El cielo estaba teñido de un gris opresivo cuando Clara y Javier llegaron al pequeño pueblo de Santa Lidia. El sonido de las ruedas de su auto resonaba en el camino empedrado, rompiendo la quietud del lugar. Ambos sentían una mezcla de alivio y ansiedad, sabiendo que este cambio representaba una oportunidad para dejar atrás el dolor que los había seguido durante meses.
La casa de los abuelos de Clara se encontraba al final de una calle estrecha, rodeada de árboles altos que parecían inclinarse sobre la estructura como si la protegieran del mundo exterior. La casa, con su fachada de piedra desgastada y las ventanas cubiertas de polvo, exudaba una sensación de antigüedad, como si hubiera estado esperando su regreso durante décadas.
Clara había visitado la casa de niña, pero sus recuerdos eran vagos, casi como si fueran parte de un sueño. Sin embargo, la sensación de familiaridad mezclada con inquietud la acompañó mientras cruzaban el umbral. Al entrar, una ráfaga de aire frío los recibió, a pesar de que fuera era verano. El interior de la casa estaba intacto, como si nadie hubiera vivido allí en mucho tiempo. Los muebles, cubiertos con sábanas blancas, parecían fantasmas inmóviles en la penumbra, y el olor a madera vieja y humedad impregnaba el aire.
"Es... acogedora", dijo Javier, forzando una sonrisa mientras observaba el lugar. Clara asintió, aunque la palabra "acogedora" no era la que ella habría elegido. Había algo en la casa que la ponía nerviosa, pero no quiso decirlo en voz alta.
Mientras desempacaban y organizaban sus pertenencias, Clara no pudo evitar notar pequeñas cosas que la inquietaban. Las sombras en las esquinas parecían moverse cuando no miraba directamente, y el crujido del piso a veces sonaba como si alguien estuviera caminando por la casa. Sin embargo, cada vez que se giraba, no había nada allí.
"Debe ser mi imaginación", se dijo a sí misma, tratando de sacudirse la sensación de ser observada. Javier, por su parte, parecía ajeno a todo esto, concentrado en acomodar sus cosas.
Al caer la noche, se acomodaron en el dormitorio que alguna vez había pertenecido a los abuelos de Clara. Las paredes estaban cubiertas con papel tapiz floral descolorido, y la cama, aunque antigua, era sorprendentemente cómoda. Javier se recostó con un suspiro, agotado por el largo día, mientras Clara se deslizaba bajo las sábanas, tratando de ignorar la incomodidad que sentía.
"Todo estará bien", murmuró Javier, rodeándola con un brazo. Clara asintió, aunque una parte de ella no estaba convencida. Mientras apagaban las luces, el silencio de la casa se volvió ensordecedor. La oscuridad parecía más profunda de lo normal, y Clara luchó por mantener los ojos cerrados.
Fue entonces cuando lo escuchó por primera vez: un susurro apenas audible, como si viniera de muy lejos. Clara abrió los ojos de golpe, intentando captar las palabras, pero todo lo que pudo oír fue el tono, una mezcla de advertencia y desesperación. Miró a Javier, pero él ya estaba dormido, ajeno a lo que ella había percibido.
Clara se obligó a relajarse, atribuyendo el susurro al cansancio. Sin embargo, una inquietante sensación se apoderó de ella: la de que la casa estaba viva, observándolos, esperando. Mientras cerraba los ojos una vez más, no podía sacudirse el presentimiento de que, en Santa Lidia, nada sería lo que parecía.
El primer día completo en Santa Lidia amaneció con una niebla espesa que envolvía el pueblo en un manto blanco. Clara se despertó temprano, todavía con la sensación del susurro en sus oídos, pero al mirar a su alrededor, todo parecía normal. Javier seguía dormido a su lado, con la respiración tranquila y regular. Ella decidió levantarse y explorar la casa mientras él descansaba.
Bajó las escaleras de madera que crujían bajo su peso, cada paso resonando en el silencio matutino. La cocina, al igual que el resto de la casa, estaba cubierta de polvo, pero Clara sintió una especie de paz al estar allí. Encendió la cafetera antigua, esperando que todavía funcionara, y mientras el café comenzaba a burbujear, recorrió con la mirada las viejas fotografías enmarcadas en las paredes. Eran imágenes de su familia, de épocas pasadas. Rostros que apenas reconocía, pero que, de alguna manera, le resultaban familiares.
Se detuvo frente a una foto en particular: sus abuelos, jóvenes y sonrientes, de pie frente a la casa, con el mismo árbol torcido que todavía estaba en el jardín. Pero algo en la foto le llamó la atención. En una de las ventanas detrás de ellos, parecía haber una sombra, apenas visible, como si alguien hubiera estado observándolos desde dentro de la casa. Clara sintió un escalofrío recorrerle la espalda y apartó la mirada.
Decidió salir al jardín para despejarse, pero cuando abrió la puerta trasera, notó que estaba atrancada. Luchó con la cerradura, que parecía oxidada y resistente, y finalmente la puerta se abrió con un chirrido. El jardín, aunque descuidado, tenía un aire encantador. Los rosales estaban enredados y los setos crecidos, pero había algo reconfortante en estar al aire libre, lejos de las sombras de la casa.
Mientras recorría el jardín, encontró un pequeño cobertizo al final del sendero. La puerta estaba entreabierta, y, sintiendo curiosidad, decidió echar un vistazo. Dentro, el cobertizo estaba lleno de herramientas antiguas y objetos que parecían haber sido abandonados hace décadas. Sin embargo, lo que más le llamó la atención fue un viejo columpio de madera, colgado del techo del cobertizo. La madera estaba desgastada y la cuerda raída, pero se veía como si alguien lo hubiera usado no hace mucho tiempo.
Clara salió del cobertizo, sintiendo nuevamente esa incómoda sensación de ser observada. Se giró, pero el jardín estaba vacío. Respiró hondo y regresó a la casa, donde encontró a Javier en la cocina, sirviéndose una taza de café.
"Te despertaste temprano", comentó él, sonriendo.
"Sí, quería darme una vuelta por el lugar", respondió ella, intentando sonar despreocupada.
"¿Y qué piensas?", preguntó Javier, mirándola con curiosidad.
Clara dudó antes de responder. No quería preocuparlo, pero la sensación de inquietud que había sentido desde su llegada era difícil de ignorar. "Es... diferente de lo que recordaba. La casa tiene su propia personalidad, ¿no crees?"
Javier rio suavemente. "Supongo que sí. Las casas viejas siempre tienen esa vibra. Pero vamos, es solo una casa. Pronto se sentirá como nuestro hogar."
Clara asintió, pero no pudo evitar mirar de nuevo hacia la foto en la pared, con la sombra en la ventana. La casa puede ser solo una casa, pensó, pero algo en su interior le decía que no todo era tan simple como parecía.
Esa noche, el viento soplaba con fuerza, haciendo que las ramas de los árboles arañaran las ventanas de la casa como si quisieran entrar. Clara y Javier cenaron en silencio, ambos inmersos en sus pensamientos. Clara no podía sacudirse la imagen de la sombra en la fotografía, mientras que Javier parecía distraído, con la mirada perdida en algún punto más allá de las paredes.
Después de la cena, Clara decidió explorar el ático. Recordaba vagamente haber jugado allí cuando era niña, aunque las memorias eran borrosas. Con una linterna en mano, subió por la escalera estrecha que crujía bajo su peso. Al llegar arriba, el aire estaba pesado, cargado de polvo y de una sensación de abandono.
El ático estaba lleno de cajas y muebles viejos cubiertos con sábanas, pero lo que más llamó la atención de Clara fue un baúl antiguo, arrinconado en una esquina. La madera estaba agrietada y la cerradura oxidada, como si nadie lo hubiera abierto en años. Clara se acercó, sintiendo una inexplicable atracción hacia él.
Con cierto esfuerzo, logró abrir el baúl. En su interior, encontró una colección de objetos envueltos en telas amarillentas por el tiempo: cartas antiguas, fotografías en blanco y negro, y un vestido de novia, delicadamente bordado pero deteriorado por los años. Clara lo levantó, admirando la intricada labor, pero cuando lo acercó más, notó algo que la hizo retroceder: manchas oscuras en el encaje, como si alguien hubiera intentado limpiarlas sin éxito.
Sintiéndose inquieta, dejó el vestido de vuelta en el baúl y continuó revisando el contenido. Entre las cartas, encontró una dirigida a su bisabuela, escrita con una caligrafía elegante pero firme. Mientras leía, Clara sintió cómo el tiempo se desvanecía, transportándola al pasado. La carta hablaba de un amor prohibido, de promesas rotas y de una traición que había dejado una cicatriz imborrable en la familia.
El tono desesperado de las palabras escritas resonaba en su mente, haciendo eco de las sombras que parecían habitar la casa. Cuando llegó al final de la carta, Clara se dio cuenta de que las últimas líneas estaban manchadas, como si hubieran sido escritas en lágrimas o, peor aún, en sangre.
Un ruido repentino la sacó de su ensimismamiento. Bajó la carta rápidamente y apagó la linterna, quedándose en completa oscuridad. Por un momento, el silencio fue absoluto, pero luego, el crujido del piso de madera se hizo evidente, como si alguien estuviera caminando por la casa.
Clara contuvo la respiración, sintiendo que su corazón latía con fuerza. Se acercó a la ventana del ático, intentando ver si alguien estaba afuera, pero la noche era impenetrable, la oscuridad tan densa que ni siquiera podía distinguir los árboles del jardín.
De repente, sintió una mano en su hombro. Dio un respingo y se giró rápidamente, solo para encontrarse cara a cara con Javier.
“¡Me asustaste!”, exclamó Clara, su voz temblorosa.
“Lo siento, no quise hacerlo”, respondió él, con una sonrisa de disculpa. “Solo vine a ver cómo estabas. Te vi subir aquí y me preocupé.”
Clara trató de calmarse y sonrió débilmente. “Estoy bien. Solo... encontré algunas cosas antiguas en este baúl. Nada de lo que preocuparse.”
Javier miró el baúl con curiosidad, pero no dijo nada. Simplemente la tomó de la mano y la guió hacia las escaleras. “Vamos abajo. No es bueno quedarse aquí arriba demasiado tiempo. Este lugar da escalofríos.”
Clara asintió y lo siguió, pero mientras bajaban al primer piso, no pudo evitar sentir que algo, o alguien, se había quedado en el ático, observándolos. Esa noche, Clara soñó de nuevo con la mujer del retrato, pero esta vez, sus ojos estaban llenos de tristeza, y su voz, apenas un susurro, repetía una advertencia que Clara aún no lograba comprender.
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