Ahora mismo, aturdido por los mensajes de Manuel y el sonido de las ambulancias, me pregunto cómo fue que la humanidad sobrevivió a la peste negra. Tanta muerte y dolor, según Google, cambió para siempre la concepción de la vida: somos frágiles. Ojalá tuviera un poco de la fortaleza de aquellos hombres y mujeres supervivientes, pero en su lugar, sufro con la terrible idea de quedarme en casa para siempre, sin siquiera estar contagiado por el coronavirus, muriendo lentamente por la ansiedad mientras la calle, que se asoma sobre el balcón, me maldice.
Si estoy muriendo sin tener el virus que sí mata, no quiero ni pensar en el nivel de fragilidad que tiene mi cuerpo. A penas es abril: será una cuarentena larga. Por lo menos tengo lo que los europeos no tuvieron cuando la peste negra les arrojó la muerte encima: un teléfono, una televisión, una mamá que cocina sabroso y es jodidamente obstinada... Pensándolo bien, no es mucha la diferencia, pues me siento igual de moribundo.
Estoy en un infierno, mejor dicho.
Trato de explicárselo a Manuel desde el teléfono, pero el muy tonto mira la vida a través los cojines, es decir, para él hasta las moscas son entretenidas si las ves desde el sofá. Él sigue encendiendo mi buzón de mensajes, insistiendo en sus teorías sobre el lado positivo de la cuarentena. En lo personal no odio que me las diga, me molesta, más bien, es su insistencia para que yo las apruebe.
¿Qué clase de insistencia me habrá enviado esta vez?
Respiro profundo cuando retiro la vista del horizonte que me ofrece el balcón, desbloqueo el teléfono tras sacarlo del bolsillo y me hundo en el chat de mi amigo flacuchento. Su mensaje, tan predecible como irritante, dice lo siguiente:
Manuel: Mira el lado positivo Gabriel, tenemos más tiempo para descansar. Además, van a pasar maratones completos de series buenísimas. Hoy es el turno de Game Of Thrones. ¿Qué mejor que Game Of Thrones para pasar el día?
O sea, él es un amante de la vida sedentaria, además de Game Of Thrones, ¿cuándo entenderá que lo mío era mover los pies sin descanso? De hecho, mi rutina era sagrada: Del apartamento iba al colegio y del colegio a su casa a jugar Call of Duty, pero solo por dos horas, porque a las cuatro me tocaba visitar el grupo de canto al cual ingresé para engañar a mi madre diciéndole que era corista, cuando en realidad solo era el que recogía los instrumentos después de que acababan las prácticas.
Luego regresaba a mi apartamento a las seis de la noche, me daba un baño y acordaba con el nerdo de la clase para que me hiciera las tareas. El muy astuto me cobraba el doble, pero era un precio justo por la capacidad de sus neuronas. Luego de los asuntos escolares volvía a la calle a despejarme con mi monopatín en la plaza de las orquídeas. Alcanzaba grandes parábolas con la magia del Skateboarding solo para impresionar a las chicas que, abobadas por mí (o al menos eso aparentaban) terminaban dándome su número telefónico. Pero yo nunca las llamaba o les escribía porque vale, no tenía ni tiempo ni dinero para novias, ¡apenas si podía pagarle al nerdo por hacer mis tareas!
Posterior al monopatín volvía al apartamento, otra vez, y cenaba para irme a dar otro paseo nocturno. Visitaba a la tía María o la tía de las galletas supermega horribles, como estoy acostumbrado a decirle, y ahí me divertía con mi prima Renata, a la que le encanta fanfarronear sobre sus novios musculosos. Me gustaba fastidiarla diciéndole:
—Más vale novio feo para ti sola, que novio bonito para todo el mundo.
Y después de eso volvía por última vez a mi apartamento a dormirme con alguna buena serie de Netflix. Y así se repetía todo, día tras día, un ciclo dinámico, dónde el reparto principal le pertenecía a mis pies. Ahora, de aquellas travesías callejeras, solo me queda el olor culposo de las afueras que no terminé de disfrutar.
Lejano al pasado, le insisto otra vez a Manuel, aunque dudo que cambie sus argumentos. No sé, él es flaco... quizás todos los flacos son muy flojos. Escribo al chat, sin esperar aprobación a mi argumento:
Yo: Para ti es fácil Manuel, o sea, ¡eres un tremendo holgazán! Viéndolo bien, te pareces a ese burro de Winye Poo. Digas lo que digas con tus fastidiosos lados positivos, no podrás convencerme. ¡Quiero salir de este maldito apartamento! Posdata: creo que ya escucho que las paredes me susurran, están diciendo que me arroje por el balcón.
La verdad sí, a veces escucho que las paredes me hablan. Dicen que el primer paso para la locura es que las cosas te hablen. A mí me dicen que salga del encierro preventivo y vaya a visitar a la tía de las galletas supermega horribles, y que fastidie a mi prima la de los novios musculosos. Y tal vez lo hiciera, si no fuera por...
Manuel: Tu madre te mata si lo haces, si es que el coronavirus no te mata primero. En ese caso es capaz de convertirse en esa bruja de Game of Thrones y revivirte solo para volverte a matar a golpes. Mira el lado positivo, si te lanzas, tus ansias desaparecerán para siempre. Lol. Ah, y por cierto, se escribe: Winnie Pooh.
Yo: Vale Manuel, quizás con lo de mi mamá si tengas razón. Pero no quiero desaparecer mis ansias, quiero saciarlas. No sabes cuánto deseo salir a la plaza de las orquídeas a volar con mi monopatín, mientras las ancianas que alimentan a las palomas imploran a Dios para que no me caiga y me parta la cabeza. Y con respecto a lo del bendito oso amarillo, lo llamo como quiera. No soy un maldito fan de las caricaturas.
Manuel: Perdón, señor de los pies inquietos. Te dejo, prefiero estrangularme que pelear contigo, ¡iré a ver a Daenerys! ¿Ves que la cuarenta siempre tiene un lado positivo? Ja, tal vez el tuyo esté por aparecer un día de estos. Chao, y recuerda que te quiero, niño de las empanadas.
Yo: ¡Qué no me digas así! No quiero recordar al torbellino viviente de Gutiérrez y su grupito de sabandijas, y mucho menos ahora. También te quiero, pero como amigo.
Manuel: Ni modo, pensé que la culona de Sandra era la única que me mantenía en la Friend Zone.
Yo: ¡Ya quisieras pervertido!
Aparto mi vista del teléfono y la luz del sol revuelve mi mundo. Creo que debe ser mediodía porque huele a pollo frito y arroz, la comida predilecta de mi mamá. Busco rastro de alguna persona en los balcones de mí alrededor, pero solo encuentro a la brisa y el sonido de sirenas, y una ciudad solitaria en plena pandemia. Al menos los pájaros parecen felices, revoloteando en las azoteas. Incluso algunos posan frente a mí, y tal vez lo hacen para fanfarronear sobre las posibilidades de libertad que tienen con sus alas y que escasean en mis pies.
¡Desgraciados!
Las espanto, rogando que no me caigan a picotazos. Se esfuman, como una nube negra, y para mi sorpresa y la del repentino silencio, escucho cuchicheos en el balcón vecino. El ruido proviene de un par de gemelas que al parecer discuten; no sé, no logro entenderlas bien. Ambas son morenas con el cabello como nubes enredadas. Son bonitas, sí, y muy altas. Más altas que yo. Además, tienen ese modo de alerta peculiar que solo bendice a las mujeres demasiado cuidadosas.
Me aproximo más para intentar saludarlas, o para tratar de que al menos me miren. Quizás me insulten por no llevar mascarilla, o, en el caso de no controlarme, por saltar a su lado y romper los máximos metros permitidos del acercamiento entre más de dos personas. No importa, me conformo con que me maten a golpes con tal de entablar alguna conversación diferente a los temas del contagio. Logro captar la atención de las hermanas carraspeando desde los pulmones, pero una de ellas, en lugar de saludarme, me ladra con un desprecio fulminante al corazón:
—¡Qué miras chismoso! —grita una de las hermanas. La otra la retiene por los hombros, sonriendo, como evitando que se le suelte y venga a darme una paliza.
Me quedo estático, sonriendo, tal vez como un estúpido. En este punto de mi vida, mirando gente que no conozco como si se trataran de un milagro magnífico, prefiero sufrir las consecuencias de cualquier cosa que me permita interactuar con las gemelas; y eso incluye que me caigan a puñetazos.
Hubo un tiempo en el que mamá, cuando no era tan loca, me dijo que la mejor manera de llamar la atención es enfurecer a la gente con elegancia. Creo que lo hice, al menos con una de las gemelas que ahora mismo, quiere reventarme la nariz con un puñetazo.
—Ay Asha, sé cordial con nuestro vecino —dice la que sostiene a la gemela histérica, tal vez avergonzada.
—¡Los chismosos mueren por los ojos! —me grita la tal Asha, quien no me quita de encima los diamantes venenosos que tiene por ojos. Luego escupe y se acerca más al extremo de su barandal.
La otra la sigue sin soltarla, quizás para evitar que Asha brinque a mi lado y me patee el culo. Claro que la distancia entre ambos balcones solo es digna para el salto de un acróbata, cuestión que me preocupa porque, con piernas tan largas y fuertes como las que aparenta tener Asha, lo más probable es que termine saltando sobre mi cadáver.
Evitando la paliza, me atrevo a ser un hombre:
—Lo siento, no era mi intención —las saludo, temblando como un burro en la nieve.
Aprieto apenas el labio inferior contra mis dientes, sintonizando la pregunta que razonablemente surge en mis neuronas: ¿De qué me disculpo? O sea, estaba tranquilo hablando con el flaco de Manuel y de pronto ellas se aparecen cuchichiando, malintencionadas, para despertar mis ganas de hablar con alguien que no sea mi mamá.
—Tranquilo vecino —la otra gemela me resulta tan dulce, o al menos eso parece—. Mi hermana anda con los ovarios sueltos, ya sabes, la menstruación —ríe, y su hermana le da un golpetazo en las costillas—. Ay Asha, no te molestes —pide la dulce con una risa entre dolor. La que se llama Asha me lanza una última amenaza y parte al interior de su apartamento. Su hermana insiste para que no se vaya—: Asha ven. Por favor no seas grosera —pero Asha desaparece y ella, tal vez apenada, suspira y alza ambos hombros, quizás acostumbrada al aparente mal humor de su doble—. Ella no es muy sociable que digamos —dice finalmente, y con un guiño sigue a su hermana.
—¡Espera! —intento detenerla. No había visto a ninguna otra persona más que a mi mamá durante semanas enteras, y sé que tal vez esta sea una ocasión que probablemente nunca se repita— ¡No te vayas! —aunque en vez de detenerse ella apresura más su huida—. Soy Gabriel —digo apenas, solo para mí, porque la soledad ha vuelto al balcón.
Se esfuman al interior de su apartamento, así como si nada, obviando mi clara existencia y mi saludo desubicado. Al menos sé que una de ellas se llama Asha y para ser honesto, me gusta su estilo de maniática. La otra es más cuidadosa, más calmada, más elegantemente pasiva. ¿O no? No hay que confiar en los callados: el que menos puja echa una lombriz, como diría mi mamá.
No obstante, ahora mismo solo me alegra el hecho de que vi a otras personas distintas a mi mamá, o sea, ¡qué genial! Es que la compañía de mi mamá se ha vuelto desagradable (me cansé de negar lo contrario) porque cuando te acostumbras a escuchar todos los días de tu vida las cantaletas de tu madre, ya te dan ganas de al menos ver a la chica de limpieza ¡y miren que en este edificio de residencias las de limpieza son bien feas!
De una cosa estoy seguro, las gemelas me alegraron el día. Sí, me mandaron al diablo, pero al menos se tomaron un pedacito de su valioso tiempo para hacerlo. O sea, es algo maravilloso que, a pesar del distanciamiento, pude ver a dos chicas, ¡pude verlas! Ja, ¿cómo te quedó el ojo cuarentena del demonio? Ahora mis pies están pegados al balcón, con ganas de ver a más gente. Ojalá aparecieran en bandadas, miles y miles en las calles, todos con monopatines.
¡Sería estupendo!
Y quizás hubiera tenido la suerte de ver como se hacía realidad el deseo de mí no tan alocada imaginación, pero mi madre se aparece de pronto con una mascarilla en su boca. Me aleja del balcón, guiándome como a un ciego por la mano, y luego la alegría que me causaron las gemelas se esfuma con las cantaletas del ogro que tengo por mamá.
—¿¡Qué te he dicho sobre ir al balcón sin mascarilla!? —las manos de mi madre se aferran a un desinfectante en aerosol. Como era de esperarse, lo rocía sobre cada pedazo de mi cuerpo.
—Vamos, mamá —realmente estoy creyendo que mi madre, después de todo, también es una compulsiva—, no creo que me contagie solo por tomar un poco de aire fresco en el balcón.
—¿Acaso no viste el reporte que publicó el consejo de padres? —sus cejas se encorvan mucho—. El coronavirus dura un buen tiempo en el aire. Creo que hasta 5 días si sus reportes no mienten, y mira que nunca lo hacen.
Y otra vez con el bendito consejo de padres. Son otros papás y mamás, todos maniáticos del vecindario, que se agruparon para andar proliferando sus exageraciones de "los riegos del coronavirus" entre ellos. Que si sales te vas a morir, que si no usas mascarilla también, que los jóvenes son los que más contagian a la población vulnerable, que todos debemos quedarnos en casa porque hay que salvar el mundo... y cosas como esas son las que se envían por su grupo de WhatsApp, llamado "Padres contra el virus".
Me enteré de que se llama así porque fue mi madre la que le puso el nombre. Sí, ella es la líder de ese grupo de locos, ¡y hasta un logo tienen! En él, un papá y una mamá le caen a puñetazos a un virus con aspecto de corona que llora y suplica en una nube de texto sobre su cabeza: "por favor, no más prevención" y los padres en otras nubes de texto dicen: "muere virus muere". El logo también lo hizo mi mamá, y realmente fue un tormento porque cada vez que terminaba un modelo diferente me preguntaba:
—¿Qué te parece este logo hijo?
Y yo respondía, siguiéndole el juego:
—Vale, está perfecto, pero en vez de sillas que lo golpeen con monopatines.
Mi mamá prefirió las sillas, de modo que interpreté que solo pedía mi opinión no para obtener una sugerencia, sino puras afirmaciones. Así que, las siguientes veces que me preguntó por alguna de sus otras ideas para el logo, yo solo le respondía:
—Guao, tu idea está como Andrea, la chica que se sienta un pupitre por delante de mí, es decir, ¡buenísima!
Mentira, Andrea era la más fea de la clase, además de que le decían saltona. Pero bueno, de alguna manera tenía que camuflar mi honestidad.
—Pero es que yo no tengo contacto con nadie, excepto contigo —me alejo de la nube de cloro que cubre mi respiración, pero ella me persigue.
—No te excuses —ella me rocía más aerosol—. He visto al señor Claudio salir a fumar a su balcón, y lleva una tos que no creo sea causa de la nicotina. Es tos seca, y cada vez que tose expulsa ese virus por el aire, el mismo que respiraste hace poco.
—Vale mamá, estás peor que ese coronel que quiere imponer toques de queda en la ciudad —digo sin dudarlo.
—¡No es gracioso! Ay jovencito, es mejor que vaya a bañarse con bastante jabón y no me conteste más. El almuerzo está listo. Ah, ¡Y nada de volver a salir al balcón! Desde ahora está prohibido, como todo lo de la lista.
Me exige, señalando la lista colgada en la pared donde aparece todo lo que está prohibido. Es muy extensa, pero lo más estricto resume:
A) No salir a la calle.
B) No abrirle la puerta a un vecino o familiar, o al que trae los alimentos sin el permiso de mamá.
C) No tocar nada que provenga del exterior sin antes desinfectarlo.
D) Lavarse las manos cada cinco minutos.
Y ahora, una nueva regla se une a la lista:
E) No salir al balcón (este lo escribe mi madre mientras me sermonea).
Ella cierra con llave las dobles puertas que dan al balcón, y parece que permanecerán así para siempre. Pone sus dedos bajo otra inscripción, en letras demasiado grandes y rojas, ¡odio el color rojo! Y que dice en frases cursivas un gran:
Quédate en casa. ¡Hazlo por tu salud!
Y sí, lo puso mi madre, y detesto que lo haya hecho porque vale ¡No soy un pillo de diez años! Sin duda toda su manía nació por esos anuncios televisivos y las locas teorías de los "Padres Contra el Virus." Me retiro a mi habitación dejando a solas a una mamá que sigue rociando el desinfectante detrás de mí. Me lanzo sobre la cama alborotada y muerdo las sabanas entre mi lengua.
¡Quiero que la cuarentena acabe! ¡Qué todo vuelva a ser como antes! ¿Por qué parece que no será así?
Camino por la morada sin quitar las mantas de mis dientes y me abalanzo contra la mancha húmeda que hay en la pared. Traigo corto los cabellos, pero no lo suficiente como para jalármelos entre sacudidas. No puedo resistir más, ¡debo irme contra las leyes del hombre y de mi madre! Entonces saco el teléfono, alucinando con la primera idea que se me viene a la mente, y le escribo a Manuel:
Yo: ¿Sabes qué? Tenías razón. La cuarentena si tiene un lado positivo después de todo. El mío será escapar de este maldito apartamento.
Desde que la pandemia comenzó, mi mamá suele escuchar a los Rolling Stones justo a las nueve de la noche. Conquista la sala para ella y su laptop, mientras atiende los pendientes de su ahora trabajo remoto. Hoy es una de esas noches en las que le ha subido mucho el volumen a esa canción que ella ama con todo su corazón, pero que yo odio con todos mis intestinos:
«No siempre puedes conseguir lo que deseas»
Ni estando en mi habitación puedo huir de los gustos extraños de mamá. Ignoro mi propio reflejo mientras miro por el cristal de la ventana, maldiciendo la ironía en la garganta de Mick Jagger. Las imágenes pasan por mi mente como el destello de una cámara fotográfica: las luces de las ambulancias, los semáforos intermitentes y una noche que jura ser aburrida e inmortal.
«No siempre puedes conseguir lo que deseas»
¡Maldita canción!
Buscando escapar de la melodía que se burla de mí, uso mi imaginación para vislumbrarme en la avenida de más abajo, huyendo en mi monopatín de los policías que intentan meterme preso por quebrar la cuarentena. Vale, parece que esto de deambular en lo ficticio funciona... pero, ¿qué pasaría empujo lo ficticio a la realidad? Es decir, si violo la ley de mi madre y la justicia de los hombres solo para salir afuera un rato y ahogarme en la ciudad de luces muertas, ¿qué sería lo peor que pudiese pasar?
Puede que me atrape la policía, claro, si es que llegan a capturarme porque nadie es más rápido que yo con el monopatín. Aun así, en un supuesto caso, salgo y entonces me atrapan, ¿cuál sería la sentencia? Por lo que he escuchado en la TV serían varios días de arresto y servicio comunitario, y una paliza magistral, ¡eso no está tan mal! ¿O sí?
Una noche en monopatín por las calles de la ciudad a cambio de hacer servicio comunitario, o en el peor de los casos, a cambio de estar arrestado un buen tiempo. ¿Valdrá la pena? Tal vez sí, pero, ¿y luego? Mi mamá me mataría, o tal vez me encierra en el cuarto y selle la puerta con soldadura como lo hacen en los países asiáticos, y abra una escotilla nada más para suministrarme las tres comidas del día.
¡Eso sería muchísimo peor que la cárcel!
Mi cabeza divaga en otras dimensiones... y, entre tantas, puedo verme junto a las gemelas que más temprano conocí. Cada vez que recuerdo aquel "qué miras chismoso" de la tal Asha se me quiebran los huesos. Ahora me ganan las ansias, ¿por qué tan de pronto? Esas hermanas me recuerdan la necesidad de salir a la calle y gritar, y abrazar a todo el mundo.
«No siempre puedes conseguir lo que deseas»
¡Maldición! Me duele el cuero cabelludo, quizás porque estoy afincando muy fuerte las uñas sobre él. ¡Dios! Mis dientes parecen hilos de dinamita. Miro la cama desordenada y salto hacia ella con el teléfono en mi mano. Llevo las sábanas a mi boca y las aprieto entre mis dientes, y saboreo lo amargo de una vida encrucijada. No importa el dolor porque se siente bien, aunque mis labios sangren. Entonces grito, y el miserable sonido taponado por las sábanas se transmite por la habitación.
¡Quiero que acabe la cuarentena! ¡Qué termine el insoportable encierro!
Una oleada de imágenes vibrantes relampaguean en el fondo negro de mis ojos apretados. Y de pronto:
¡KABOOM!
Algo estalla detrás de la cama y yo vuelo por el susto para estrellarme contra el piso. No veo bien; el polvillo lo camufla todo. Cuando la cortina de humo se desvanece, apenas aparece frente a mí un hoyo en la pared, y escombros tirados sobre la cama y sobre todos lados. Huele a sangre, pero no me importa el olor, solo lo que hay frente a mí.
Dos siluetas difusas por la nube de polvo entran por el hoyo, por el cual discurre la imagen de otra habitación. Son figuras idénticas: Llevan un afro espléndido y unos trajes negros muy brillantes. No logro reconocer cuál es cuál, solo sé que una se llama Asha y me dijo más temprano en el balcón:
—¡Qué miras chismoso!
Sonrío, o no sé si son mis labios ensangrentados que están acalambrados. La verdad no sé nada ni quiero saber nada que no esté relacionado las gemelas que ahora invaden mi habitación. Hieden a algún explosivo, tampoco sé a cuál... apenas si hacía mis tareas de química.
De pronto, me poseen unas ganas enormes agarrar mi teléfono que yace repleto de escombros a pocos metros. Me arrastro y las gemelas se apresuran a capturarme. Por suerte logro ver la hora antes de que una de ellas me dé un puñetazo en la mano solo para que mi pobre celular salga volando por ahí. Antes anhelaba un tiempo fugaz, pero ahora, frente a estas diosas que atan mis manos y ponen una mordaza en mi boca con las sabanas que hace poco estaba mordiendo, quisiera que el tiempo anduviera lento, lentísimo, o que más bien se paralizara.
Todavía son las nueve de la noche. Todavía ha de sonar «No siempre puedes conseguir lo que deseas»... pero viendo a estas gemelas, ya no estoy tan jodido.
Todo da vueltas mientras un silbido pulla en mis orejas; no escucho nada de lo que dicen las gemelas, pero parece que están discutiendo. Me resulta tan divertida la cuestión que comienzo a regurgitar algo semejante a una risa entre la mordaza. Ellas, entretanto, me miran y discuten, discuten y me miran... y así. Ojalá mi madre estuviera presente, me moriría de la risa aún más al ver su cara anonadada y su desinfectante en aerosol, rociando maniáticamente mi cuerpo y el cuerpo de las gemelas. Estaría divertidísimo, en serio, lástima que sigue inmersa con los Rolling Stones... tal vez solo me encuentre muerto.
Y ahora que la nube de polvo ha desaparecido, puedo ver mejor a las que posiblemente me matarán. Una de ellas lleva un martillo en sus manos, y la otra un afiche de Scarlett Johansson. La tía del afiche sí que está sexy y parece que me está guiñando el ojo. Lo cierto es que mis sentidos vuelven a su sitio y puedo escuchar apenas la discusión de las hermanas.
Y por lo que logro oír, están peleando porque una de ellas, la que lleva el martillo, no quiere reventarlo en mi cabeza. Sin embargo, la otra se lo ordena una y otra vez, y por lo que veo parece que la que lleva el afiche de Scarlett Johansson es...
—¡Olvídalo Asha! —dice la que lleva el martillo a la del afiche— ¡No lo mataré!
Sí, es Asha, ¡y quiere matarme! Y realmente es triste que quiera apagarme la vida, después de todo, me había caído bien.
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