El camino serpenteaba entre las montañas, oculto en una niebla espesa que parecía aferrarse al suelo como si intentara evitar que cualquiera la cruzara. Los árboles se inclinaban hacia el asfalto como figuras decrépitas, y el aire estaba impregnado de una humedad sofocante que no correspondía con el frío de la tarde. Hollow Ridge estaba cerca, aunque no aparecía en los mapas modernos. El pueblo, un nombre apenas susurrado en círculos reducidos, tenía una historia que preferían olvidar.
Julia mantenía las manos firmes sobre el volante mientras echaba un vistazo a sus compañeros de viaje. David, el periodista escéptico, miraba su móvil sin señal, su ceño fruncido revelaba su frustración. Lucía, sentada a su lado, sostenía su cuaderno con fuerza, emocionada por lo que el pueblo podría revelar. Tomás, el médico del grupo, miraba a través de la ventana, pensativo, como si intentara descifrar algo que flotaba en el aire mismo. Y luego estaba Erika, en la parte trasera del auto, con los ojos clavados en el paisaje como si estuviera buscando algo que solo ella podía sentir.
El silencio fue interrumpido por el chirrido de los frenos cuando el auto se detuvo en la entrada del pueblo. Hollow Ridge se erguía frente a ellos, más apagado y desolado de lo que cualquiera esperaba. Las casas viejas, de tejados inclinados y ventanas rotas, parecían a punto de derrumbarse, y no había señales de vida. Era como si el tiempo hubiera olvidado este lugar, pero también como si algo hubiera expulsado toda forma de existencia.
—Parece que llegamos —dijo Julia mientras apagaba el motor.
Erika fue la primera en salir del auto. El aire fresco la golpeó, pero había algo más allí, algo inquietante que hizo que se frotara los brazos instintivamente. Algo invisible, pero pesado, como una sombra que no debería estar.
—No sé si esto fue una buena idea —susurró para sí misma, mirando la mansión que se alzaba en lo alto de la colina.
La mansión Hendrick, construida a principios del siglo XX, dominaba el paisaje. Su estructura grisácea y agrietada parecía una tumba olvidada. Ventanas rotas y paredes cubiertas de musgo sugerían que llevaba décadas abandonada. Sin embargo, había algo en ella que atraía a los visitantes, como si les prometiera respuestas a preguntas que no sabían que tenían.
El grupo se reunió frente al portón oxidado que conducía al sendero hacia la mansión.
—Es más imponente de lo que esperaba —dijo David, guardando su móvil. Su tono era casual, pero había una tensión subyacente.
—La casa parece tener más secretos que los habitantes en el pueblo —respondió Lucía con una sonrisa nerviosa.
Comenzaron a caminar hacia la mansión. Cada paso resonaba en el suelo cubierto de hojas secas. El silencio era espeso, interrumpido solo por el crujido de ramas bajo sus pies. Erika iba detrás, notando que su corazón latía más rápido a medida que se acercaban.
Cuando finalmente llegaron a la puerta principal, Julia sacó la llave que había recibido del único contacto que tenía en el pueblo. El dueño anterior había desaparecido años atrás, y la propiedad fue vendida sin mayor trámite. Nadie preguntaba demasiado por la mansión, nadie quería recordar.
La puerta se abrió con un quejido largo y profundo, como si no hubiera sido utilizada en años, lo cual probablemente era cierto.
El interior era aún más perturbador que el exterior. El aire estaba cargado con el olor rancio de la madera vieja y el polvo. Las cortinas, deshilachadas y descoloridas, colgaban inertes en las ventanas. El mobiliario estaba cubierto con sábanas, pero la silueta de los objetos debajo de ellas parecía deformada, como si el paso del tiempo hubiera distorsionado la forma original de todo lo que alguna vez habitó allí.
—Nos quedaremos aquí por las próximas dos noches —anunció Julia—. Cada uno elige una habitación y mañana comenzamos a investigar.
Lucía, fascinada, caminó hacia una de las estanterías llenas de libros polvorientos. Deslizó un dedo por el lomo de un volumen grueso y antiguo, mientras los demás exploraban la mansión.
Fue Erika quien se detuvo de repente en medio de una habitación vacía. Sintió un escalofrío recorrer su espalda, como si alguien la estuviera observando. Miró hacia atrás, pero no había nadie, solo una sombra en la esquina, proyectada por una lámpara rota que colgaba del techo.
—¿Erika? —La voz de Tomás la sobresaltó—. ¿Estás bien?
—Sí… —respondió rápidamente, aunque no lo estaba. La sensación de ser observada persistía, pero no quiso sonar paranoica—. Solo estoy cansada del viaje.
La noche cayó rápidamente sobre Hollow Ridge, y el grupo decidió reunirse en la sala principal para discutir el plan de los próximos días. David insistía en que había que investigar los archivos locales, mientras Lucía proponía explorar más a fondo la mansión. Erika apenas prestaba atención, distraída por los susurros que juraba escuchar desde las paredes.
—¿Escuchan eso? —preguntó de repente, interrumpiendo la conversación.
—¿Escuchar qué? —preguntó Julia, frunciendo el ceño.
—Es como… —Erika inclinó la cabeza—. No estoy segura. Pensé haber escuchado algo.
Los demás intercambiaron miradas, pero no hicieron más preguntas.
Esa primera noche, el viento soplaba con fuerza, haciendo que las ramas de los árboles rasparan las ventanas como garras. Erika se despertó en medio de la noche, respirando agitadamente. Había tenido una pesadilla, pero no podía recordar de qué se trataba. Se levantó de la cama y salió al pasillo, envuelta en el silencio absoluto de la mansión.
Mientras caminaba, sintió una presencia detrás de ella. Se detuvo, temblando, y se giró lentamente.
Nada.
Solo la oscuridad está envolviendo las paredes.
Con el corazón acelerado, decidió volver a su habitación. Pero cuando puso la mano en la perilla de la puerta, escuchó un susurro, suave pero claro, proveniente de detrás de ella.
“Erika...”
El terror se apoderó de ella. Giró la cabeza lentamente, con los ojos bien abiertos. Allí, en la penumbra, una sombra se movía. No era la suya, ni de nadie que conociera. Era algo más. Algo que no pertenecía a este mundo.
Y entonces, de repente, todo quedó en silencio.
Erika se quedó paralizada, incapaz de moverse mientras la sombra se acercaba lentamente. Era como si el aire a su alrededor se volviera denso, cada respiración se hacía más pesada, como si una fuerza invisible la atrapara. La figura oscura era difusa, sin contornos claros, pero había algo en ella que parecía pulsar con vida propia.
De repente, la sombra se detuvo. Erika sintió un escalofrío recorrer su cuerpo, una mezcla de miedo y curiosidad. Era incapaz de ver un rostro, pero podía sentir que algo la miraba. Su mente comenzó a llenarse de imágenes: un niño riendo en el jardín, una mujer con un vestido blanco, un grito ahogado. Eran recuerdos ajenos, fragmentos de una historia que no era la suya.
“¿Quién eres?” logró preguntar, su voz apenas un susurro. La sombra pareció inclinarse, como si le estuviera prestando atención. Un estremecimiento recorrió su espalda cuando oyó el eco de su propia pregunta resonando en su mente.
“Eres una intrusa,” susurró la sombra, pero no a través de la voz, sino como si la palabra se dibujara en su conciencia. “No deberías estar aquí.”
El terror la empujó a retroceder, pero sus pies parecían pegados al suelo. De repente, un ruido sordo la hizo girar. Era un golpe proveniente de la habitación contigua, seguido por un murmullo lejano, como una conversación distorsionada. Sin pensarlo, Erika se giró y corrió hacia la puerta, abriéndola con un tirón y lanzándose al pasillo.
La mansión parecía cobrar vida a su alrededor. Las tablas del suelo crujían bajo su peso y las sombras se retorcían como si intentaran atraparla. Al llegar a la sala principal, encontró a los demás, ya despiertos y preocupados.
—¿Qué pasó? —preguntó Julia, su voz llena de ansiedad.
—Vi algo… una sombra… me habló —dijo Erika, tratando de contener la temblorosa emoción en su voz. Los demás la miraron con incredulidad.
—Debes haber tenido una pesadilla —sugirió David, aunque su tono era más de preocupación que de desdén. Había visto el terror en los ojos de Erika.
—No, no era una pesadilla. Era real —replicó ella, pero su voz sonó menos segura.
—¿Quieres que vayamos a investigar? —ofreció Tomás, aunque no parecía muy convencido de que hubiera algo que investigar.
Lucía se levantó, apoyándose en la mesa—. Tal vez deberíamos buscar más información sobre esta casa y el pueblo. Quizás haya algo en la biblioteca o en los diarios que explique lo que está pasando.
Los otros asintieron, y aunque el miedo seguía latiendo en el aire, decidieron moverse juntos. Se aventuraron por la casa en busca de respuestas, y mientras exploraban, el ambiente se volvía cada vez más tenso.
La biblioteca, ubicada al final de un largo pasillo, era un laberinto de estanterías polvorientas. Los libros estaban cubiertos con sábanas blancas, como si los objetos estuvieran de luto. Cuando entraron, un frío inexplicable se deslizaba entre ellos. El olor a moho y papel viejo llenaba el aire.
—Busquemos algo que nos explique la historia de la mansión —dijo Lucía, mientras se acercaba a una estantería y comenzaba a revisar los títulos.
Erika se movía inquieta, sus ojos recorriendo el lugar, como si esperara que algo apareciera en cualquier momento. Fue David quien encontró un diario en la parte más alta de una estantería. Se subió a una silla y lo alcanzó, abriendo sus páginas amarillentas con cuidado.
—Miren esto —dijo, levantando la vista hacia el grupo—. Parece ser de la última dueña de la mansión.
Las páginas estaban escritas con una caligrafía temblorosa, llena de angustia y desesperación.
“No puedo dormir. Escucho susurros en la noche, y las sombras se mueven a mi alrededor. Me observan y siento que se llevan a mi familia uno por uno. No puedo dejar que me atrapen. No puedo.”
El ambiente se volvió denso y opresivo. Todos intercambiaron miradas, y un escalofrío recorrió la espalda de Erika. Las palabras parecían resonar en sus mentes, un eco de advertencia.
—Esto no es bueno —murmuró Lucía, tratando de asimilar la información.
Mientras leían más pasajes, Erika sintió que la sensación de ser observada regresaba. Las sombras en las esquinas parecían moverse con vida propia, y los susurros comenzaron a entrelazarse con los pensamientos de la mujer en el diario. De repente, una risa infantil resonó a través de la biblioteca, un sonido claro y puro que contrastaba con la oscuridad del lugar.
—¿Escucharon eso? —preguntó Erika, su voz temblando.
—¿Qué cosa? —respondió David, intentando mantener la calma.
—Esa risa… no puedo ser la única que la escuchó. —Su mirada se movió de un lado a otro, esperando que alguien más confirmara lo que ella sentía.
—Debemos irnos de aquí —dijo Tomás con firmeza—. Esto se está volviendo extraño.
Pero antes de que pudieran decidir, la puerta de la biblioteca se cerró de golpe. El sonido del crujido resonó como un trueno. Todos se giraron, atrapados por la sorpresa.
—¿Qué fue eso? —preguntó Julia, su voz elevándose en pánico.
—¿Están todos aquí? —dijo Erika, haciendo un rápido recuento. —¿Dónde está Lucía?
En ese momento, el suelo tembló ligeramente, como si algo bajo ellos se moviera. La luz de la lámpara comenzó a parpadear, y las sombras se alargaron en la habitación. El frío se intensificó, haciendo que todos se agruparan más cerca, buscando consuelo en la proximidad del otro.
—¡Lucía! —gritaron a la vez, pero no hubo respuesta.
De repente, una voz suave y casi melodiosa comenzó a fluir desde las sombras. “Eres parte de nosotros ahora, Lucía… ven…”
El grupo miró hacia las esquinas de la biblioteca, donde las sombras parecían cobrar vida, extendiéndose y retirándose, como si un pulso invisible las moviera. Los ecos de la risa infantil se mezclaron con esa voz, y Erika sintió que el miedo la consumía.
—Debemos salir de aquí —gritó David, corriendo hacia la puerta, solo para encontrarse con que estaba cerrada con fuerza. Golpeó con desesperación, pero nada se movía.
Erika miró a Tomás, quien tenía una expresión de terror en su rostro. —No podemos quedarnos aquí. Esto no es un juego.
Las luces parpadeaban más intensamente, y las sombras parecían acercarse, envolviendo al grupo. Erika tomó la mano de Tomás, mientras David seguía golpeando la puerta, frustrado y asustado. La sensación de opresión aumentaba, como si el aire se volviera más pesado.
—Lucía… —llamó Erika con voz temblorosa, pero no había respuesta.
De repente, un grito desgarrador llenó la habitación. No era humano, sino un sonido gutural y sobrenatural que resonó en sus mentes. Las luces se apagaron, sumiéndolos en la oscuridad más absoluta.
En la penumbra, Erika pudo ver una figura acercándose. No era la sombra anterior; era más concreta, más densa. La presencia era poderosa, y el miedo se apoderó de ella.
“No pueden irse.”
La voz resonó en su mente, y Erika sintió que su voluntad comenzaba a desvanecerse. Las sombras se acercaban, disolviéndose en el aire frío, y la figura se alzaba, tomando forma. Los ojos de la criatura brillaban con un rojo intenso, y sus garras largas y afiladas parecían estar listas para atraparlos.
Erika sabía que debían actuar rápido, pero la oscuridad parecía paralizarlos. La criatura avanzaba, y el terror los invadió. Solo quedaba un pequeño instante para escapar de esa noche aterradora.
Con un último esfuerzo, Erika gritó: —¡Atrás! ¡Salgan de aquí!
En ese instante, el aire tembló y una luz intensa iluminó la habitación. Todo se volvió borroso, y el grupo se encontró empujado hacia la puerta. Con un estallido de fuerza, la puerta se abrió, y todos salieron corriendo, dejando atrás el horror de la biblioteca.
El grupo salió corriendo de la biblioteca, jadeando y con el corazón palpitante. El pasillo oscuro se extendía frente a ellos como una boca de lobo, y las sombras parecían más vivas que nunca, danzando con cada paso que daban. Nadie se atrevía a hablar, pero el miedo era palpable.
—Tenemos que salir de aquí —dijo David, con la voz apenas audible—. Esta casa está maldita.
Erika asintió, su mente aún atrapada en la imagen de aquella criatura de ojos rojos. Había algo profundamente equivocado en ese lugar, y ya no estaba segura de que se tratara solo de sombras. Era como si la casa misma estuviera viva, observándolos.
—¿Y Lucía? —preguntó Tomás, frenando en seco. Miró alrededor, buscando a su amiga, pero el pasillo estaba vacío.
—No lo sé… no la vi después de que la puerta se cerró —respondió Erika, su voz cargada de culpa. —¡Tenemos que volver por ella!
David negó con la cabeza—. No podemos volver. Esa cosa… lo que sea que sea, está ahí adentro. No podemos arriesgarnos.
El grupo se quedó en silencio, atrapado entre el miedo y la lealtad hacia su amiga. Pero antes de que pudieran tomar una decisión, un eco resonó por la casa. Era la risa de un niño, pero distorsionada, más profunda y burlona. El sonido rebotaba en las paredes, acercándose desde todas las direcciones a la vez.
—¿Qué demonios es eso? —murmuró Julia, abrazándose a sí misma.
Erika sintió que el aire a su alrededor se volvía más frío, y una sensación de déjà vu la golpeó. Recordó los murmullos que había oído antes en su habitación, justo antes de ver la sombra. Era como si la casa estuviera jugando con ellos, retorciendo la realidad.
—No podemos quedarnos aquí —dijo Erika, tomando una decisión—. Si no encontramos a Lucía pronto, todos vamos a correr el mismo destino.
Con pasos vacilantes, comenzaron a avanzar de nuevo, esta vez más despacio, cada crujido de las tablas del suelo parecía amplificar el silencio tenso que los rodeaba. Llegaron a las escaleras que bajaban al sótano, un lugar que ninguno había querido explorar hasta ahora.
—¿Crees que está ahí abajo? —preguntó Julia, mirando la oscura entrada.
—No lo sé, pero es lo único que queda —respondió Erika—. Tenemos que intentarlo.
Descendieron por las escaleras, el aire se volvió más denso y frío a medida que bajaban. El sonido de sus respiraciones llenaba el espacio, y la oscuridad parecía tragarlos. Al llegar al último escalón, una puerta de madera vieja y gastada se erguía frente a ellos.
—Esto no me gusta nada —dijo Tomás, pero aun así empujó la puerta.
Lo que vieron al otro lado les heló la sangre. El sótano estaba lleno de objetos antiguos, muebles cubiertos con sábanas, retratos descoloridos de personas que no reconocían… pero había algo más. En el centro de la habitación, un espejo enorme cubierto de polvo, que no reflejaba la luz correctamente.
—Ese espejo… —Erika dio un paso hacia él, sintiendo una extraña atracción.
David la detuvo, agarrándola del brazo—. No te acerques.
Pero algo la llamaba. No podía apartar la vista de ese objeto. Las sombras a su alrededor parecían converger hacia el espejo, como si fuera el origen de todo lo que estaba sucediendo. Mientras los demás retrocedían instintivamente, Erika dio un paso adelante.
—No, Erika, ¡no! —gritó Julia, pero su voz se perdió en el vacío.
Erika se acercó al espejo, y justo cuando estaba a punto de tocarlo, un chillido desgarrador atravesó la habitación. Era la voz de Lucía.
—¡Ayúdenme! —La voz resonó desde el interior del espejo, haciéndolos retroceder a todos.
—¡Lucía! —Erika gritó, buscando desesperadamente a su amiga—. ¿Dónde estás?
La respuesta vino con un crujido, y de repente, la superficie del espejo comenzó a agrietarse. Las fisuras se extendían como venas oscuras, y algo parecía moverse detrás del vidrio. Erika retrocedió, pero no lo suficientemente rápido.
El espejo estalló, y de su interior surgió una figura: una mujer de cabello largo y oscuro, con la piel pálida como la cera y los ojos hundidos. Era Lucía, pero no era la Lucía que conocían. Su rostro estaba distorsionado por el miedo, su boca abierta en un grito silencioso.
—¡No! —gritó Tomás, retrocediendo mientras la figura avanzaba hacia ellos, sus movimientos torpes y descoordinados, como si fuera una marioneta rota.
—Tenemos que salir de aquí, ¡ahora! —gritó David, tirando de Erika para que se alejara.
Pero antes de que pudieran moverse, la puerta del sótano se cerró de golpe detrás de ellos. El sonido del pestillo bloqueándose resonó en la oscuridad, sellándolos dentro. Estaban atrapados con la figura que alguna vez fue Lucía, ahora convertida en algo más.
—No quiero morir aquí… —susurró Julia, sus ojos llenos de lágrimas.
La figura de Lucía se detuvo frente al espejo roto, como si aún estuviera conectada a él. Sus manos, deformadas y ensangrentadas, se alzaron hacia el cristal, y de repente, su voz, débil y quebrada, llenó la habitación.
—Ayúdenme… —dijo, pero esta vez, su tono no era amenazante. Era una súplica.
Erika sintió una mezcla de miedo y compasión. A pesar de lo que Lucía se había convertido, seguía siendo su amiga. Tenía que hacer algo.
—¿Qué quieres que hagamos? —preguntó Erika, dando un paso adelante.
La figura de Lucía la miró, y por un breve momento, sus ojos vacíos parecieron llenarse de vida. La conexión con el espejo era clara. Había algo en ese objeto, algo que la mantenía atrapada entre este mundo y el otro.
—Rompe el vínculo —susurró Lucía—. El espejo…
Erika asintió, entendiendo lo que debía hacer. Tomó un trozo del espejo roto del suelo y lo alzó sobre su cabeza. Con todas sus fuerzas, lo estrelló contra el marco del espejo, rompiendo los fragmentos restantes en mil pedazos.
El sonido del vidrio quebrándose llenó el sótano, y con él, un grito agudo y penetrante que parecía provenir de las profundidades de la casa. La figura de Lucía se desvaneció lentamente, como si se estuviera disolviendo en el aire, hasta que no quedó rastro de ella.
El sótano quedó en silencio.
Erika cayó de rodillas, exhausta y emocionalmente desgastada. Los demás se acercaron a ella, sin saber qué decir. Habían perdido a Lucía, pero habían sobrevivido. Por ahora.
—¿Y ahora qué? —preguntó David en voz baja.
Erika levantó la vista hacia el espejo destrozado, donde aún se reflejaban sombras inquietas moviéndose más allá del cristal.
—Esto no ha terminado —susurró.
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