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Una Luna, Cuatro Alfas

1. Cumpleaños no Feliz

El invierno había envuelto a la manada en un manto de nieve y frío, y aunque para muchos era una temporada de celebración y calidez, para mí solo significaba otra marca en el calendario de soledad.

Las festividades llenaban el aire con risas y cantos, mientras yo observaba desde las sombras, sintiéndome fuera de lugar en un hogar que nunca había sido mío.

El diez de diciembre sería mi cumpleaños, pero nadie lo recordaba ni le importaba. Ese día también era el cumpleaños de los cuatrillizos Drake, los herederos del Alfa Caspian, destinados a convertirse en los próximos líderes de la manada Winter Moon. La riqueza, la belleza y el poder parecían ser parte de su ADN, al igual que el desprecio que sentían por mí. Todos menos uno. Ian, el menor de los cuatro, tenía momentos de amabilidad que me permitían soñar, aunque fuera por un instante, que no todos en este lugar estaban en mi contra.

Mis recuerdos me llevaban constantemente a aquel día en que mis padres me dejaron en la casa del Alfa Caspian y Luna Ivy. Solo tenía siete años, y el miedo se había arraigado en mi corazón desde el momento en que crucé la puerta de esa inmensa mansión. "Estarás segura aquí, ellos te cuidaran" me habían dicho. Pero la realidad fue muy diferente. Sin una explicación ni promesas de regreso, me convertí en una carga, que debía pagar la deuda de mis padres, ¿cómo pudieron dejarme para saldar su deuda?.

Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en años, cada uno más pesado que el anterior. Mi vida en la casa del Alfa se limitaba a cumplir con una lista interminable de tareas que parecían crecer con cada día que pasaba. Mientras los cuatrillizos disfrutaban de su niñez rodeados de lujo y atenciones, yo luchaba por encontrar un momento de paz en medio de las responsabilidades que me habían impuesto.

La casa del Alfa Caspian era majestuosa, una fortaleza de piedra y cristal que se alzaba imponente entre los pinos cubiertos de nieve. En verano, los jardines florecían con vida, pero en invierno, el paisaje se volvía un reflejo de mi propia existencia: frío, desolado y sin esperanza. La mayoría de mis días los pasaba en la sala común, una vasta habitación con una chimenea que apenas lograba calentar el aire gélido que me rodeaba.

Mañana cumpliría dieciocho años y finalmente recibiría a mi lobo. Este pensamiento era lo único que me daba un atisbo de esperanza. Pronto, ya no estaría sola. Tendría a alguien a quien aferrarme, alguien que podría entender mi dolor y mis miedos. Pero, por otro lado, la idea de encontrar a mi compañero me aterrorizaba.

¿Qué pasaría si él también me despreciaba, como lo hacía casi toda la manada? ¿Y si mi destino era estar sola, incluso después de obtener a mi lobo?.

Recordé mis cumpleaños pasados, marcados por la crueldad de los cuatrillizos. El primero de ellos, a mis ocho años, había sido una cruel lección en la naturaleza de aquellos que me rodeaban. Axel, Sam, e Ian habían irrumpido en mi pequeña fiesta imaginaria, destrozando cualquier esperanza de felicidad que pudiera haber albergado. Sus burlas y risas resonaban en mi mente, un eco que nunca se desvanecía.

.........

Era el día antes de mi octavo cumpleaños, un día como hoy y la emoción burbujeaba dentro de mí como el refresco que había planeado servir en mi fiesta. Imaginaba la decoración de globos, la tarta de chocolate que siempre había querido y a mis amigos riendo y disfrutando. La idea de un día lleno de risas y sorpresas llenaba mi corazón de alegría, mientras me peinaba frente al espejo, soñando con cómo sería todo.

Sin embargo, la realidad era diferente. Cuando los cuatrillizos aparecieron en la escena, la atmósfera mágica que había construido en mi mente se desvaneció al instante. Axel, Sam e Ian irrumpieron en la habitación como un torbellino. Sus risas resonaban en el aire, pero no eran risas de alegría; eran burlonas, llenas de una crueldad que no podía comprender del todo.

— Mira quién se cree la reina del cumpleaños — exclamó Axel, con una sonrisa torcida que me heló la sangre.

Su mirada estaba cargada de burla mientras miraba alrededor.

— ¿Realmente crees que a alguien le importa tu cumpleaños? — Sam se unió, con una burla en su tono que me golpeó como un puñetazo en el estómago. Me retorcí en mi interior al escuchar sus palabras; su risa resonaba como un eco de mis peores temores.

Intenté mantener la cabeza en alto, apretando los puños a mis lados.

— ¡Sí! ¡A mis amigos les importa! —grité, pero mi voz apenas tenía fuerza.

Axel se acercó y me miró directamente a los ojos, su expresión era dura.

— ¿Amigos? ¿Crees que alguien querría estar contigo, Kitten? Ni siquiera tú eres tu propia amiga.

Cada palabra caló hondo, desgarrando el velo de mis sueños y revelando la cruda realidad que me rodeaba. Ian, que había estado en silencio, dio un paso hacia adelante, mirándome con una mezcla de pena y desafío. Pero incluso su presencia, una vez reconfortante, se sintió como una traición, al ser parte de ese momento hiriente.

— Tal vez podríamos venir a tu fiesta — dijo, intentando romper la tensión, pero su esfuerzo fue en vano.

Lo que él decía no podía sanar las palabras de los otros. En lugar de eso, se sentía como si abriera la puerta a más dolor, al dejar claro que incluso si asistían, sería solo para reírse de mí.

Axel y Sam no se detuvieron allí. Empezaron a contar historias que nunca habían sucedido, inventando burlas sobre mis amigos imaginarios, riendo de cosas que nunca debieron ser motivo de risa. Su cruel espectáculo continuó, cada broma era un golpe directo a mi corazón, cada risa un eco que resonaba en mi mente.

Cuando finalmente se marcharon, dejándome sola entre lágrimas y el eco de sus crueles palabras, supe que ese día, al menos en este momento, en el rincón más oscuro de mi corazón, ya no existía la idea de un cumpleaños feliz.

.........

Mi octavo cumpleaños había sido robado por la crueldad de aquellos que siempre habían debido protegerme.

Cada año, intentaba ignorarlos, intentaba mantener viva la ilusión de un día especial, pero siempre terminaba igual. Las palabras hirientes y las risas crueles destruían cualquier felicidad que pudiera haber sentido. Mis cumpleaños se convirtieron en un recordatorio de mi posición en la manada: sola, indeseada, y siempre a la sombra de los futuros Alfas.

Miré por la ventana, observando cómo los copos de nieve caían lentamente, cubriendo todo a su paso. La vida dentro de la casa continuaba como siempre, con los preparativos para la gran celebración de los cuatrillizos en marcha. Yo solo era una sombra en el fondo, ocupada en cumplir mis deberes.

Fui al pequeño baño de la sala común y me duché rápidamente, deseando poder desvanecerme con el vapor que llenaba la habitación. El reflejo en el espejo me mostró un rostro cansado, con sombras bajo los ojos y una expresión de resignación que no lograba sacudirme.

Había crecido, pero la carga de mis años pasados aún pesaba sobre mis hombros.

Con el cabello recogido en un moño apretado, me dirigí a la cocina para comenzar a preparar el desayuno para todos. Aunque la casa era enorme, con habitaciones lujosas y un sinfín de comodidades, a mí me habían asignado un pequeño cuarto apenas amueblado. Era un reflejo de mi lugar en la manada, un recordatorio constante de que no pertenecía allí.

Ese día, al igual que todos los demás, trabajaría sin descanso, atendiendo las necesidades de aquellos que me despreciaban. Pero una pequeña chispa de esperanza ardía en mi interior: pronto, todo esto terminaría. Y cuando lo hiciera, dejaría atrás la casa del Alfa, la manada Winter Moon, y a los cuatrillizos que habían convertido mi vida en un infierno. Mi libertad estaba a solo seis meses de distancia, y aunque el camino era incierto, sabía que no miraría atrás.

2. Los Cuatrillizos

La casa de la manada siempre estaba cálida, gracias a la excelente calefacción que contrastaba con el frío implacable del exterior. Terminé de arreglarme, colocando una camiseta de manga larga color rosa pastel y unos jeans negros gastados. Me dirigí hacia la cocina a preparar el desayuno de los cuatrillizos.

Era la semana de los cuatrillizos, y desde pequeños, una semana antes de su cumpleaños, comenzaban a mimarlos y consentirlos en todo lo que desearan. Era como un cumpleaños de siete días, culminando en una celebración extravagante al séptimo día.

Preparé una variedad de platos, incluyendo waffles esponjosos, panqueques dorados, crujiente tocino, huevos revueltos y jugosas salchichas. Puse la mantequilla y el jarabe de arce en la mesa. Preparé café. Bebí rápidamente un poco de café dulce con leche para tener algo de energía y comencé a poner la mesa. No se me permitía desayunar con ellos, tampoco comer lo mismo que ellos comían. Debía prepararles primero su desayuno, dejar que comieran y luego preparar el mío.

Luna Ivy, una mujer de piel pálida, ojos verdes y rizos dorados, entró al comedor para verificar que todo estuviera como ella deseaba. Me miró con desagrado.

—¿Has lavado los platos? Asegúrate de hacerlo bien antes de comer. Los cuatrillizos bajarán pronto —dijo Luna Ivy con frialdad.

El Alfa Caspian entró tranquilamente, besó con profundo amor a su luna y me asintió con la cabeza. Él era alguien neutral en cuanto a mí; no era severo, no exigía cosas, pero tampoco me trataba con amabilidad. Era como si le diese lo mismo mi mera existencia. Como una comitiva detrás de él, venían mis "verdugos", los cuatrillizos.

Medían un metro noventa y cinco, veinte centímetros más altos que yo. Se parecían a su padre con su espeso cabello negro brillante hasta los hombros, rostros cincelados, ojos azules de bebé, hoyuelos y hendiduras en la barbilla. Como eran Alfas, todos tenían hombros anchos y musculosos, bendecidos con súper velocidad y súper fuerza incluso más allá de lo que se consideraba extraordinario para un hombre lobo.

Eran perfectamente idénticos y perfectamente atroces, al menos para mí. Sus voces profundas resonaban mientras gritaban con entusiasmo, empujándose unos a otros juguetonamente. Tendrían veintiún años mañana, pero todavía actuaban como si tuvieran doce.

Alex era el mayor y más serio, el que seguramente gobernará con mano de hierro. También es, al que era más difícil acercarse. Le tenía mucho respeto; no era de tener novias, siempre que alguien le preguntaba el motivo su respuesta era la misma: ese título solo le corresponde a su Luna.

Luego venía Samuel o Sam como le decían todos en la manada. Él es el segundo en orden descendente. Si bien también es serio, suele ser un poco más fácil acercarse a él, aunque cuando se enojaba era mejor no estar cerca. También era el más explosivo. A diferencia de Alex, siempre andaba con una loba colgada de su brazo, pero no solían durar mucho. La relación más larga que tuvo fue de tres meses.

Después estaba Axel, el típico playboy y chico malo. Sus novias iban rotando cada dos meses, algo casi religioso. Nunca estuvo con la misma chica más de ese tiempo; a veces incluso le duraban menos. También es quien se encargaba de hacerme la vida imposible cada vez que podía, y eso era siempre. El y Sam eran a los que más le tenía miedo.

Luego venía Ian, el más chico de los cuatro. Él era el más dulce, consentido y carismático. Nunca tuvo novia. A mi forma de ver, era el mejor de los cuatro.

Nunca estuvo con una loba. Al principio, quiso experimentar y trató de estar con algunas chicas, pero siempre volvía decepcionado. Un día, así de la nada, se declaró célibe. Dijo que se guardaría para su luna. Sus palabras fueron: “Ninguna loba ha logrado encender la chispa en mi corazón. No voy a perder mi tiempo en relaciones vacías. Esperaré a mi Luna y cuando llegue, la amaré con todo mi ser, haciéndola sentir como la joya brillante que es.” Recuerdo que Luna Ivy estaba eufórica cuando lo escuchó. Después del Alfa, Ian era a quien más celaba. Había algo en Ian que me llamaba. Tal vez era porque siempre trataba de hacerme reír o me salvaba de sus hermanos, realmente no lo se. Lo único que sí sé es que sin él, mi vida sería peor de lo que ya es.

— ¿Me preparaste todo esto, Kattie? — dijo Ian con una hermosa sonrisa, sacándome de mis pensamientos.

Mientras pasaba por mi lado, intentó sacarme el moño del cabello y dejarlo suelto. A Ian no le tenía miedo; solía decir que le gustaba mi cabello suelto y, cada vez que podía, me robaba mis moños. Pero este era el último que me quedaba; no podía permitir que me lo sacara. Lo esquivé dando unos pasos hacia atrás sin ver, y choqué con algo duro. Me giré, y ahí estaba Axel, mirándome con una sonrisa juguetona. Sabía que eso no era nada bueno. Me sostuvo de los hombros, acercando su cara peligrosamente cerca de la mía hasta que nuestras narices se tocaron.

— Gatita traviesa — dijo con una sonrisa en la cara.

— Si Ian quiere este moño, debes dárselo, ¿quedó claro? — terminó por decir Sam, colocándose en mi espalda y terminó de sacarme el moño.

Se giró y se lo lanzó a Alex, quien lo tomó y lo guardó en su bolsillo. Con uno a cada lado, comenzaron a apretarme, enterrando sus rostros en mi cuello y aspirando mi olor. Me sentía atrapada, casi asfixiada.

Empecé a preguntarme qué estaba pasando; nunca se habían comportado de esta manera. Mis ojos se llenaron de lágrimas al sentir su intento de humillarme, pero me negué a dejarlas caer. Me había prometido no llorar por ellos, no iba a darles esa satisfacción.

Con un movimiento rápido, me liberé de su agarre; era mi último moño no podía perderlo, pero los futuros Alfas no estaban dispuestos a dejarme ir tan fácilmente. Ian, al ver mi intento de resistencia, se quedó inmóvil, mientras que Axel y Sam intercambiaron miradas llenas de complicidad, disfrutando de la situación.

— Vamos, Gatita, no quieres que esto se ponga más complicado, ¿verdad? — dijo Axel, acercándose un poco más. Su tono era juguetón, pero había un borde de amenaza en su voz.

— No me toques, Axel. ¡Devuélveme mi moño! —grité, tratando de mantener la voz firme, aunque sabía que estaba perdiendo la batalla.

Sam soltó una risa que resonó en el aire, y eso hizo que me ardieran las mejillas de vergüenza y rabia. Ellos disfrutaban de mi lucha; alimentaban su ego a base de pequeñas derrotas. Intenté dar un paso atrás, pero la espalda de Sam me bloqueó el paso.

— ¿Por qué no te rindes? — murmuró Sam, inclinándose hacia mí, con su aliento cálido rozando mi piel. — No puedes ganar.

Mi corazón latía con fuerza, y un nudo se formaba en mi garganta. Nunca había querido caer en su juego, la presión de sus cuerpos y sus palabras iba desgastando mi resistencia. Miré a Ian, que aún contemplaba la escena con interés, sin hacer ningún movimiento para ayudarme. La decepción se apoderó de mí; él, el más dulce y cariñoso entre ellos, solo observaba como si esto fuera un espectáculo.

— ¡¿Por qué son así?! — les grité, sintiendo que las lágrimas empezaban a asomarse en mis ojos.

Sabía que debía permanecer fuerte, pero la sensación de impotencia era abrumadora.

— Porque podemos — respondió Axel, sacando una sonrisa burlona. Erguí la cabeza, intentando desafiarlo, pero en el fondo, mi determinación se desvanecía.

En ese momento, sentí cómo se acercaban más, el aire se volvía denso con el desafío que me lanzaban. Desesperada, empujé a Axel para liberarme, pero solo logré que se riera más.

— Oye, tranquila. Solo estamos jugando — dijo Sam, como si eso lo justificara.

Mi valiente resistencia se desmoronó lentamente, y ante su risa burlona, su crueldad y la sensación de estar atrapada, dejé que los sollozos escaparan. Ya no podía luchar, el llanto era inminente y me rendí ante su diversión, mirando al suelo, derrotada.

— Está bien, pueden llevárselo Alfas — susurré entre lágrimas, con mi voz quebrada. — Solo… déjenme en paz.

Axel y Sam intercambiaron miradas sorprendidas antes de sonreír al unísono.

— Esa es nuestra Gatita — dijo Sam, mientras se estiraba para tocar mi brazo con una gentileza falsa.

Axel se echó a reír.

A medida que se alejaron, dejándome temblando y con la vergüenza aferrada a mi pecho, comprendí que, aunque había perdido esta batalla, la guerra aún no había terminado. Tendría que encontrar la manera de cambiar las reglas del juego.

— Tengo hambre, dejen de jugar — dijo Ian en un vano intento de aligerar el ambiente.

Cuando gire para tratar de escapar pude ver como Luna Ivy, me miraba con odio, si su mirada pudiera matar ya me encontraría tres metros bajo tierra.

Antes de que pudiera escapar, Alex se acercó a mí. Siempre trataba de evitarlo y no mirarlo directamente a los ojos; tenía terror de hacerlo enojar, si bien es uno de los más tranquilos de los cuatro, cuando se enoja es el más despiadado. Se inclinó quedando a mi altura y levantó mi mentón haciendo que lo mirara a los ojos.

— Debes respetar a tus Alfas, Kattie. ¿Entendiste? — preguntó mirándome de forma severa.

Mirándolo a los ojos asentí con la cabeza, ya sin fuerzas siquiera para responder.

— Palabras, Kattie — dijo sin apartar su mirada de la mía.

— Sí, Alfa Alex — dije casi en un susurro, sabiendo que podía escucharme.

Cuando Alex me soltó, corrí a la cocina. Mi corazón latía tan rápido que parecía que en cualquier momento se saldría de mi pecho.

Empecé a ordenar y limpiar todos los trastes. Aún no había comido nada, solo tenía en el estómago el café que pude tomar de manera rápida, y tenía mucha hambre. Me sentía un poco mareada. Esa era una característica mía: cuando pasaba un tiempo sin ingerir sólidos, empezaba a marearme y me dolía la cabeza. Esta mañana solo había tomado unos sorbos de café y aún no había comido nada.

Cuando salí para limpiar el comedor, vi que quedaba un waffle con un poco de tocino y huevo. Se me hizo agua la boca del hambre que tenía. 'Perfecto, no tendré que cocinar para mí' pensé, ya que no tenía tiempo; iba a llegar tarde a la escuela. Me apresuré a recoger el plato cuando escuché una voz que hizo que se me helara la sangre.

— ¿Qué crees que estás haciendo, Kattie? — preguntó Axel, su tono era calmado pero cargado de burla. Me quedé congelada, con el waffle en mis manos, recordando lo sucedido solo hace unos minutos, incapaz de responder.

—¿No puedes esperar hasta que termines tus deberes? —dijo Sam con una sonrisa maliciosa.

— Dejen que coma — intervino Ian, con una voz más suave — Ella también necesita energía para trabajar.

Ambos lo miraron, pero ya no dijeron nada. Mirando a Ian asentí rápidamente, agradecida por su intervención. Me llevé el waffle a la cocina y lo comí rápidamente, apenas saboreando la comida. Luego volví al comedor para terminar de limpiar. Mientras limpiaba, sentía los ojos de tres de los cuatrillizos sobre mí, especialmente los de Sam, siempre observándome con esa sonrisa que me hacía estremecer.

Finalmente, terminé mis tareas y me dirigí a la escuela, tratando de dejar atrás el peso del desayuno. Sabía que el día apenas comenzaba y que me esperaban más desafíos, pero también sabía que debía ser fuerte.

3. Otra Perspectiva

...POV Ian...

Cuando desperté esta mañana, me sentí extraño. Pasé la noche soñando con Kattie, mi bella y hermosa Kattie.

Aunque siempre estaba presente en mis pensamientos, hoy había algo raro, un anhelo que no podía ignorar.

Mi lobo estaba inquieto instandome a buscarla. Lo primero que quisimos hacer fue verla. Aunque no pudiéramos acercarnos como realmente quisieramos, anhelamos tenerla cerca. Me asee y cambié lo más rápido posible, esforzándome por lucir lo mejor que pudiera para que ella me viera.

Salí casi corriendo de mi habitación, pero no fui lo suficientemente rápido. Mis hermanos ya estaban a punto de bajar. No tuve más opción que tranquilizarme y seguirlos. Axel y Sam comenzaron a pelearse en las escaleras, empujándose y bromeando entre risas, mientras que Alex solo observaba, riéndose y despeinandome.

Normalmente, eso no me molestaba, pero hoy quería estar presentable para mi diosa Kattie. Con un manotazo rápido, le quité la mano de la cabeza y él me miró con sorpresa, ya que nunca había hecho algo así.

— ¿Alguien se levantó de mal humor? — preguntó con una sonrisa, tratando de mejorar mi ánimo.

— Lo siento, hermano — murmuré, mirando mis pies. Alex era el que más se preocupaba por mí, siempre atento a lo que me pasaba.

Al llegar al comedor, allí estaba ella, la única, la más bella y hermosa. Desde que llegó a la casa de la manada, me enamoré perdidamente de ella. Aunque ella tenía solo siete años y yo diez, me pareció la niña más hermosa que jamás había visto.

La primera vez que la vi parecía una princesa salida de un cuento. Su cabello negro y lacio, un poco mojado por la nieve que caía. Sus ojos color avellana, llenos de lágrimas, me partieron el corazón. Llevaba un hermoso vestido celeste, con medias térmicas y unas botas marrones. Me enamoré perdidamente de ella en ese instante.

Traté de salir con otras lobas con la esperanza de que me hicieran sentir igual, pero ninguna lograba tener ese efecto en mí. Durante las citas, siempre deseaba que Kattie estuviera a mi lado. Después de un tiempo, decidí que si no podía estar con mi diosa, no estaría con nadie.

— ¿Me preparaste todo esto, Kattie? — le dije, sonriendo. Ella me devolvió la sonrisa, y mi corazón se llenó de alegría. Amaba cada gesto suyo. Amaba ser el único que recibía ese tipo de sonrisas.

Al pasar a su lado, intenté despeinarla, quitarle el moño que restringía su hermoso cabello negro. Pero ella se echó hacia atrás, sonriendo... en ese instante, se chocó con Axel. Su sonrisa se desvaneció al instante. Él comenzó a molestarla junto a Sam, y lo que hicieron me dejó desconcertado: hundieron sus caras en su cuello, aspirando su aroma.

Mis instintos se dispararon. La ira y el deseo de protegerla nublaron mi mente. Siempre había mantenido la distancia. Aquel acto era un ultraje. Mis ojos pintaron de negro, el deseo de defenderla creció de inmediato, pero el miedo aparecio. El miedo de que al defenderla, mi madre luego tomará medidas contra ella, y así en vez de ayudarla solo la perjudicaría más.

Recordé un momento en el que había actuado en defensa de Kattie.

Fue en una reunión familiar, y mis hermanos se habían burlado de ella, empujándola. Sin pensarlo, me interpuse entre ellos y Kattie, grité que la dejaran en paz. Mi madre, al ver mi reacción, se volvió furiosa, su ira no recaía en mí sino en Kattie.

Desde ese día, había aprendido que defenderla abiertamente podía traer consecuencias catastróficas.

Kattie terminó llorando, y mi madre, en un arranque de rabia, decidió desquitarse con ella. Empezó a criticarla con dureza, despreciando hasta su apariencia y la manera en que se comportaba. Le prohibió unirse a las actividades familiares y hasta le quitó sus cosas favoritas como castigo. La brutalidad de sus palabras hizo que Kattie se sintiera tan humillada y rechazada que no pudo contener las lágrimas. Yo, impotente, observé mientras mi madre infligía ese cruel castigo, sintiendo que no solo había herido a Kattie, sino que también había trazado una línea entre nosotros.

La culpa de haber empeorado las cosas me atormentaba. En lugar de animarla, había hecho que sufriera más. A partir de ese momento, decidí quedarme callado, convencido de que mi deseo de protegerla solo traía más problemas. Cada vez que veía su tristeza, era como si un peso en mi corazón aumentara, sintiendo que había fallado de la manera más dolorosa.

— Tengo hambre, dejen de jugar — dije, tratando de elevar mi voz con un tono que podía pasar por autoridad. Mis hermanos me miraron y finalmente la dejaron en paz, pero ese aspecto impasible de mi voz me dejó con un sabor amargo en la boca.

Sin embargo, Alex no dejó ir la oportunidad y le dijo que debía respetar a sus Alfas, obligándola a mirarlo a los ojos. Era algo común en él; sólo quería que ella lo mirara, pidiéndole respeto. Mientras tanto, yo me urgía por hacer valer lo que sentía, pero la sombra de mi madre seguía diciéndome que era peligroso. Kattie no merecía ser tratada así, y debía encontrar el valor para defenderla de todo y de todos.

...POV Alex...

Ian estaba actuando raro hoy, pero decidí no darle demasiada importancia. Supuse que eran solo los nervios ante nuestra próxima asunción como Alfas de la manada.

Para tranquilizarlo, le revolví el cabello como solía hacer, pero esta vez se apartó y luego pidió disculpas. No podía culparlo; era mi hermano menor, seguramente estaba demasiado nervioso.

“Tranquilo, cachorro, todo estará bien. No estés nervioso”, intenté consolarlo a través del enlace mental, pero no recibí respuesta.

Cuando llegamos al comedor, ahí estaba Kattie. Había vivido con nosotros desde pequeña y se encargaba de todos los quehaceres de la casa. Era como una criada, con la diferencia de que no recibía ningún pago por sus servicios.

Mis padres decían que estaba “pagando la deuda” de sus padres, pero eso siempre me había parecido equivocado. ¿Cómo podía una niña de siete años asumir la carga de sus padres? Era incomprensible, pero aún no era el Alfa de esta manada, no podía hacer nada; eso cambiaría mañana.

Tenía sentimientos encontrados hacia Kattie. Algo en ella me generaba curiosidad, una intensa atracción que solo crecía con el tiempo. Pero también me generaba rabia y frustración.

Ella siempre se mantenía distante de mí, como si mi mera presencia le resultara desagradable. Pero, ¿por qué? Nunca le había hecho nada malo, o al menos no podía recordar. De los cuatro, era el único que no la trataba ni bien ni mal, simplemente porque ella no me dejaba acercarme.

Envidiaba a Ian, cuya habilidad para hacerla sonreír era evidente. Las pocas sonrisas que le había visto eran todas para él. Nadie más parecía notar que siempre estaba allí, salvándola de Sam y Axel cuando la molestaban.

Esa necesidad de hacerme notar, sin poder encontrar la manera de acercarme a Kattie, me picaba por dentro. Mi posición como futuro Alfa debería bastar para que me respetara, pero su indiferencia solo me dejaba frustrado. Sentía una mezcla de curiosidad y enojo que no podía ignorar. Cada vez que me daba la espalda, algo se apretaba en mi pecho. El equilibrio de poder siempre ha sido esencial en nuestra manada, y yo, como Alfa, no podía permitirme ser ignorado. Y así, con autoridad en mi voz, me esforzaba por hacer que Kattie se diera cuenta de mí, incluso si eso significaba actuar con mano dura.

Por eso, me gustaba hacer que me mirara a los ojos y exigirle respeto. Era la única forma que encontré de hacer que me notara, pero su indiferencia me llenaba de frustración.

Un día, la vi tan pálida que casi se desmaya; no había nadie cerca para ayudarla porque estaba limpiando el comedor sola después del desayuno. Actué rápidamente, apresándola en mis brazos y evitando que cayera al suelo. Fue la única vez que la tuve cerca, y se sintió increíblemente bien. Pero en cuanto se dio cuenta, se alejó, mirando sus pies y pidiendo disculpas. Eso me enfureció. Le pregunté qué le sucedía y si había desayunado. Su respuesta, titubeante, fue que no había podido comer nada, lo que le provocaba mareos y dolores de cabeza.

Desde ese día, cada mañana me servía un poco más de mi porción y lo dejaba en el centro de la mesa, como si fueran sobras. Era una forma de asegurarme de que siempre tuviera algo para desayunar. Al principio, probaba diferentes opciones, ocultándome para asegurarme de que comiera. Así, fui descubriendo que sus favoritos eran las cosas saladas, excepto las verduras; cada vez que le dejaba alguna, las separaba y las dejaba a un lado. No le gustaban mucho los dulces; comía un poco solo para tener algo en el estómago.

Hoy no iba a ser diferente. Solo quedaba un waffle. Me apresuré a tomarlo junto con unos huevos y tocino. Sin embargo, Axel no me quitó la vista de encima; era el más glotón de los cuatro y se enrojeció de rabia. Enojado porque no le dí el último waffle, se fue a su habitación. Pero no podía quedarme a verificar si Kattie desayunaba; tenía una reunión con papá para tratar cuestiones de la manada.

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