo es que un chófer fue capaz de inmovilizar a cuatro hombres en perfectas condiciones?

Aristoteles tomó aire antes de responder, sin dejar de vigilar a Alice y James, quienes seguían hablando en voz baja junto a la ambulancia.

—Estuve en el ejército griego —respondió, su voz profunda y firme—. Capitán de la Guardia Nacional Helénica. Me retiré hace ocho años.

El oficial Cortes lo miró, visiblemente impresionado.

—Capitán… Entiendo. —El oficial asintió y bajó la mirada a su libreta de apuntes—. ¿Cuánto tiempo lleva en el país?

—Hace tres años —respondió Aristoteles—. Mi esposa, fallecida, era estadounidense. De Nueva Jersey.

Cortes hizo una breve pausa, asimilando la información, y asintió de nuevo, pareciendo satisfecho con la explicación. Justo en ese momento, un sedán negro de alta gama, con vidrios polarizados, se acercó a toda velocidad y se detuvo bruscamente junto a la escena. Del asiento del conductor bajó un hombre que, con agilidad, abrió la puerta trasera. Un segundo hombre salió, erguido y con paso rápido: Jonathan Fairfax, el congresista.

Aristoteles lo reconoció de inmediato. Fairfax era el esposo de Alice, y también un nombre importante en la política local. Sabía que era considerado por su partido para la próxima campaña a la alcaldía de Nueva York, y estaba al tanto de su estilo de liderazgo y la imagen pública que cultivaba con esmero.

Fairfax se acercó rápidamente a Alice, sin detenerse a analizar la escena. Su atención estaba completamente centrada en su esposa.

—Cariño, ¿cómo estás? —preguntó, con una expresión preocupada, mientras la rodeaba con los brazos en un abrazo posesivo y protector.

Alice respondió al abrazo con una leve reticencia, su postura rígida y su cuerpo manteniendo una distancia sutil, aunque visible solo para quien supiera observar con detalle. Aristoteles lo notó de inmediato, con una mezcla de incomodidad y una extraña punzada de irritación.

—Estoy bien, Jonathan —respondió Alice, su tono carente de emoción mientras él la soltaba, aunque su mano se quedó en el hombro de ella, como si quisiera retenerla.

Jonathan la miró con una mezcla de preocupación y frustración.

—Esto pasa porque te niegas a aceptar seguridad. —El tono de su voz estaba impregnado de irritación—. Te dije que te pondría una escolta. No entiendo por qué te resistes tanto.

Alice suspiró y apartó un mechón de cabello detrás de la oreja, con una paciencia que claramente estaba siendo puesta a prueba.

—Esto habría pasado con o sin seguridad, Jonathan. Además, ya todo está bien. —Hizo una pausa, y su expresión se volvió dura, casi desafiante—. Y si esos malditos quieren venir por mí otra vez, que lo hagan. No me dan miedo.

Jonathan la miró con incredulidad y luego bajó la voz, lanzando una rápida mirada alrededor, preocupado de que otros escucharan.

—No digas eso. —Se inclinó ligeramente hacia ella—. Necesito que tengas más cuidado con lo que dices. Sabes que no es solo por ti… Esto puede afectarme también.

Alice arqueó una ceja. Sabía que su esposo veía la situación desde un ángulo político y, aunque entendía la necesidad de mantener una imagen intachable para las aspiraciones de Jonathan, no podía evitar sentirse cansada de su preocupación por la opinión pública.

—Lo sé, Jonathan. —Su tono era seco y firme—. Pero no pienso vivir con miedo.

Mientras tanto, cerca de ellos, el chófer del congresista se acercó al oficial Cortes y a Aristoteles. El hombre, un sujeto corpulento y de aspecto serio, extendió la mano al oficial.

—Elijah Hartford, jefe de seguridad del congresista Fairfax —dijo con un tono autoritario—. Me gustaría que me informaran de todo lo sucedido.

El oficial Cortes asintió y comenzó a explicarle los detalles del intento de secuestro. Aristoteles observaba a Elijah con curiosidad, notando el aire de superioridad que emanaba, propio de alguien acostumbrado a tomar el control en situaciones de crisis.

Mientras tanto, la mirada de Aristoteles se desviaba constantemente hacia Alice. A pesar del caos y la tensión del momento, la atracción que sentía hacia ella era innegable. Había algo en su postura fuerte y serena, en la forma en que mantenía la cabeza erguida y el rostro impasible, que lo cautivaba. Sabía que ella era una mujer acostumbrada a enfrentarse a desafíos, una líder nata, y ver su temple inquebrantable bajo presión solo hacía que su interés creciera.

Alice, consciente de la presencia de Aristoteles, giró ligeramente la cabeza hacia él, como si pudiera sentir su mirada. La sensación de su atención la envolvió de una forma inesperada; algo en su mente le decía que Aristoteles era diferente a cualquiera que hubiese conocido. Había algo en su energía, que le transmitía una calma que no lograba encontrar en otros.

Jonathan, al notar la dirección de la atención de Alice, frunció el ceño ligeramente.

—¿Quién es ese hombre? —preguntó, mirando a Aristoteles con desconfianza.

Alice no perdió el tiempo en responder.

—Es el chófer temporal que envió Blackwell Chauffeurs. Anderson está enfermo, y él vino en su lugar.

Jonathan asintió, aunque su expresión seguía siendo de cautela.

—Asegúrate de pedirle a Blackwell alguien más permanente —sugirió, con un tono casi despectivo hacia Aristoteles.

Alice simplemente asintió, sin confirmar ni negar la sugerencia de su esposo, mientras Jonathan seguía observando a Aristoteles con una mezcla de recelo y curiosidad.

Aristoteles captó la mirada de Jonathan y no pudo evitar mantener la compostura, sin revelar ni un ápice de incomodidad. Sabía quién era y lo que representaba. Pero en ese momento, el interés del congresista no le preocupaba. Su atención estaba fija en Alice, en su postura firme y en su habilidad para manejar la situación con una fuerza que, a su parecer, iba más allá de lo común.

Finalmente, Jonathan suspiró y volvió a mirar a Alice.

—Volvamos a casa, ¿te parece? —dijo, suavizando el tono, aunque su mano seguía firmemente apoyada en el hombro de su esposa.

Alice asintió, aunque lanzó una última mirada en dirección a Aristoteles antes de dejarse guiar hacia el sedán negro. Un leve movimiento de su cabeza fue su forma de despedirse, y Aristoteles lo interpretó como un agradecimiento no dicho.

Mientras los observaba subir al coche y alejarse, sintió un extraño vacío. La sensación de estar atrapado entre la atracción por una mujer que parecía intocable y el deber de protegerla a pesar de todas las complicaciones.

El oficial Cortes finalmente se volvió hacia Aristoteles, rompiendo el silencio.

—Tendrá que venir a la comisaría en algún momento para dar una declaración formal —dijo, con un tono comprensivo—. Pero, créame, hizo un trabajo excelente aquí.

Download MangaToon APP on App Store and Google Play

novel PDF download
NovelToon
Step Into A Different WORLD!
Download MangaToon APP on App Store and Google Play