Juliana se despertó esa mañana con una sensación de nerviosismo que no lograba explicarse. Tal vez era el hecho de que su padre le había mencionado, de pasada, que Francisco, su mejor amigo de la universidad, vendría a cenar esa noche. Francisco, a quien Juliana recordaba vagamente de su infancia, pero de quien no había vuelto a saber nada en años. Su padre había hablado de él en varias ocasiones, describiéndolo siempre como un hombre exitoso, inteligente, y con un sentido del humor mordaz.
"Seguramente será un tipo aburrido", se dijo Juliana mientras se miraba en el espejo, alisando su cabello castaño. A sus diecinueve años, la idea de cenar con un grupo de adultos no le parecía la manera más divertida de pasar la noche, pero por su padre, haría el esfuerzo. Además, no quería dejarlo solo en medio de la conversación, así que decidió acompañarlo.
A medida que el día transcurría, Juliana intentó concentrarse en sus estudios universitarios, pero su mente seguía divagando. No sabía por qué, pero la llegada de Francisco le despertaba una curiosidad inexplicable. Tal vez porque, por mucho que su padre lo describiera, para ella seguía siendo un misterio. En su mente, lo imaginaba como un hombre serio, con traje impecable y una mirada severa. Definitivamente, alguien inalcanzable y fuera de su mundo juvenil.
Cuando llegó la hora de la cena, Juliana se encontraba frente a su armario, debatiéndose entre varios conjuntos. "Es solo una cena familiar", se repitió a sí misma, optando por un vestido sencillo pero elegante. Al fin y al cabo, quería causar una buena impresión, aunque no supiera por qué.
La casa estaba impecable gracias a los esfuerzos de su padre, que no paraba de dar vueltas, asegurándose de que todo estuviera en su lugar. La mesa estaba puesta con esmero, y el aroma de la comida recién hecha llenaba el ambiente. Justo cuando Juliana estaba terminando de arreglarse, escuchó la puerta principal abrirse y la voz profunda de su padre saludando con entusiasmo a su amigo.
Juliana respiró hondo y se dirigió al salón. Lo primero que vio fue a su padre, que sonreía ampliamente mientras abrazaba a un hombre que le devolvía la sonrisa con la misma calidez. Francisco no era exactamente como lo había imaginado. Sí, llevaba un traje, pero no era rígido ni severo. Su cabello estaba ligeramente despeinado, y su sonrisa tenía un toque de picardía que la sorprendió. Era atractivo, más de lo que Juliana había esperado, y sus ojos brillaban con una chispa de humor mientras conversaba con su padre.
"Juliana, ven aquí, quiero que conozcas a Francisco", la llamó su padre, interrumpiendo sus pensamientos.
Con una sonrisa un tanto nerviosa, Juliana se acercó, sintiendo cómo sus mejillas se encendían ligeramente. Francisco la observó con interés, y cuando sus miradas se cruzaron, Juliana sintió un cosquilleo extraño en el estómago.
"Así que tú eres la famosa Juliana de la que tanto me ha hablado tu padre", dijo Francisco con una voz profunda y amable. "Has crecido mucho desde la última vez que te vi".
Juliana no pudo evitar una pequeña risa nerviosa. "Sí, eso parece. Es un placer conocerte, Francisco".
Mientras se dirigían al comedor, Juliana no podía evitar sentirse consciente de cada uno de sus movimientos. ¿Por qué de repente se sentía tan nerviosa? Su mente se llenaba de preguntas, pero no encontró ninguna respuesta clara.
Durante la cena, la conversación fluía fácilmente entre su padre y Francisco, con Juliana participando de vez en cuando. Aunque intentaba concentrarse en la comida, se sorprendía a sí misma observando a Francisco, notando cómo se reía de las bromas de su padre, cómo gesticulaba al hablar, y cómo, de vez en cuando, sus ojos se posaban en ella con una expresión de interés genuino.
Todo iba bien hasta que, en un momento de la cena, Juliana decidió servir más vino en su copa. Quiso ser rápida para no interrumpir la conversación, pero en su apresuramiento, la botella resbaló de sus manos, y antes de que pudiera reaccionar, un chorro de vino tinto salió disparado directamente hacia Francisco, empapando la manga de su impecable camisa blanca.
Hubo un silencio de unos segundos en la mesa. Juliana se quedó paralizada, con la boca entreabierta, incapaz de procesar lo que acababa de hacer. El rostro de su padre también mostraba sorpresa, pero fue Francisco quien rompió el silencio, soltando una carcajada que resonó por toda la habitación.
"Bueno, no he esperado un recibimiento tan… entusiasta", bromeó Francisco, sacudiendo la manga mojada.
Juliana, entre apenada y divertida, se levantó rápidamente de la mesa. "¡Lo siento tanto! Déjame ayudarte a limpiarlo", dijo, aunque sus manos temblaban ligeramente por la vergüenza.
Francisco la detuvo con una sonrisa. "No te preocupes, Juliana. Es solo una camisa. Creo que tu padre tiene razón, eres una joven con mucha energía".
A pesar de sus palabras amables, Juliana no pudo evitar sentir un ardor en las mejillas que no desapareció durante el resto de la cena. Sin embargo, algo en esa situación cómica pareció romper el hielo entre ellos. La conversación se volvió más ligera, y Francisco hizo varios comentarios para que Juliana se sintiera más cómoda, bromeando sobre su torpeza de una manera que ella encontró encantadora.
Cuando finalmente llegó el postre, Juliana ya no estaba tan preocupada por su error. De hecho, había empezado a disfrutar de la compañía de Francisco, aunque cada vez que él le dirigía una sonrisa, su corazón daba un pequeño salto.
Al final de la noche, mientras se despedían en la puerta, Francisco se inclinó ligeramente hacia Juliana y le susurró en tono de complicidad: "La próxima vez, tal vez debas dejarme servir el vino". Su tono era suave, casi como si estuviera compartiendo un secreto con ella.
Juliana sonrió, sintiendo que su corazón latía más rápido de lo que debería. "Lo tendré en cuenta", respondió, intentando mantener la compostura.
Cuando Francisco se fue y la puerta se cerró detrás de él, Juliana se quedó quieta por un momento, tratando de asimilar lo que acababa de suceder. Sentía una mezcla de emociones que no lograba entender del todo. Había algo en Francisco que la intrigaba, algo que hacía que quisiera conocerlo más.
Su padre interrumpió sus pensamientos, dándole un pequeño golpecito en el hombro. "Parece que te ha caído bien Francisco", comentó con una sonrisa.
Juliana sonrió, aunque su mente todavía estaba un poco aturdida. "Sí, es… diferente a lo que esperaba".
Mientras se preparaba para irse a la cama, Juliana no pudo evitar pensar en Francisco, en su risa, en su amabilidad, y en cómo, a pesar de la diferencia de edad, se había sentido cómoda a su lado. Pero también sabía que no debía hacerse ilusiones. Francisco era un hombre maduro, un amigo de su padre, y ella solo era una chica joven. Por mucho que su corazón empezara a latir un poco más rápido cuando pensaba en él, sabía que era un amor condenado desde el principio.
Sin embargo, mientras se acurrucaba entre las sábanas, Juliana no pudo evitar sonreír al recordar el tono suave de Francisco al despedirse. Quizás, solo quizás, esa noche había sido el comienzo de algo más, aunque fuera un simple amor platónico.
Y con ese pensamiento, Juliana se dejó llevar por el sueño, con una mezcla de nerviosismo y emoción por lo que podría depararle el futuro.
Juliana nunca había considerado que pudiera sentir algo más que un simple afecto por Francisco. Después de todo, él era el mejor amigo de su padre, un hombre que había conocido desde que era una niña. Pero tras aquel encuentro en la cena, donde su torpeza la llevó a derramar vino sobre su impecable camisa blanca, algo en ella cambió.
Durante los días siguientes, sus pensamientos comenzaron a girar en torno a Francisco de una manera que nunca antes había experimentado. Era como si una chispa se hubiera encendido en su interior, una chispa que no podía ignorar. Se sorprendía a sí misma recordando su sonrisa, la forma en que sus ojos brillaban cuando hablaba, y cómo su voz grave y segura la hacía sentir un cosquilleo en el estómago.
Juliana se encontraba pensando en él en los momentos más inesperados: mientras estudiaba, cuando escuchaba música, e incluso cuando estaba con sus amigas. Intentaba convencerse de que solo era una admiración pasajera, algo natural considerando que Francisco era un hombre carismático y encantador. Pero, por mucho que lo intentara, no podía negar que sus sentimientos eran algo más profundo, algo más complicado.
**El Despertar de los Sentimientos**
Una tarde, mientras se encontraba en la cocina con su madre, notó que estaba distraída, revolviendo una sopa que ya estaba perfectamente mezclada. Su madre, siempre perceptiva, la miró con curiosidad.
—¿En qué piensas, Juli? —le preguntó mientras lavaba algunas verduras.
Juliana se sobresaltó, sintiéndose como una niña atrapada con la mano en el tarro de galletas.
—Oh, en nada, solo… —buscó una excusa rápidamente—. Estaba pensando en la próxima reunión familiar.
Su madre la observó con una ceja levantada, pero no insistió, aunque Juliana sabía que no la había convencido del todo.
Esa misma noche, cuando finalmente se retiró a su habitación, Juliana se dejó caer en la cama, suspirando profundamente. “No puede ser”, pensó. “Él es el mejor amigo de papá. Además, es mucho mayor que yo. Esto es una locura.”
Pero a pesar de sus intentos por racionalizar sus sentimientos, no podía evitar que su corazón latiera más rápido cada vez que pensaba en Francisco. Se estaba enamorando, y lo sabía. Pero también sabía que era un amor condenado, un amor que, probablemente, nunca podría ser correspondido.
**Situaciones Cómicas**
Decidida a no dejarse llevar por su amor imposible, Juliana decidió que si no podía tener una relación con Francisco, al menos podría impresionar al menos un poco. Y qué mejor manera de hacerlo que mostrando sus habilidades culinarias. Después de todo, siempre había oído que el camino al corazón de un hombre pasaba por su estómago.
El fin de semana siguiente, cuando su padre mencionó que Francisco vendría a cenar, Juliana vio la oportunidad perfecta. Decidió preparar su plato especial: lasaña. Aunque en realidad nunca antes la había cocinado, ¿qué tan difícil podía ser?
La tarde antes de la cena, Juliana se dirigió a la cocina, dispuesta a hacer la mejor lasaña que Francisco jamás hubiera probado. Sacó la receta de un libro viejo que había encontrado en la estantería de su madre y se puso manos a la obra.
Al principio, todo parecía ir bien. Picó las verduras, preparó la salsa, y comenzó a montar las capas de la lasaña con la confianza de un chef experimentado. Sin embargo, cuando llegó el momento de meter la lasaña en el horno, se dio cuenta de que había olvidado precalentarlo. “No pasa nada”, se dijo a sí misma mientras ajustaba rápidamente la temperatura.
Lo que no había anticipado era que el horno estaba en mal estado. Mientras esperaba a que se cocinara, el aroma comenzó a cambiar. Lo que debería haber sido un olor delicioso a queso derretido se transformó en un aroma a quemado. Juliana abrió la puerta del horno solo para encontrar la parte superior de la lasaña completamente carbonizada.
—¡No! —exclamó, cubriéndose la cara con las manos. Intentó raspar la capa quemada, pero solo empeoró las cosas, desmoronando las capas y dejando un desastre en la bandeja.
En ese momento, su madre entró en la cocina, atraída por el olor. Al ver el desastre, intentó contener la risa.
—¿Qué ha pasado aquí?
—Quería impresionar a Francisco… —Juliana gimió, señalando la lasaña destruida—. Pero creo que solo logré destruir la cena.
Su madre, sin poder contenerse más, soltó una carcajada.
—No te preocupes, Juli. Lo importante es la intención, no el resultado. Además, estoy segura de que a Francisco le importará más verte feliz que cualquier lasaña del mundo.
Juliana suspiró, pero no pudo evitar sonreír ante el apoyo de su madre.
**La Cena y Más Torpeza**
Esa noche, cuando Francisco llegó, Juliana estaba decidida a mantener la compostura. Intentó no pensar en la lasaña que su madre había tenido que reemplazar a último momento por un simple pollo al horno.
Durante la cena, Juliana se mantuvo callada, escuchando la conversación entre su padre y Francisco, pero su mente no dejaba de vagar hacia sus sentimientos. En un momento, decidió servir el vino, queriendo participar. Sin embargo, en su nerviosismo, no calculó bien y terminó derramando un poco sobre la mesa. Su padre y Francisco soltaron una risa leve, y Juliana, roja de vergüenza, murmuró una disculpa.
Francisco la miró con una sonrisa comprensiva.
—No te preocupes, Juliana. Todos hemos tenido días torpes.
La amabilidad en su voz solo hizo que el corazón de Juliana latiera más rápido, pero también le recordó que, por mucho que lo deseara, su amor por Francisco era un sueño imposible. Era demasiado mayor para ella, y además, era el mejor amigo de su padre. Pero eso no detuvo la chispa de esperanza que había comenzado a crecer en su corazón, ni los sentimientos que cada día se hacían más fuertes.
Y así, Juliana comenzó a vivir su amor platónico, lleno de momentos cómicos, torpeza y sueños imposibles.
Juliana estaba acostumbrada a compartir todos sus pensamientos y secretos con su mejor amiga, Valeria. Desde que eran niñas, habían sido inseparables, y no había un solo problema que no se sintiera más liviano después de una buena charla con ella. Sin embargo, cuando se trataba de Francisco, Juliana había guardado silencio durante semanas, temerosa de que, al poner en palabras sus sentimientos, estos se volvieran aún más reales e incontrolables.
Pero, como era de esperarse, no podía ocultar su dilema por mucho tiempo.
**Confesión a una Amiga**
Una tarde, mientras las dos se encontraban en la habitación de Juliana, estiradas en la cama y hojeando revistas de moda, Valeria notó que su amiga estaba más callada de lo normal. La miró de reojo, esperando a que Juliana finalmente hablara.
—¿Pasa algo? —preguntó Valeria, bajando la revista—. Has estado muy distraída últimamente. ¿Hay algún chico que te guste?
Juliana se mordió el labio inferior, sintiendo el nudo en su estómago tensarse. No podía seguir guardándolo más.
—Es… complicado —comenzó, sin saber exactamente cómo expresar sus sentimientos sin sonar ridícula.
Valeria se incorporó de inmediato, su rostro iluminándose de emoción.
—¡Lo sabía! Cuéntamelo todo, por favor.
Juliana respiró hondo, sintiendo que su corazón latía con fuerza. Se levantó de la cama y comenzó a pasearse por la habitación, tratando de reunir el valor para confesarse.
—Es… Francisco —dijo finalmente, su voz apenas un susurro.
Valeria parpadeó, claramente sorprendida.
—¿Francisco? ¿El mejor amigo de tu papá? —Preguntó incrédula—. Pero… es mucho mayor que tú, Juli. ¿Estás segura de lo que sientes?
—¡Lo sé! —exclamó Juliana, sintiendo que sus mejillas ardían—. Es justamente eso lo que lo hace tan imposible. Pero no puedo evitarlo, Val. No dejo de pensar en él. Es tan… tan…
—Maduro, guapo, y experimentado —completó Valeria, sonriendo traviesamente—. Lo entiendo, Juli, de verdad. Pero tienes que admitir que es un poco… ¿cómo decirlo? Poco realista.
Juliana se dejó caer sobre la cama, cubriéndose la cara con las manos.
—¡Lo sé! —repitió, su voz saliendo ahogada—. Pero no puedo hacer que desaparezca este sentimiento. Y lo peor es que él ni siquiera me ve de esa manera. Para él, soy solo la hija de su mejor amigo, una niña.
Valeria se acercó, dándole un abrazo reconfortante.
—Mira, todas hemos tenido un amor platónico alguna vez. Es completamente normal. Lo importante es que no dejes que te consuma. Si es algo que no puede ser, tendrás que aceptarlo y seguir adelante. ¿Quién sabe? Tal vez algún día encuentres a alguien más, alguien más adecuado para ti.
Juliana suspiró, sabiendo que su amiga tenía razón. Pero aún así, la idea de dejar atrás sus sentimientos por Francisco parecía imposible en ese momento. Aun así, decidió intentar distraerse y centrarse en otras cosas, aunque sabía que no sería fácil.
**Francisco, el Caballero Inalcanzable**
En las semanas que siguieron a su confesión a Valeria, Juliana intentó con todas sus fuerzas ver a Francisco de la manera en que él la veía: como una jovencita que aún estaba descubriendo la vida. Pero cada vez que él aparecía, su corazón la traicionaba, latiendo desbocado y haciéndola sentir como una niña ilusionada.
Una tarde, Francisco pasó por la casa para dejarle unos documentos a su padre. Juliana, que estaba en la sala viendo televisión, lo vio entrar y sintió ese familiar vuelco en el estómago. Se levantó del sofá, decidida a comportarse de manera normal, pero cuando se acercó para saludarlo, tropezó con la alfombra y cayó justo delante de él.
Francisco, con su habitual gentileza, la ayudó a levantarse, sonriendo con una mezcla de diversión y preocupación.
—¿Estás bien, Juliana? —preguntó, mientras la ayudaba a enderezarse.
—Sí… sí, estoy bien —balbuceó ella, sintiendo cómo sus mejillas se teñían de rojo.
Francisco la miró con esa expresión paternal que siempre utilizaba con ella, lo que solo sirvió para intensificar el dilema interno de Juliana. ¿Cómo podía ser tan ciego a sus sentimientos? Pero claro, ¿cómo no iba a serlo? Para él, ella seguía siendo esa niña que conocía desde siempre.
—Ten cuidado la próxima vez —dijo él con una sonrisa amable antes de dirigirse al despacho de su padre.
Juliana se quedó ahí, en medio del pasillo, sintiendo que el suelo se deslizaba bajo sus pies. “Nunca me verá como algo más”, pensó tristemente. A pesar de su deseo de impresionar a Francisco, todo lo que lograba era quedar como una chica torpe y atolondrada.
Después de esa tarde, Juliana intentó poner más distancia entre ella y Francisco. Cada vez que él aparecía por la casa, buscaba excusas para no cruzarse con él. Se refugiaba en su cuarto o salía con sus amigas, todo con tal de no poner en riesgo su frágil corazón.
Sin embargo, la vida tenía su propia forma de jugar con ella. Un día, cuando se encontraba en la biblioteca buscando un libro para una tarea, Francisco entró por casualidad, buscando algo para leer. Juliana, que estaba en la escalera intentando alcanzar un libro en la estantería más alta, no se dio cuenta de su presencia hasta que él habló.
—¿Necesitas ayuda con eso?
Juliana se sobresaltó, perdiendo el equilibrio y cayendo hacia atrás. Por suerte, Francisco estaba cerca y logró atraparla antes de que cayera al suelo. Una vez más, su torpeza la había dejado en una posición comprometedora.
—Deberías tener más cuidado —comentó Francisco mientras la ayudaba a ponerse de pie—. Podrías lastimarte.
Juliana no sabía si reír o llorar. Una parte de ella quería desaparecer de la vergüenza, pero otra parte se sentía extrañamente feliz de estar tan cerca de él, aunque fuera solo por un momento.
—Gracias… —murmuró, mirando al suelo para evitar encontrarse con sus ojos.
Francisco le sonrió, esa sonrisa cálida y protectora que tanto la desconcertaba.
—De nada. Siempre estoy aquí para ayudarte —dijo antes de tomar el libro que ella intentaba alcanzar y entregárselo.
Mientras Francisco se alejaba, Juliana lo observó, sabiendo que, aunque lo intentara, no podía simplemente apagar sus sentimientos. Estaba enamorada, perdidamente enamorada de un hombre que no podía tener. Y aunque Valeria tenía razón en que necesitaba ser realista, en ese momento, la idea de dejar de sentir lo que sentía parecía simplemente imposible.
Así, mientras observaba a Francisco salir de la biblioteca, Juliana se dio cuenta de que tendría que aprender a vivir con ese dilema en su corazón, buscando el equilibrio entre sus sentimientos y la realidad de su situación. Pero al menos, pensó con una sonrisa, siempre tendría esos momentos torpes para recordar, esos pequeños fragmentos de un amor platónico que, aunque imposible, hacía que su corazón latiera más rápido y su vida fuera un poco más interesante.
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