Isabella López, una joven de veintidós años, se levantó antes del amanecer, como lo hacía todos los días desde que su madre había sido internada en la clínica. A pesar del agotamiento que sentía en su cuerpo, mantenía una sonrisa en el rostro, determinada a ser el pilar fuerte que su familia necesitaba.
La muchacha era una joven de una belleza notable. Su cabello largo y castaño caía en suaves ondas sobre sus hombros, enmarcando un rostro de rasgos delicados. Sus ojos grandes de color café, siempre se veían llenos de calidez, y contrastaban con la sombra de preocupación que a menudo nublaba su mirada. Su figura esbelta y bien proporcionada reflejaba la vitalidad y energía que la caracterizaban, aunque últimamente el estrés había comenzado a dejar su huella.
Después de darse una ducha rápida, Isabella se vistió con unos jeans ajustados y una blusa de color pastel que resaltaba su piel clara. Eligió unos zapatos cómodos, sabiendo que el día sería largo. Su madre le había enseñado que la apariencia era importante, no por vanidad, sino porque proyectaba confianza y respeto hacia uno mismo y hacia los demás.
Bajó las escaleras con ligereza, entrando en la cocina para preparar el desayuno. Su hermano menor, Ian, de solo cinco años, todavía dormía en su habitación. La sonrisa de Isabella se amplió al pensar en él. Ian era la luz de su vida, su razón para seguir adelante a pesar de los desafíos. Era un niño vivaz y curioso, con el mismo cabello castaño y ojos verdes que Isabella, pero con una inocencia y alegría que iluminaban cualquier habitación.
Después de dejar listo el desayuno, Isabella se dirigió a la habitación de Ian. Lo encontró enredado entre las sábanas, su pequeño cuerpo respirando suavemente. Con delicadeza, lo despertó, susurrándole palabras suaves hasta que sus ojitos se abrieron.
-Buenos días, campeón. Es hora de levantarse- le dijo, acariciándole el cabello con ternura.
Ian se desperezó y sonrió somnoliento.
-Buenos días, Isa- respondió, usando el diminutivo cariñoso que había adoptado para su hermana. Isabella lo levantó y lo ayudó a vestirse, escogiendo una camiseta colorida y unos pantalones cómodos para él.
Mientras desayunaban, Isabella mantenía una conversación animada con Ian, riendo de sus ocurrencias y asegurándose de que se sintiera seguro y amado. El reloj en la pared avanzaba inexorablemente hacia la hora de salir.
-Vamos, Ian. Tenemos que llegar a la clínica para ver a mamá antes de que empiece el colegio- dijo Isabella, recogiendo los platos y lavándolos rápidamente.
El trayecto hacia la clínica era una rutina diaria para Isabella e Ian. Tomaron un autobús, y durante el viaje, Isabella mantenía a Ian entretenido, señalándole cosas interesantes por la ventana. A pesar de sus propios temores y ansiedades, siempre se aseguraba de que Ian se sintiera tranquilo.
Cuando llegaron a la clínica, el ambiente frío y estéril del lugar siempre la llenaba de inquietud. La salud de su madre seguía siendo un misterio para los médicos, y esa incertidumbre pesaba mucho sobre ella. Sin embargo, mantenía la esperanza y la fortaleza, sabiendo que su madre necesitaba ver esa positividad en su rostro.
Subieron al piso donde estaba internada su madre y se dirigieron a su habitación. La encontraron acostada en la cama, su rostro pálido pero animado al ver a sus hijos. Isabella se acercó primero, dejando que Ian tuviera su momento con su madre.
-Hola, mamá. ¿Cómo te sientes hoy?- preguntó Isabella, tratando de mantener su tono ligero y optimista.
-Hola, mis amores. Estoy bien, dentro de lo que cabe- respondió su madre con una sonrisa cansada. Ian se acurrucó a su lado, y ella le acarició el cabello con ternura.
Isabella observaba la escena con una mezcla de amor y tristeza. Ver a su madre tan vulnerable era doloroso, pero también sabía que estos momentos eran preciosos y necesarios para Ian.
Después de un rato, Isabella se dio cuenta de la hora.
-Ian, es hora de ir al colegio- dijo, levantándose de la silla junto a la cama. Ian asintió y se despidió de su madre con un beso.
-Volveremos mañana, mamá- prometió Isabella, dándole un abrazo. Su madre la sostuvo un poco más, susurrándole al oído.
-Gracias, Bella. Por todo lo que haces. Eres increíble.
Isabella sonrió, aunque una lágrima amenazaba con escapar.
-No tienes que agradecer, mamá. Haría cualquier cosa por ti y por Ian.
Salieron de la clínica y se dirigieron al colegio de Ian. Después de dejarlo en su clase, Isabella tomó otro autobús hacia su trabajo en un pequeño restaurante local. A pesar de las dificultades, sabía que tenía que seguir adelante, tanto por su madre como por su hermano.
El restaurante era un lugar bullicioso, y sus compañeros de trabajo la saludaron con calidez al llegar. Su jefe, era un hombre estricto pero parecía un hombre justo, que había mostrado comprensión por su situación familiar. Sin embargo, Isabella sabía que no podía permitirse fallar en sus responsabilidades.
Mientras atendía a los clientes y realizaba sus tareas, la muchacha mantenía su mente ocupada para no pensar demasiado en los problemas que la esperaban en casa. Sus compañeros notaban su dedicación y espíritu, y muchos la admiraban por su fortaleza.
La jornada laboral pasó rápidamente, y cuando llegó la hora de recoger a Ian, Isabella se sintió aliviada de poder volver a verlo. El camino de regreso a casa fue tranquilo, y aunque el cansancio empezaba a hacer mella, Isabella seguía manteniendo su sonrisa.
Esa noche, después de cenar y de acostar a Ian, Isabella se permitió un momento de debilidad. Se sentó en el sofá de la sala, rodeada por el silencio de la casa, y dejó que las lágrimas fluyeran. A pesar de todo, se sentía abrumada y asustada. Pero después de unos minutos, se secó las lágrimas, recordando la promesa que le había hecho a su madre.
Isabella sabía que tenía que ser fuerte, no solo por Ian, sino también por ella misma. Tenía que creer que, de alguna manera, encontrarían una solución para la enfermedad de su madre. Y mientras tanto, seguiría luchando, un día a la vez, para asegurarse de que su familia estuviera bien.
Esa noche, se acostó agotada pero determinada, con la esperanza de que el nuevo día trajera consigo una mejoría para su madre y un poco de alivio para sus corazones.
Alejandro Martínez era el epítome del éxito y la determinación. A sus veintiocho años, había logrado más de lo que la mayoría de las personas podían soñar en toda una vida. Era el director ejecutivo de una prestigiosa empresa de consultoría financiera, y su nombre era sinónimo de excelencia en el mundo corporativo. Su figura imponente y su presencia autoritaria dejaban una marca indeleble en cualquier lugar al que iba. Alejandro era un hombre guapo, con rasgos cincelados que parecían haber sido esculpidos por un artista. Sus ojos, de un intenso color azul, eran fríos y calculadores, siempre se encontraban evaluando y analizando cada situación. Su cabello oscuro y perfectamente peinado, junto con su mandíbula fuerte y su barba cuidadosamente recortada, completaban la imagen de un hombre que sabía exactamente lo que quería y cómo conseguirlo. El hombre vestía con elegancia y precisión, optando siempre por trajes a medida que resaltaban su figura atlética. Su apariencia impecable y su porte seguro lo hacían destacar en cualquier reunión o evento social. Sin embargo, detrás de esa fachada perfecta, había un hombre que llevaba consigo una carga emocional pesada y un profundo escepticismo hacia las personas, especialmente hacia las mujeres. Alejandro había crecido en un ambiente donde las apariencias lo eran todo. Su padre, Don Rafael Martínez, era un empresario exitoso que le había inculcado desde joven la importancia de la disciplina, el trabajo.
Pero algo que no había podido quitar de la mente de su hijo era el pensamiento de que las mujeres eran una distracción peligrosa. A lo largo de los años, Alejandro había visto cómo muchas mujeres intentaban acercarse a él, no por quién era, sino por lo que representaba: poder, dinero y estatus. Este constante acecho había fortalecido su desconfianza y lo había llevado a desarrollar una visión rígida sobre cómo debía ser una mujer decente. Para él, una buena mujer era aquella que vestía de manera recatada, sin exponer su cuerpo, y que se comportaba con docilidad y tranquilidad. No tenía paciencia para las mujeres que buscaban llamar la atención o que mostraban demasiada independencia.
Esa mañana, Alejandro se levantó temprano, como de costumbre. Su rutina diaria estaba meticulosamente planificada. Después de una sesión de ejercicio en su gimnasio privado, se dirigió a la ducha. El agua caliente relajó sus músculos, pero su mente ya estaba en modo de trabajo, revisando mentalmente las reuniones y tareas del día. Al salir del baño, se vistió con uno de sus trajes favoritos: un elegante conjunto gris oscuro con una camisa blanca y una corbata azul marino. Cada detalle estaba perfectamente cuidado. Se miró en el espejo, ajustando su corbata y asegurándose de que su apariencia fuera impecable. Bajó al comedor, donde su desayuno ya estaba listo, mientras tomaba su café y comprobaba los informes en su tableta, no pudo evitar pensar en la conversación que había tenido con su padre la noche anterior. Don Rafael le había insistido en que debía contratar a una nueva secretaria, alguien que pudiera encargarse de las tareas administrativas y que aliviara parte de su carga de trabajo.
-Necesitas a alguien confiable, Alejandro. No puedes seguir haciéndolo todo tú solo- le había dicho su padre con firmeza.
-Lo sé, pero no necesito a alguien que termine siendo más una distracción que una ayuda- había respondido Alejandro, recordando las experiencias pasadas con secretarias que habían intentado algo más que simplemente hacer su trabajo.
-No todas las mujeres son así. Hay personas competentes y profesionales. Solo tienes que darles una oportunidad- había insistido Don Rafael. Alejandro había aceptado a regañadientes, sabiendo que su padre tenía razón. Pero la desconfianza seguía presente, y no iba a ser fácil encontrar a alguien que cumpliera con sus altos estándares. Al llegar a su oficina, Alejandro fue recibido por María, su eficiente asistente, que le entregó su agenda del día.
Isabella estacionó el coche en el aparcamiento del hospital, apagó el motor y se quedó mirando al frente durante unos segundos. Sentía un nudo en el estómago, una mezcla de ansiedad y esperanza. Ian, su hermano de seis años, estaba sentado en el asiento trasero, jugueteando con su muñeco de acción favorito. Hacía una semana que no veían a su madre, Ana, quien había sido ingresada de urgencia por una complicación inesperada.
-Vamos, Ian- dijo Isabella, tratando de mantener la calma en su voz- Es hora de ver a mamá.
El pequeño levantó la vista, sus ojos grandes y preocupados reflejaban la ansiedad que trataba de esconder. Salió del coche con rapidez, su pequeño cuerpo lleno de una energía nerviosa que contrastaba con la aparente tranquilidad de Isabella.
Al entrar en el hospital, el olor a desinfectante y el murmullo constante de conversaciones bajas los envolvieron. La muchacha tomó la mano del niño para caminar juntos dirigiéndose a la recepción.
-Buenos días- dijo Isabella, tratando de sonar confiada- Venimos a visitar a Ana Martínez, está en la habitación 315.
La recepcionista, una mujer de mediana edad con una expresión cansada pero amable, buscó en su ordenador.
-Sí, habitación 315. Pueden aguardar en la sala de espera de la tercera planta- les dijo con amabilidad- En este momento los médicos están haciéndole una revisión- explicó- Avisaré a la enfermera de turno para que les informe cuando puedan entrar.
Isabella asintió agradecida y tomó el ascensor con Ian. Mientras subían, trató de distraer a su hermano con pequeñas charlas.
-¿Cómo estuvo la escuela esta semana?- preguntó, aunque ya sabía la respuesta por las notas de los maestros.
-Bien...- respondió Ian con voz baja- ¿sabes?Extraño a mamá.
-Lo sé, cariño. Yo también- replicó ella- Pero está en buenas manos. Los médicos están cuidandola.
Cuando llegaron a la tercera planta, se dirigieron a la sala de espera. Había algunas personas sentadas, todas con expresiones de preocupación y cansancio. Isabella e Ian tomaron asiento cerca de la ventana, desde donde podían ver el ajetreo del personal del hospital.
-¿Crees que mamá estará bien?- preguntó Ian, rompiendo el silencio.
Isabella le miró y sonrió, tratando de transmitir una seguridad que no sentía del todo.
-Claro que sí, Ian. Mamá es fuerte y los médicos son muy buenos.
De repente, un grupo de médicos y enfermeras salió disparado de su lugar de descanso, corriendo por el pasillo. Isabella apartó a Ian rápidamente, instintivamente protegiéndolo del caos que se desarrollaba a su alrededor. El corazón le latía con fuerza mientras intentaba entender lo que estaba pasando.
-¡Equipo de reanimación a la 315!- gritó uno de los médicos al pasar, llevando consigo un desfibrilador.
El número de la habitación resonó en la mente de la muchacha como un eco terrible. La 315, era la habitación de su madre. Isabella se quedó petrificada, sin poder moverse ni hablar. Ian tiró de su mano, notando la tensión en el aire.
-¿Qué pasa, Isa?- preguntó el niño, con su voz temblando.
Isabella respiró hondo, tratando de mantener la calma por su hermano.
-Nada, Ian. Solo... solo siéntate aquí un momento, ¿de acuerdo? No te muevas- le dijo, mientras controlaba sus emociones evitando asustarlo.
Dejó a Ian en la silla y se acercó a la enfermera que había salido detrás del equipo de reanimación.
-Disculpe- dijo, tratando de no sonar desesperada- Mi madre está en la habitación 315. ¿Puedo saber qué está pasando?
La enfermera, que tenía una expresión de preocupación pero profesionalismo, se volvió hacia ella.
-Estamos haciendo todo lo posible, señorita. Por favor, quédese en la sala de espera y alguien vendrá a informarle en cuanto tengamos noticias.
Isabella asintió, sin saber qué más hacer. Volvió a sentarse junto a Ian, quien la miraba con ojos llenos de preguntas.
-¿Mamá está bien?- preguntó el pequeño de nuevo, esta vez con más urgencia.
Isabella sintió las lágrimas llenarle los ojos, pero se las tragó. Tenía que ser fuerte para Ian.
-No lo sé, cariño- respondió- Pero tenemos que esperar aquí y confiar en los médicos, ¿de acuerdo?
Los minutos pasaron lentamente, cada uno de ellos sintiéndose como una eternidad. Isabella podía ver a través de la ventana de la sala de espera cómo el equipo médico entraba y salía de la habitación 315. No podía oír lo que decían, pero la urgencia en sus movimientos era evidente.
Finalmente, después de lo que parecieron horas de angustia e incertidumbre, un médico salió de la habitación 315 y se dirigió hacia ellos. Isabella se levantó de un salto, llevando a Ian de la mano.
-¿Cómo está mi madre? ¿Qué ha pasado? - preguntó, con su voz apenas en un susurro.
El médico, un hombre de mediana edad con el rostro cansado, asintió con gravedad.
-Su madre ha tenido un episodio crítico- comenzó diciendo el galeno- pero hemos logrado estabilizarla. Sin embargo, la situación es delicada. Les recomiendo que pasen a verla ahora.
Isabella sintió un alivio abrumador mezclado con una nueva ola de preocupación. Miró a Ian, quien la miraba con esperanza.
-Vamos, Ian. Podemos ver a mamá ahora.
Entraron en la habitación 315, donde Ana estaba acostada en la cama, conectada a varios monitores. Parecía frágil, pero sus ojos se abrieron y sonrieron al ver a sus hijos.
-Hola, mis amores- dijo Ana con voz débil.
Ian corrió a su lado, agarrando su mano con fuerza.
-Mamá, te extrañé tanto- dijo Ian, con lágrimas en los ojos, mientras se aferraba al cuello de la madre.
Isabella se acercó y tomó la otra mano de su madre, sintiendo una mezcla de alivio y preocupación.
-Nosotros también te extrañamos, mamá. Solo queremos que te pongas bien.
Ana asintió, sus ojos estaban llenos de amor y determinación.
-Haré todo lo posible, Isabella. Haré todo lo posible, cariño...-; respondió la mujer, que evidentemente estaba muy débil.
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