Una mujer se encontraba llorando, mientras sostenía a su hijo mayor, el cual estaba con sus manos ensangrentadas. No podía hacer nada, aunque se muriera de la ira contra la concubina de su esposo, ya que este era el sultán y por ende, no había fuerza en la tierra capaz de contradecirlo.
—Mami—susurró su hijo—lo siento...
—Por favor—rogó al sultán—por piedad, perdone al príncipe Murad.
—¡Insolente!—ahora golpeó a su esposa—¿Quién te crees para evitar que lo discipline?
El sultán miraba con vergüenza a su hijo, no podía creer lo que su concubina le había dicho hasta que lo vio con sus propios ojos. Su heredero, escogido por la propia águila divina, estaba jugando a ser cocinero. Incluso, su esposa, en secreto, tenía un pequeño espacio en el que había acondicionado una cocina de juguete.
Ya suficiente tenía con que su hijo fuera un niño con sobrepeso, cobarde y llorón, como para soportar que él estuviera haciendo algo que solo las mujeres podían hacer. Con ira, ordenó quemar su cocina de juguete en el patio del palacio de la reina mientras este miraba como lo que más le gustaba era destruido.
—¿Sabes cuál fue tu pecado, verdad?—preguntó el sultán.
—Sí, su majestad—respondió cabizbajo.
—Dímelo—le ordenó.
—Jugar a la cocina—respondió sin levantar su cara.
—Bien—habló antes de irse—cuida a tu hijo, ¡No seas una deshonra!
La reina solo asintió, mientras la concubina soplona sonreía con malicia antes de irse con el sultán. Una vez estuvieron solos, apenas pudieron levantarse del suelo. Su madre, quien estaba enferma desde que había dado a luz a su hijo menor, fue de inmediato a su habitación y mientras comprobaba el estado del niño en la cuna, ordenó tratar las heridas de Murad.
—Murad lo siente—pidió perdón.
—No—susurró acariciando a Murad—mamá... siente no protegerte a ti y a tu hermano.
Murad dejó que su madre, también lastimada por los golpes de su padre, lo abrazaba, mientras seguía observando a su hermano menor en la cama. Si bien no quería ser el sultán, y su pasión se encontraba en jugar a que era un cocinero, detestaba incluso ser un hombre como su padre, que amaba más a sus concubinas que a su madre. Por ende, mientras pudiera proteger a los que más amaba, aceptaría algo que odiaba con su corazón.
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32 AÑOS DESPUÉS...
El cielo estaba increíblemente despejado para el clima tan fresco de ese día. Una niña rubia, con cabellera ondulada, observaba los pájaros volar.
A su lado, sus tres hermanas se encontraban escuchando las historias de la abuela Baba. La anciana, al ver el silencio de la segunda hija de la duquesa, dejó de leer y le habló preocupada.
—¿Ocurre algo, Beatrice?—cuestionó la anciana—¿Beatrice?
Por más que la abuela Baba la llamara, la niña de ocho años seguía sin prestarle atención. Fue en ese momento que otra de las hermanas habló.
—¿De verdad conoceremos a nuestro príncipe azul?—preguntó emocionada Anastasia—¡Yo quiero casarme con sir Scott!
—¡Y yo con el príncipe Máximo!—expresó la tercera hermana.
—¡Y yo con el papa!—terminó de hablar la menor de todas.
La abuela Baba se rio con dulzura, al parecer las niñas habían heredado el gusto de su madre por los hombres mayores. En definitiva, usaría eso para molestar al duque Jeremy, el cual recientemente había dado la bienvenida a sus últimas cuatro hijas, teniendo un total de doce princesas, las cuales estaba segura seguirían los pasos de su madre a la hora de elegir esposo.
—¿Son o se hacen idiotas?—cuestionó con ira Beatrice.
—¡Beatrice!—la abuela Baba la regañó.
Sus tres hermanas se sintieron tan ofendidas que un concierto de lloriqueos comenzó a resonar en la sala de juegos, haciendo que Beatrice saliera corriendo y se escondiera bajo la cama.
Pasado unos minutos, la puerta de la habitación se abrió y la pequeña observó las botas de su padre caminar en toda la estancia.
—¡¿No está Beatrice?!—preguntó el duque Jeremy—y yo que quería que ella me ayudara a comer estos chocolates...
La niña, quien estaba llorando, al escuchar la jarra de dulces de su padre, salió de su refugio y corrió directo a abrazar la pierna del duque.
Beatrice, quien se caracterizaba por ser muy reservada y fría, solo se alegraba cuando su padre llegaba con la jarra de dulces. El hombre le recordaba a las historias de Santa Claus que había escuchado antes, dónde un hombre gordito con las mejillas rosas traía alegría a los niños.
El duque sonrió al ver que su plan funcionó, así que, tomando en brazos a su hija más querida, ya que era muy unida a él, la llevó a su despacho a comerse los dulces con él.
—Papá prometió a mamá adelgazar...—le dijo sentándose en el sofá a su lado—pero esto será nuestro secreto, ¿vale?
—¿Mamá ya no quiere a papi?—preguntó comiéndose una de las galletas.
—Al contrario—respondió dándole un beso en su frente—es solo qué papi sufre de la presión alta, así que debe bajar de peso.
Jeremy observó como su hija asentía en señal de entendimiento, antes de comerse otras tres galletas. Luego de pasarle un vaso con leche, procedió a preguntarle sobre lo que la abuela Baba le había dicho.
—No me gustan los cuentos de hadas—respondió la niña con la cabeza baja—le tengo envidia a las princesas que encuentran a su príncipe azul. Mis hermanas y yo estamos malditas, al final moriremos...
—¿De dónde has escuchado eso?—cuestionó Jeremy asustado.
—Lo estaban susurrando varias personas en la misa del domingo pasado—respondió la niña haciendo un mohín—lo siento.
—Cariño, antes muerto yo a que alguien las mate a tus hermanas o a ti—le besó de nuevo la frente—ustedes son mi mayor tesoro. Así que apenas veas a tus tres hermanas, te disculparás con ellas, ¿entendido?
Jeremy suspiró con pesadez después de que la abuela Baba se llevara de nuevo a Beatrice. Le dolía el corazón el tan solo recordar la maldita bruja que había maldecido a sus hijas. La pequeña de cabellera rubia se fue más calmada, sentía que podía confiar en las palabras de su padre.
No obstante, si la profecía que la Abuela Baba había dicho, era cierta por completo, tenía la esperanza de que doce príncipes aparecieran para luchar por el corazón de sus hijas y eliminar a los doce demonios destinados a arrebatarles su alma.
8 AÑOS DESPUÉS...
Beatrice se encontraba durmiendo con un poco de fiebre, junto a dos de sus hermanas mellizas. La mayor de ellas, Anastasia, se encontraba recluida bajo observación debido a que en la madrugada de su cumpleaños, hacía tan solo un día, había aparecido la marca demoníaca.
Hubiera sido un día alegre, donde festejarían su mayoría de edad y el comienzo de su temporada debut, si no fuera porque para el final de aquel invierno tanto Anastasia como ellas tres morirían.
Beatrice estaba profundamente dormida cuándo sintió como algo se posaba en su frente, haciendo que su fiebre desapareciera. Al abrir sus ojos, encontró una bella mariposa revoloteando frente ella. Ensimismada por el atractivo de la mariposa, Beatrice se levantó de la cama para seguirle.
Sus dos hermanas, aun dormidas, no se dieron cuenta de lo que estaba ocurriendo. Y como había pasado la noche anterior con la mayor de las doce princesas, Beatrice entró al portal que se había abierto dentro del gran closet de la habitación.
Mientras descendía, observando con fascinación toda la belleza a su alrededor, unas zapatillas carmesí se materializaron en sus pies. Descendió más y más, se encontró en lo que parecía ser un gran invernadero, con muchas rosas principalmente.
Curiosa por saber más y por seguir a la mariposa, llegó hasta el centro del invernadero, en donde se encontraba dormido en el piso, con varios cuadernos encima, un hombre el cual tenía una bata blanca encima. Sintiendo como su corazón comenzaba a latir con fuerza, se acercó a este y comenzó a quitar las cosas de encima de él.
—Hermoso—susurró la segunda hija del duque Jeremy.
El hombre dormido descansaba con sus gafas, ocultando unas pequeñas ojeras y una barba creciente que demostraban su cansancio. Su cuerpo, tonificado, se enmarcaba demasiado en su ropa. Se veía que era mayor, por lo menos encima de los 35 años; sin embargo, no tenía nada que envidiar a los hombres más jóvenes.
—¡Perdón!—expresó nerviosa.
Justo cuando había comenzado a acariciar el bello rostro de aquel hombre, este abrió sus ojos para dejar ver dos hermosas esmeraldas en estas.
Su mirada era tan profunda que Beatrice se sentía desnuda ante él; no obstante, hombre suavizó su mirada y le sonrió con dulzura.
—Mi dulce Beatrice, ¡me has encontrado!—dijo sentándose frente a ella—¡no sabes cuánto tiempo te he estado esperando!
—¿Me conoces?—preguntó con cierta emoción.
—¡Claro! ¿Cómo no iba a conocer a mi pareja destinada?—respondió tomando la mano derecha de esta—la mujer que me pertenece desde su nacimiento. Soy Alejandro.
Con el corazón acelerado, Beatrice observó como los cálidos labios del hombre besaron con suavidad los nudillos de su mano, dejando así una leve marca de chupón. Después de levantarse, el extraño ayudó a levantarla y tomando su mano con fuerza, comenzó a caminar con ella hasta las afueras del invernadero.
—¿Puedes ver el castillo a lo lejos?—señaló con el dedo.
Beatrice observó, desde la orilla de un lago, un castillo majestuoso y enorme. Alejandro, con una leve sonrisa, atrajo a la joven debutante a sus brazos y la abrazó con fuerza, aspirando el olor del jabón a fresas con el que Beatrice se había bañado. La chica cerró sus ojos embriagada ante tal acercamiento.
—Será nuestro hogar, mis hermanos y yo hemos estado esperando por las doce princesas—habló besando su cuello—¿te gustaría conocer tu futura casa?
Olvidando el peligro que conllevaba encontrarse con aquel demonio, como si se hubiera quedado en blanco y se hubiera borrado todo lo que había pasado antes, Beatrice asintió y dejó que este la guiara hasta un pequeño bote. Una vez en sus brazos, los remos comenzaron a moverse solos mientras Alejandro le daba pequeñas caricias.
Una vez llegaron al medio del lago, Alejandro ayudó con delicadeza a que Beatrice se bajara del bote. Abrazándola por la cintura, condujo a la chica delante de él hasta entrar al hermoso edificio.
Lo primero que vio al entrar fue un hermoso salón de baile con el techo descubierto, el cual estaba adornado por un majestuoso jardín. Encima de las flores, más de las mariposas, como la que la había traído a ese lugar, danzaban con alegría.
—¿Te gustaría bailar?—le preguntó.
Asintiendo encantada, dejó que Alejandro la llevara al centro del salón y comenzara a bailar con ella un vals, cuya música provenía de instrumentos que se tocaban solos.
Aun cuando estuviera vestida con una bata que se transparentaba un poco, no le importaba si su cuerpo casi desnudo rozara con la tela de la ropa del hombre.
—¿Tú serás mi esposo?—preguntó.
La princesa, que se encontraba con los ojos opacos, sin el brillo que la caracterizaba desde niña, dio una vuelta antes de que Alejandro la atrapara en su cuerpo. Con sus narices juntas, el hombre jugó un poco con la de ella, haciendo que se sintiera mucho más embriagada.
—Para eso yo nací—respondió besando la punta de su nariz—y para eso tú naciste.
Luego de haber bailado por casi dos horas, en las que jamás se sintió tan cansada, Alejandro comenzó a jugar con las nalgas de Beatrice.
La joven, quien acababa de cumplir su mayoría de edad, era extremadamente hermosa. Sus mejillas rojas, contrastando con su piel blanca, su largo cabello rubia y su estatura baja, Beatrice sin duda alguna ignoraba los bajos deseos que inspiraba en los hombres.
—¿Quieres ver algo?—preguntó, apretándola aún más contra él.
Asintiendo con mucha curiosidad, se dejó llevar por Alejandro hasta el piso más alto del castillo, donde doce habitaciones se extendían majestuosamente. Tras caminar un poco más, llegando a la última habitación, el hombre le pidió que mirara a través de la puerta.
—¡Anastasia!—susurró sorprendida.
Viendo a su hermana mayor, la cual estaba en la cama con un hombre un poco parecido a Alejandro, cabalgando con un gozo infinito.
Aquella no era la hermana mayor que conocía, aquella Anastasia era mucho más hermosa que la anterior y mucho más desinhibida.
La mancha de sangre en las sabanas era evidencia de que su virginidad había sido robada por el hombre debajo de ella, quien movía sus caderas al mismo ritmo que ella.
No obstante, Anastasia no se encontraba con miedo o nerviosismo alguno, era como si su cuerpo se moviera naturalmente ante algo que estaba destinado a suceder.
—¡Shhh! Tranquila, ellos se están amando—la abrazó por detrás—así como tú y yo nos amaremos, has nacido para ser mía.
Bajando con cuidado su mano, mientras con la otra jugaba con uno de los pechos de Beatrice, comenzó a besar el cuello de ella a la par que hacía que la parte baja de esta se humedeciera aún más con su tacto.
No entendía como, pero el ver a su hermana hacer el amor con su "destinado" y que Alejandro la estuviera amando en esos momentos, hacía que su mente se nublara mucho más.
Con una sonrisa, Alejandro colocó contra la pared a Beatrice, de modo que ella siguiera viendo como su hermano amaba a Anastasia.
Así, abriendo sus piernas, hizo que esta se apoyara en sus hombros y bajando su ropa interior humedecida, comenzó a devorar su feminidad, provocando una ola de espasmos en Beatrice.
Con cada estocada que su hermana recibía, Alejandro hacía que su lengua la estimulara más, haciendo que juicio se nublara por completo.
Y así, al mismo tiempo en que Anastasia llegó a la cima, lo hizo por primera vez Beatrice. Aquel momento lo aprovechó Alejandro para morder el cuello de la segunda princesa y dejar una marca en esta.
Antes de que la joven cayera debido a la debilidad en sus piernas, Alejandro la cargó en brazos y caminó hasta su habitación, la cual extrañamente estaba adornada con las flores favoritas de Beatrice, pero con barrotes en el enorme ventanal.
Colocando con dulzura en el suave colchón a Beatrice, se colocó a su lado y la abrazó, mientras la princesa apoyaba su rostro en sus pectorales musculosos. Sintiéndose adormilada, entrelazó sus piernas con las de él, sintiendo como él la abrigaba bajo una manta.
—Tengo mucho sueño—susurró.
—Duerme, Beatrice—respondió—duerme conmigo.
Beatrice no supo cuanto tiempo exactamente había dormido, pero al despertar, en vez de sentirse más descansada, sentía una enorme pesadez encima.
Viendo que ya era el atardecer, observó el hermoso rostro del hombre a su lado. Alejandro nuevamente abrió sus ojos al sentir el tacto de la chica.
—Vamos, te regresaré a la casa—habló besando su frente—¿por qué pones esa cara triste?
—¿Esto es un sueño?—preguntó desilusionada—no quiero irme...
Mientras caminaban de regreso al lago, para tomar el bote rumbo a la salida que había en el invernadero, Alejandro colocó a entre sus brazos a Beatrice para que durmiera más al son de los latidos de su corazón.
—Beatrice, ya casi llegamos—susurró mordiendo el lóbulo de su oreja—despierta.
La princesa abrió un poco sus ojos, para a abrazar con más fuerza a Alejandro, no quería irse. Su cuerpo le imploraba estar al lado de su supuesto destinado.
Una vez llegaron a la orilla, Alejandro seguía agarrando con fuerza a Beatrice, quien estaba roja como un tomate, como si hubiera bebido. Cuando llegaron a las escaleras dentro del invernadero, antes de que ella subiera, la detuvo un momento.
—Antes de irte, Beatrice, debes prometerme tres cosas—la agarró de sus mejillas—¿Quieres volverme a ver, cierto?
—Sí—asintió.
—La primera cosa que debes prometerme, es que el único hombre que tomará tu virginidad seré yo—exigió acariciando sus labios—¿entendiste?
—Sí—juró.
—La segunda promesa es que me la darás a mí en tu segunda visita a mi mundo—habló descendiendo su mano por su cuello—¿entendiste?
—Sí—volvió a prometer.
—Y la última cosa es que no te enamorarás de ningún otro hombre—apretó su cuello con su mano—si le entregas a alguien más tu corazón, te juro que te mato y a tu querido padre también.
—Sí—respondió con un poco de miedo—mi corazón... mi cuerpo y mi alma serán solo tuyos.
Alejandro besó con ternura la frente de Beatrice, abrazándola con suavidad, de modo que ella se calmara un poco. Desde que por fin había llegado a el, no dejaría que nadie más la tuviera, aun si eso significaba matar a lo que ella más amaba.
—Recuerda, todo esto lo hago por ti, siempre te he amado y quiero que estés bien...—respondió con voz baja—eres mía y de nadie más... repítelo.
—Yo, Beatrice, soy tuya y de nadie más—repitió.
Una vez terminaron de hablar, a medida que volvía a subir los escalones, la visión de Beatrice se oscurecía, hasta que finalmente todo se volvió negro.
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A la mañana siguiente, con el primer rayo del sol, Scott y el joven Jeremy, que se quedaron en vigilia toda la noche, entraron en compañía de lo duques para ver el estado de Anastasia.
—¡Mi hija!—el grito de Serena resonó en toda la mansión.
Si bien su hija seguía dormida, tenía extrañas marcas de chupones en todo su cuerpo y la marca en su cuello brillaba con intensidad.
Scott, quien estaba sorprendido, puesto que nadie podría haber entrado en la habitación, se quedó perplejo al notar que el cristal que se suponía debía mostrarle lo que había sucedido, ya no estaba.
No obstante, fue un segundo grito lo que terminaría por despertar a Anastasia, proveniente de la habitación de sus tres hermanas mellizas. Mientras su madre y el joven mayordomo se quedaron con ella, el duque y Scott fueron corriendo hasta donde ellas.
Allí los dos hombres quedaron perplejos, puesto que la segunda princesa, con mirada perdida y ojeras pronunciadas, tenía en su cuello la misma marca que tenía Anastasia.
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Esa mañana, muy lejos de la devastadora realidad de la familia ducal, un carruaje seguido por un esquema de seguridad bastante grande, recién había ingresado a territorio del reino.
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