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Reyes Del Reformatorio

Capítulo 1 – Bienvenidos al Infierno (pero sin WiFi)

Mi nombre es Liam, y estoy atrapado en un lugar que hace que una prisión parezca un resort con desayuno continental: el Instituto de Reforma Juvenil "San Rafael de la Redención". Aunque los internos lo llamamos de otras formas más creativas.

Desde que crucé sus puertas oxidadas, sentí que el mundo exterior dejaba de existir. El cielo era un lujo, la libertad un mito, y los sueños… bueno, eso lo dejamos para los optimistas y los que creen en los unicornios. Las paredes grises, altísimas, nos miran con desprecio. Todo está tan perfectamente diseñado para destruir tu espíritu que sospecho que fue diseñado por arquitectos del infierno con maestría en tortura emocional.

Los pasillos parecen salidos de una película distópica de bajo presupuesto: húmedos, oscuros, con luces que parpadean como si quisieran morir antes que nosotros. El eco constante de gritos, risas fuera de lugar y peleas aleatorias le da un toque... pintoresco. Ah, y los monitores, esos héroes del orden que apenas pueden controlar su adicción al café. Su presencia es decorativa, como si fueran floreros armados.

Y yo... bueno, supongo que soy el chico promedio, si el promedio es estar emocionalmente disociado, mirar al vacío más de la cuenta y tener el talento innato de evitar cualquier tipo de conexión humana. 17 años, pelo oscuro, ojos marrones, y una habilidad sorprendente para pasar desapercibido. O al menos lo era… hasta que ella llegó.

Cloe.

Alta, de cabello castaño cortito como si cada centímetro estuviera medido con regla. Organizada, intensa, y con esa mirada que hace que quieras revisar si dejaste la cama tendida. Su sola presencia parece una provocación a este caos. Se mueve como si todavía creyera en el orden, como si no hubiera entendido que aquí el caos es rey y la lógica una leyenda urbana.

Había algo entre nosotros, sí. No sé si chispa o si solo era tensión de la buena, de esa que podría generar un apocalipsis hormonal. Y entonces estaba Ariana, su mejor amiga: bajita, morena, ojos ámbar. Algo creída, egocéntrica, pero listilla podría decir.

Una vez, durante el receso, alguien gritó “¡PELEA EN EL PASILLO!” y todos salieron corriendo como si repartieran comida decente.

Ariana y yo nos quedamos atrás. No pasó nada… o bueno, eso depende de a quién le preguntes. Yo estaba sumido en mis pensamientos, mirando el piso como si ahí estuviera escondido el sentido de mi existencia. Ariana, en cambio, parecía decidida a sacarme de mi miseria.

—¿Estás bien? —preguntó con esa voz suave, casi con pena.

—Estoy perfecto —mentí descaradamente mientras me recostaba contra la pared, intentando parecer indiferente y no un caos emocional con patas.

Ella sonrió. Se acercó un poco más, demasiado quizá. Su mano rozó la mía, apenas, como si no fuera nada... pero fue. No sé si fue un accidente, o si lo hizo a propósito. Tal vez se le resbaló el alma en el intento. Pero lo cierto es que yo no me moví. Y tampoco lo hice cuando, se inclinó y me abrazó. Corto. Raro. Incómodo. Lo suficiente para que cualquier espectador pensara lo peor.

Y como si el universo tuviera sentido del timing, en ese preciso instante, apareció Cloe.

No dijo nada. Solo se quedó ahí parada, observándonos, como si hubiera presenciado un crimen atroz. Ariana se separó de golpe, y yo me quedé congelado con cara de “esto no es lo que parece”... que curiosamente es lo que dicen todos cuando sí lo es.

La sonrisa de Ariana se desdibujó, y Cloe nos miró con una mezcla de decepción y rabia tan pura que casi me dieron ganas de entregarme a la policía, aunque no hubiera hecho nada.

Bueno… casi nada.

Desde ese día, empecé a notar miradas, silencios incómodos, y esa clásica tensión de “nadie dice nada pero todos saben algo”. Sin embargo esto fue solamente el principio.

Capítulo 2 — ¿De dónde sacaste una Playboy?

Estaba acostado, mirando el techo descascarado como si esperara encontrar alguna señal divina entre las manchas de humedad. No la había, claro. Solo estaba yo, mi cama medio deshecha, olor a encierro y el eco de dos ausencias: Cloe y Ariana. Ambas me evitaban como si tuviera peste, lo cual, siendo sinceros, era más divertido que preocupante.

Cloe pasaba al lado mío como si no me viera, y Ari… bueno, Ari ni siquiera se dignaba a estar en el mismo pasillo. Qué dramáticas.

Quizá estaban indignadas. Quizá heridas.

O, como diría Fabián, quizá estaban demasiado calientes para admitirlo.

Suspiré, sonriendo. El viejo yo volvía a sentirse cómodo en su piel.

Mi habitación era un caos: ropa tirada, una toalla húmeda colgando de la lámpara, libros sin abrir. Me sentía en casa. El internado podía oler a desinfectante y tener reglas hasta para respirar, pero aquí dentro, este pequeño cubículo era mi santuario decadente.

Golpearon la puerta. Una, dos veces, y luego la voz de siempre:

—¡Liaaaaam! ¡Abrí, tengo pan y noticias calientes!

Rodé los ojos.

—¿Qué clase de pan? —grité sin moverme.

—Del robado. El más sabroso —respondió, y pude imaginar su sonrisa de hiena.

Me levanté con flojera y abrí. Fabián entró como si fuera su casa, con una sonrisa desvergonzada y una revista vieja escondida bajo el brazo.

—¿Esa es una Playboy? —pregunté, alzando una ceja.

—Shhh, llamala literatura visual —dijo, arrojándola sobre mi escritorio como si fuera material de estudio.

Fabián era un desquiciado con carisma. Cabello siempre despeinado, ojos de quien no ha dormido en tres días por voluntad propia, y esa sonrisa constante que uno no sabe si es de amigo o de psicópata funcional. No lo cambiaba por nada.

Se sentó en mi silla giratoria, robó mi botella de agua y empezó a hojear la revista como quien repasa apuntes antes de un examen.

—Entonces… ¿ya te diste cuenta de que ambas te odian? —soltó, sin levantar la vista.

—¿Qué te hace pensar que no lo disfruto? —respondí, sentándome en la cama.

—Lo sé por tus ojeras y tu cara de "me hicieron ghosting dos flacas al mismo tiempo". Clásico. ¿Qué pasó? ¿Las confundiste de nombre en la cama o solo fuiste vos mismo?

—Qué gracioso —murmuré, aunque tuve que reprimir la risa—. No las llamé ni una vez. Estoy dejando que la tensión crezca. Las chicas adoran eso, ¿no?

—Sí, claro. Nada excita más que ser ignorada por un antisocial con tendencias narcisistas.

Nos reímos. Él se reclinó hacia atrás hasta que casi se cae.

—A ver si entendí —dijo—: abrazas a la mejor amiga de la chica que te gusta, en público, sin ningún plan de daño colateral, y ahora estás confundido porque ninguna te habla. ¿Estoy siguiendo bien?

—Sí, bueno… —me rasqué la nuca—. No fue tan… estratégico.

—Bro, se están matando entre ellas. Lo más probable es que ambas estén celosas. Pero tranquilo amiguito, esto no va a terminar bien para vos. Nunca termina bien para nosotros.

Me quedé pensando un segundo.

—¿Nosotros?

—Sí, los que jugamos con fuego mientras usamos pantalones de papel.

Solté una carcajada. Después de todo, tenía razón.

—¿Vamos afuera? Me estoy asfixiando con tu perfume de testosterona encerrada.

Salimos al pasillo. Estaba casi vacío. El sonido lejano de una alarma marcaba el desayuno, y los chicos empezaban a asomar las cabezas de sus habitaciones como topos con sueño. El internado, con sus paredes manchadas y su olor a cereal barato, cobraba vida a su manera triste y mecánica.

La luz matinal se filtraba por los ventanales rotos. Afuera, el patio de cemento parecía una prisión con flores mal cuidadas. Dos monitores caminaban con cara de que no les pagaban lo suficiente, y un grupo de chicos ya jugaba a empujarse cerca de las mesas de hierro.

—¿Sabés qué? —dijo Fabián, sacando un panecillo de su chaqueta como por arte de magia—. Con todo este caos, igual me cae bien la vida.

—¿Por qué? —pregunté, dándole un mordisco.

—Porque incluso en este reformatorio de mierda, todavía se puede encontrar una Playboy entre las paredes agrietadas.

Me reí. Y mientras caminábamos hacia el comedor, con las manos en los bolsillos y sin más certezas que el pan robado y una revista vieja.

Capítulo 3: Cereal, leche... ¿y sangre?

La cafetería olía a comida rancia y frustración adolescente. El aire estaba tan cargado de tensiones hormonales que cualquier chispa podía comenzar un incendio. Fabián y yo caminábamos con nuestras bandejas en mano como si estuviéramos cruzando una zona de guerra.

Buscábamos una mesa vacía, pero mi vista, de forma automática, ya se deslizaba por encima de las cabezas buscando a dos personas. Cloe, que me miraba como si yo fuera un error de cálculo en su vida, y Ariana, que me miraba con desdén. Pero hoy... ninguna de las dos estaba.

—Genial. Mi club de fans se tomó el día libre.

—Deben estar ocupadas rascándose los ojos entre ellas —comentó Fabián, dándole un mordisco a su pan—. Ojalá se graben. Digo, por ciencia.

Solté una risa seca.

—¿Qué tenés ahí? —le pregunté, mirando la carpeta que llevaba bajo el brazo.

—Material didáctico —dijo sin vergüenza—. De anatomía aplicada.

No llegué a responder. Tropecé. O mejor dicho, me hicieron tropezar. Sentí el pie antes de verlo. Mi bandeja voló, mi desayuno se convirtió en una instalación de arte abstracto en mi campera, y yo terminé de rodillas frente a toda la maldita cafetería.

Carcajadas. Muchas. No hacía falta mirar para saber quién fue.

Camilo.

Ese simio con sobrepeso que se creía mucho sólo porque podía comer seis porciones en menos de cinco minutos y aún tener espacio para postre. Se reía con la boca llena de cereal, como si su sentido del humor se hubiera quedado atrapado en primaria.

—Fijate por dónde vas, idiota —dijo, sin dejar de reírse.

Me puse de pie despacio. Muy despacio. No por vergüenza. Por efecto dramático. Lo miré. Él me miró. Su cara era todo lo que estaba mal con el sistema educativo.

—Camilo —dije, en tono casi amistoso—. ¿Sabés qué es lo peor de tener una cara así?

Parpadeó.

—¿Qué?

—Que no te puedo romper otra.

Y le pegué. Un puñetazo limpio, sin dudar. Cayó de espaldas, ruidoso como un costal de carne, con los brazos abiertos como si esperara una resurrección.

—¡Pelea, Pelea! —gritó alguien.

Camilo intentó levantarse, su cara una mezcla de sorpresa, dolor y cereales aplastados. Yo ya estaba en camino.

—¡Este es por hacerme perder el desayuno! —grité, y mi rodilla se encontró con su nariz.

Sangre. Gritos. Gente huyendo. Las bandejas volaban como proyectiles. El caos era hermoso.

—Eso te pasa por subestimar el arte moderno.

Fabián se acercó, aplaudiendo como si acabara de ver una obra maestra en el teatro.

—¡Brutal! —exclamó—. Liam, te lo juro, si fueras una serie, tendría todos los episodios descargados.

—Vámonos antes de que aparezcan los vigilantes con sus palos de plástico —le dije, limpiándome la sangre del brazo con un trozo de servilleta.

Nos sentamos en una mesa lejos de la escena del crimen. Fabián sacó su “material didáctico” y lo abrió como si estuviéramos en una biblioteca.

— Me agradas mucho más así, rompiendo narices en lugar de corazones.

Sonreí con gusto.

No había nada como un desayuno interrumpido por violencia gratuita. Y esta vez, ni siquiera me sentía culpable.

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