Las luces se apagan y mi corazón late al ritmo de los gritos del público. Estoy en el escenario, mi hogar y mi prisión al mismo tiempo. Las notas de la última canción resuenan aún en mis oídos, como un eco interminable de aplausos que suena vacío. A mi lado, mis dos compañeras sonríen y se despiden con energía, saludando al público con esa perfección coreografiada que tanto ensayamos. Yo también lo hago, porque es lo que esperan de mí. Moon Jia, la estrella perfecta.
El brillo de los focos me ciega mientras forzo una última sonrisa. Los aplausos me envuelven y me siento sofocada, atrapada en una jaula de sonido y luz. Bajo la mirada un instante y siento el peso de todo. Cada escenario es igual, cada ciudad se mezcla con la anterior, y mi voz, esa que todos aman, se siente más ajena con cada nota. A nadie le importa lo que hay detrás del maquillaje, de las luces, de los vestuarios diseñados al milímetro para la perfección.
Cierro los ojos un segundo y deseo estar en cualquier otro lugar. Pero aquí estoy, bajo el resplandor, escuchando mi nombre gritado una y otra vez. Es el último concierto de la gira en Los Ángeles, el final de un ciclo agotador de meses sin descanso. Debería sentir alivio, pero solo hay un vacío que no se llena con la música, ni con el amor de los fans, ni con los millones de likes en las redes sociales.
El bullicio detrás del escenario es una mezcla de euforia y caos. Los técnicos recogen los cables, los asistentes apagan las luces y un equipo de maquilladores se apresura a retirar el sudor y el brillo de nuestras caras. A mi lado, Min-Ju y Ha-na ríen y hablan animadamente, todavía embriagadas por la energía del público. Yo intento sonreír, pero me siento como una marioneta que acaba de cortar sus hilos.
—¡Lo logramos, chicas! —exclama Min-Ju, abrazándome con una calidez que se siente distante. Es la líder del grupo, siempre optimista, siempre perfecta. Sus ojos brillan con una mezcla de alegría y agotamiento, pero en su rostro no hay rastros de la oscuridad que me consume.
—Fue nuestro mejor concierto hasta ahora —añade Ha-na, dándome un golpecito en el hombro. Su risa es contagiosa, y aunque normalmente me haría sentir parte de algo más grande, hoy suena lejana, como un eco que no puedo alcanzar.
Les devuelvo una sonrisa automática, esa que he perfeccionado para cada ocasión. No tengo energía para más, pero nadie parece notarlo. Para ellas, soy Moon Jia, la amiga, la compañera que siempre está ahí, lista para deslumbrar. Pero esta noche, me siento más lejos que nunca.
Nos sentamos en el camerino, y mientras las asistentes se apresuran a retocar nuestro maquillaje para las fotos, Min-Ju saca su teléfono y empieza a revisar las redes sociales. Su risa se mezcla con comentarios sobre los mensajes de los fans y las críticas positivas del show. Hablan de lo que harán cuando lleguemos a Seúl, de los planes de descanso y las sesiones de fotos que ya están programadas. Cada palabra se siente como un recordatorio de la interminable rueda que es nuestra vida.
—¿Estás bien, Jia? —pregunta Ha-na de repente, notando mi silencio. Sus ojos, normalmente brillantes y llenos de vida, se fijan en los míos con un destello de preocupación. Es la más sensible de las tres, siempre atenta a lo que no se dice.
—Sí, solo... cansada, supongo —respondo, pero la mentira sabe amarga. Ellas vuelven a sus conversaciones y risas, sin insistir. No quiero arruinar la euforia de la noche, no quiero ser el peso muerto en su burbuja de éxito.
Min-Ju se inclina hacia mí, su voz baja para que nadie más escuche. —Lo hiciste increíble esta noche, Jia. Realmente... eres el corazón del grupo. —Sus palabras deberían reconfortarme, pero solo añaden otra capa de presión. Todos esperan algo de mí, todos ven en mí a alguien que ya no reconozco.
Asiento lentamente, agradeciendo en silencio que no puedan leer mis pensamientos. El agotamiento se convierte en una sombra densa que se cierne sobre mí, y la sonrisa que llevo puesta comienza a agrietarse. Miro a mis compañeras, a Min-Ju con su energía inagotable y a Ha-na con su dulzura innata, y siento una envidia silenciosa de la normalidad que parecen poseer. No saben lo que es sentirse atrapada en una jaula dorada.
Nos tomamos una última foto juntas, sonriendo para la cámara como si todo estuviera bien, como si no existiera un mundo más allá de las luces y los gritos del público. Pero en el fondo, mientras posamos y escucho los clics de los flashes, sé que estoy a punto de romperme. Sé que esta es una fachada que no puedo sostener por mucho tiempo más.
—Voy a descansar un poco —digo, apartándome antes de que alguien pueda preguntar más. Siento sus miradas en mi espalda mientras me alejo, pero no me detengo. Necesito aire, espacio, algo que no esté empañado por la constante expectativa de ser perfecta.
Las dejo atrás, sumergidas en su propio universo, mientras yo sigo mi camino hacia el hotel, con un peso en el pecho que parece aplastarme un poco más con cada paso.
Al llegar al hotel, mis pasos se sienten pesados, y cada respiración es un esfuerzo. Me quito los tacones y el vestido brillante, dejando caer cada pieza de mi armadura en el suelo, como si así pudiera desprenderme de todo lo que no soy. Me miro en el espejo y veo a Moon Jia, la estrella, la que todos adoran... pero no a mí. No, a la verdadera yo, la que no se atreve a confesar lo cansada que está de este juego.
Subo al balcón y me asomo, observando la ciudad que nunca duerme. Todo se ve pequeño desde aquí arriba, incluso mis problemas, pero solo por un segundo. Las luces de Los Ángeles se desdibujan y siento un impulso que no puedo controlar. Un pensamiento oscuro, insistente, que susurra en mi mente. ¿Y si todo esto acabara? ¿Si el dolor y la presión desaparecieran de un salto?
Respiro profundo y me preparo para el vuelo. No siento miedo, solo una paz extraña, casi irónica. Si este es el final, que sea así, rodeada de la misma brillantez vacía que ha definido mi vida. Me lanzo al vacío, buscando en el aire frío algo que me devuelva a mí misma, aunque solo sea por un segundo.
El viento golpea mi rostro y siento cómo mi cuerpo se hunde en el aire. El frío de la noche se mezcla con el calor residual del escenario, y por un momento, todo parece suspendido, como si el tiempo hubiera decidido detenerse para contemplar mi decisión. Veo las luces de Los Ángeles girar y entrelazarse, formando una espiral de colores que me envuelve. Es liberador y aterrador al mismo tiempo, una contradicción perfecta, tal como lo ha sido mi vida.
No siento nada, solo el peso de mi propio cuerpo cayendo. Y entonces, el impacto. No es la paz que esperaba, es un dolor agudo, el agua rompiéndose a mi alrededor como un cristal afilado. Mi cuerpo se sumerge en la piscina, pero no hay alivio, solo la sensación de hundirme más y más. Trato de respirar, pero mis pulmones se llenan de agua. Lucho por un instante, moviendo mis brazos como si pudiera nadar hacia alguna parte, pero me falta la fuerza, el deseo de seguir.
Todo se vuelve oscuro, y en medio de esa negrura, escucho voces lejanas, ecos que no logro comprender. Manos que tiran de mí, que me sacan del agua, me devuelven al mundo que había intentado dejar. Abro los ojos y veo luces cegadoras, las mismas de siempre, y rostros preocupados que se inclinan sobre mí. Siento el frío del pavimento bajo mi piel mojada, el sonido del personal del hotel, sus voces nerviosas y aceleradas. Trato de hablar, pero mis palabras se ahogan como lo hicieron mis pulmones.
Me levantan, me cubren con una toalla, pero lo único que puedo sentir es una profunda decepción. No funcionó. Sigo aquí, atrapada en la misma realidad que intenté abandonar mientras caigo en un profundo sueño.
***
Al otro lado de la ciudad, la vida sigue su curso. En un restaurante elegante, lleno de luces cálidas y murmullo de conversaciones, Choi Sora se ajusta el vestido frente al espejo del baño. Es una noche especial, o al menos eso le habían dicho. Su prometido, Minho, la había invitado a cenar a su lugar favorito, una pequeña joya culinaria escondida entre las calles de Los Ángeles. Sora sonríe al verse en el espejo, aunque su mirada está cargada de un nerviosismo que no logra sacudirse.
Regresa a la mesa y observa a Minho, sentado frente a ella, pero hay algo extraño en él esta noche. Su mirada está perdida, fija en el vaso de vino que gira lentamente en su mano. Hablan, pero sus palabras parecen no encontrarse. Cada frase se siente hueca, como si solo estuvieran cumpliendo con un guion. Sora intenta romper la tensión con una sonrisa, un comentario casual, pero Minho apenas reacciona, respondiendo con monosílabos y miradas esquivas.
La cena avanza lentamente, los platos van y vienen, pero Sora no puede disfrutar nada de lo que tiene frente a ella. Su prometido está físicamente allí, pero su mente parece estar en otro lugar, distante, inalcanzable. Ella recuerda cómo antes solían reír juntos, cómo él la miraba con una devoción que le hacía sentir invencible. Pero esta noche, todo se siente diferente, como si una sombra se hubiera posado sobre ellos.
Sora observa a Minho y, por un momento, siente que está a punto de decir algo importante, algo que ha estado guardando durante mucho tiempo. Pero en lugar de hablar, él se queda callado, sus ojos evadiendo los de ella, y la tensión entre ambos se vuelve insoportable.
Sora se pregunta si también está a punto de perder algo, aunque no sabe exactamente qué. Al final, la cena termina en un incómodo silencio, uno que deja a Sora con un vacío similar al que siente Moon Jia, aunque aún no lo sabe.
La cena había sido un desfile de silencios incómodos y sonrisas forzadas. Sora intentó varias veces romper el hielo, pero la distancia entre ellos solo parecía crecer. Finalmente, cuando el postre llegó, decidió que era el momento de hablar de algo que llevaba rondando su mente: la boda. Era un tema que solía emocionarla, pero esta noche se sentía más como una tarea pendiente que como un sueño.
—Minho, necesitamos definir algunos detalles de la boda —dijo Sora, tratando de sonar casual mientras jugueteaba con la cucharilla de su café. Miró a su prometido, esperando una reacción, cualquier señal de que estaba realmente presente con ella en ese momento.
Minho levantó la vista de su teléfono, en el que llevaba varios minutos distraído, y asintió levemente, aunque sin verdadero interés. —Sí, claro. ¿Qué quieres discutir? —preguntó, pero su tono era monótono, como si estuviera hablando de la lista del supermercado y no de uno de los días más importantes de sus vidas.
Sora se aclaró la garganta, intentando no dejarse llevar por la frustración. —Estaba pensando en las invitaciones. Aún no hemos decidido el diseño ni la lista definitiva de invitados. Además, mi mamá sigue preguntando por la fecha exacta para reservar el salón, y deberíamos pensar en el menú... —Hablaba rápido, como si de esa manera pudiera llenar los vacíos que Minho dejaba con su actitud distante.
Él la escuchaba, pero sus ojos vagaban de nuevo hacia la pantalla de su teléfono, revisando algo que parecía infinitamente más interesante que cualquier detalle de la boda. —Sí, lo de las invitaciones... Podemos hacer algo sencillo, ¿no? Nada demasiado ostentoso.
El tono de Minho era mecánico, y Sora sintió un nudo formarse en su estómago. Habían hablado de esta boda como un evento especial, algo que querían hacer bien, pero en este momento, Minho parecía querer deshacerse del asunto con la mínima atención posible.
—Minho, esto no es solo algo sencillo —replicó Sora, intentando mantener la calma. Se inclinó hacia él, buscando sus ojos. —Es nuestra boda, algo que se supone debe reflejar lo que somos, lo que queremos. No es solo un trámite.
Minho suspiró y finalmente dejó el teléfono a un lado, pero no había pasión en su mirada, solo un cansancio que Sora no lograba comprender. —Lo sé, Sora. Solo... es mucho ahora mismo. Tengo muchas cosas en la cabeza con el trabajo y... no sé, estoy cansado.
Sora lo observó, notando el peso en sus palabras pero también la barrera invisible que él parecía haber levantado entre ambos. —Entiendo que estés ocupado, pero siento que estoy planeando esto sola. Y... no quiero que sea solo mi boda, quiero que sea nuestra.
Él se pasó una mano por el cabello, claramente incómodo. —No es eso, Sora. Es solo que... hay tanto que hacer, y a veces todo esto se siente abrumador.
La respuesta de Minho dejó a Sora aún más inquieta. No era solo la falta de entusiasmo; era el vacío emocional detrás de cada palabra. Sentía que lo estaba perdiendo y no sabía cómo recuperarlo. —Si estás abrumado, dime. Podemos cambiar las cosas, adaptarlas, pero necesito sentir que estás conmigo en esto, Minho.
El ambiente en el restaurante se sentía extraño, con un aire pesado que parecía presagiar algo oscuro. Sora había notado la distancia de Minho durante toda la noche, pero no se había imaginado que esta velada, que alguna vez soñó como un momento especial, terminaría siendo el principio del fin.
Minho había insistido en que hablaran después de la cena, con un tono tan serio que Sora no pudo evitar sentir un escalofrío recorrerle la espalda. Cuando los postres llegaron a la mesa, Minho se quedó en silencio, jugueteando con la cuchara sin siquiera probar el helado frente a él. Sora lo observó, notando las líneas de tensión en su rostro, la incomodidad que se había vuelto evidente desde que llegaron.
—Sora, hay algo que tengo que decirte —comenzó Minho, su voz tensa, casi quebrada. Las palabras se quedaron suspendidas en el aire, llenas de un peso que Sora no sabía si quería enfrentar.
Ella sintió cómo su corazón se aceleraba, sus manos temblando levemente mientras apartaba su copa de vino. —¿Qué pasa, Minho? —preguntó, tratando de mantener la calma, aunque su intuición ya le gritaba que algo estaba terriblemente mal.
Minho tomó aire, como si reunir las fuerzas para hablar le costara más de lo que podía soportar. —He cometido un error... algo que no puedo deshacer. —Su mirada se posó en el mantel, incapaz de encontrarse con los ojos de Sora.
El silencio entre ellos se hizo insoportable. Sora sintió un nudo en la garganta, y las lágrimas amenazaban con brotar antes de tiempo. —¿De qué estás hablando?
—Hace unos meses... —comenzó él, sus palabras rotas por el nerviosismo—. No quería que sucediera, pero pasó. Estuve con otra persona, y... fue solo una vez, pero ahora... ahora ella está embarazada.
Las palabras se estrellaron contra Sora como un puñetazo en el pecho. Ella parpadeó, sintiendo cómo todo a su alrededor se desmoronaba en un instante. —¿Con quién? —preguntó, su voz temblando, incapaz de procesar completamente lo que estaba escuchando.
Minho tragó saliva y cerró los ojos, como si al no verla pudiera escapar de la gravedad de sus acciones. —Es... es Kim Eun-ji.
El nombre de Eun-ji golpeó a Sora como una cuchilla afilada. No solo se trataba de una infidelidad, sino de una traición que venía de dos frentes. La mujer que había estado a su lado durante años, que conocía sus secretos y sus sueños, ahora se convertía en la causa de su dolor más profundo. Sora sintió cómo el mundo se partía bajo sus pies; era una mezcla de incredulidad, ira y un dolor que no tenía nombre.
—No... esto no puede estar pasando —susurró, las lágrimas comenzando a correr por sus mejillas. La idea de Minho y Eun-ji juntos era una pesadilla que nunca se había permitido imaginar. Y ahora, esa pesadilla no solo era real, sino que venía con la noticia de un embarazo, una vida que jamás debió haber existido entre ellos.
Minho trató de acercarse, pero Sora se apartó bruscamente, levantándose de la mesa con una rapidez que casi tira su silla. No podía respirar; todo a su alrededor se había vuelto opresivo, las miradas curiosas de otros comensales, el murmullo de las conversaciones ajenas. Todo le parecía un mal sueño.
—Sora, por favor, escucha... —intentó decir Minho, pero Sora ya estaba de pie, temblando y con la mirada perdida en el vacío.
—No me toques —dijo ella, con la voz rota y el corazón en mil pedazos. Se alejó, ignorando los ruegos de Minho y dejando atrás la cena, el restaurante y todo lo que había creído que era su vida.
***
La lluvia caía con furia cuando Sora salió a la calle. El agua fría se mezclaba con sus lágrimas, y cada paso que daba era como un intento desesperado por escapar de la realidad. Corrió hacia su auto sin saber adónde ir, solo necesitaba alejarse, perderse en la tormenta que reflejaba lo que sentía en su interior. Abrió la puerta del coche y se sentó al volante, las manos temblorosas y la mente nublada por el dolor.
El mundo fuera de las ventanas era un borrón de luces y sombras, la lluvia golpeando el parabrisas con una intensidad que parecía desafiarla. Sora encendió el motor y se lanzó a la carretera, sus pensamientos un torbellino descontrolado. Las palabras de Minho se repetían en su mente como un eco ensordecedor, cada repetición más dolorosa que la anterior.
No prestó atención al camino, no le importaba hacia dónde se dirigía. Solo quería huir de todo, de la traición, del futuro que se había roto en pedazos frente a ella. La velocidad aumentaba y el control sobre el volante se hacía cada vez más tenue, hasta que, en un momento de distracción, las luces de un camión aparecieron frente a ella. Sora intentó frenar, pero fue demasiado tarde.
Las luces cegadoras se distorsionaban cada vez más, nublándome la vista y desorientando mis sentidos. La escena se reproducía en un bucle interminable, y cada repetición intensificaba el caos y la confusión. Cuando una luz se acercó,
Mi cuerpo salió despedido contra la ventanilla con un estruendo nauseabundo, y el dolor irradió cada fibra de mi ser. El sonido de los cristales al romperse y el choque ensordecedor del metal contra la naturaleza llenaron mis oídos, ahogando cualquier pensamiento coherente. En ese momento, me vi envuelta en un torbellino de terror y agonía.
El sonido de la lluvia golpeando las ventanas rotas resuena en mis oídos, ahogando las voces preocupadas de los que me rodean. Siento el cuerpo pesado y entumecido, como si no fuera mío. Siento el sabor metálico de la sangre en la boca, un recuerdo del impacto que me dejó en este estado. La cabeza me palpita, presionada contra el volante con una fuerza que coincide con el caos de mi mente.
Les oigo preguntarme si estoy bien, pero no puedo responder. Mis palabras se atascan en la garganta, sofocadas por el peso de mis pensamientos.
¿Cómo he acabado aquí, en este revoltijo de metal y cristales rotos?
¿Qué he hecho para merecer esto?
El mundo que me rodea se desdibuja y se arremolina, reflejo de la confusión interior. Apenas distingo los rostros de quienes intentan ayudarme, sus expresiones son una mezcla de preocupación y confusión. Pero no puedo concentrarme en ellos. Mi mente está consumida por el dolor, tanto físico como emocional. En ese momento, me doy cuenta de que no soy sólo una víctima de este accidente, sino una víctima de mis propias decisiones.
Los errores que he cometido, las personas que me han hecho daño, los secretos que han guardado. Todos se me echan encima, asfixiándome hasta que no me queda más que esta abrumadora sensación de impotencia.
Y en un intento desesperado por liberarme de todo, finalmente pronuncio esas dos simples palabras que tienen tanto peso: «Ayúdenme».
---
El sonido de las sirenas rompió la quietud de la noche, mezclándose con el incesante golpeteo de la lluvia sobre el asfalto. La ambulancia llegó a la escena, iluminando con sus luces rojas y azules los restos del accidente. El auto de Sora estaba hecho un amasijo de metal retorcido, incrustado contra la barrera de la carretera. Cristales rotos y fragmentos del vehículo se esparcían por el suelo, reflejando los destellos de las luces de emergencia.
Los paramédicos bajaron rápidamente, sus botas chapoteando en los charcos formados por la tormenta. Se movían con precisión, entrenados para este tipo de emergencias, pero la vista del coche aplastado y el cuerpo inerte de Sora dentro del habitáculo les arrancó un segundo de horror.
—¡Tenemos a una víctima atrapada! —gritó uno de los paramédicos, abriendo la puerta del vehículo con esfuerzo. El sonido de metal cediendo resonó en la noche mientras intentaban acceder al interior del coche.
Sora estaba inconsciente, con la cabeza inclinada hacia un lado y un hilo de sangre corriendo por su frente. Tenía cortes profundos en los brazos y la pierna derecha atrapada bajo el tablero. Su respiración era débil y errática, como un susurro ahogado bajo el peso de las heridas. Uno de los paramédicos, un hombre de rostro curtido y manos firmes, la revisó rápidamente, evaluando su estado.
—Pulso débil y presión baja. Posible trauma craneal y fracturas múltiples. Necesitamos sacarla de aquí, ¡ya! —indicó mientras su compañero preparaba el equipo de extracción.
Con cuidado, trabajaron para liberarla del amasijo de metal que la aprisionaba. Cada movimiento era meticuloso, una carrera contra el tiempo, conscientes de que cualquier retraso podría ser fatal. Finalmente, lograron sacar a Sora del coche y la colocaron sobre la camilla. La lluvia seguía cayendo con fuerza, empapando los uniformes de los paramédicos y mezclándose con la sangre que manchaba la piel de Sora.
—Está perdiendo mucha sangre, hay que estabilizarla antes de moverla —dijo el paramédico, colocando un collarín cervical mientras otro le conectaba una mascarilla de oxígeno. Los monitores portátiles mostraban un ritmo cardíaco inestable, una montaña rusa de picos y caídas que indicaban lo crítico de su estado.
La cargaron con rapidez en la ambulancia, cerrando las puertas tras ellos mientras la sirena volvía a aullar, abriendo paso entre el tráfico. En el interior, los paramédicos trabajaban sin descanso. Le insertaron una vía intravenosa, administrando fluidos para mantener su presión sanguínea, mientras intentaban estabilizar su respiración. Sora no respondía; su cuerpo estaba al borde del colapso.
—Llamen al hospital y díganles que tenemos a una paciente en estado crítico. Necesitaremos al equipo de trauma listo en cuanto lleguemos —ordenó el jefe de los paramédicos, ajustando la máscara de oxígeno sobre el rostro pálido de Sora. Cada segundo contaba, y el ambiente dentro de la ambulancia estaba cargado de una tensión palpable.
El trayecto hasta el hospital fue un torbellino de luces y sonidos, pero para Sora, todo se sentía lejano, una maraña de sensaciones que se desvanecían en un dolor sordo. Su mente vagaba entre la consciencia y la oscuridad, atrapada en el limbo entre la vida y la muerte.
Cuando la ambulancia llegó al hospital, las puertas traseras se abrieron de golpe y Sora fue recibida por un equipo médico que la esperaba. Médicos y enfermeras se movían con una sincronización casi coreografiada, transfiriéndola de la camilla de la ambulancia a una camilla de emergencia. La empujaron rápidamente por los pasillos del hospital, mientras el personal comunicaba los detalles de su estado a los cirujanos que ya se preparaban.
—Mujer de veintiocho años, accidente automovilístico. Trauma craneal, fracturas múltiples y pérdida de sangre significativa. ¡Vamos directo a cirugía! —informó uno de los médicos mientras corrían hacia el quirófano.
Sora, apenas consciente, sintió las luces blancas del hospital pasar sobre ella como un destello borroso, fragmentos de un mundo que se le escapaba. Los rostros a su alrededor eran indistinguibles, pero las voces parecían un mar de preocupación y urgencia. No podía moverse, no podía gritar, y todo lo que quedaba era un vacío creciente.
Entraron en la sala de operaciones y el equipo se desplegó con rapidez. Las máquinas comenzaron a sonar, registrando cada latido, cada respiración, mientras los cirujanos se preparaban para luchar contra el tiempo y devolverla del borde de la muerte. Sora se desvaneció en la anestesia, dejando atrás un mundo de traiciones, promesas rotas y el dolor de un corazón destrozado.
El futuro era incierto, pero en ese quirófano, rodeada de desconocidos que peleaban por su vida, Sora tenía una última oportunidad de sobrevivir.
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Minho se sentó en el borde de la cama del hotel, aún aturdido por la confesión que había destrozado su relación con Sora apenas unas horas antes. El silencio de la habitación le pesaba como una carga, y por primera vez, sintió la magnitud de lo que había hecho. No dejaba de mirar el teléfono, esperando algún mensaje de Sora, algo que indicara que ella estaba bien, que podrían hablar, arreglar las cosas, aunque en el fondo sabía que eso era casi imposible.
De repente, el sonido del teléfono vibrando en la mesita de noche lo sobresaltó. Minho lo tomó rápidamente, pensando que podría ser Sora, pero la pantalla mostraba un número desconocido. Frunció el ceño y contestó, esperando cualquier cosa menos lo que estaba a punto de escuchar.
—¿Señor Minho? —preguntó una voz femenina al otro lado de la línea, seria y profesional.
—Sí, soy yo. ¿Quién habla? —respondió, con una inquietud creciente.
—Soy la enfermera del Hospital General de Los Ángeles. Lamentablemente, llamamos para informarle que Sora Choi ha sufrido un accidente automovilístico y está siendo intervenida en cirugía de emergencia. Su estado es crítico.
Las palabras de la enfermera se estrellaron contra él como una ola de hielo. Minho se quedó paralizado, incapaz de procesar lo que acababa de escuchar. Sintió que el aire abandonaba sus pulmones y el teléfono se volvió pesado en su mano.
—¿Qué...? ¿Cómo ocurrió? —preguntó, con la voz quebrada y temblorosa.
—No tenemos todos los detalles aún, pero Sora ha sufrido lesiones graves. Le recomendamos venir al hospital lo antes posible —añadió la enfermera, con un tono que intentaba ser reconfortante, aunque la gravedad de la situación no podía ocultarse.
Minho colgó sin responder, sus manos temblando mientras el teléfono se deslizaba de sus dedos y caía al suelo con un ruido seco. Una sensación de culpa y desesperación lo envolvió, dejándolo sin fuerzas. Todo lo que había sucedido esa noche, cada palabra dicha y no dicha, lo golpeó con una fuerza abrumadora. Sora estaba luchando por su vida, y él no podía evitar pensar que todo había sido culpa suya.
Se quedó allí, en medio de la habitación vacía, con la mente sumida en una tormenta de arrepentimientos y miedo. Sora estaba al borde de la muerte, y Minho, quien debía haber estado a su lado, había sido el causante de su mayor sufrimiento.
Sin perder más tiempo, se levantó de un salto y salió corriendo, con una urgencia ciega de llegar al hospital. El destino de Sora pendía de un hilo, y Minho sabía que, pase lo que pase, nada volvería a ser como antes.
El mundo a su alrededor se disolvía en un vacío etéreo, un lugar suspendido entre la realidad y la nada. Sora y Moon Jia no estaban vivas, pero tampoco muertas; flotaban en un limbo surrealista, un espacio sin tiempo ni forma concreta. El suelo bajo sus pies era un espejo líquido que reflejaba un cielo inexistente, teñido de colores imposibles, entre azules profundos y dorados que parecían moverse como un oleaje lento y silencioso.
No había sonido alguno, solo una calma inquietante que las envolvía. La niebla ondulaba a su alrededor, cambiando de forma como si tuviera vida propia, creando figuras efímeras que se desvanecían en un suspiro. Era un lugar bello y aterrador a la vez, como si estuvieran atrapadas dentro de un sueño que no les pertenecía.
Ambas se encontraban allí, de pie, a unos metros de distancia, mirándose por primera vez en este extraño umbral. Moon Jia, con su cabello largo cayendo como un velo oscuro, vestía un atuendo de concierto, brillante y llamativo, mientras que Sora, aún con los rastros de la noche trágica, llevaba el vestido arrugado y ensangrentado de su accidente. A pesar de lo surrealista del entorno, se reconocieron de inmediato, como si el destino hubiera planeado este encuentro.
—¿Dónde estamos? —preguntó Sora, su voz resonando como un eco distante en la vastedad vacía. Parecía tan frágil, casi translúcida, como si fuera solo una proyección de sí misma.
—No lo sé... —respondió Jia, con la mirada perdida. Sentía el peso de sus propios pensamientos como un lastre, pero ahora, frente a Sora, todas sus preocupaciones se entrelazaban con las de la mujer que tenía delante. Dos almas rotas, atrapadas entre lo que fue y lo que podría ser.
De repente, la niebla se arremolinó y se abrió ante ellas, revelando una figura que parecía emerger del propio tejido de ese lugar imposible. Un ser con alas blancas de plumas brillantes y ojos que no reflejaban luz alguna, sino una profundidad insondable. No era exactamente humano, pero tampoco completamente divino; su presencia irradiaba una calma y una autoridad incuestionables.
—Bienvenidas —dijo el ser, su voz reverberando como si viniera de todas partes y de ninguna—. Se encuentran en un lugar donde pocas almas tienen el privilegio de estar. Un espacio entre la vida y la muerte, donde las decisiones más difíciles se deben tomar.
Moon Jia y Sora se miraron, desconcertadas y aún más confundidas. El ángel extendió sus alas, envolviendo el espacio a su alrededor con un brillo suave, y continuó hablando.
—Ambas han llegado aquí por caminos diferentes, pero sus destinos ahora están entrelazados. Hay una decisión que debe tomarse, y solo una de ustedes regresará a la vida. Sin embargo, no será en los términos que esperan.
Jia y Sora se estremecieron al oír esas palabras. Una mezcla de miedo y asombro las invadió. Jia dio un paso al frente, su voz temblorosa pero firme. —¿Qué quieres decir? ¿Solo una puede volver?
El ángel asintió con serenidad, sus ojos insondables posándose sobre ellas. —La vida es un don, pero no siempre es justo. Solo una regresará al mundo de los vivos, pero hay una elección que deben hacer: quién regresará, y en qué cuerpo.
Sora y Jia se miraron, un millón de emociones cruzando sus mentes al mismo tiempo. No era solo una cuestión de quién viviría; era sobre qué vida continuar, cuál existencia recuperar o asumir.
—¿Y si ninguna de las dos quiere regresar? —preguntó Sora, su voz cargada de dolor y duda.
El ángel sonrió, una expresión triste y compasiva. —Ese no es el propósito de este encuentro. Ambas tienen asuntos pendientes, razones para regresar, aunque en este momento no las vean con claridad. Esta es su oportunidad para decidir qué destino tomarán, y cómo enfrentarán las consecuencias de sus elecciones.
El silencio volvió a envolverlas, pesado y decisivo. Moon Jia pensó en la vida que había dejado, en su carrera, su fama, y la presión que la había llevado al borde del abismo. Sora, por su parte, recordó el dolor de la traición, la pérdida de lo que creía seguro, y el accidente que la había llevado hasta aquí.
Era una decisión imposible, un dilema que ninguna de las dos estaba preparada para enfrentar. La vida no era un simple intercambio, y el precio de regresar no era algo que pudiera medirse en palabras.
—Elijan con sabiduría —dijo el ángel, dando un paso atrás, dejando que la niebla las envolviera una vez más. —El tiempo en este lugar es corto, y el camino de regreso solo puede ser recorrido por una.
Ambas mujeres se quedaron inmóviles, enfrentando no solo al ángel, sino a sus propios miedos y arrepentimientos. El limbo en el que se encontraban no era solo una barrera entre la vida y la muerte, sino también un espejo de lo que habían sido y lo que podrían ser.
Era el momento de decidir.
Jia y Sora se quedaron en silencio, la niebla envolviéndolas en una burbuja que parecía suspender el tiempo. Ambas miraron al ángel, pero la figura celestial se mantenía en calma, sin presionar, solo observando. Era como si supiera que la verdadera lucha no estaba en la decisión, sino en los corazones de las dos mujeres.
Jia fue la primera en hablar, su voz suave pero cargada de un dolor profundo. —He pasado tanto tiempo deseando escapar, deseando que todo el ruido y la presión se detuvieran. Nunca imaginé que llegar hasta aquí me haría ver lo que he perdido en el camino... —Hizo una pausa, su mirada perdida en el reflejo ondulante del suelo a sus pies—. Pero al mismo tiempo, me doy cuenta de que ya no tengo fuerzas para seguir. Mi vida era todo lo que soñé, y a la vez, se volvió mi peor pesadilla.
Sora escuchaba en silencio, sintiendo el peso de cada palabra de Jia. Ella también tenía su propio dolor, su propia sensación de traición y pérdida, pero el ver a Jia tan frágil y rota le recordó que ambas estaban luchando con sus demonios.
—Yo... —murmuró Sora, dando un paso hacia ella—. Sé lo que es sentirse atrapada, lo que es perderte en algo que parece más grande que tú. Esta noche... todo se rompió para mí también. Perdí a la persona en la que confiaba, y el futuro que había imaginado se desvaneció de la peor manera. —Sora sintió cómo las lágrimas quemaban sus ojos, pero las dejó correr, liberándose un poco del dolor contenido—. Pero aún hay algo que me empuja a seguir... No sé si es esperanza o simplemente miedo de rendirme.
Jia sonrió levemente, una sonrisa triste, llena de resignación. —A ti aún te queda algo por lo que luchar. Yo, en cambio... me siento vacía. He dado todo lo que tenía y aún así me siento incompleta, como si mi tiempo en ese mundo ya hubiera terminado.
Las palabras de Jia flotaron en el aire, dejando un eco suave y melancólico. Sora la miró, queriendo convencerla de lo contrario, pero en el fondo sabía que no había nada que pudiera decir para cambiar la decisión de Jia.
El ángel observó, sus alas extendiéndose ligeramente como si fueran una manta protectora. —Ambas son dignas de regresar, pero solo una puede hacerlo. No hay elección correcta ni equivocada, solo la que decidan tomar.
Jia asintió lentamente, mirando al ángel con una determinación nueva, aunque teñida de tristeza. — tú tienes la oportunidad de encontrar un nuevo camino, de sanar y reconstruir lo que se rompió. Yo ya he vivido lo suficiente en ese mundo; he sentido el amor de los aplausos, pero también la soledad de la fama. Tal vez... tal vez este sea mi descanso.
Sora no podía evitar sentir un nudo en la garganta. Quería decirle a Jia que no se rindiera, que había más para ella, pero también entendía que el dolor de Jia era diferente, más profundo y arraigado. Ambas habían perdido, pero Jia había llegado a un punto en el que el regreso ya no parecía una opción deseable.
—Gracias,... —Sora susurró, con la voz entrecortada por la emoción—. Prometo que no lo desaprovecharé. Intentaré vivir no solo por mí, sino también por lo que tú dejaste atrás.
Jia asintió, y por primera vez en mucho tiempo, sus ojos reflejaron una paz tenue, como si finalmente hubiera encontrado una salida a la oscuridad que la había perseguido. Se volvió hacia el ángel, dejando que la luz suave de sus alas la envolviera.
—Mi tiempo en ese mundo ha acabado, debe regresar —dijo Jia, su voz firme y sin rastro de duda.
El espacio surrealista comenzó a temblar suavemente, como si el limbo reconociera que la decisión había sido tomada. Sora, aún aturdida por lo que acababa de suceder, sintió cómo la figura del ángel se acercaba a ella, envuelta en una luz suave y cálida que contrastaba con la intensidad de sus palabras.
—Sora, tu regreso no será sencillo —dijo el ángel, su voz resonando como un eco suave, pero cargada de una seriedad que helaba el alma—. Hay un precio por todo, y aunque Jia ha decidido cederte su lugar, no volverás de la manera que esperas.
Sora lo miró, confusa y preocupada. Creía que el simple hecho de regresar ya era bastante, pero ahora comprendía que había más. —¿A qué te refieres? ¿Cuál es el precio?
El ángel extendió una mano, y de repente, imágenes comenzaron a formarse a su alrededor. Fragmentos de la vida de Jia: los conciertos, los ensayos interminables, las luces deslumbrantes, y la soledad que se escondía tras la sonrisa perfecta de una estrella. Sora pudo sentir todo, como si cada latido de Jia se imprimiera en su propio ser.
—Regresarás, pero no como tú misma —explicó el ángel—. Perderás tus recuerdos, tu identidad, todo lo que te ha hecho ser quien eres. Solo quedarán fragmentos dispersos, pedazos de una vida que no es la tuya, pero sentirás sus emociones, sus pesares, su dolor... todo lo que Jia dejó atrás.
Sora sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo. La idea de olvidar quién era, de no saber por qué sentía un dolor tan profundo, la aterrorizaba más que cualquier otra cosa. —¿Por qué? —preguntó, la desesperación impregnando sus palabras—. ¿Por qué no puedo regresar como yo misma?
El ángel la miró con compasión, aunque su expresión no dejaba lugar a negociaciones. —Porque el sacrificio de Jia no es solo para devolverte la vida, sino también para liberarla del peso que ha cargado. Pero ese peso no desaparece; se transfiere. Sentirás la tristeza, la soledad y la presión que ella sintió, sin comprender su origen. Cada emoción será como una sombra persistente, siempre presente pero inasible.
—¿Y mis recuerdos? —preguntó Sora, con la voz quebrada—. ¿Voy a olvidar todo? ¿A mi familia, a mis amigos... a Minho?
El ángel asintió lentamente, con una tristeza que reflejaba la dureza de la realidad que Sora estaba a punto de enfrentar. —Los recuerdos de tu vida se desvanecerán, como si nunca hubieran existido. Solo quedarán destellos confusos y, en su lugar, algunos recuerdos de Jia, fragmentos que no encajarán del todo. Vivirás con la sensación constante de que algo falta, de que algo está roto, pero nunca sabrás exactamente qué.
Sora sintió como si el suelo bajo sus pies se desmoronara. Iba a regresar, pero como una sombra de sí misma, incompleta y cargada con un dolor que no podría entender. Era una existencia en la que la paz parecía inalcanzable, una vida teñida de la tristeza que Jia le dejaba como legado.
—Pero... ¿habrá esperanza? —susurró Sora, con la voz apagada y el corazón encogido—. ¿Alguna vez podré sentirme completa?
El ángel se mantuvo en silencio por un momento, como si sopesara la pregunta, y finalmente respondió con la honestidad que Sora temía escuchar. —La vida es un enigma que se reconstruye con cada día que pasa. No puedo prometerte alivio ni claridad, pero tendrás la oportunidad de vivir, de encontrar significado en medio del dolor. Y eso, Sora, es lo único que puedo ofrecerte.
Las palabras del ángel resonaron en su mente mientras una luz brillante comenzó a envolver a Sora, marcando el inicio de su regreso al mundo de los vivos. Sintió como sus recuerdos empezaban a desvanecerse, como hilos que se desataban y se perdían en el aire. Olvidó a Minho, a su familia, sus sueños y su dolor, quedándose solo con fragmentos de conciertos, aplausos y una tristeza inexplicable que no sabía de dónde provenía.
Antes de desaparecer por completo, Sora miró al ángel una última vez, con la sensación de que había algo más que debía recordar, algo importante, pero ya no tenía fuerzas para aferrarse a ello. El limbo se desvaneció, y Sora fue arrastrada de vuelta a la vida, llevándose consigo las sombras de una existencia que no era la suya y el peso de un sacrificio que nunca comprendería del todo.
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