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Un Reloj… En Sus Sueños

PREFACIO

En un rincón olvidado de la ciudad de Villa Real, entre callejones estrechos y edificios que parecen sostenerse por la nostalgia, se alza el taller de relojería de Irvin. La fachada de madera que cruje al menor soplo de viento, y las ventanas empañadas por los años apenas dejan pasar la luz del día. El letrero, desgastado por la intemperie, anuncia en letras doradas: “Taller de Relojes Antiguos: Reparación y Restauración”.

Irvin, el joven relojero, era un enigma para quienes lo conocían. Poseía una figura esbelta, como si estuviera esculpida por las manos de un artista meticuloso. La oscuridad de su cabello, comparable a la noche más profunda, caía en mechones desordenados sobre su frente, enmarcando su rostro con una elegancia misteriosa.

Su piel era de un tono cálido, como si el sol hubiera dejado su huella en ella durante incontables días de trabajo al aire libre. En cuanto a su estatura, Irvin se alzaba con una elegancia notable. Su presencia era imponente pero no abrumadora, como si estuviera en perfecta armonía con el mundo que lo rodea.

Sus ojos, intensos, penetrantes, eran de un profundo color avellana, como si hubieran absorbido la esencia de los bosques antiguos. En su mirada, se reflejaban los misterios que guardaba en su interior.

Su vestimenta era un reflejo de su alma anclada en el pasado. Las camisas de lino, desgastadas por el tiempo y las vicisitudes, se adherían a su piel como recuerdos antiguos. Cada arruga contaba una historia, y los botones, firmes y descoloridos, parecían custodios de secretos olvidados. Los pantalones gastados, con rodilleras remendadas y dobleces permanentes, habían visto más días de los que podía recordar. Irvin se aferraba a ellos como si fueran un vínculo tangible con una época que ya no existía. Su resistencia a abandonarla era palpable, como si llevara consigo los ecos de un tiempo que solo él podía escuchar.

...Acá les presento al joven relojero Irvin...

Irvin no solo reparaba relojes; los vivía. Cada engranaje, cada tic-tac, resonaba en su alma como un eco ancestral. No era solo un relojero; era un alquimista de los sueños, un tejedor de tiempo y esperanzas. Su presencia, silenciosa y profunda, dejaba una huella imborrable en quienes tenían la fortuna de cruzar su umbral.

Irvin, con sus manos hábiles y ojos melancólicos, había heredado el oficio de su padre, un hombre cuyas huellas aún resonaban en los engranajes y las esferas. El anciano relojero había sido un maestro de los secretos del tiempo. Sus dedos arrugados acariciaban las piezas de los relojes con reverencia, como si cada tornillo contuviera un fragmento de su alma. Había enseñado a Irvin a escuchar los latidos de los relojes, a sentir el pulso de las horas y los minutos.

Cuando el padre de Irvin falleció, el taller quedó en sus manos. Las agujas seguían moviéndose, pero ahora era él quien debía mantener el ritmo. Las paredes de madera parecían susurrarle consejos ancestrales, y los relojes antiguos, como guardianes silenciosos, le recordaban su legado.

El día en que el taller de relojería quedó en manos de Irvin, las agujas del reloj parecían moverse con un peso adicional. La habitación olía a madera y a los recuerdos de su padre, cuyas manos habían dado vida a tantos relojes a lo largo de los años. El anciano relojero yacía en su lecho, la luz del atardecer se filtraba por las cortinas gastadas. Su mirada, cargada de sabiduría y melancolía, se encontró con la de Irvin.

—El tiempo es un enigma, hijo- susurró su padre con voz ronca pero firme. — Los relojes son más que engranajes y manecillas. Son testigos de historias que se desvanecen en el viento. Tú eres el guardián de esas historias ahora.

Irvin asintió, sintiendo el peso de la responsabilidad:

—¿Qué debo hacer, padre?

El anciano sonrió, y sus ojos se llenaron de un brillo ancestral.

— Repara los relojes con amor y paciencia. Escucha sus latidos, como si fueran corazones que laten en sincronía con el universo.

Las últimas palabras de su padre resonaron hasta el taller, como el eco de un tic-tac eterno. Irvin sostuvo la mano arrugada y la apretó con ternura. Las lágrimas amenazaron con desbordarse.

— ¿Y si no soy suficiente, padre? ¿Y si los relojes se detienen bajo mi cuidado?

— Confía en tus sueños, hijo — respondió su padre. — Los sueños son las agujas que te guiarán. Y recuerda, el tiempo es un regalo. Úsalo sabiamente.

Con esas palabras, el anciano cerró los ojos y se sumió en un sueño profundo. Irvin quedó solo en la habitación, junto al cuerpo de su fallecido padre. Desde entonces, Irvin reparó relojes con más devoción y así comenzó la odisea del relojero de los sueños, con las últimas palabras de su padre resonando en su corazón: “El tiempo es un enigma, hijo. Y tú eres su guardián”.

Los días de Irvin transcurrían entre el tic-tac constante de los relojes y el aroma a aceite y madera. Cada reloj que llegaba a su taller tenía su propia historia: un reloj de bolsillo que había pertenecido a un soldado en la Gran Guerra, un reloj de péndulo que había marcado los minutos de un amor prohibido. Irvin los acogía con reverencia, como si supiera que cada tic era un latido de vida atrapado en el tiempo.

En una tarde melancólica, Irvin se hallaba en la habitación de su padre. La estancia estaba impregnada de recuerdos. Sus ojos se posaron en una vieja mesa de noche, un mueble de madera maciza que había sobrevivido a décadas de historias familiares.

Sobre la mesa reposaba una pequeña caja de madera, su superficie estaba pulida por el tiempo y por las manos que la habían sostenido. Irvin se acercó con curiosidad, sintiendo que aquel objeto contenía secretos guardados celosamente. Un reloj dañado yacía en su interior, como un tesoro olvidado. La esfera de plata estaba arañada, las manecillas detenidas en un tiempo que solo el reloj conocía. Unas inscripciones en una lengua desconocida parecían danzar en la tapa, como si sus trazos guardaran la clave de mundos ocultos. Irvin lo tomó con reverencia.

En el taller, Irvin examinó el reloj. Las agujas seguían inmóviles, como si esperaran su toque sanador. Las inscripciones parecían cobrar vida, como si el tiempo mismo fluyera a través de ellas, sin embargo, el reloj no respondió.

El reloj, con sus manecillas inmóviles y su esfera opaca, más nunca cumplió su función de marcar el tiempo. Irvin, con una mezcla de melancolía y gratitud, aceptó que aquel artefacto era más un símbolo que un instrumento práctico. Aunque inservible en términos convencionales, lo atesoró como el regalo más grande de su fallecido padre.

Con manos temblorosas, Irvin depositó nuevamente el reloj en la vieja caja de madera. Las bisagras crujieron como si también recordaran tiempos pasados. La caja, desgastada por los años, guardaba otros tesoros: cartas amarillentas, fotografías desvaídas y un mechón de cabello de su madre.

En un rincón del taller, junto a la ventana que dejaba entrar la luz dorada de la tarde, Irvin colocó la caja en un estante de madera tallada. Allí reposaban sus cosas de valor: los recuerdos que no podían medirse en horas ni minutos. El reloj, aunque inerte, latía en su corazón como un eco de la vida que su padre le legó.

Así, en ese rincón de la habitación, Irvin encontró consuelo. El tiempo, en su forma más intangible, se manifestaba en los objetos que atesoraba y en los lazos que trascienden la muerte. El reloj inservible, con sus inscripciones en una lengua olvidada, se convirtió en un faro de memoria y amor.

Los años transcurrieron para Irvin, entre la rutina de la relojería y los momentos en familia. Se casó con Sofía, una mujer de mirada profunda que había llegado a Villa Real en busca de un nuevo comienzo. Juntos formaron un hogar cálido y acogedor. Su hija, Irina, creció rodeada de engranajes y esferas, fascinada por el misterio que encerraba el tiempo. La joven Irina pasaba horas observando los relojes antiguos en el taller de su padre.

Irina, con sus ojos brillantes y su pasión por los relojes, parecía destinada a seguir los pasos de su padre. Sin embargo, el destino tejía hilos más complejos. Una noche tormentosa, mientras exploraba el taller de su padre, Irina encontró una caja de madera. En su interior, descubrió un reloj antiguo, diferente a todos los demás. Ella lo sostuvo en sus manos, sintiendo la textura gastada de la esfera y las manecillas inmóviles.

Se acercó a su padre, quien estaba ocupado ajustando los engranajes de un antiguo reloj de péndulo.

— ¿De quién es este reloj, papá? — preguntó Irina, mientras sus ojos curiosos buscaban respuestas.

Irvin dejó sus herramientas y miró el reloj con nostalgia.

— Perteneció a tu abuelo, dijo en voz baja.

— Me lo regaló cuando era joven. Intenté repararlo, pero nunca logré que funcionara correctamente. Al final, lo guardé como un lindo recuerdo de mi padre.

Irina asintió, sintiendo la conexión con su abuelo a través del objeto.

— ¿Puedo quedármelo, papá? preguntó, sosteniendo el reloj con ternura.

Irvin sonrió y acarició su cabello.

— Es tuyo, hija. Llévalo contigo siempre que quieras. A veces, los relojes tienen secretos que solo revelan a quienes los aman de verdad.

Desde aquel día, Irina llevó el reloj consigo a todas partes. El reloj se convirtió en su confidente silencioso, su amuleto de protección. Y aunque las manecillas nunca se movieron, ella sentía que el reloj siempre la guiaba.

Una tarde soleada, mientras Irina cruzaba la calle hacia el taller de su padre, el reloj misterioso en su bolso comenzó a vibrar. El mismo se volvió frenético, como si el tiempo quisiera advertirla de algo. Irina tropezó, y en ese instante, un automóvil descontrolado la arrolló. El impacto fue devastador. Irina quedó tendida en el pavimento, su cuerpo frágil yacía sin vida.

Irvin llegó corriendo, desesperado. Sus manos temblorosas intentaron detener la hemorragia, pero era demasiado tarde. Sofía, al recibir la noticia, se derrumbó en el umbral del taller.

El reloj misterioso yacía junto al cuerpo inerte de su hija, como un testigo silencioso de la tragedia. Sus manecillas seguían inmóviles, como si también lloraran la pérdida. Irvin lo tomó en sus manos temblorosas, sintiendo su peso como una losa en el corazón. Con los ojos llenos de lágrimas, Irvin maldijo al reloj. Lo vio como un símbolo de su dolor, un recordatorio constante de que Irina ya no estaría allí para compartir risas en el jardín o explorar los secretos del tiempo.

— ¡Maldito seas!, murmuró, con su voz quebrada por la pena. —¿Por qué no pudiste salvarla?

El reloj fue guardado en su caja de madera, junto con los recuerdos imborrables. Irvin subió al viejo desván del taller, un lugar polvoriento y olvidado. Allí, entre telarañas y sombras, depositó el reloj. Cerró la puerta con un crujido, como si sellara su propio corazón roto.

Desde entonces, el reloj permaneció en aquel rincón oscuro.

Después de la muerte de Irina, Irvin quedó sumido en un profundo dolor. El taller de relojería se volvió un lugar sombrío, lleno de recuerdos y silencios. Cada tic-tac de los relojes parecía un eco de su pérdida. Irvin se retiró de la vida social, dedicando sus días a reparar relojes sin alegría ni pasión.

Los años pesaban sobre los hombros de Irvin. Su taller, ubicado en una callejuela empedrada, seguía atrayendo clientes con sus relojes desgastados y sus historias entrelazadas. Pero Irvin ya no era el joven apasionado que había desmontado su primer reloj a los quince años. Las manos temblorosas y la vista cansada le recordaban que el tiempo también avanzaba para él.

Las manecillas de los relojes continuaban girando, implacables. Los vecinos confiaban en él para restaurar los relojes de sus abuelos, para devolverles la vida y el tic-tac que marcaba sus días. Pero Irvin sabía que no podría seguir solo por mucho más tiempo. El taller se llenaba de relojes rotos y esperanzas depositadas en sus habilidades, y él anhelaba un respiro.

Una tarde, mientras ajustaba las agujas de un antiguo reloj de bolsillo, Irvin sintió un dolor agudo en la espalda. Se detuvo un momento, apoyándose en la mesa de trabajo. “Necesito ayuda”, murmuró para sí mismo. La idea de buscar un aprendiz había rondado su mente durante semanas, pero ahora se volvía urgente. Con la esperanza de encontrar un ayudante para aliviar su carga, colocó un letrero en la ventana del taller. Las letras negras sobre fondo blanco anunciaban: “Se busca ayudante de relojero”. Los vecinos curiosos detenían su paso para leerlo, y el rumor se extendió por la callejuela empedrada. Irvin esperaba que alguien respondiera al llamado, alguien con la pasión y la habilidad para continuar su legado entre los engranajes y las manecillas.

Fue entonces cuando Horacio apareció en la puerta del taller. Un joven de mirada intensa y manos ágiles.

— ¿Busca un ayudante? preguntó con voz firme. — Soy Horacio. He trabajado en talleres de relojería desde los catorce años. Mi abuelo me enseñó todo lo que sé.

Irvin lo observó, evaluando su determinación y su pasión.

— ¿Por qué quieres trabajar aquí?

Horacio sonrió.

— Porque los relojes cuentan historias, y yo quiero ser parte de ellas. Además, tengo una deuda con mi abuelo.

Horacio demostró ser meticuloso y eficiente. Con manos hábiles, desmontaba los relojes, limpiaba los engranajes y ajustaba las manecillas con precisión. Su conocimiento técnico era impresionante, pero también llevaba consigo una carga invisible. Irvin notó que Horacio evitaba hablar de su pasado y que a menudo se perdía en la contemplación de los relojes restaurados.

Una tarde, mientras compartían una taza de café, Horacio finalmente habló.

— Mi abuelo era relojero, dijo en voz baja. — Me enseñó todo lo que sé. Pero también me legó una tristeza profunda. Un reloj que nunca pudo reparar. Dijo que contenía el tiempo de un amor perdido.

Irvin asintió, comprendiendo la conexión entre Horacio y los relojes.

— ¿Qué pasó con ese reloj?

Horacio miró por la ventana, como si buscara respuestas en el cielo.

— Mi abuelo murió sin resolver el enigma. Pero yo no descansaré hasta encontrar ese reloj y liberar su secreto. Es mi deuda con él.

CAPÍTULO 1: EL RELOJ ANTIGUO

— ¿Por qué siempre pospongo este trabajo? —suspiró Horacio, mirando el mecanismo desarmado.

El reloj inacabado reposaba allí, como un paciente enfermo esperando su diagnóstico. La lluvia golpeaba los cristales de la ventana, creando un ritmo monótono que parecía sincronizarse con el latir de su corazón.

— Porque eres un maestro en la procrastinación, querido Horacio —respondió una voz desde la penumbra.

Era el maestro Irvin que justo cruzaba el umbral del taller con pasos medidos, como si cada pisada resonara en el suelo de madera.

— Pero este reloj… es especial. Horacio asintió.

El reloj pertenecía a la familia del alcalde, una dinastía de poder y prestigio. Debería haberlo terminado hace semanas, pero algo en él se resistía.

— Mi abuelo me enseñó a armar un reloj en un taller como este —dijo Horacio, recordando los días de su infancia. — Decía que cada engranaje tenía su propósito, como las personas en una ciudad. El relojero es el corazón, y los relojes son sus latidos.

— ¿Y cuál es el propósito de este reloj? —preguntó Irvin, señalando el mecanismo inerte.

Horacio frunció el ceño. El alcalde quería que funcionara para la inauguración del nuevo ayuntamiento. Decía que simbolizaba la precisión y la puntualidad. Pero Horacio no podía encontrar el problema. El escape estaba desalineado, y el tic-tac era errático, como un corazón que se niega a seguir el compás.

— A veces siento que soy como este reloj —confesó Horacio. — Desalineado, con un tic-tac errático. Mi vida es un engranaje suelto.

— No digas tonterías — replicó Irvin, acercándose. — Eres un artista. Tus manos crean belleza en cada reloj que tocas.

Horacio sonrió. La lluvia seguía cayendo afuera, pero dentro del taller, el tiempo se detenía y fluía a la vez. Se levantó, ajustó el escape con manos expertas y volvió a colocar el mecanismo en su lugar.

— Aquí está el problema — anunció. — Un simple ajuste, y volverá a latir con precisión.

El taller se llenó de un suave tic-tac mientras Horacio trabajaba en el reloj. El alcalde estaría orgulloso, pero para Horacio, el verdadero logro era haber vencido a su propio reloj interno, ese que a veces se detenía en la procrastinación y otras veces aceleraba en la duda.

Horacio era un joven cuya edad se encontraba en la delicada frontera entre la adolescencia y la adultez. Apenas había dejado atrás los años de formación, pero su mirada ya contenía la profundidad de quien ha vivido más de lo que sus años indican. Era alto y delgado, con una postura que denotaba elegancia y gracia. Sus manos, siempre limpias y cuidadas, manejaban las piezas de los relojes con precisión quirúrgica. Su piel, casi translúcida, parecía absorber la luz del taller y reflejarla en destellos plateados.

Su cabello era lacio y de un rubio pálido como los rayos de la luna, de mediana longitud y caía en mechones suaves. A veces, cuando estaba absorto en su trabajo, lo recogía en una coleta improvisada para mantenerlo fuera de su rostro.

He aquí nuestro protagonista… Horacio, el ayudante del relojero.

El joven ayudante del relojero era un alma solitaria, más cómoda entre los mecanismos que entre las multitudes. Sus pensamientos eran como las espirales de un reloj de bolsillo, girando sin cesar. A menudo, se perdía en sus propias reflexiones, imaginando líneas de tiempo paralelas y futuros alternativos. Horacio guardaba un secreto profundo en el rincón más íntimo de su corazón. Había un mundo oculto que solo él conocía: su verdadera identidad.

La voz de Horacio era un susurro melódico, como el eco de un antiguo reloj de péndulo. Hablaba con calma y precisión, eligiendo cada palabra con cuidado.

...🕰️🕰️🕰️...

En un día bañado por los rayos dorados del sol, un suave golpe resonó en la puerta del taller del relojero. Horacio, con sus manos manchadas de aceite y la mirada fija en los intrincados engranajes, se sobresaltó al encontrar a una joven de cabellos oscuros y ojos centelleantes frente a él. La chica, con una sonrisa que resplandecía como la luz de la luna en una noche clara, inclinó la cabeza y preguntó con voz melodiosa:

— ¿Podría pasar, buen relojero?

Horacio, aún aturdido por la presencia de la joven, apartó la lupa y se apresuró a cerrar la puerta tras ella. La chica avanzó hacia la mesa de trabajo, donde los relojes en reparación esperaban pacientemente su turno.

— Mi nombre es Isabella, dijo con su voz suave como el susurro del viento entre las hojas.

— He venido por este reloj.

Sacó un antiguo reloj de bolsillo de su bolso y lo colocó con delicadeza sobre la mesa. Horacio observó las marcas del tiempo en la carátula, las manecillas desgastadas y el cristal astillado.

— Pertenece a mi bisabuelo, continuó Isabella. — Necesito que lo restaures. Es todo lo que me queda de él.

Horacio asintió solemnemente, sintiendo la responsabilidad de preservar una historia familiar que se desvanecía con cada tic-tac.

— Lo cuidaré como si fuera mi propio legado, prometió.

Isabella miró a Horacio con ojos apremiantes.

— Tengo premura por reparar este reloj, confesó.

El reloj que llevaba en su bolso había estado en su familia durante generaciones, y ella lo consideraba un tesoro sentimental. Sin embargo, últimamente había estado funcionando de manera errática, e Isabella temía que se detuviera por completo.

Horacio, conmovido por la historia de Isabella y la importancia del reloj en su legado familiar, asintió con determinación.

— Lo tendré listo para mañana temprano, aseguró.

Sus manos expertas comenzaron a desmontar el reloj, mientras Isabella observaba con una mezcla de esperanza y ansiedad.

La joven sonrió y sus ojos brillaron con gratitud.

— Eres muy amable, dijo. — Aprecio mucho tu ayuda con la premura del reloj.

Horacio continuó con su labor meticulosa, sumergiéndose en el mundo de engranajes y muelles. Isabella se desvaneció en la distancia, pero su sonrisa persistía en la memoria de Horacio. El tiempo avanzaba implacable, mientras él se sumía en la tarea de devolver la vida al antiguo reloj.

El taller de Irvin se sumió en la penumbra mientras las horas avanzaban con la urgencia de un reloj desbocado. Horacio, con las manos aún impregnadas de aceite y los ojos fijos en el antiguo reloj de Isabella, luchaba contra el tiempo.

Irvin y Sofía, se retiraron a su dulce morada, dejando a Horacio solo entre las sombras y los suspiros de los relojes. La luz de una lámpara titilante iluminaba su rostro concentrado, mientras las manecillas del reloj en reparación parecían burlarse de su esfuerzo.

Mientras se retiraba, Irvin observó un antiguo reloj que sacó de su bolsillo y, con una sonrisa, le advirtió a Horacio que la medianoche se acercaba.

— No te trasnoches trabajando, muchacho, le dijo. — El tiempo es un aliado, pero también un maestro sabio que nos enseña a cuidar de nosotros mismos.

Horacio asintió, agradeciendo el consejo del veterano relojero y sin poder evitarlo soltó una risa señalando el antiguo reloj de bolsillo que Irvin llevaba en su chaleco.

— Don Irvin, ¿no cree que ese reloj suyo necesita una actualización? Debería cambiarlo por uno de esos modernos con luces LED y alarmas digitales. ¡Así no se quedaría dormido en el taller!

Irvin, con una sonrisa socarrona, respondió:

— Horacio, este reloj ha visto más décadas que tú y yo juntos. Es como un sabio anciano que sigue marcando el tiempo con elegancia.

Sofía, intervino:

— ¡Horacio, deja de tentar a Irvin! Los relojes antiguos tienen alma. No necesitan pantallas brillantes para decirnos qué hora es.

Las risas de Irvin y Sofía resonaron en las paredes del pequeño taller de relojería, como ecos de complicidad. Se retiraron juntos, sus sombras se fundieron con la penumbra de la noche. Horacio, sin embargo, permaneció allí, rodeado de engranajes y susurros de tiempo.

El reloj de Isabella yacía sobre la mesa, sus piezas dispersas eran como constelaciones en el firmamento. Horacio se inclinó y sus dedos hábiles ensamblaron los fragmentos con paciencia y devoción. La luz de una lámpara antigua iluminaba su rostro concentrado.

La medianoche se acercaba, y el taller parecía sumido en un hechizo. Horacio ajustó una minúscula rueda dentada y así, el reloj de Isabella cobraría vida nuevamente, y su tic-tac resonó una vez más como un latido compartido con el universo.

Horacio, con el corazón latiendo al ritmo de los engranajes que había ensamblado, imaginó el momento en que Isabella recibiría su reloj reparado. La sonrisa de ella y la chispa de alegría en sus ojos al ver el tic-tac constante, sería su recompensa, por lo que se permitió un suspiro de satisfacción.

Llegada la media noche, los relojes que adornaban el taller, como coros antiguos, entonaron su sinfonía de tic-tac. El taller de relojería, envuelto en la cadencia de los relojes, se vio interrumpido por un sonido inusual. Desde el viejo desván, un crujido ancestral descendió como un suspiro. Horacio, entre el asombro y el temor, alzó la mirada, ascendió con cautela por los escalones con el corazón latiendo en un compás ansioso. Ante él, la antigua puerta del desván yacía como un enigma. Sus dedos se aferraron al pomo, pero el temor lo hizo retroceder. Una extraña urgencia lo impulsaba a abrir esa puerta, aunque el miedo lo paralizaba.

La puerta del desván cedió ante la presión de Horacio, revelando un mundo olvidado. El aire, denso y cargado de polvo, se filtró en la habitación. Ante él se extendía un espacio oscuro, lleno de sombras y misterios. El suelo crujía bajo sus pies mientras avanzaba, y el eco de sus pasos parecía resonar en el tiempo.

En un rincón, una vieja caja de madera yacía cubierta por una sábana raída. Horacio se acercó con cautela y retiró la tela. Dentro de la caja, encontró un conjunto de objetos antiguos: entre ellos un reloj de bolsillo con las manecillas detenidas, precisamente fue lo que llamó su atención.

El reloj antiguo era una maravilla de artesanía y nostalgia. Sus detalles meticulosos hablaban de una época pasada, cuando el tiempo se medía con precisión y elegancia. La caja del reloj estaba hecha de un metal envejecido, posiblemente latón o plata, con un brillo apagado por los años. En su tapa frontal, un grabado intrincado representaba un jardín de rosas en plena floración. Las espinas de las rosas parecían casi reales al tacto, y las hojas se curvaban con gracia alrededor del borde.

El cristal que protegía la esfera del reloj estaba ligeramente empañado, pero aún permitía ver las manecillas doradas. Estas manecillas, finas como hilos, apuntaban a números romanos desgastados. El segundero, más pequeño y discreto, no avanzaba. El reloj tenía una corona en su lateral, que Horacio giró con cuidado pero el mismo seguía sin funcionar

En la parte posterior del reloj, yacía una inscripción grabada como un enigma, un mensaje cifrado en una lengua desconocida que Horacio no podía descifrar. Los caracteres se entrelazaban como raíces de árboles antiguos, y su significado permanecía oculto en las sombras del pasado.

El reloj, con su historia entrelazada en los recuerdos de su abuelo, emergió como un fantasma del pasado. Horacio contempló la esfera desgastada, las manecillas inmóviles como testigos silenciosos. ¿Casualidad o designio?

El eco de sus pasos resonó en las paredes mientras Horacio descendía las escaleras del desván. La luz del taller lo recibió como un abrazo cálido, y el reloj en su mano parecía palpitar en sintonía con su corazón. El taller, con sus herramientas y sus sombras le aguardaban.

La mesa de madera crujía bajo la presión de sus manos, y las herramientas, desgastadas por el tiempo, se convirtieron en extensiones de su voluntad. El reloj yacía frente a él como un rompecabezas de engranajes y misterios. Horacio se adentró en el corazón del mecanismo, como un alquimista que busca la piedra filosofal. Cada tic-tac resonaba en su mente, y las manecillas inmóviles parecían burlarse de su esfuerzo. Las horas se desvanecieron en un torbellino de concentración. Horacio ajustó, giró, examinó. El tiempo se volvió elástico, estirándose y encogiéndose según su voluntad.

Y entonces, cuando los primeros rayos del Sol se filtraron por las ventanas polvorientas, ocurrió. El reloj cobró vida. Las agujas se movieron con una gracia ancestral, como si recordaran su propósito. Horacio contuvo el aliento mientras el tic-tac resonaba en su pecho.

La felicidad lo inundó, una marea cálida que borró el cansancio y la incertidumbre. Había regresado el movimiento a las agujas de ese viejo reloj, y en ese instante, Horacio sintió que había tocado algo más allá de la materia. El taller, con su polvo y sus sombras, se convirtió en un santuario de maravillas.

Entonces, el eco de sus palabras resonó en el taller, como si el propio espacio celebrara su logro.

— ¡Voilà, lo he conseguido!, pronunció Horacio con una mezcla de asombro y satisfacción.

La voz de Irvin, resonó en el taller como un eco del pasado.

— ¿Qué has conseguido? — preguntó el anciano con sus ojos centelleando con curiosidad y asombro.

Horacio mostró a Irvin el antiguo reloj restaurado.

— Este reloj, que parecía irremediablemente perdido, ahora funciona — dijo con orgullo. Aunque había dudado de sus habilidades, finalmente había logrado la hazaña.

Las lágrimas brotaron en los ojos de Irvin al contemplar el reloj restaurado. Con voz temblorosa, se volvió hacia Horacio y le preguntó:

— ¿Cómo lograste revivirlo?

El asombro de Horacio ante las lágrimas de Irvin lo llevó a disculparse por haber entrado al desván sin permiso. Sin embargo, se justificó al mencionar el extraño ruido que había escuchado.

A pesar del atrevimiento de Horacio, Irvin solo ansiaba conocer el secreto detrás de la restauración del reloj. Con voz firme, le pidió:

— Por favor, dime en detalle cómo lograste este milagro. A pesar de toda mi experiencia como relojero, nunca pude alcanzar tal hazaña.

Horacio, aún aturdido, confió a Irvin:

— Don Irvin, la verdad es que ni yo mismo comprendo cómo sucedió. Cuando desarmé el reloj, no tenía una idea clara de lo que debía hacer. Sin embargo, fue como si una voz externa me guiara paso a paso en la reparación. Ahora, si me lo pregunta, no podría explicar lo que hice.

Irvin, con asombro en sus ojos, declaró:

— Es inaudito, muchacho. Casi parece que estabas destinado a revivirlo.

Horacio, con una mezcla de perplejidad y humildad, respondió:

— Don Irvin, sinceramente, no encuentro palabras. Mi asombro es tan grande como el suyo.

Irvin, con una mezcla de fatalismo y ternura, pronunció:

— Bueno muchacho, parece que el destino ha decidido que seas el nuevo custodio de este reloj. El mismo ha traído tanto gozo como desdicha a mi vida. Tal vez algún día te revele la historia detrás de él y el por qué quedó olvidado en el rincón donde lo hallaste. Pero por ahora, considera que es tuyo.

CAPÍTULO 2: EL TIEMPO DE ISABELLA

Cada mañana, en el umbral del alba, cuando las agujas de los relojes apenas rozan las ocho, el taller de relojería despierta. Las manecillas de los relojes en la pared avanzan con una precisión mecánica, marcando el inicio de una rutina que se ha convertido en un ritual sagrado.

Horacio, es el primero en llegar. Con manos hábiles y ojos atentos, descorre las pesadas y polvorientas cortinas de terciopelo, revelando las vitrinas llenas de relojes antiguos y piezas meticulosamente restauradas. Irvin, el maestro relojero, cruza el umbral con pasos medidos. Su bata blanca, ajada por años de dedicación, roza el suelo. A su lado, Sofía, la esposa de Irvin, lleva consigo el aroma tentador del café recién hecho. Sus ojos, como dos tazas de porcelana, brillan con complicidad.

El ritual comienza con el tintineo de la campanilla sobre la puerta. Los primeros clientes, curiosos y ansiosos, entran al taller. Algunos llevan relojes rotos, otros, relojes que han dejado de latir con el tiempo. Irvin, emerge de su pequeño despacho al fondo. Sus ojos detrás de las gafas redondas parecen contener la sabiduría de siglos.

Los clientes se agrupan alrededor del mostrador, compartiendo anécdotas y preguntando sobre el tiempo que llevará la reparación. Horacio, con su discreción natural, ofrece café caliente en tazas de porcelana. Las voces se mezclan con el aroma del café y el suave zumbido de las máquinas en el taller.

En la penumbra de una noche insomne, Horacio se enfrentaba a un alba inusual. Sus ojos, pesados como piedras, llevaban las marcas de una vigilia sin tregua. Las ojeras, profundas y sombrías, parecían narrar secretos oscuros. Sin embargo, su deber lo llamaba con una urgencia inquebrantable. El reloj de Isabella, meticulosamente restaurado, aguardaba su destino final. Horacio sentía la ansiedad danzar en su pecho, como un enjambre de mariposas inquietas. ¿Qué diría ella al verlo? ¿Notaría su fatiga, su esfuerzo desmedido por repararlo?

Isabella, apareció poco después. Su cabello oscuro estaba recogido en un moño impecable, y sus ojos brillaban con la expectativa de ver el reloj de su bisabuelo una vez más. Horacio la saludó con una sonrisa cálida, y juntos se dirigieron al mostrador de madera pulida.

— Isabella, aquí está el reloj de tu bisabuelo, meticulosamente reparado, le comenta con la voz temblorosa — Cada pieza, cada pulso, han sido cuidadosamente restaurados.

— Horacio, no sé cómo agradecerte. Este reloj es más que un objeto. Es un vínculo con mi familia, con el pasado, exclamó Isabella con sus dedos rozando la esfera del reloj.

Los ojos cansados de Horacio se encontraron con los de Isabella.

— No debes agradecerme, Isabella, le contestó con una sonrisa en el rostro. — Este trabajo fue diferente. Me sentí identificado con tu historia, con el legado de tu bisabuelo. No espero ningún pago.

Isabella, con una mezcla de sorpresa y gratitud, titubeó.

— Pero… ¿no puedo al menos compensarte de alguna manera?

Horacio negó con la cabeza.

— No es necesario. A veces, los engranajes del destino nos unen por razones más profundas. Este reloj, esta historia, me recordaron una vivencia propia.

Isabella, con una sonrisa tímida, insistió.

— Entonces, acepta mi invitación. Un día, cuando puedas, cenemos fuera. Quiero agradecerte de alguna manera.

Horacio, con el corazón latiendo más rápido, asintió.

— Acepto gustosamente, Isabella. El tiempo, parece, que nos ha tejido una amistad inesperada.

Isabella, con las mejillas encendidas como pétalos de rosa, deslizó el reloj restaurado en su bolso de cuero. Sin previo aviso, se inclinó hacia Horacio y depositó un beso suave en su mejilla. El gesto fue efímero pero cargado de significado. Luego, como una ráfaga de viento apresurada, giró sobre sus talones y abandonó el taller, dejando tras de sí el eco de su prisa y la promesa de una cena compartida en algún rincón de la ciudad.

...🕰️🕰️🕰️...

El domingo, ese día de pausa y reflexión, se deslizó sobre la ciudad como una melodía suave. Las campanas de la iglesia tañeron con cadencia, llamando a los fieles a la misa matutina. Las calles, generalmente bulliciosas, se sumieron en una quietud solemne.

En los parques, las parejas paseaban tomadas de la mano, compartiendo risas y secretos. Los niños correteaban, sus risas flotaban en el aire como burbujas de jabón. Los cafés abrieron sus puertas, y el aroma del café recién hecho se mezcló con el perfume de las flores en los jardines.

Ese bonito domingo, Isabella y Horacio salieron por primera vez. Así, bajo el sol de la tarde, se encontraron en una cafetería al aire libre. Las mesas de hierro forjado crujieron cuando se sentaron, y el camarero les sirvió café humeante y galletas caseras. Isabella habló con entusiasmo sobre su trabajo en la biblioteca, mientras Horacio la escuchaba atentamente.

— ¿Trabajas en la biblioteca, verdad?, preguntó Horacio, con curiosidad en sus ojos.

— Sí, soy la encargada, Isabella asintió. Es un lugar pequeño pero lleno de historias. Me encanta ayudar a los visitantes a encontrar los libros que buscan. A veces, incluso descubrimos joyas olvidadas en los estantes.

— Debe ser un lugar mágico. Horacio sonrió.

— Sí, lo es. Cada libro es una puerta a otro mundo, y yo tengo la llave. Isabella asintió de nuevo.

Horacio escuchó atentamente, imaginando las estanterías llenas de secretos y aventuras e Isabella compartió con Horacio su amor por las palabras.

...Isabella y Horacio disfrutando juntos de un rico café y una agradable plática....

Isabella miró a Horacio con curiosidad, como si quisiera desentrañar los misterios que se escondían tras sus ojos.

— ¿Y tú, Horacio? Cuéntame sobre tu vida, le instó.

Horacio tomó un respiro y comenzó a narrar su historia…

Habló de su infancia en un pequeño pueblo donde los campos de trigo se extendían hasta donde no alcanzaba la vista.

“Mi familia, modesta pero llena de amor, vivía en una casa con tejas rojas. Mi abuelo, un hombre sabio y de manos curtidas, era el corazón de nuestro hogar. Siempre llevaba un reloj de bolsillo, y yo quedaba hipnotizado por su tic-tac constante.

Mis días transcurrían entre la escuela y el taller de mi abuelo. Sí, estudié en la escuela local, aunque mi mente siempre estaba en otro lugar. Las matemáticas y la gramática no me interesaban tanto como los mecanismos y las esferas de los relojes. Mi hermano mayor, Lucas, también compartía esta pasión. Juntos desarmábamos viejos relojes de pared y los volvíamos a armar, como si fuéramos magos que dominaban el tiempo.

Pero mi verdadero maestro fue mi abuelo. Él me enseñó a apreciar la precisión, la paciencia y la belleza de los relojes. Cada tarde, después de la escuela, me sentaba junto a él en el taller. Mi abuelo me mostraba cómo ajustar las agujas, cómo pulir las cajas de metal y cómo escuchar el latido del corazón de un reloj recién reparado. A medida que crecía, mi vínculo con mi abuelo se fortalecía. Él me contaba historias de relojeros legendarios, de complicaciones astronómicas y de viajes a lejanas latitudes. Soñaba con ser como él, con crear relojes que trascendieran el tiempo y se convirtieran en herencia para las generaciones futuras.

Pero la vida da giros inesperados. Cuando mi abuelo falleció, sentí que algo se rompía dentro de mí. Fue entonces cuando Don Irvin, un maestro relojero de renombre, entró en mi vida. Él me ofreció un puesto en su taller de relojería y me enseñó que los relojes no solo miden el tiempo, sino que también cuentan historias, guardan emociones y conectan a las personas.

Así fue como terminé trabajando en el taller de Don Irvin, rodeado de relojes que susurraban sus secretos y de clientes que confiaban en mi habilidad. A veces, cuando ajusto una aguja o escucho el tic-tac de un reloj recién reparado, siento la presencia de mi abuelo. Él sigue vivo en cada engranaje, en cada esfera que pulo con cariño.”

El relato de Horacio tejía un hechizo en el corazón de Isabella. Cada palabra, como un hilo invisible, la envolvía y la conectaba con el joven relojero. Sin embargo, en los ojos azules de Horacio, ella percibió una sombra, un misterio que se escondía detrás de su relato. Isabella no pudo resistirse:

— Horacio, susurró. — ¿qué te aflige? Tu mirada revela más de lo que cuentas. ¿Hay algo que no me estás diciendo?

Horacio titubeó, sus dedos acariciaron el reloj de bolsillo que ahora llevaba consigo.

— Tengo sueños que no puedo explicar. Son como sombras que se deslizan entre mis pensamientos, como si alguien hubiera abierto una puerta hacia otro mundo. Antes, mis noches eran tranquilas, pero ahora… ahora me persiguen.

—¿Sueños extraños? preguntó Isabella apenas susurrando. — ¿Qué tipo de sueños, Horacio?

Horacio se pasó una mano por el cabello revuelto mientras que sus ojos buscaban respuestas en el cielo.

— Son como fragmentos de otro mundo, comentó. — Me encuentro en un reloj gigante y sus engranajes giran a mi alrededor. El tic-tac es ensordecedor, y siento que estoy atrapado en el tiempo mismo. Pero lo más extraño es la figura que aparece: es una silueta, murmuró, una figura sin rostro. Siempre me dice algo, pero nunca puedo recordar sus palabras al despertar.

Isabella, a su lado, sintió el escalofrío del misterio.

—Tal vez, sugirió, esa sombra sea un enigma que debas resolver.

Horacio suspiró.

—No lo sé, Isabella. Pero siento que esos sueños están conectados con mi abuelo, con el taller y con algo más profundo. Como si el tiempo mismo quisiera decirme algo importante.

Isabella asintió:

— Quizás tus sueños son hilos que conectan tu alma con algo más allá. Algo que espera ser descubierto.

Horacio miró a Isabella con sus ojos llenos de incertidumbre.

— ¿Crees que pueda encontrar respuestas? Porque en esa silueta, creo que yace la clave de todo lo que soy y todo lo que seré.

Isabella sostuvo la mirada de Horacio, sus ojos reflejaron la determinación del joven relojero.

— Horacio, dijo con suavidad, las respuestas a menudo se esconden en los lugares más inesperados. Si esa silueta te llama, si sientes que es la clave de tu destino, entonces sí, creo que puedes encontrar respuestas. Pero recuerda, a veces el viaje es más importante que el destino en sí mismo.

Ese domingo inusual se desvaneció como un sueño al amanecer, pero sus efectos perduraron en los corazones de Horacio e Isabella. A pesar de todo, el compartir entre ellos fue más cálido y genuino de lo que habían imaginado. La risa fluyó como un río, y las palabras se tejieron en una conversación que parecía no tener fin.

Para Horacio, aquel encuentro era un bálsamo para su alma inquieta. La amistad con Isabella se afianzaba, y él encontraba consuelo en su compañía. No había esperado más que eso, pero ahora, en retrospectiva, se daba cuenta de que había encontrado algo especial.

Isabella, por su parte, sentía que su corazón latía al ritmo de un reloj antiguo. Cada gesto de Horacio, cada palabra compartida, la envolvía en una dulce contradicción. ¿Cómo podía alguien ser tan maravilloso y, al mismo tiempo, tan enigmático?

En aquel domingo inusual, Horacio e Isabella descubrieron que a veces, las paradojas del corazón son las más hermosas. Y mientras el reloj de la vida seguía su marcha, ellos se aferraban a ese instante, sabiendo que habían encontrado algo raro y precioso: una amistad que podría cambiarlo todo.

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