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EL DESTINO DE SER REINA (REINA ISABEL 1 DE INGLATERRA)

Prólogo

**Prólogo**

La historia de Isabel, reina de Inglaterra, es una historia de supervivencia, ambición y poder. Es la historia de una niña nacida bajo el estigma del escándalo, hija de Ana Bolena, la mujer por la que su padre, Enrique VIII, desafió a la Iglesia, sacudió los cimientos de su reino y cambió para siempre la fe de su nación. Pero ese amor que una vez incendió el mundo, pronto se desvaneció en el resentimiento, llevando a la ejecución de su madre cuando Isabel apenas tenía tres años.

De esos primeros años, los recuerdos de Isabel son pocos, pero penetrantes. No eran las risas o los juegos los que habitaban su memoria, sino los ecos de un dolor innegable, el vacío de la ausencia de su madre y las miradas furtivas de aquellos que la consideraban la hija de una traidora. Aún en su juventud, Isabel supo lo que significaba vivir con la marca de un pasado manchado, una huérfana emocional a merced de la furia de un padre cuya inconstancia afectiva la marcó profundamente.

Enrique VIII, un hombre conocido por su temperamento impredecible, apenas tuvo tiempo o cariño para sus hijas. Su pasión estaba volcada en la idea de engendrar un hijo varón que heredara el trono de Inglaterra, un hijo que sería la respuesta a sus ansias de inmortalidad en el poder. Así fue como Isabel, junto a su hermana mayor, María, fue relegada, siempre al margen del cariño de su padre. A pesar de estar destinada a una vida privilegiada, Isabel comprendió desde temprana edad lo que significaba ser una hija desechada, una pieza en el tablero de los juegos políticos.

Pero incluso en su soledad, Isabel observaba. Veía cómo su padre cambiaba de humor con la misma facilidad con la que cambiaba de esposas. Enrique, un hombre tan propenso al amor como a la violencia, nunca dejó de perseguir el ideal del hijo perfecto, aquel que continuaría su legado. Y aunque Isabel rara vez fue objeto de su ternura, aprendió a leer su mundo: un reino gobernado por la incertidumbre, las ambiciones de hombres poderosos y las frágiles voluntades de aquellos que deseaban ganarse el favor real.

Sin embargo, en la corte de intrigas y conspiraciones, Isabel descubrió su propia fuerza. Aunque a menudo sentía la ausencia de la figura paterna, su verdadero aprendizaje vino de su capacidad para navegar la política desde las sombras, observando con astucia las maniobras de los que la rodeaban. El destino le había reservado un papel que pocos esperaban para ella, pero en su interior, Isabel ya sabía que estaba destinada a algo más grande que ser solo la hija de un rey.

Cuando su medio hermano Eduardo ascendió al trono siendo apenas un niño, Isabel, aún joven, presenció las luchas internas por el poder que consumían a Inglaterra. Luego, su hermana María, llamada "la Sanguinaria" por su brutal persecución de los protestantes, subió al poder. La relación entre ambas hermanas, siempre tensa, pasó por una transformación amarga. María veía en Isabel una amenaza, no solo por su posición en la línea de sucesión, sino porque Isabel representaba la Reforma Protestante que María tanto detestaba.

Bajo el reinado de María, Isabel vivió en la incertidumbre, en la sombra del miedo. En más de una ocasión, su vida pendía de un hilo, pero logró sobrevivir. Fue aquí donde su temple se endureció, donde aprendió a disimular sus pensamientos y a convertirse en una maestra de la diplomacia, usando el silencio y la prudencia como armas más letales que la espada.

Cuando María finalmente murió, Isabel ascendió al trono, no como la hija desechada de Enrique, sino como la soberana que Inglaterra necesitaba. Había sobrevivido a la furia de su padre, al desprecio de su medio hermano y a la crueldad de su hermana. Su coronación marcó el inicio de una nueva era, la Era Isabelina, donde su reinado no solo se destacó por su longevidad, sino por su inteligencia, su astucia y su capacidad para unificar un reino dividido.

A partir de ese momento, Isabel ya no sería vista como la hija de una reina ejecutada ni como la hermana relegada. Isabel se convirtió en la Reina Virgen, en la mujer que gobernó con firmeza y determinación, guiada por una visión clara de lo que Inglaterra debía ser. Enfrentó desafíos inimaginables: conspiraciones internas, guerras externas y las tensiones religiosas que habían desgarrado a su nación. Pero con cada desafío, Isabel se levantó más fuerte, convertida en una leyenda en vida.

Este es el relato de Isabel no solo como la figura histórica que conocemos, sino como la mujer que enfrentó y superó sus propias luchas. Es la historia de cómo el destino, la ambición y la supervivencia la forjaron para ser no solo una reina, sino una de las soberanas más grandes de todos los tiempos. Y aunque el mundo la recordará por su poder, dentro de ella siempre vivió la niña que nunca dejó de buscar el amor perdido de su madre y el reconocimiento de un padre que nunca supo darle el afecto que ella merecía.

Este libro es su historia, contada desde el corazón de una reina que nunca dejó que la vida la doblegara.

Isabel jamás imaginó que su corazón, tan cauteloso y resguardado, pudiera traicionarla de aquella manera. Mucho menos por él, Felipe II de España, el hombre que había sido esposo de su hermana María, el rey extranjero que tantos intentos hizo por someterla. Desde el principio, su relación fue turbulenta, marcada por el odio y la desconfianza. Felipe, devoto católico, la veía como una amenaza a su fe, una hereje protestante que debía ser derrotada. Isabel, por su parte, lo consideraba un símbolo de opresión, un hombre que deseaba controlarla como lo había intentado con María.Y sin embargo, algo cambió. Fue en medio de negociaciones diplomáticas y enfrentamientos políticos donde Isabel, siempre firme y astuta, comenzó a ver en Felipe algo más que un enemigo. Tras las palabras afiladas y los gestos calculados, encontró en él a un hombre tan marcado por la soledad del poder como ella. Las miradas prolongadas y los intercambios velados de palabras crearon un vínculo que ninguno de los dos quiso admitir en un principio.El odio que los había definido durante años se transformó, lentamente, en una atracción innegable. Isabel se debatía entre sus deberes como reina y los sentimientos inesperados que surgían por el esposo de su difunta hermana. Sabía que su amor nunca sería aceptado por los suyos, pero no pudo evitar caer en ese abismo peligroso. Al final, la reina que siempre había sido dueña de su destino se encontró cautiva del único hombre que jamás debió amar.

Capítulo 1 Yo Isabel

**Capítulo 1: Yo, Isabel**

Yo, Isabel, estoy bailando en esta vida, entre sombras y destellos de gloria, pero nunca con algo concreto. Mi vida ha sido un giro constante, un ciclo interminable de emociones, traiciones y poder. Mi padre, Enrique, un rey tan grande como impredecible, se casó siete veces, pero no fue amor lo que movió sus decisiones, al menos no siempre. La última de sus esposas fue anulada por una razón tan básica como cruda: solo era sexo, nada más. Para él, las mujeres eran peones en su juego de poder, y nosotras, sus hijas, fuimos víctimas colaterales de su insaciable sed de control.

Mis recuerdos de él están teñidos de miedo, de incertidumbre. Teníamos que soportar sus diferentes emociones, sus cambios repentinos de afecto a ira. Nunca sabíamos qué esperar. Un día era el padre amoroso que nos miraba con ternura; al siguiente, era el tirano frío que ignoraba nuestras existencias. Yo, apenas una niña, me encontraba perdida en su tempestuoso reino, buscando algo de estabilidad en medio del caos.

Mi madre, Ana Bolena, fue su segundo gran amor, una pasión que incendió a toda Inglaterra. Pero ese fuego que una vez ardió entre ellos se apagó con la misma rapidez con la que fue encendido. Lo que me queda de ella es poco, casi nada. Apenas tengo su collar, su hermoso collar de perlas, un tesoro que mantengo cerca como único recuerdo tangible. Todo lo demás fue quemado, borrado de la historia por el capricho de un rey que no toleraba los recuerdos que le recordaban su fracaso.

El día que ejecutaron a mi madre fue un día que Inglaterra nunca olvidó. Las campanas sonaron, pero no solo para anunciar su muerte. Sonaron también para celebrar el matrimonio de mi padre con su tercera esposa. Mientras la sangre de mi madre caía sobre el suelo frío de la Torre, mi padre, sin remordimientos, avanzaba hacia su próximo matrimonio, hacia otra oportunidad de engendrar el hijo que tanto ansiaba. Mi madre, quien alguna vez fue su amor ardiente, fue eliminada como si nunca hubiera existido.

Ella no era una madre que se dejara doblegar, al menos no fácilmente. En más de una ocasión, intentó escapar de las garras de mi padre, llevándome con ella. Recuerdo un día en particular, un día en que corrimos juntas, tratando de alejarnos del monstruo que se había convertido en nuestro padre. Pero no llegamos lejos. Nos encontró, como siempre lo hacía, y ese fue el día en que todo cambió. Esa fue la gota que derramó el vaso.

La peor herida llegó cuando mi madre perdió a mi hermano, el que habría sido el quinto. No podía soportar más el dolor, el vacío que sentía en su vientre. Y aún así, mi padre, tan implacable como siempre, volvió a sus antiguas costumbres, visitando a otras mujeres en la corte mientras mi madre se desmoronaba. La furia de mi madre no tenía límites, y yo lo veía todo. Ella, que alguna vez había sido fuerte, se fue desvaneciendo poco a poco, su luz apagada por las infidelidades y la crueldad del hombre que una vez la había amado.

A pesar de todo, mi madre siempre encontraba un momento para estar conmigo. Me cantaba, me peinaba, jugábamos juntas en los pocos momentos que podíamos compartir. Pero esos momentos se hicieron cada vez más raros. Al principio, me escondía para verla, intentando escapar de la vigilancia de mi padre. Pero luego, solo la veía cuando él lo permitía, cuando él decidía que era el momento adecuado. Mi madre, la reina que un día había encendido pasiones y levantado a todo un reino, ahora solo existía cuando él lo deseaba.

Así fue como crecí, en medio de la lucha entre el amor y el odio, entre el deseo de libertad y la pesada cadena del deber. Pero dentro de mí, una llama seguía ardiendo, la llama de la hija de Ana Bolena. Y aunque todo me lo arrebataron, yo, Isabel, su hija, seguiría adelante, llevando en mi corazón el legado de una mujer que nunca se dejó vencer.

** La Tercera Esposa**

Cuando escuché que mi padre se casaba de nuevo, después de la ejecución de mi madre, imaginé que la nueva esposa sería una monstruosa mujer, una figura temible y despiadada. Ya había aprendido que nada bueno venía de los matrimonios de mi padre, y temía que esta mujer fuera una extensión de su crueldad, alguien que me haría sentir aún más sola. Me preparé para lo peor, imaginando a alguien que nos despreciaría a mí y a mi hermana María, que solo buscaría satisfacer las ambiciones del rey.

Sin embargo, **Jane Seymour**, la nueva reina, resultó ser todo lo contrario. Cuando la conocí por primera vez, me sorprendió su apariencia. No era la imagen feroz que me había imaginado, sino una mujer de belleza delicada, como una muñeca de porcelana. Su piel era pálida, casi translúcida bajo la luz, con un brillo suave que la hacía parecer frágil. Tenía el cabello rojizo, con un tono que parecía cambiar a rubio dependiendo de cómo le diera la luz. Sus ojos, de un azul claro y sereno, transmitían una calma que contrastaba con el caos que siempre parecía rodear la corte de mi padre.

Era delgada, casi etérea, pero no por ello débil. Había en ella una elegancia discreta que no dependía de joyas ostentosas o vestidos llamativos. Su belleza era natural, como si no necesitara más que su simple presencia para imponerse en la sala.

Lo más sorprendente de todo fue su amabilidad. Contra todo lo que había imaginado, Jane fue la primera en convocarnos a María y a mí para reunirnos como una familia. Nos trató con cariño y respeto, algo que no había esperado de una mujer que acababa de convertirse en la esposa de mi padre. Nos hablaba con dulzura, sin altivez ni frialdad, y por primera vez en mucho tiempo, sentí que no éramos intrusas en nuestra propia casa.

Aún más sorprendente fue la transformación de mi padre. Con Jane, parecía otro hombre. El rey, que solía ser tan volátil y cruel, se volvía amoroso, casi tierno en su presencia. La mirada dura que a menudo me aterraba se suavizaba cuando la miraba a ella. Era como si, por un breve momento, el hombre que yo apenas conocía como padre dejara salir una parte de sí mismo que rara vez mostraba. Jane tenía ese efecto sobre él.

Me pregunté si mi madre, Ana Bolena, alguna vez había visto esa faceta de mi padre, si alguna vez la había amado de la manera en que ahora parecía amar a Jane. Pero quizás ese era su destino, amar a cada esposa de manera diferente, según lo que esperaba de cada una. Con Jane, no era la pasión desbordada lo que definía su relación, sino una especie de paz que había sido ausente en sus matrimonios anteriores.

Jane, sin embargo, no era tonta. Sabía que su lugar en la corte era frágil, y que el deseo de mi padre de tener un hijo varón era lo único que mantenía su posición segura. Su dulzura no era signo de debilidad, sino de inteligencia. Entendía que mantener la paz con nosotras, las hijas de Enrique, era parte de su deber, tanto como darle un heredero.

Con el tiempo, me di cuenta de que Jane no sería una amenaza para mí ni para María. Nos trató con respeto, nos dio el lugar que nos correspondía como hijas del rey, aunque fuera solo por apariencia. Y aunque su presencia en la corte trajo una calma temporal, yo sabía, en el fondo de mi ser, que en la vida de mi padre, la paz nunca duraba demasiado.

Lo más impresionante de todo fue el acto de **Jane Seymour** cuando le pidió a mi padre que nos incluyera en el testamento. A pesar de que mi padre había sido cruel y distante con María y conmigo, Jane creyó que era justo que estuviéramos en la línea de sucesión. Le dijo que, si éramos sus hijas, debíamos tener nuestro lugar asegurado. Gracias a ella, María se convirtió en la segunda en la línea de sucesión, y yo, la tercera. El hijo que Jane esperaba, si nacía varón, sería el heredero inmediato, pero si no había más hijos, nuestras posiciones se mantendrían.

Aquel gesto de Jane fue algo inesperado. Aunque no lo comprendí en su totalidad en ese momento, años después reconocí el valor de lo que había hecho. Ella había utilizado su posición no solo para asegurar su propio futuro, sino también para protegernos a nosotras, algo que nadie más había hecho por mí.

Sin embargo, mientras el amor de mi padre hacia Jane prosperaba, yo seguía cargando el dolor de la pérdida de mi madre. No podía olvidar el día en que vinieron a la habitación de mi madre para quemar todo: sus vestidos, sus pinturas, sus libros, y sus joyas. Era como si quisieran borrar cada trazo de su existencia. Aquel día, escondida en un rincón, vi cómo sacaban sus pertenencias, una tras otra, mientras lágrimas silenciosas corrían por mi rostro.

Antes de que quemaran todo, me deslicé sigilosamente hacia el cofre donde sabía que mi madre guardaba algo muy preciado: su collar de perlas, aquel que tenía una letra "B" colgando. Lo llevaba siempre en su cuello, un recordatorio de quién era: **Ana Bolena**, la reina que cayó en desgracia. Lo encontré allí, en su joyero, justo antes de que los sirvientes revisaran todo. Lo agarré con todas mis fuerzas, llorando en silencio, como si aferrarme a ese collar fuera aferrarme a ella, a su memoria, a su amor.

Lloré y lloré, aferrada a cada recuerdo que mi madre dejó atrás, resistiéndome a la idea de que todo lo que ella había sido desapareciera para siempre. No sabía en ese momento por qué estaban destruyendo cada fragmento de su vida. Solo más tarde, al escuchar las conversaciones de los sirvientes mientras limpiaban, comprendí la verdad. Era mi padre quien había dado la orden de borrar a mi madre. El hombre que me había dado la vida había matado lo más preciado que yo tenía: el recuerdo de mi madre.

El miedo y el dolor se entrelazaban en mi corazón, y la idea de que mi padre pudiera hacerme a un lado o despojarme de todo me aterrorizaba. No me dejaba verlo; quizás temía que viera en mis ojos el mismo rencor que él sentía hacia quienes lo desafiaban. Para él, mi madre ya no existía, pero para mí, ella seguía viva en cada recuerdo, en cada lágrima derramada, en cada joya y vestido que traté de salvar. Aunque mi madre ya no estaba, el dolor de su ausencia y el amor que me dejó nunca se desvanecerían.

Mi niñera, **Catherine**, siempre estaba a mi lado, consolándome en los momentos más oscuros. Aquella noche, después de que habían quemado todas las pertenencias de mi madre, me encontró llorando, abrazada al collar de perlas con la "B". Con su voz suave y tranquilizadora, me dijo: "Princesa, todo está bien, todo está bien, se lo aseguro". Trataba de calmarme, pero en mi corazón sabía que las palabras no podían borrar el vacío que sentía.

Me esforcé por asentar con la cabeza, respondiendo apenas con un susurro: "Sí, sí... siempre sueño con mi madre". Cada noche, cuando cerraba los ojos, la veía. Su sonrisa, su risa, su cabello oscuro ondeando bajo la luz del sol. Era como si en mis sueños ella aún estuviera viva, cuidándome, protegiéndome, aunque en la realidad ya no estuviera conmigo.

Catherine me acarició el cabello, murmurando palabras de consuelo mientras me llevaba de vuelta a la cama. Me acosté otra vez, y mientras miraba hacia el techo, sentí la luz de la luna llena colarse por la ventana. Su resplandor me envolvía a medias, iluminando mi cuerpo hasta la cintura. No pude evitar sentir una mezcla de calma y tristeza. La luz era fría, distante, como si la misma luna fuera un testigo silencioso de todas las tragedias de mi vida.

Esa noche, mientras el brillo plateado acariciaba mi piel, me prometí a mí misma que nunca dejaría que el recuerdo de mi madre desapareciera, que nunca permitiría que mi vida fuera definida por las decisiones crueles de mi padre. A pesar de todo, la luz de la luna me hacía sentir que, de alguna manera, aún había algo que me vigilaba desde el cielo, algo más allá de este mundo.

Capítulo 2 la infancia en el aislamiento

**Capítulo 2: La Infancia en el Aislamiento**

Nací en el año 1533, cuando el destino de mi familia estaba en un giro inesperado. Mi madre, Ana Bolena, había deseado fervientemente darle a mi padre, Enrique VIII, un hijo varón, alguien que asegurara la línea de sucesión y fortaleciera su posición como reina. Sin embargo, cuando di mi primer llanto, su corazón se llenó de tristeza. No era el hijo que esperaba, sino una niña, y la desilusión fue palpable. Me colocaron el nombre de **Elizabeth**, en honor a mi abuela, y a partir de ese momento, mi existencia parecía marcar el principio de una serie de desdichas para mi madre.

Mi niñera, **Catherine**, me ha contado que, en los primeros días después de mi nacimiento, mi madre se encerró en sí misma, llorando la pérdida de lo que había esperado. Aunque yo era una niña pequeña e inocente, el peso de las expectativas no cumplidas y el desamor de mi padre se reflejaba en el ambiente que me rodeaba.

El castillo donde me crié estaba alejado de la corte real. Enrique VIII, decepcionado por no tener un heredero varón, decidió que mi madre y yo debíamos vivir en una residencia apartada. Mi hermana María, que estaba en un lugar cercano, también vivía separada de la corte, aunque al menos tenía a sus pequeñas damas a su lado. Yo, en cambio, estaba rodeada solo por mi niñera y unas pocas mujeres encargadas de mi cuidado, sin la compañía de pequeñas danzas ni la atención constante que a menudo se esperaba de una princesa.

Mis días estaban llenos de clases rigurosas. Desde temprana edad, me enseñaban no solo las artes de la etiqueta y el protocolo, sino también los idiomas necesarios para una futura reina. Aprendía francés, inglés, español y alemán, mientras mis lecciones de latín me sumergían en la riqueza del pasado clásico. La educación era una parte esencial de mi vida, con clases de lectura y escritura, y mi niñera y las otras mujeres estaban siempre allí para supervisar y guiar mi aprendizaje.

Aparte de las lecciones académicas, también había entrenamiento en las artes del abordaje y el protocolo. Aunque el castillo estaba distante y mi vida parecía ser más solitaria, la formación que recibía era intensiva. Me preparaban para un futuro que, aunque incierto, estaba lleno de expectativas y responsabilidades. La vida en el castillo era una mezcla de soledad y disciplina, un entorno que me enseñaba a ser resiliente y a enfrentar la vida con una fortaleza que a menudo sentía más allá de mi edad.

Así transcurrían mis días, entre la tristeza del pasado y las exigencias del presente, mientras mi madre luchaba con su propio desconsuelo y mi padre, lejos en la corte, tomaba decisiones que nos mantenían en la penumbra de la distancia física y emocional.

**Un Recuerdo Inesperado**

Con los años, fui creciendo, convirtiéndome en una joven princesa con una presencia cada vez más imponente. Mi collar con la "B", el último recuerdo tangible de mi madre, siempre colgaba de mi cuello. Era mi tesoro más preciado, el símbolo de un vínculo que nunca dejaría que se desvaneciera, no importa cuánto cambiara mi vida.

Un día, mientras paseaba por los jardines del castillo, mi padre, Enrique VIII, me encontró. Era un momento raro en el que no había angustia o tensión entre nosotros. Nos cruzamos en un pasillo, y al ver el colgante con la "B" brillando a la luz del sol, sus ojos se encontraron con los míos.

Se detuvo en seco, su expresión de sorpresa era evidente. Observó el colgante, luego alzó la vista y me miró a los ojos. En ese instante, la incomodidad y la distancia que siempre había caracterizado nuestra relación parecieron desvanecerse por un momento. Mi padre, conocido por su temperamento y sus decisiones impulsivas, se quedó perplejo. No sabía exactamente qué hacer; parecía perdido en una mezcla de emociones.

Entonces, sin previo aviso, una sonrisa suave apareció en su rostro. Era una sonrisa que no había visto en mucho tiempo, una que parecía mostrar un rastro de reconocimiento y comprensión. En ese momento, comprendió algo que había eludido durante años: el retrato de mi madre, de alguna manera, seguía vivo en mí. La "B" en el colgante era un recordatorio constante de Ana Bolena, y él vio en mí una conexión inquebrantable con el pasado.

La expresión en su rostro cambió, como si viera un reflejo de su propia historia en mí. Aunque no dijo una palabra, su sonrisa hablaba por sí misma. Era un gesto de aceptación, un reconocimiento de que mi madre nunca sería olvidada y que su memoria vivía en mí.

La tarde se acercaba, y había una cena importante en el castillo, con Jane esperando su primer hijo. Mi padre, con la mente ahora distraída por la inminente llegada de su nuevo heredero, parecía centrarse en los preparativos y en la necesidad de cuidar a Jane. Mientras se dirigía a las mesas de la cena, el aire estaba lleno de anticipación y expectativa, tanto por el nacimiento del bebé como por la dinámica en la corte.

Aquel breve encuentro entre mi padre y yo, en el que me vio con el colgante que tanto significaba, fue un momento fugaz de conexión en medio de las tensiones de la vida real. Aunque no alteró el curso de la historia, dejó una impresión en ambos, una comprensión tácita de que, a pesar de todo lo que había pasado, los lazos familiares eran inquebrantables, y el recuerdo de aquellos que habíamos perdido siempre viviría en los rincones más profundos de nuestro ser.

**La Tristeza de la Pérdida**

La llegada de **Eduardo VI** fue un momento de gran expectación en la corte. El nacimiento de un hijo varón era visto como una bendición para mi padre, Enrique VIII, que finalmente parecía haber asegurado la continuidad de su dinastía. La alegría en el castillo era palpable, y el pequeño Eduardo fue recibido con gran celebración.

Sin embargo, la felicidad pronto se tornó en tristeza. A lo largo del siguiente año, la sombra de la enfermedad comenzó a extenderse sobre la familia real. Eduardo, el esperado heredero, fue seguido por el nacimiento de tres hermanos más, cada uno con la esperanza de consolidar aún más la línea de sucesión. Pero la fortuna no estaba de su lado. La virulencia de las enfermedades era implacable; varicela y sarampión se llevaron a los pequeños con una rapidez cruel y despiadada. La corte se sumió en luto mientras cada nueva pérdida se acumulaba como una herida abierta en el corazón de la familia real.

Jane Seymour, la madre que había enfrentado tanto dolor y esperanza, fue la siguiente en ser alcanzada por la tragedia. Durante su último embarazo, su salud comenzó a deteriorarse rápidamente. Las complicaciones surgieron con la fuerza de una tormenta implacable. Jane contrajo una infección que, a pesar de los esfuerzos por salvarla, se transformó en fiebre puerperal. La enfermedad avanzó con rapidez, y Jane falleció, dejando atrás un vacío inmenso.

La pérdida de Jane no solo significaba el fin de una madre que había amado y perdido, sino también la culminación de un periodo de esperanzas desmoronadas. La corte estaba sumida en el dolor, y la figura de Jane, una vez llena de vida y promesas, se desvaneció en el recuerdo de un pasado doloroso.

Yo, a pesar de la distancia y el aislamiento en que vivía, sentí el impacto de estas pérdidas. La tristeza que envolvía al castillo se sentía incluso en los rincones más alejados. El dolor de la muerte de los pequeños y de Jane era una sombra que se cernía sobre todos, un recordatorio constante de la fragilidad de la vida.

El fallecimiento de Jane y la pérdida de sus hijos dejaron una marca indeleble en mi padre. Aunque la corte trató de seguir adelante, la tristeza persistió como un eco lejano, recordando a todos los que quedaron que la vida real estaba llena de desafíos y tragedias, y que las alegrías eran frágiles y efímeras.

**El Luto y el Furor del Rey**

La muerte de Jane Seymour fue un evento sombrío que marcó un punto de inflexión en la vida de la corte y de mi padre. La ceremonia del funeral fue un acto de solemnidad y respeto. La multitud se reunió en la capilla real para rendir homenaje a Jane, mientras los sirvientes y cortesanos observaban en silencio, reflejando el dolor compartido de la pérdida. La ceremonia fue elaborada y cargada de simbolismo, con la presencia de la nobleza y altos funcionarios que dieron sus últimos respetos a la fallecida reina.

Jane fue enterrada en un mausoleo reservado para reinas que habían dado al reino varones. Su tumba fue adornada con elegantes flores y decoraciones, y el lugar se convirtió en un sitio de peregrinación para aquellos que deseaban rendirle homenaje. Mi padre, aunque abatido, mostró un respeto profundo durante la ceremonia, reconociendo el papel de Jane en su vida y en la historia del reino.

Sin embargo, tras el funeral, el rey se retiró a un castillo apartado, alejándose de la vida pública. Durante tres largos años, permaneció enclaustrado en este lugar, apartándose de la corte y de la luz del sol. El aislamiento no fue un alivio, sino un tormento continuo. La herida en su pierna, que se había infectado hace tiempo, comenzó a mostrar signos de complicaciones graves. El dolor y el malestar lo llevaron a una furia incontrolable, que se reflejaba en su trato con aquellos que aún se encontraban a su servicio.

La infección de la herida no solo causaba un dolor físico extremo, sino que también sembraba una angustia emocional que lo transformaba en un hombre irascible. Las quejas y gritos del rey resonaban en los pasillos del castillo, mientras su estado empeoraba y su temperamento se volvía cada vez más impredecible. La atmósfera en el castillo estaba cargada de tensión, y los que estaban cerca del rey sentían el peso de su ira.

En ese ambiente de desesperación, mi nana y niñera, que siempre había estado a mi lado desde mi infancia, me consolaba y trataba de calmarme. Ella sabía que la única esperanza era la oración y la fe. "Vamos a orar por tu padre para que lo curen bien", me dijo con una voz llena de esperanza y determinación. En ese tiempo, ella se convirtió en mi confidente y apoyo, y juntos nos aferramos a la esperanza de que la curación fuera posible.

Durante esas semanas de oración y espera, mi mente estaba inquieta. En medio de este caos, un nuevo giro en la historia de mi padre llegó a mis oídos. Se hablaba de un nuevo matrimonio en el horizonte, un enlace con una noble alemana, Ana de Cleves. La noticia me sorprendió y me dejó inquieta, ya que no sabía mucho sobre esta nueva prometida.

Las descripciones de Ana de Cleves y su familia comenzaron a llegar a la corte. Era una noble alemana de buena reputación, y su imagen y antecedentes fueron presentados con gran detalle. El matrimonio con Ana de Cleves fue planeado como un intento de consolidar alianzas políticas y de asegurar la estabilidad en el reino. La noticia de este nuevo matrimonio se extendió rápidamente, y el futuro parecía estar lleno de cambios inesperados.

Mientras mi padre se enfrentaba a sus propios demonios, la corte y la familia real se preparaban para un nuevo capítulo, marcado por la llegada de Ana de Cleves. La vida en la corte continuaría, y con ella, nuevas historias y desafíos que darían forma a nuestro destino.

** La Tormenta del Pasado**

Recuerdo vívidamente la escena que se desarrolló aquel día. Mi madre, Ana Bolena, se encontraba en un estado de creciente desesperación. El incidente en el que mi padre, Enrique VIII, había caído de su caballo había causado una gran conmoción en la corte. El rey había sido golpeado severamente durante una de las fiestas a caballo, y su estado era crítico. La caída había sido tan violenta que todos en el castillo se preguntaban si sobreviviría. Los rumores de su posible muerte se extendieron rápidamente, llenando el ambiente de inquietud y temor.

Mi madre, que ya se encontraba afectada por las pérdidas recientes y el creciente desdén de mi padre, estaba en un estado de histeria. La preocupación y la rabia se reflejaban en sus gestos y su comportamiento. La caída de mi padre no solo había exacerbado su dolor personal, sino que también alimentaba su enojo hacia la situación caótica que rodeaba a la familia real. En un acceso de desesperación, la tristeza y el enojo se mezclaban en sus emociones.

Mientras mi padre yacía en el suelo, inconsciente, la corte se agitaba, preguntándose quién podría tomar las riendas si el rey no se recuperaba. Mi madre estaba apartada de los eventos, pero no podía dejar de pensar en lo que estaba en juego. La incertidumbre sobre el futuro de la corona y el estado de mi padre creaban una atmósfera opresiva.

Finalmente, mi padre despertó, pero su primera acción fue desconcertante. En lugar de buscar a los médicos o a su familia, se dirigió directamente a la figura que había sido el centro de su angustia emocional: el retrato de Jane Seymour. Mi madre, en medio de su angustia, se había acercado al comedor y, al entrar, lo vio inclinado sobre el retrato, besándolo con una devoción desesperada.

El momento fue devastador para mi madre. El choque de ver a mi padre aferrándose a un recuerdo de Jane en lugar de buscar consuelo en ella, su legítima esposa, fue una herida profunda. El corazón de mi madre estaba roto, y su tristeza se profundizó aún más cuando, en medio de todo este caos emocional, perdió a nuestro tercer hermano.

La pérdida de este hermano fue el golpe final para mi madre, quien se sintió traicionada y derrotada por la serie de eventos desafortunados. La combinación de la caída de mi padre, su enfoque en Jane Seymour y la muerte de otro hijo crearon una tormenta emocional que arrasó la estabilidad de nuestra familia. Los recuerdos de aquellos días difíciles se mezclaron con la tristeza y la furia, dejando cicatrices que marcarían nuestra vida para siempre.

**El Último Viaje**

Recuerdo con claridad el día en que mi madre decidió huir de la corte. Nos subimos a un carruaje, alejándonos de la opulencia, las intrigas y las tensiones que definían nuestra vida en palacio. Aquel día, mi madre estaba más determinada que nunca. Su decisión era firme: nunca más volveríamos a la corte. Mientras el carruaje avanzaba por los caminos polvorientos, el aire era pesado con una mezcla de resignación y un tenue atisbo de esperanza. Mi madre pensaba que, al dejarnos llevar lejos, estaría protegiéndome de un futuro incierto, un futuro que ella misma no veía para sí.

Sin embargo, cuando estábamos cerca del destino que mi madre había planeado, nos detuvimos abruptamente. Mi corazón dio un vuelco al ver que un caballero a caballo se acercaba al carruaje. No era cualquier caballero: era el mejor amigo de mi padre, alguien que conocía desde siempre. Él, quien se había casado con mi tía, la reina de Francia, parecía haber sido enviado por mi padre para interceptarnos.

Mi madre miró con una mezcla de desafío y desdén cuando él se acercó al carruaje y abrió la puerta. El caballero, con una mirada entre la obligación y la pena, saludó respetuosamente, pero con firmeza.

—Su majestad —dijo él, inclinando la cabeza—. No puedo permitir que sigáis adelante. Llevar a un miembro de la dinastía fuera del reino sin el permiso del rey es un delito. Debo pediros que regreséis.

Mi madre, con una sonrisa amarga y un tono sarcástico, respondió sin perder la compostura:

—¿Ahora resulta que soy un miembro importante de la dinastía? Si ya no somos nada para Enrique. Él solo desea una cosa: un varón, y yo no he podido dárselo. Desde hace mucho tiempo sé que mi final está escrito, y será fatal. Por eso me voy antes de que él decida por mí.

El caballero, que la conocía bien, intentó razonar con ella, pero sabía que mi madre tenía razón. Enrique había cambiado. Lo único que le importaba ahora era su legado, un hijo que perpetuara su linaje.

—Entiendo vuestro dolor, alteza —contestó el caballero, bajando la mirada—. Soy padre también, y conozco los deseos de un hombre que quiere asegurar su dinastía. Pero no puedo permitir que os llevéis a la princesa. Sabéis cómo está Enrique... en su estado, no tolerará más desobediencias.

Mi madre lo miró con dureza, pero su tono seguía siendo sarcástico y frío, como si todo fuera parte de una broma cruel:

—¿Qué es lo que estoy haciendo sino salvar a mi hija de una vida de desamor? Enrique ya no nos quiere. Todo lo que hago es por el bien de mi hija. Estoy dejándolo todo libre para que él se case con otra, alguien que pueda cumplir con su deseo de tener un hijo. No soy tonta, sé que ese será mi destino. Pero si puedo salvarla a ella... eso es lo único que me importa.

El caballero suspiró, sabiendo que no había forma de persuadirla. A pesar de su mandato, en sus ojos había una comprensión profunda del dolor de mi madre. Ella había sido una reina, una madre y una mujer que amó, pero también alguien que había sufrido las despiadadas expectativas de un rey que solo buscaba un heredero varón.

El carruaje finalmente dio la vuelta, y el trayecto de regreso fue silencioso. Mi madre no habló más, solo miraba al horizonte, quizá pensando en lo que habría sido de nosotras si su plan hubiera tenido éxito. Sabía que su final estaba cerca, pero al menos quería que yo viviera, alejada de ese ciclo interminable de demandas y sacrificios.

Nunca volví a ver a mi madre como antes. Fue ese viaje el que la cambió para siempre. Desde ese día, la tristeza la consumió, pero su amor por mí, su hija, la mantuvo fuerte hasta el final. Sabía que estaba condenada, pero siempre creyó que estaba haciendo lo correcto para salvarme de un destino similar al suyo.

El carruaje se detuvo con un estrépito en la entrada del castillo, y el aire se volvió denso con una tensión palpable. Desde mi escondite, observé con el corazón en un puño mientras mi madre descendía, su rostro pálido y su andar tambaleante. La situación ya era grave, y la atmósfera se cargó aún más cuando la figura de mi padre y su amigo, el caballero que se había unido a nosotros, se hizo presente.La conversación entre mi padre y el caballero se convirtió rápidamente en una batalla de palabras. Lo que comenzó como un intercambio de cortesías se tornó en una disputa cargada de sarcasmo e ira. Mi madre, a punto de perder el control, no podía evitar mostrar su dolor. Sus lágrimas y sollozos se mezclaban con el resentimiento que sentía hacia mi padre. La conversación, marcada por reproches y críticas, era un reflejo del tumulto emocional que mi madre estaba atravesando.En medio de la discusión, algo más trágico ocurrió. Mi madre comenzó a sentir un dolor intenso, y pronto, la sala se llenó con una presencia ominosa: sangre. Mi madre estaba teniendo un aborto espontáneo. La escena era desoladora. La vida que se desmoronaba en su interior era una representación cruel de todo lo que habíamos perdido. La sangre que brotaba de ella no solo simbolizaba la pérdida de un hermano, sino también el colapso de nuestras esperanzas y sueños.Mi padre, que hasta entonces había sido una figura de furia y desprecio, ahora se encontró paralizado por la desesperación. Miró a mi madre, que yacía en el suelo, con una mezcla de impotencia y remordimiento. El caballero, a su lado, parecía indiferente a la tragedia que se desarrollaba frente a él.En el fragor de la discusión y el sufrimiento, mi madre logró murmurar palabras de dolor y reproche. Ella le habló a mi padre sobre sus traiciones y las aventuras que había tenido, tratando de encontrar algún sentido en la crueldad que la rodeaba. Su voz estaba cargada de rabia y tristeza, y cada palabra era una herida abierta.La sala se llenó de lamentos y desesperación. La pérdida de mi hermano, que aún no había tenido la oportunidad de vivir, se sentía como una traición final. Mi madre, mientras lloraba y sufría por su pérdida, enfrentaba también la realidad de que su dolor no era comprendido ni compadecido. La furia de mi padre se hacía sentir en cada rincón del castillo, mientras mi madre yacía en el suelo, herida tanto física como emocionalmente.

La tormenta que se desató en el castillo era nada comparada con la que se desataba en la habitación donde se encontraba mi madre, mi padre y el caballero. Desde mi escondite, el ruido de la discusión y los gritos de ira eran casi insoportables. La habitación, a medio iluminar por las lámparas de aceite, estaba saturada de tensión y desesperación.Mi madre yacía en una esquina, apoyada en una silla, con su rostro bañado en lágrimas y sudor. La sangre aún manchaba su vestido y el suelo a su alrededor, un recordatorio cruel de la tragedia que acababa de suceder. Mi padre, furioso y con el rostro enrojecido por la rabia, se movía de un lado a otro, incapaz de controlar su furia. El caballero, a su lado, parecía casi impasible ante el drama que se desarrollaba."¿Cómo has podido ser tan inútil, Enrique?" La voz de mi madre era una mezcla de dolor y furia. "¿Cómo puedes estar tan despreciable? ¡Nos has arrastrado a esta miseria sin final!"Mi padre, su mirada ardiente, se volvió hacia ella con un desprecio apenas contenido. "¡Miseria! ¿Miseria, dices? Tú eres la causa de nuestra desgracia. Siempre has sido un estorbo, un recordatorio constante de lo que nunca pude tener. Siempre has fallado en darme lo que más deseo."La furia en sus palabras era palpable. Se movía con agitación por la habitación, golpeando con fuerza la mesa cercana. "¡Y ahora, de repente, sientes dolor! ¡El mismo dolor que me has causado durante todos estos años! ¡Has fracasado, como siempre!"Mi madre, temblando de rabia y desesperación, se levantó con dificultad, sus movimientos eran torpes debido al agotamiento y la pérdida de sangre. "¿Qué sabrás tú de dolor? ¿Qué sabrás tú de perder a un hijo? ¡Es tu egoísmo lo que ha causado todo esto! ¡Nunca has querido entender lo que sentía, siempre te has enfocado solo en ti mismo!"El caballero se mantenía en un rincón, observando la escena con una expresión de indiferencia. De vez en cuando, susurraba algo a mi padre, alimentando su ira con palabras que solo incrementaban el tumulto emocional en la sala.Mi padre avanzó hacia ella, su furia apenas contenida. "¡Y tú! ¡Nunca has sido más que una carga! Ahora me pides compasión cuando tú misma has fallado en todo lo que se espera de ti. ¡Nunca has sido capaz de darme lo que necesito, ni siquiera en el momento más crucial!"Mi madre, en un acceso de desesperación, soltó un sollozo desgarrador. "No entendías lo que pasaba por mi mente. No entendías que cada pérdida era una parte de mi alma desgarrada. Y ahora, al ver a tu hijo muerto, solo puedo sentir una tristeza inmensa por la falta de humanidad en ti."La tensión se hizo insoportable. La conversación se convirtió en un intercambio constante de reproches y lamentaciones. Mi madre lloraba y se tambaleaba, mientras mi padre continuaba lanzando palabras de odio y desdén. La furia de mi padre parecía alimentarse de las lágrimas de mi madre, intensificando su rabia cada vez más.Finalmente, la conversación se tornó en un monólogo de mi madre, quien, entre sollozos y lágrimas, comenzó a hablar sobre sus fracasos y sus sentimientos de traición. "Siempre pensé que podríamos ser una familia, que podríamos encontrar la paz. Pero tú solo has hecho que mi vida sea un campo de batalla. Todo lo que he querido es amor y estabilidad, pero solo he encontrado rechazo."El dolor en la habitación era tan tangible que parecía un ente vivo. La furia y el sarcasmo se habían transformado en un profundo sentimiento de tristeza y desesperanza. La conversación terminó en un silencio sepulcral, con mi madre exhausta y mi padre de pie en una esquina, la furia en sus ojos reemplazada por una amarga resignación.Me quedé allí, en mi rincón oculto, sintiendo cada palabra y cada grito como una herida abierta. La escena era una representación cruda de la desintegración de nuestra familia, y el peso de la tragedia parecía haber caído sobre todos nosotros, dejándonos en un mar de dolor y desolación.

El Torbellino de la IraLa tormenta en el exterior era el presagio de lo que se desarrollaba en la habitación del castillo. La lluvia golpeaba las ventanas, y los truenos resonaban en la distancia, pero el verdadero tumulto se encontraba dentro. Mi madre, Ana, y Enrique se enfrentaban en una batalla de palabras y emociones que no dejaba espacio para la calma.Ana, con los ojos enrojecidos por el llanto y el enojo, estaba en el centro de la habitación. Su vestido, que antes era elegante y resplandeciente, ahora estaba arrugado y manchado de sangre. Enrique, con el rostro torcido en una mueca de furia, estaba de pie frente a ella, la rabia palpable en cada movimiento que hacía.“¡Nunca te has preocupado por nada más que por ti mismo, Enrique!” Ana gritó, su voz rasgada por la emoción. “¡Todo lo que has hecho ha sido destruir a nuestra familia!”Enrique la miró con desdén, su furia desbordando. “¡Destruir a nuestra familia? ¡Eres tú quien no ha hecho nada más que provocar caos! ¡Tu llegada solo ha servido para empeorar las cosas!”Ana se adelantó, sus pasos resonando en la habitación. “¡No tienes ni idea del dolor que has causado! ¡Siempre estás buscando a alguien a quien culpar en lugar de enfrentarte a tus propios errores!”“¡Y tú eres una carga constante!” Enrique replicó, su voz temblando de ira. “¡Nunca has sido más que una fuente de problemas! ¡Siempre estás quejándote y nunca haces nada para mejorar la situación!”La tensión aumentó a medida que Ana y Enrique se enfrentaban con una intensidad cada vez mayor. Ana, sin poder contener su enojo, empujó a Enrique con fuerza. “¡No entiendes lo que es el verdadero sufrimiento! ¡Tu egoísmo ha llevado a nuestra familia al borde del colapso!”Enrique, furioso, la empujó de vuelta. “¡No me hables de sufrimiento! ¡Yo he perdido más de lo que podrías imaginar y tú solo te quejas de tus propios problemas! ¡Eres incapaz de ver más allá de tu propio dolor!”Ana, desesperada, intentó golpear a Enrique, pero él la detuvo, agarrándola por los brazos con fuerza. “¡Eres un monstruo!” Ana gritó, sus ojos brillando con rabia. “¡Un monstruo que solo sabe causar dolor y destrucción!”Enrique, cegado por la furia, la empujó contra la pared, su rostro rojo de enojo. “¡No sabes nada de lo que he pasado! ¡No entiendes el peso de las decisiones que he tenido que tomar! ¡Y ahora, en lugar de ayudar, solo aumentas mi tormento!”Ana, tambaleándose, se levantó con dificultad, su cuerpo temblando por la furia contenida. “¡Tú eres el responsable de todo esto! ¡Has arruinado nuestras vidas con tus decisiones egoístas y ahora me culpas a mí por todo!”Los gritos se mezclaban con el sonido de los golpes. Enrique y Ana se atacaban con una ferocidad que parecía no tener fin. Los muebles en la habitación se tambaleaban bajo la intensidad de la confrontación, y el suelo estaba cubierto de objetos rotos y derramados.Ana, agotada y herida, cayó al suelo, su cuerpo temblando por la desesperación. Enrique, con el rostro empapado de sudor y lágrimas, se tambaleó hacia un rincón, su furia dando paso a una desesperación desgarradora. “¡No puedo más con esto!” Enrique gritó, su voz quebrada. “¡No puedo más con todo este dolor!”Ana, con el rostro surcado por lágrimas, miró a Enrique desde el suelo. “¡Nunca ha habido paz en esta casa! ¡Nunca ha habido amor verdadero! ¡Solo hemos vivido en medio del caos y la desesperación!”La habitación quedó en un silencio sepulcral, el eco de los gritos y los golpes resonando en la atmósfera cargada de dolor y rabia. Enrique y Ana estaban exhaustos, su furia transformada en una amarga tristeza. La tormenta afuera continuaba, como si el mundo entero estuviera reflejando el tumulto interno que había alcanzado su punto culminante.

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