Era el año 2006 y Matías tenía apenas seis años. El sol brillaba con fuerza sobre la pequeña escuela primaria de San Pedro, un lugar donde las risas infantiles se mezclaban con el murmullo de las hojas de los árboles. Matías, con su mochila llena de libros y sueños, caminaba despacio hacia el salón de primer grado. Cada día era una nueva aventura, y Matías, con su curiosidad innata, siempre estaba listo para descubrir lo que el mundo tenía para ofrecerle. Su cabello castaño, revuelto por la brisa matutina, y sus ojos grandes y brillantes reflejaban la pureza y la inocencia de su corta edad.
San Pedro era un pueblo pintoresco en Colombia, donde la vida parecía detenerse en el tiempo. Las calles empedradas y las casas de colores vibrantes eran testigos de las historias de sus habitantes. Sin embargo, a pesar de su belleza, el pueblo tenía una sombra oscura: la gente se dedicaba a hablar de la vida ajena y a poner sobrenombres despectivos a todos. Los rumores y las mentiras se propagaban como el viento, destruyendo reputaciones y sembrando discordia.
Uno de esos días, en la escuela, la señora González, la maestra de primer grado, mandó a llamar a la abuela de Matías. La preocupación era evidente en su rostro. “Matías es un niño muy amanerado”, dijo con un tono que intentaba ser comprensivo pero que cargaba un juicio implícito. “Sus compañeros lo molestan mucho por eso”.
La abuela de Matías, una mujer fuerte y cariñosa, escuchó atentamente. Sabía que las palabras de la maestra no eran más que el reflejo de una sociedad que no toleraba la diferencia. Esa tarde, al llegar a casa, le contó a los padres de Matías lo que había sucedido.
Desde ese día, la vida de Matías cambió drásticamente. Su padre, un hombre de carácter fuerte y con poca paciencia, comenzó a regañarlo y a pegarle por cualquier cosa. Matías no entendía por qué sus actos inocentes provocaban tal reacción en su padre. Cada golpe y cada palabra dura eran como un veneno que envenenaba su alma, quitándole poco a poco la alegría de vivir.
Matías encontraba refugio en un pasatiempo inusual para un niño de su edad: trazaba gráficos con coordenadas dadas por sumas en un plano cartesiano. Con una precisión que asombraría a muchos adultos, Matías creaba formas de objetos, dándoles vida a través de números y líneas. En esos momentos de soledad, su mente se enfocaba en los cálculos y las formas, alejándolo de la dureza de la realidad que lo rodeaba.
El pueblo de San Pedro continuaba con su rutina de chismes y maledicencias. Matías aprendió a moverse con cautela, evitando las miradas y los comentarios hirientes. Sin embargo, en su corazón, una llama de esperanza seguía ardiendo. Sabía que algún día encontraría un lugar donde sería aceptado y amado por quien era.
A pesar de todo, había momentos de alivio para Matías. Los fines de semana, cuando el bullicio de la escuela quedaba atrás, solía pasar horas en el jardín de su abuela. Allí, entre plantas y flores, se sentía a salvo. Su abuela, con sus manos arrugadas pero llenas de amor, le enseñaba los secretos de la naturaleza. Juntos plantaban semillas, cuidaban las flores y observaban cómo la vida crecía en silencio. En ese pequeño paraíso, Matías podía olvidarse de las burlas y los regaños, encontrando en el amor de su abuela la fuerza para seguir adelante. En esos momentos, rodeado de la belleza sencilla del jardín, Matías soñaba con un futuro mejor, un lugar donde pudiera ser libre y feliz, lejos de las sombras que ensombrecían su presente.
Matías se despertó esa mañana con la sensación familiar de ansiedad en el estómago. Los rayos del sol se filtraban a través de las cortinas de su habitación, llenándola de una luz suave y dorada. Se levantó de la cama y se vistió rápidamente, preparándose para otro día en la escuela primaria de San Pedro. A sus seis años, el mundo a veces se sentía demasiado grande y hostil, pero Matías trataba de mantener una actitud valiente.
En el camino a la escuela, Matías iba acompañado de su primo Samuel. Aunque eran de la misma edad y estaban en el mismo grado, Samuel siempre mantenía cierta distancia emocional. A pesar de ser familiares, Samuel no quería tener nada que ver con Matías fuera de las apariencias. Se unía al coro de niños que se burlaban de él por ser diferente.
Al llegar a la escuela, Matías se separó de Samuel y se dirigió a su salón de clases. Las risas y los murmullos de los otros niños resonaban en los pasillos. Matías, con su mochila colgando de un hombro y su mirada baja, trataba de pasar desapercibido. Pero siempre había alguien que lo notaba.
"¡Mira quién llegó! ¡El amanerado!" gritó uno de los chicos del grupo de Samuel. Las risas se propagaron como un incendio, quemando la confianza de Matías. Él sabía que no podía esperar ayuda de su primo. Samuel solo se unía a las burlas, buscando la aceptación de los demás.
Matías encontró su asiento y se sentó en silencio. La maestra, la señora González, entró al aula y pidió a los niños que se sentaran. Comenzó la clase, y Matías se sumergió en el trabajo, tratando de ignorar los murmullos y las risas que todavía resonaban a su alrededor. La escuela era un lugar de aprendizaje, pero también de dolor para él.
Durante el recreo, mientras los otros niños corrían y jugaban, Matías se sentó solo en un rincón del patio. Sacó su cuaderno y comenzó a trabajar en sus gráficos. Dibujaba líneas y formas en un plano cartesiano, utilizando coordenadas y sumas para crear figuras complejas. Este pasatiempo no solo lo distraía, sino que también le daba un sentido de control y logro en un mundo donde se sentía impotente.
Matías tenía una prima llamada Lucía, con quien siempre había compartido un vínculo especial. A diferencia de Samuel, Lucía era amable y cariñosa. A menudo, pasaban tardes enteras juntos en la casa de Matías, inventando historias y creando mundos imaginarios. Matías disfrutaba mucho más jugar con Lucía que con los otros niños. Sentía que con ella podía ser él mismo, sin temor a ser juzgado.
Uno de esos días, Matías llevó su cuaderno de gráficos a la escuela para mostrárselo a Lucía. Durante el recreo, se acercó tímidamente a ella mientras estaba sentada bajo un árbol leyendo un libro. "Lucía, quería mostrarte algo," dijo con nerviosismo, extendiendo el cuaderno hacia ella. Lucía levantó la mirada y sonrió ampliamente al ver las páginas llenas de dibujos. "¡Son increíbles, Matías!" exclamó. "Eres muy talentoso."
Matías sintió un alivio inmenso al escuchar las palabras de Lucía. Sabía que podía confiar en ella, incluso en medio de un entorno escolar hostil. Durante el resto del día, Matías y Lucía compartieron risas y sueños sobre los mundos que él había creado en papel.
A pesar del apoyo de Lucía, Matías no pudo evitar sentirse aislado. Las palabras de los otros niños, especialmente de su primo Samuel, seguían doliendo. La etiqueta de "amanerado" pesaba sobre sus hombros como una losa. A menudo se encontraba evitando los juegos bruscos de los niños y prefiriendo la compañía tranquila y comprensiva de Lucía.
A medida que pasaban los días, Matías comenzó a darse cuenta de algo más sobre sí mismo. Sentía una atracción especial hacia algunos de los chicos de su clase, una atracción que no comprendía del todo pero que sabía que era diferente. Observaba a un chico llamado Daniel, que tenía una sonrisa que iluminaba el aula. Matías sentía mariposas en el estómago cada vez que Daniel hablaba o sonreía. Sin embargo, guardaba estos sentimientos en secreto, temiendo el rechazo y las burlas.
A pesar de sus miedos, Matías encontraba consuelo en sus gráficos y en la amistad con Lucía. Ella era su ancla en medio de las tormentas emocionales que enfrentaba en la escuela. Juntos, soñaban con un mundo donde todos pudieran ser ellos mismos sin miedo a la discriminación.
Las vacaciones de fin de año se acercaban, y con ellas, una mezcla de sentimientos para Matías. Por un lado, estaba aliviado de dejar atrás el ambiente hostil de la escuela. Por otro lado, sentía tristeza al saber que no vería a Lucía durante las vacaciones. Ella se había convertido en su mejor amiga y su mayor apoyo.
El último día de clases antes de las vacaciones, Matías estaba emocionado por mostrarle a Lucía más dibujos en su cuaderno. Durante el recreo, se sentaron juntos en un banco del patio y pasaron horas hoja tras hoja, admirando cada gráfico meticulosamente dibujado. Lucía aplaudía y hacía preguntas sobre las técnicas que Matías había utilizado.
"Gracias por siempre estar aquí para mí," dijo Matías, mirando a Lucía con gratitud en los ojos. "Eres la mejor amiga que podría pedir." Lucía sonrió y abrazó a Matías con cariño. "Siempre estaré aquí para ti, Matías," dijo con ternura. "Eres especial tal como eres."
Con el comienzo de las vacaciones, Matías se dedicó a llenar el cuaderno con más gráficos y sueños compartidos con Lucía en mente. Cada página era una manifestación de su imaginación y su anhelo de escapar de las realidades dolorosas de la escuela. A través de sus dibujos, encontraba consuelo y fortaleza para enfrentar los desafíos que la vida le presentaba.
Las semanas después de las vacaciones transcurrieron lentamente para Matías. Aunque estaba aliviado de dejar atrás el ambiente hostil de la escuela, en casa enfrentaba una batalla diferente. Desde que tenía memoria, su padre había sido una presencia autoritaria y temible. Era un hombre corpulento, con manos grandes y gestos bruscos que parecían llenar la casa de un aire denso y amenazante.
Matías recordaba con claridad las noches en las que su padre regresaba del trabajo, cansado y de mal humor. Era como si la atmósfera cambiara instantáneamente en su presencia, llenándose de tensión y temor. Su padre no tardaba en encontrar un motivo para regañarlo o castigarlo. A veces, eran razones trivialidades como no haber ordenado adecuadamente su habitación o haber hablado en voz alta.
El método preferido de corrección de su padre era una chancla de caucho que guardaba cerca de la puerta de entrada. Era una chancla vieja y gastada, pero que cada vez que zumbaba por el aire, anunciaba el dolor y la humillación para Matías. El sonido de la chancla impactando contra su piel era seguido por las palabras severas de su padre: "¡Nunca aprenderás! ¡Eres una vergüenza! ¡Busca una mujer y enamórala, deja de ser tan afeminado!"
Matías no entendía por qué su padre lo trataba así. Se esforzaba por ser un buen niño, por complacer a su padre y ganar su aprobación. Pero nada parecía ser suficiente. Cada golpe y cada insulto eran como una losa sobre su autoestima, haciéndole creer que no merecía ser amado ni aceptado tal como era.
A medida que pasaban las semanas, Matías se volvía cada vez más reservado y retraído. Le costaba confiar en los demás y expresar sus emociones. Incluso con Lucía, a quien consideraba su mejor amiga, a veces se sentía incapaz de abrirse completamente. Temía que si revelaba sus verdaderos sentimientos y pensamientos, ella también lo rechazaría.
Una tarde, mientras estaba en el jardín con su abuela, Matías compartió algunas de sus preocupaciones. "¿Por qué papá siempre está enojado conmigo, abuela?" preguntó con voz temblorosa. Su abuela lo miró con tristeza y le acarició el cabello con ternura. "Tu papá no entiende muchas cosas, Matías," dijo con voz suave. "A veces, las personas tienen miedo de lo que no comprenden y reaccionan con ira."
Matías asintió, sintiendo una mezcla de alivio y tristeza. Saber que su abuela lo entendía le daba un poco de consuelo, pero seguía anhelando la aceptación de su padre. A lo largo de las semanas, trató de adaptarse a las expectativas de su padre, suprimiendo sus emociones y deseos más profundos en un esfuerzo por evitar más castigos y reprimendas.
El mayor dolor de Matías no era solo el castigo físico, sino las palabras hirientes de su padre. Le decía que no servía para nada, que nunca lograría nada en la vida si seguía comportándose como lo hacía. "Eres débil," le repetía una y otra vez. "Un niño bueno no se comporta como tú."
Con el tiempo, las palabras de su padre comenzaron a resonar en la mente de Matías. Empezó a dudar de sí mismo y de sus habilidades. Se preguntaba si realmente era defectuoso como su padre lo describía. La idea de buscar novia para demostrar su masculinidad lo confundía aún más. No entendía por qué no podía simplemente ser él mismo y ser aceptado por ello.
En la escuela, los problemas de Matías continuaron. A pesar de sus esfuerzos por esconder sus verdaderos sentimientos y comportamientos, algunos compañeros de clase seguían burlándose de él. Le decían "maricón" y "afeminado" en tono de burla, alimentando sus temores y haciéndole sentir aún más aislado.
Una tarde, después de una paliza particularmente severa por parte de su padre, Matías se encerró en su habitación y lloró en silencio. Se sentía solo y desamparado, atrapado en un ciclo de dolor y confusión del cual no sabía cómo escapar. Miró por la ventana hacia el jardín donde solía encontrar consuelo con su abuela, pero incluso ese refugio parecía estar fuera de su alcance en ese momento.
Con el tiempo, Matías encontró consuelo en su pasión por los gráficos y los dibujos. A través de ellos, podía escapar temporalmente de su realidad dolorosa y crear mundos donde se sentía seguro y aceptado. Cada línea trazada en el papel era un acto de resistencia contra las expectativas injustas y los juicios crueles que enfrentaba a diario.
A pesar de todo, Matías sabía en lo más profundo de su corazón que no estaba solo. Tenía a su abuela, cuyo amor incondicional era su ancla en medio de la tormenta. Y tenía a Lucía, cuya amistad significaba más para él de lo que podía expresar con palabras. Con su apoyo, Matías encontró la fuerza para seguir adelante, enfrentando cada día con valentía y esperanza de un futuro mejor.
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