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Un Error Y Me Volví Humana

La caida de dahna

En lo profundo del infierno, donde la oscuridad se apoderaba de cada rincón y el calor abrasador consumía cualquier rastro de esperanza, Dahna se encontraba cumpliendo su labor. Las llamas danzaban en las paredes de piedra negra, proyectando sombras distorsionadas que parecían cobrar vida. A su alrededor, las almas sufrían su eterno tormento, pero para Dahna, aquel caos era el hogar que conocía desde siempre. Su figura se movía con una elegancia fría entre el dolor y la desesperación, una presencia temida y respetada por igual.

En ese momento, ella sostenía a un hombre que había sido traído por los demonios menores. Sus manos estaban encadenadas con cadenas de hierro oscuro, y su mirada suplicante se dirigía hacia Dahna con una mezcla de terror y esperanza. Él sabía que estaba ante la jueza que decidiría su destino, y aunque el miedo lo carcomía, la desesperación lo llevó a hablar.

—¡No debería estar aquí! —exclamó, con la voz rasgada por el miedo y el dolor—. Yo no soy culpable de lo que se me acusa. No soy un asesino, no cometí los crímenes que dicen. ¡Debo ir al cielo, no al infierno!

Dahna lo miró desde las alturas de su poder, con los ojos llenos de un desprecio palpable. Una sonrisa torcida se dibujó en sus labios carmesí, y sus colmillos brillaron a la luz de las llamas.

—Eso dicen todos —respondió, su tono impregnado de un veneno que atravesaba cualquier esperanza del alma que tenía frente a ella—. Al final, todos llegan aquí con la misma historia: "Soy inocente", "no merezco esto". Pero ¿sabes algo? En el infierno, nadie se salva. Y menos cuando yo soy quien los juzga.

El hombre la miró fijamente, con los ojos llenos de un pánico desesperado. Se aferraba a una esperanza que sabía absurda, pero no tenía otra opción. Sus cadenas tintineaban con cada movimiento, mientras trataba de dar un paso hacia ella, como si eso pudiera ablandar su corazón, o al menos, hacerle entender la verdad de su historia.

—Por favor, debes escucharme... —rogó una vez más—. Yo no soy como los otros. Me trajeron aquí por error. Yo soy inocente.

La paciencia de Dahna se agotaba con cada palabra que salía de su boca. Sus labios formaron una sonrisa sarcástica, y sus ojos ardieron con una mezcla de hastío y superioridad. Se inclinó hacia el hombre, con su rostro a solo unos centímetros del suyo, dejando que él sintiera la gélida oscuridad que emanaba de ella.

—Todos somos inocentes, ¿no? —replicó con sarcasmo, su voz baja y cargada de desprecio—. Yo tampoco soy malvada, ¿acaso no lo ves? Pero mírate, suplicando como todos los demás. Al final, no eres nada más que otra alma perdida.

Sin más preámbulos, Dahna levantó la mano y la daga infernal apareció entre sus dedos, una hoja que brillaba con un resplandor rojo y negro, hecha de un metal que solo existía en las profundidades del infierno. La sensación de poder llenó su ser, y con un gesto rápido, la hundió en el pecho del hombre. Él soltó un grito desgarrador mientras su esencia comenzaba a desvanecerse, y Dahna disfrutó de ese momento de agonía, como lo hacía siempre.

—Ahora cumple tu pena —le susurró, con una sonrisa triunfante que mostraba su satisfacción—. Bienvenido al Lago de Fuego, tu hogar eterno.

Con un movimiento de su mano, lanzó al hombre a las profundidades del Lago de Fuego. Su cuerpo etéreo se retorció y se deshizo entre las llamas, consumido por el calor que devoraba hasta la última fibra de su ser. Lo último que vio el hombre fue la sonrisa burlona de Dahna, la sombra de su figura retorciéndose en las llamas.

Pero justo cuando las últimas cenizas del alma del hombre desaparecían, una presión abrumadora cayó sobre Dahna. El aire se volvió denso, y una presencia oscura se manifestó a su alrededor. Las llamas del infierno parecieron retroceder, y Dahna sintió cómo el sudor frío corría por su espalda. Solo había una entidad que podía hacer que el mismísimo infierno se inclinara a su voluntad: Satanás.

Dahna se arrodilló de inmediato, su cabeza baja, su orgullo momentáneamente sofocado por la magnitud del poder que la rodeaba. La oscuridad se arremolinó hasta formar una figura imponente frente a ella, cuyos ojos ardían con una furia que parecía capaz de consumir la misma realidad.

—Dahna —rugió Satanás, su voz retumbando como el eco de mil truenos—. Has cometido un grave error.

Dahna levantó la cabeza lentamente, sin perder su altivez, aunque en su interior sabía que la situación era crítica. Aún así, su arrogancia no desapareció del todo.

—¿Un error? —respondió, con una ligera sonrisa en los labios—. Yo solo hice mi trabajo. El alma de ese hombre interrumpió en mi labor, y le di el castigo que merecía. Los demonios inferiores lo trajeron a mí. Si él no debía estar aquí, la culpa no es mía, sino de aquellos que hicieron mal su trabajo.

Satanás la observó con una expresión severa, y la temperatura del lugar descendió de forma abrupta, un frío que contrastaba con las llamas del infierno. Se acercó a Dahna y, con un movimiento brusco, la tomó del cuello. La fuerza de su agarre fue tal que Dahna sintió cómo su orgullo se rompía junto con su respiración.

—Silencio, insolente —espetó, su voz resonando como un trueno que partía el alma—. Yo soy tu señor, y no toleraré tu desdén. Ese hombre era inocente de los pecados de los que lo acusaste. Su destino era el cielo, no el infierno. Y no contenta con tu error, lo condenaste al castigo más cruel: el Lago de Fuego, un lugar reservado para las almas más oscuras, para los peores criminales.

Dahna trató de respirar, su garganta atrapada en el férreo agarre de Satanás, pero no pudo evitar que su altanería se reflejara en sus ojos. A pesar del miedo que la embargaba, su orgullo seguía allí, resistiéndose a doblegarse.

—Yo no traje su alma aquí —insistió, su voz apenas un susurro—. Solo cumplí mi deber. Los demonios menores fueron los que cometieron el error, no yo.

Satanás la soltó de golpe, y Dahna cayó al suelo, respirando con dificultad. Se incorporó lentamente, frotándose el cuello, pero no apartó la mirada desafiante de su rostro.

—Tu insolencia ha sido un desgaste para todos —dijo Satanás, su tono ahora bajo y peligroso—. No eres digna de la posición que ocupas. Por eso, he decidido castigarte.

El corazón de Dahna dio un vuelco. Un destello de miedo atravesó sus pensamientos, aunque se negó a mostrarlo. Satanás sonrió de manera siniestra, disfrutando de la súbita tensión que se formó en el aire.

—Te enviaré a la Tierra —decretó, cada palabra cargada de poder—. Vivirás entre los humanos que tanto desprecias, con todas sus experiencias incluidas. Y tu misión será clara: debes encontrar y llevar al infierno a los peores criminales, a aquellos cuyas almas no tienen redención. No regresarás aquí hasta que yo esté satisfecho con tu trabajo. Ahora buscaras a una alma perdida que esta al punto del colapso, su vida ha sido dura, por eso hoy acabara con su vida, tu, dahna ocuparas su lugar en la tierra y renaceras para encargarte de tu mision. no vuelvas hasta que yo lo ordene.

Dahna abrió la boca para protestar, pero antes de que pudiera decir algo, Satanás extendió su mano, y una oscuridad infinita la envolvió. La sensación de caída la invadió, como si el suelo se hubiese desvanecido bajo sus pies. Todo a su alrededor se desintegró, y el mundo del infierno desapareció de su vista.

El frío fue reemplazado por el calor abrasador de la atmósfera terrestre, y Dahna se encontró de pie en una calle oscura, bajo la tenue luz de los faroles. El olor de la humedad y la contaminación llenaba el aire, y a lo lejos, las risas y conversaciones de los humanos resonaban en la noche. Todo era un contraste radical con la familiaridad de su reino infernal.

Miró a su alrededor, furiosa y humillada. Satanás la había despojado de su poder absoluto, obligándola a convivir con criaturas a las que consideraba insignificantes. La misión que le había sido impuesta no era solo un castigo; era una prueba, un desafío a su orgullo. Ahora, tendría que lidiar con los humanos, con su arrogancia y debilidad, hasta que Satanás decidiera que su deuda estaba saldada.

—Maldito seas... —murmuró entre dientes, apretando los puños mientras miraba al cielo nocturno—. Cumpliré tu misión, pero no me rendiré.

La noche se cerró sobre ella

una vida miserable

Amara era una joven de cabello oscuro que siempre ocultaba sus ojos detrás de unas gafas de montura gruesa. Su ropa grande y desajustada, le daba un aspecto desaliñado, y era un recordatorio constante de que no encajaba. En la universidad, se había convertido en la burla de sus compañeros. Las risas y los murmullos siempre la acompañaban, como un eco cruel que nunca la dejaba en paz. Desde pequeña, su vida había sido un infierno, y la universidad no era la excepción.

Sus padres se habían separado cuando ella solo tenía siete años. Su madre, al poco tiempo, se casó con otro hombre y prácticamente la abandonó. Amara se quedó viviendo con su padre, que no la veía más que como un objeto de intercambio, algo que podía utilizar para obtener beneficios. A su nueva esposa tampoco le importaba mucho. Solo veía a Amara como una criada que podía encargarse de la limpieza y el orden en la casa. Y así fue cómo su propio hogar se convirtió en una cárcel para ella.

Pero su infierno no terminaba en casa; se extendía hasta la Universidad Iris, un prestigioso lugar donde los jóvenes de familias acomodadas se preparaban para el futuro. Amara había ingresado allí persiguiendo un sueño imposible: el amor de Javier Moretty. Lo había conocido en el instituto, y cuando se armó de valor para confesarle sus sentimientos, él solo se burló de ella, humillándola frente a todos. A pesar de eso, Amara no se rindió. Creía que con el tiempo, Javier podría cambiar y verla de otra manera, pero las cosas solo empeoraron.

Javier era el hijo de uno de los empresarios más importantes de Azula, y su atractivo y carisma le habían ganado la admiración de todos. Y ahora, en la universidad, Amara enfrentaba un nuevo obstáculo: Cassandra, una joven de familia acomodada y con un interés evidente por Javier. Cassandra no tardó en descubrir la obsesión de Amara por él, y desde entonces, la convirtió en su blanco favorito. Era la líder de un grupo que se dedicaba a atormentar a la joven sin piedad.

Aquella mañana, como tantas otras, Amara caminó con la cabeza gacha por los pasillos de la universidad, tratando de pasar desapercibida. Pero las risas y los murmullos siempre la seguían. Sus compañeros la miraban con desprecio, algunos susurrando insultos apenas la veían pasar.

—Ahí va la ratoncita otra vez —decían entre risas—. ¿Crees que hoy también se va a quedar sola en la cafetería?

Los comentarios la herían, pero Amara se esforzaba en ignorarlos. Se dirigió hacia su casillero, buscando refugio en sus libros, esperando que ese día fuera distinto. Pero al llegar, se encontró con un grupo de chicos esperándola con sonrisas maliciosas. Uno de ellos la empujó contra los fríos metales de su casillero, haciendo que sus gafas cayeran al suelo y se rompieran.

—Lo siento, no vi que estabas ahí —dijo uno de ellos con una mueca de burla, mientras los demás reían.

Amara se inclinó para recoger las gafas, pero antes de que pudiera hacerlo, otro chico la tomó del brazo y la empujó dentro de su propio casillero, cerrando la puerta con un golpe seco. Quedó atrapada en la oscuridad, con el frío metal presionando su espalda y las risas burlonas resonando del otro lado. Golpeó la puerta con todas sus fuerzas, pero nadie la escuchaba.

—¡Déjenme salir, por favor! —gritó, pero su voz se apagaba entre las risas que se alejaban.

Estuvo encerrada por lo que parecieron horas, hasta que finalmente la puerta se abrió de golpe. Amara cayó al suelo, y al levantar la vista, se encontró cara a cara con Javier. Su corazón se aceleró, pero la expresión en el rostro de él solo reflejaba desprecio.

—Aléjate de mí —dijo Javier con frialdad—. Eres una molestia, Amara, una sanguijuela que no deja de seguirme. ¿Cuántas veces debo decirte que no quiero verte?

Los ojos de Amara se llenaron de lágrimas, pero Javier no mostró compasión alguna. La miró como si fuera la cosa más repulsiva del mundo.

—Jamás podría enamorarme de alguien como tú, no solo por tu familia, sino por el asco que me produces —añadió antes de darse la vuelta y marcharse, dejándola tirada en el suelo, rota y humillada.

Los presentes que habían presenciado la escena solo se rieron. Nadie le ofreció una mano, nadie la consoló. Amara se levantó tambaleante, recogió las piezas rotas de sus gafas y salió de la universidad sin rumbo. No importaba hacia dónde caminara; el dolor seguía persiguiéndola.

La noche cayó mientras deambulaba por las calles vacías de Azula, sus pasos la llevaron hasta un puente solitario. Se apoyó en la barandilla, observando el agua negra que corría abajo. Todo lo que sentía era un vacío abrumador, una soledad que la consumía.

—Lo siento —murmuró, más para ella misma que para alguien más, antes de dar un paso hacia el vacío y dejarse caer.

El impacto con el agua fue rápido, un frío que cortó su piel y se llevó el último aliento de vida que le quedaba. Sin embargo, mientras su cuerpo caía hacia la oscuridad, una presencia se acercó desde el más allá.

Dahna, con sus alas negras y su mirada fría, observó cómo el alma de la joven abandonaba su cuerpo. Se acercó al borde del puente y suspiró con frustración antes de realizar su tarea. Estiró una mano, y con un toque, curó cada herida que la caída había dejado en el cuerpo de Amara.

—Patética —murmuró Dahna para sí misma mientras se incorporaba en el cuerpo de la joven, tomando control de su existencia—. Esta niña solo vivió buscando amor. ¿Quién necesita esos sentimientos tan banales?

Dahna se levantó, ajustando el uniforme empapado de Amara. La demonio estaba furiosa, atrapada en la miserable vida de una universitaria débil y sin esperanza. Pero sabía que no tenía otra opción, así que tragó su enojo y aceptó su nuevo destino.

—Bien, ahora hare de esta miserable vida algo divertido. jajaja — dahna tenia una mirada vacia y manipuladora, ella no era cualquier demonio, era el peor de todos —patéticos humanos, se creen jueces, miserables escorias es lo que son, pero ya que estoy acá me divertiré, satanás se arrepentirá de su decisión.

Una nueva dueña en casa

Dahna se dirigió a la casa de Amara con paso firme, como si la rutina de una simple humana fuera algo que no podía intimidarla. Aunque aún no se acostumbraba al cuerpo frágil y mortal de la joven, la demonio ya había decidido que haría su estancia en la Tierra lo más placentera posible, sin dejarse pisotear. Pero al ingresar al hogar de la joven, la recibió un golpe inesperado: una bofetada fuerte que le giró el rostro hacia un lado, haciéndola detenerse en seco.

El ardor en su mejilla le hizo abrir los ojos con sorpresa y furia. Nadie, ni siquiera los demonios menores del infierno, se atrevían a levantarle la mano. Solo Satanás había tenido la fuerza para doblegarla en su momento, y ahora, una simple humana se atrevía a levantarle la mano. Dahna levantó la vista con una expresión oscura y se encontró con el rostro enojado de la mujer, Carmen, la madrastra de Amara.

La demonio no necesitó pensar dos veces; se abalanzó sobre la mujer y la tomó del cabello, jalándolo con fuerza. La sorpresa de Carmen se transformó en terror al encontrarse con los ojos oscuros de Dahna, que no reflejaban la sumisión de la Amara que conocía.

—¿Quién te crees que eres para bofetearme? —le gruñó Dahna, su voz más baja y peligrosa de lo que Amara jamás hubiera podido usar.

Carmen forcejeó, pero no pudo soltarse del agarre de la demonio. Intentó golpearla de nuevo, pero Dahna esquivó el golpe con un gesto de desprecio. Carmen lanzó un grito desesperado, pidiendo ayuda.

—¡Suéltame, bastarda! —gritó la mujer, aunque su voz temblaba de miedo.

Dahna sonrió, una sonrisa torcida que hacía que su rostro pareciera casi inhumano. La diversión en sus ojos crecía al ver el pánico en la mujer. Estaba a punto de jalarle aún más el cabello cuando una voz masculina resonó por la estancia.

—¡¿Qué está pasando aquí?! —bramó el padre de Amara, su rostro encendido de furia al ver la escena frente a él.

Dahna se detuvo. Por un momento, el grito la desconcertó, recordándole que ahora ocupaba el lugar de la patética Amara. Pero la idea de someterse a los regaños de ese hombre le resultaba repugnante, así que decidió que jugaría a su manera. Soltó a la mujer de golpe, quien cayó al suelo jadeando y con los ojos llenos de lágrimas.

Con calma, Dahna se volvió hacia el hombre, pero la sonrisa burlona no había desaparecido de su rostro.

—¿Qué estaba haciendo? —preguntó con una falsa inocencia—. Ah, sí, jalaba del pelo a tu mujer porque se atrevió a golpearme. Dile que no lo haga más, no me gusta que toquen mi rostro. Además, si deja marcas, lo podría dañar.

El hombre, acostumbrado a una Amara tímida y sumisa, se quedó mirándola con incredulidad. Aquella actitud arrogante, ese brillo peligroso en los ojos de su hija, no se parecía en nada a la joven que solía soportar los insultos en silencio. Era como si una bestia hubiera tomado su lugar. Sin embargo, intentó mantener la compostura.

—No es la forma en la que debes tratar a tu madre —dijo el hombre con una voz que intentaba sonar autoritaria, pero que apenas ocultaba el miedo.

Dahna sonrió de forma aún más amplia, mostrando los dientes.

—De ahora en adelante, no se atrevan a molestarme. No estoy de buen humor.

La tensión en la habitación era palpable. Carmen, aún en el suelo, miraba a su esposo con los ojos enrojecidos, esperando que él hiciera algo. Pero el hombre solo frunció el ceño, molesto y confundido, mientras Dahna caminaba con total desprecio hacia las escaleras. Cuando estaba a punto de subir, el hombre gritó con una mezcla de furia e incredulidad.

—¡¿Que no te molestemos?! ¿Quién te crees que eres?

Dahna se detuvo a medio camino, girando lentamente el rostro para mirarlo, y sus ojos parecieron oscurecerse.

—Soy la dueña de esta casa.

El hombre abrió los ojos como platos, incapaz de entender lo que su hija acababa de decir.

—¿Qué creías, que no sabía que mi abuela me heredó esta casa a mí y no a ti, padre? —continuó Dahna, su tono cortante como una hoja afilada—. Si quieren seguir aquí, les haré un favor: depositarán mi mesada y mañana iré de compras. Estoy aburrida de esta ropa sin gracia. Y un consejo, no me hagan enojar.

El hombre, desconcertado por completo, solo logró balbucear unas palabras antes de que Dahna desapareciera escaleras arriba. Carmen, a su lado, intentó levantarse y susurró con desesperación.

—¿Vas a permitirlo? —le dijo, temblando de rabia y vergüenza—. ¡Haz algo!

Él, apretando los dientes, la tomó del brazo para que se callara.

—Déjala por ahora. Esto es solo momentáneo. Pronto la colocaré en cintura, pero por ahora, será mejor hacer lo que dice. Solo son unos días, ¿entendido?

Carmen no respondió, solo lanzó una mirada llena de resentimiento hacia las escaleras por donde Dahna había subido.

Mientras tanto, la pequeña hermana de Amara, fruto del matrimonio de su padre con Carmen, asomó la cabeza desde la puerta de su habitación. Cuando vio a Amara, corrió hacia ella con una sonrisa de alegría y la abrazó con fuerza. Pero la reacción de Dahna fue casi inmediata: un gesto de asco se dibujó en su rostro, y la apartó de su cuerpo con un movimiento brusco.

—No me toques, niña —dijo Dahna, con la voz cargada de repulsión.

La niña la miró con ojos grandes y sorprendidos, pero luego esbozó una sonrisa pequeña, como si no entendiera la frialdad de las palabras de la demonio.

—Me alegra que hayas vuelto, Amara. Te extrañé mucho —murmuró la pequeña antes de correr de vuelta a su habitación.

Dahna la observó desaparecer por el pasillo, sintiendo un nudo en el estómago. No porque le importara la niña, sino porque el contacto cálido y tierno de la pequeña le había producido una náusea insoportable. Los sentimientos humanos le parecían repugnantes, y no soportaba el afecto, menos si venía de una criatura tan frágil y dependiente como un niño.

Ingresó en la habitación de Amara, y un vistazo rápido le bastó para sentir una oleada de desprecio. Las paredes estaban desnudas, la cama era apenas un colchón incómodo, y los pocos muebles lucían viejos y desgastados. Era un espacio gris, solitario, que reflejaba la vida miserable de la joven que había habitado allí.

—¿Qué es esta miseria? —bufó Dahna para sí misma, frunciendo el ceño—. Yo vivía en lujos y lujurias en el Infierno, y ahora tengo que soportar estas necesidades humanas.

La demonio se dejó caer en la cama dura, sintiendo el crujido de los muelles viejos. Cerró los ojos por un momento, intentando calmar la furia que le provocaba la situación, pero su mente ya empezaba a urdir planes. Ella no tenía por qué vivir como Amara; iba a hacer que todos en esa casa, y en la universidad, aprendieran que no era alguien con quien pudieran jugar.

Dahna sonrió, una sonrisa que no tenía nada de humano, mientras miraba al techo de la pequeña habitación.

—Será un placer convertir esta vida patética en algo mucho más... interesante.

Con esa promesa en mente, se dispuso a esperar la llegada del día siguiente, en el que se aseguraría de que todos empezaran a conocer la verdadera naturaleza de la "nueva" Amara.

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