Querido lector, te doy la más cálida bienvenida a mi universo literario, un reino donde la magia se entrelaza con la realidad y los personajes cobran vida a través de las palabras. Permíteme guiarte una vez más en este viaje emocionante, donde nuestras emociones fluirán libremente y nuestras almas se conectarán a través de las páginas escritas.
En esta anticipada segunda parte de la historia, te invito a sumergirte aún más en este irresistible mundo de fantasía que hemos creado juntos. Después de haber dejado a nuestros amados personajes en un momento crucial al final del primer libro, nos embarcaremos en una nueva travesía llena de asombro, intriga y romance. Es un viaje que nos llevará de la mano por paisajes exquisitos y situaciones inesperadas.
Con el paso del tiempo y los acontecimientos que han transcurrido desde la última vez que os encontramos, nuestros protagonistas han crecido y evolucionado, enfrentando desafíos y superando obstáculos en su camino. Sus personalidades se han moldeado con las experiencias vividas y su resiliencia ha sido puesta a prueba en innumerables ocasiones. Ahora, en esta nueva entrega, sus caminos se entrelazarán de formas sorprendentes, llevándolos a explorar los rincones más oscuros de sus propias almas mientras buscan respuestas y enfrentan verdades difíciles.
En esta segunda parte, las repercusiones de decisiones pasadas se hacen evidentes, y nuestros personajes luchan con las consecuencias de sus acciones, aprendiendo lecciones valiosas sobre el amor, el valor y la lealtad. También conoceremos nuevos personajes que sacudirán los cimientos de la historia, tanto aliados inesperados como enemigos formidables. A través de giros y vueltas en la trama, el suspense y la intriga se apoderarán de tus sentidos, manteniéndote en vilo hasta el desenlace final.
A medida que abrimos las puertas hacia este mundo inexplorado, te invito a sumergirte en cada palabra con avidez, dejándote envolver por la magia de la prosa y la profundidad de las emociones que afloran en cada página. Experimentarás momentos de éxtasis literario, donde tus propias emociones se entrelazarán con las de los personajes, transportándote a lugares encantados y ofreciéndote una perspectiva única sobre la condición humana.
Este segundo libro está diseñado para enamorarte y cautivarte una vez más, manteniendo la esencia de la historia mientras exploramos nuevos horizontes narrativos. Cada línea está impregnada de pasión y dedicación, enriquecida con descripciones vívidas y diálogos que te permitirán saborear cada momento, sentir cada latido del corazón e imaginarte inmerso en el mundo que hemos creado.
Por lo tanto, te invito a tomar mi mano y adentrarte en este nuevo capítulo de la historia. Prepárate para explorar los oscuros recovecos del alma humana y descubrir la fuerza de los lazos que nos unen en el amor y en la adversidad. Atrévete a soñar y a dejarte cautivar por los misterios que aguardan en cada giro de la trama.
¡Que disfrutes cada página y que esta segunda parte de la historia te deje con un ansia irresistible por descubrir el desenlace que está por llegar! ¡Atrévete a sumergirte en un viaje inolvidable donde tus sueños se convertirán en realidad a través de las letras que dan vida a esta maravillosa historia!
¡Oye, despierta! Es hora de irnos- Kendo sacudió suavemente el hombro de Zander, observando cómo el joven se removía en el suelo. El sol de la tarde comenzaba a descender, tiñendo el cielo con tonalidades de naranja y púrpura que se reflejaban en las hojas de los árboles.
Zander abrió los ojos un poco malhumorado, frotándoselos con el dorso de la mano. ¡Pues claro! ¿A quién podría gustarle que lo despierten repentinamente, especialmente después de una jornada de trabajo extenuante en las minas?
- ¿Qué quieres Kendo?- murmuró Zander, su voz aún ronca por el sueño.
- Creo que ya es hora de volver a la ciudad para encontrarnos con Lord Van. Él nos espera para hablar sobre el trabajo del próximo mes.
Zander se incorporó, bostezando con ganas. La colina donde habían estado descansando era un lugar apartado, a medio camino entre las minas y la ciudad. Era un lugar tranquilo, con un paisaje agreste y un pequeño riachuelo que serpenteaba entre las rocas. Las rocas, grises y cubiertas de musgo, formaban una especie de anfiteatro natural, y la hierba, seca y amarillenta, cubría la ladera como una alfombra gastada.
- Ese viejo cree que por ser pobres, puede tenernos comiendo de su mano -gruñó Zander, mirando con desdén hacia la ciudad, visible al fondo.
- No seas tan pesimista, Zander. Lord Van, si logramos completar la misión, seremos tan ricos como él, debemos ser agradecidos por la oportunidad-
- ¡Bah! Agradecido. Yo solo quiero que nos paguen por nuestro trabajo. Y que no nos trate como si fuéramos unos perros callejeros - replicó Zander, su voz llena de amargura.
Kendo suspiró. Sabía que discutir con Zander sobre Lord Van era un ejercicio inútil. Su amigo era un hombre orgulloso, con una profunda desconfianza hacia los ricos y poderosos. Pero, a pesar de sus diferencias, ambos sabían que tenían que trabajar juntos para sobrevivir en un mundo tan cruel e inclemente.
- Bueno, no importa. Ya es tarde y debemos volver a la ciudad. Levántate y vamos -dijo Kendo, extendiendo una mano para ayudar a Zander a ponerse de pie.
Luego de terminar la conversación, ambos emprendieron viaje hacia la ciudad, el crepúsculo pintando el cielo con tonos rojizos y anaranjados. Zander, con su andar lento y arrastrando los pies, parecía sumido en sus propios pensamientos, la imagen de la colina donde habían descansado aún grabada en su mente. Kendo, con su paso ligero y constante, observaba a su amigo con un dejo de preocupación.
Nuestro complicado personaje se había conocido con el joven Kendo de una forma bastante particular e irónica. Resulta que cuando Zander abandonó su casa para ir a prepararse para el trabajo de su vida, analizaba los riesgos y los beneficios, la responsabilidad que le caía encima y las pocas opciones que tenía. Tantas cosas en su cabeza que a cualquier hombre o mujer hubieran hecho colapsar, pero él era diferente. Su mente, como un volcán en erupción, era un torbellino de pensamientos, una mezcla de incertidumbre y determinación, de miedo y esperanza. Aunque las situaciones parecieran desbordadas, él siempre salía a flote, como un corcho en un mar embravecido.
Después de unos días de deambular por ahí, buscando un destino, Zander estaba bajo un árbol, intentando tomar una decisión, su mente enfrascada en un laberinto de dudas. La sombra del árbol proyectaba un halo misterioso sobre él, como una advertencia de lo que estaba por venir. En ese preciso instante, de la nada, un total desconocido aprovechó su descuido y con un movimiento muy veloz, le arrebató el saco donde estaban sus pocas pertenencias, dejándolo atónito y con una sensación de impotencia.
-¡Ven aquí maldito desgraciado!- El grito de Zander resonó por el campo, un trueno de furia que se elevaba por encima del silbido del viento. La ira lo consumía, un fuego infernal que ardía en sus ojos y le apretaba el pecho con fuerza. La persecución, una danza salvaje entre la furia y la desesperación, se extendía sobre el terreno árido. Cada paso de Zander era un martillazo, cada respiración un rugido de venganza. ¡Que irónico!, un ladrón que fue robado por otro ladrón, un círculo vicioso de necesidad y desesperación.
La distancia se iba haciendo cada vez más corta, la sombra de Zander se extendía sobre el fugitivo como un presagio de lo que le esperaba. Zander ya se iba imaginando las cosas más crueles posibles para hacerle cuando lo agarrara, una visión grotesca alimentada por la rabia y la impotencia. Era una furia desmedida, una sed de justicia que se había convertido en una bestia salvaje.
Y finalmente, inevitablemente, el ladrón, un chico delgado y de mirada atemorizada, tropezó y cayó. Zander se abalanzó sobre él, su puño listo para descargar toda su furia.
- Te vas a arrepentir de haber tocado lo que no te pertenece- le gritó, su voz áspera y llena de odio.
El chico se encogió, temblando de miedo. Sus ojos, hundidos en sus cuencas, suplicaban por clemencia.
- Lo, lo siento, no me golpees, lo hice porque tenía hambre- balbuceó, su voz apenas un susurro.
Zander se detuvo, su mirada fría y penetrante, como un rayo que atraviesa la noche. Él sabía lo que era la necesidad y el haber pasado hambre. Había vagado por las calles sin nada, haciendo lo que fuera para sobrevivir.
- No hacía falta robarme, debías haberme pedido ayuda- dijo Zander, su voz ahora más calmada, pero aún llena de amargura.
- Es que a cada persona que le pedía ayuda me golpeaban o en el mejor de los casos, solo me ignoraban- respondió el chico, con voz quebradiza.
- Deberías de saber elegir a quien acercarte y a quien no- dijo Zander, su tono aún severo.
- Lo siento mucho, no tengo experiencia en esto- replicó el chico, con la mirada llena de culpa.
Zander, conmovido por la desesperación del chico, lo soltó. Un suspiro de alivio escapó de los labios del ladrón.
- Está bien, ya, tranquilo no te haré nada. ¿Cómo te llamas? - preguntó Zander, su tono más suave, casi paternal.
- Me llamo Kendo y ¿Tú?- respondió el chico, su voz aún temblorosa.
- Mi nombre es Zander y estoy corriendo con la misma suerte que tú- dijo Zander, una sonrisa triste se asomó en sus labios.
Zander lo ayudó a levantarse, lo sacudió un poco, le dió agua, un poco de pan que llevaba consigo y lo invitó a acompañarlo en el trabajo que tenía pendiente. En ese momento, Zander no era solo un ladrón; era un hombre que había conocido la desesperación y que ahora se enfrentaba a la difícil decisión de ayudar a alguien que, en sus circunstancias, podría haber sido él mismo.
Kendo era un muchacho muy joven, no superaba los 16 años, con un rostro delgado y anguloso, como si la desnutrición hubiera marcado su infancia con líneas profundas. Sus ojos, de un color verde intenso que se asemejaba al musgo de los bosques, estaban hundidos en sus cuencas, reflejando una tristeza profunda y un anhelo de algo que no podía alcanzar. Unas pecas salpicaban sus mejillas, como si el sol hubiera querido dejar su marca en un rostro que había pasado demasiado tiempo bajo la intemperie.
Su cabello, negro como el azabache, era despeinado y lleno de nudos, como si un viento salvaje hubiera pasado por él, arrastrando sus hebras hacia todas direcciones. Su cabello, que alguna vez debió haber sido suave y lustroso, era ahora áspero y seco, un reflejo de la dureza de la vida que había soportado. Su piel, bronceada por el sol y marcada por las cicatrices del tiempo, era un testimonio de su vida errante y de los pocos cuidados que había recibido.
La ropa que vestía, raída y desgarrada, era un testimonio de su indigencia y de las penurias que había soportado. Una chaqueta de cuero vieja y manchada de tierra cubría sus hombros, sus mangas deshilachadas colgaban hasta sus manos, dejando ver unos dedos finos y huesudos. Sus pantalones, de un tejido desgastado y descolorido, le quedaban demasiado grandes, como si hubiera crecido demasiado rápido para la ropa que le quedaba. Sus zapatos, sin cordones y rotos, estaban cubiertos de barro y polvo, una señal de las largas jornadas que había caminado por caminos polvorientos y sin rumbo.
Su cuerpo, delgado y frágil, parecía haber sido forjado en la adversidad, su columna vertebral se asomaba a través de su piel como si fuera un mapa de las cargas que había soportado. Sus hombros, caídos y curvados, eran un reflejo de la tristeza que lo consumía. Sin embargo, a pesar de todo, en sus ojos, a pesar de todo, brillaba una chispa de esperanza, un fuego que no se había extinguido del todo, una llama que se negaba a ser apagada por la oscuridad.
Su historia era una tragedia envuelta en un manto de desolación, un relato silencioso tejido con hilos de culpa, dolor y abandono. Su padre, un hombre corpulento de rostro endurecido por la vida y los trabajos pesados, era una figura imponente que proyectaba un aura de dureza y fría indiferencia. Sus ojos, de un gris opaco, parecían carecer de cualquier atisbo de compasión, como si la vida le hubiera arrebatado la capacidad de sentir. Su corazón, una roca fría e implacable, se había endurecido con la pérdida de su amada esposa, la única mujer que había logrado tocar sus emociones.
Kendo, un niño de apenas diez años en aquel entonces, era un alma pura e inocente que no podía comprender la profundidad del dolor que consumía a su padre. La tragedia que habían vivido juntos, la muerte de su madre, se había convertido en una barrera infranqueable entre ellos. El peso de la culpa, una carga invisible que Kendo cargaba en su pequeño pecho, se había transformado en un abismo insondable que separaba al padre del hijo.
El padre, cegado por el dolor, no pudo discernir entre la inocencia de su hijo y la tragedia que los había golpeado. En su mente, el niño era culpable de la muerte de su esposa, un peso que le impedía mirar con claridad la realidad. Su amor por su esposa se había convertido en un odio visceral hacia Kendo, una furia implacable que lo devoraba por dentro.
En ese ambiente de tensión y hostilidad, las palabras de consuelo se volvieron inexistentes, las caricias de afecto se transformaron en golpes de crueldad, y la esperanza de una reconciliación se desvaneció como una fantasma. Kendo se convirtió en un paria en su propio hogar, un ser indeseable que cargaba con la culpa de la tragedia y la furia de su padre. La culpa que cargaba Kendo era un peso inmenso, una cruz que lo atormentaba día y noche, un fantasma que lo perseguía en sueños y le recordaba constantemente la tragedia que había arrebatado la felicidad de su familia.
Aquella tarde de verano, cuando Kendo era apenas un niño, jugaba con despreocupación en un río cercano a su hogar. Tal fue su descuido que, sin darse cuenta, cayó al agua, sus pequeños brazos luchando en vano por mantenerse a flote. Su madre, al verlo en peligro, se arrojó al agua sin dudarlo, su amor maternal superando el miedo al torrente impetuoso. Con gran esfuerzo, logró rescatar a su hijo, pero las aguas turbulentas la arrastraron con fuerza, arrastrándola hacia las profundidades del río. La desdicha se apoderó del pequeño Kendo, su padre lo vio todo, el horror de la tragedia y la agonía de su esposa. Sin comprender el dolor que lo consumía, el hombre dirigió su ira hacia el pequeño, acusándolo de la muerte de su amada. Fue tal su rencor que fue aumentando con los años, siempre buscando una excusa para librarse de él. Kendo creció bajo la sombra de la culpa y la crueldad de su padre.
Al ser un poco más grande, se empezó a dar cuenta del trato inhumano que recibía. Las peleas constantes, las humillaciones y las amenazas eran el pan de cada día. Su padre, cegado por la culpa y la furia, no encontraba consuelo en la vida, y buscaba alivio en el tormento de su hijo. Cuando su paciencia llegó a su límite, lo envió a la calle, dejándolo a su suerte, sin piedad ni remordimiento. Antes de abandonarlo, le propinó una paliza brutal, como un último acto de desprecio y abandono.
Desde entonces, él anduvo vagando sin rumbo, un alma perdida en un mundo que se había vuelto cruel y despiadado. Su hogar, el lugar donde alguna vez encontró amor y protección, se había convertido en un recuerdo distante y doloroso. La calle se había convertido en su refugio, un espacio hostil donde la supervivencia era una batalla diaria.
Dormía a la intemperie, buscando cobijo en cualquier rincón que pudiera ofrecerle un poco de protección contra el frío, la lluvia o el sol abrasador. Los árboles, las ruinas de edificios abandonados, las aceras frías y húmedas, se transformaron en sus camas improvisadas, un recordatorio constante de su desamparo y su soledad.
Comía lo que encontraba, buscando restos de comida en los basureros, mendigando a la gente que pasaba o robando para satisfacer su hambre. Cada bocado que consumía estaba impregnado de un sabor amargo, un reflejo de la amargura que lo consumía por dentro.
La soledad se había convertido en su compañera inseparable, una presencia constante que le susurraba al oído las dudas, los miedos y la desesperación que lo carcomían. Sus días eran un ciclo de sufrimiento y desamparo, un torbellino de emociones que lo arrastraban hacia la oscuridad.
La tragedia que lo había marcado, la pérdida de su madre, la furia de su padre y el rechazo del mundo, lo habían convertido en un ser solitario y vulnerable. La sombra de la culpa y el abandono lo perseguía a cada paso, un espectro invisible que le impedía encontrar paz. Su vida, un ciclo de sufrimiento y desamparo, parecía no tener fin, una tragedia que lo perseguía como una sombra, asegurándose de que nunca olvidara la crueldad del mundo.
En su mirada, a pesar del dolor y la tristeza que lo consumían, brillaba una pequeña chispa de esperanza, un fuego que se negaba a extinguirse, una llama que lo impulsaba a seguir adelante, un anhelo por un mundo mejor, un lugar donde la tristeza no lo consumiera.
En medio de la desesperación, se encontró con Zander, un hombre que había conocido las penurias y las miserias de la vida. Zander, al escuchar su historia, se compadeció de él y lo acogió como su compañero. En ese instante, Kendo encontró un rayo de luz, una esperanza en un mundo que lo había condenado al abandono.
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