En nuestro vasto mundo, la magia se alzaba por todos lados como un misterio envolvente, único y enigmático para muchos, mientras que para otros, era simplemente un mito sin fundamentos, algo estupido que un demente se invento en uno de sus viajes. Como las nubes que vagan en el cielo, la magia se difundia por nuestro mundo, invisible para algunos pero irresistible para otros. Para aquellos que creían, la magia se ocultaba en los hilos invisibles que nos conectan, en las plegarias suspendidas en el aire y en la lluvia que cae en momentos inesperados. ¿Qué es la magia en realidad? ¿Es solo un truco astuto, o hay algo más profundo en su esencia? En el mundo de los Desprovidos, aquellos que carecen de habilidades mágicas frente al esplendor de los hechiceros, nadie parecía comprender verdaderamente la complejidad y el misterio que encerraba la magia.
"¿Alguien en el mundo había visto la magia?" Esta pregunta resonaba en las mentes de muchos, como una melodía envolvente que evocaba la curiosidad y el asombro. A lo largo de la historia, relatos y testimonios hablaban de encuentros con lo inexplicable, de sucesos que desafiaban toda lógica y explicación racional. Algunos afirmaban haber sido testigos de prodigios que sólo podían atribuirse a la magia, mientras que otros permanecían escépticos, aferrándose a la creencia de que todo tenía una explicación científica. En medio de este panorama sombrío, la magia se escondía en los rincones más oscuros de la ciudad, apenas perceptible para aquellos que sabían dónde buscar. Los callejones estaban llenos de charlatanes y falsos magos que intentaban sacar provecho de la desesperación de la gente, mientras que verdaderos practicantes de la magia mantenían un perfil bajo, temerosos de ser descubiertos y perseguidos.
Los auténticos temen aparecer, haciendo que los falsos parezcan reales.
Pero esta no es simplemente una historia sobre si la gente cree o no en la magia; va mucho más allá de las creencias individuales que podían surgir en todos. Era muchísimo más complejo, algo que la mente humana no podía entender con facilidad.
--- ¿Escuchaste lo que dijeron por ahí? --- comenzó un viejo\, llevando un cigarrillo a sus labios. Su acompañante sonrió\, mostrando unos dientes amarillos y deteriorados. Asintió con la cabeza\, haciendo que su larga y descuidada cabellera se moviese.
--- Nunca pensé que la hija de nuestro director fuera capaz de hacer eso. Siempre la creí tan buena niña ---expulsó el humo de su boca.
--- Nunca me cayó bien. Siempre la vi demasiado amigable con todos. Además\, ¿qué hipocresía de su parte ser tan buena con todos para terminar haciendo esto?
Era el año de 1988, aproximadamente las veintidós horas en una ciudad, Swellow se llamaba, donde el ambiente estaba cargado de tensión y misterio. Swellow era una ciudad antigua y llena de historia, con callejones empedrados y edificios centenarios que parecían susurrar secretos de tiempos pasados. Sin embargo, en aquel año, la ciudad se encontraba en medio de una transformación tumultuosa. Una fuerte guerra había golpeado duro a Swellow, dejando a su paso desempleo, pobreza y desesperación. Las sombras se alargaban bajo la luz tenue de los faroles, proyectando figuras inquietantes en los muros desgastados.
En el corazón de la ciudad, un hombre encapuchado caminaba con determinación. Su capa oscura se mezclaba con la penumbra, haciéndolo casi invisible. Se detuvo frente a una puerta de madera maciza, cuya superficie mostraba las cicatrices de años de uso y conflictos. Golpeó tres veces, un patrón conocido sólo por aquellos que estaban en el círculo de resistencia.
La puerta se abrió ligeramente, y una voz ronca murmuró desde el otro lado:
— Contraseña.
— Valhan — respondió el hombre encapuchado con firmeza.
La puerta se abrió completamente, permitiéndole entrar a una habitación iluminada por la luz parpadeante de una vela. Dentro, un grupo de personas se encontraba reunido en torno a una mesa llena de mapas y documentos. Sus rostros mostraban la dureza de la lucha, pero también una determinación inquebrantable.
— Mirco, por fin has llegado —dijo una mujer de mediana edad, cuyo rostro estaba marcado por la preocupación pero también por la esperanza. — Tenemos noticias importantes, pero no creo que alguna te gustara…
Mirco se quitó la capucha, revelando un rostro joven.
—¿Qué ha sucedido, Beatriz? —preguntó Mirco, su voz cargada de preocupación mientras intentaba mantener la calma.
—Tu hermana fue arrestada, Mirco—comenzó, su voz temblorosa pero firme—. La capturaron hace unas horas en las afueras de la ciudad. Parece que alguien la delató. Pero, en un giro inesperado, logró escapar de sus captores. Ahora, la están buscando por todas partes. El Parlamento de Magia ha emitido una orden de captura inmediata y ha desplegado a todos los cazadores para encontrarla.
Mirco sintió un nudo en el estómago. Sabía bien lo implacables que podían ser los cazadores, agentes entrenados y despiadados que servían al Parlamento. La magia, en el mundo, era un arma de doble filo; aquellos que la poseían y usaban sin la aprobación del Parlamento eran perseguidos sin piedad.
—¿Cómo logró escapar? —preguntó Mirco, tratando de comprender cómo su hermana había conseguido evadir a unos guardias tan entrenados.
—No estoy segura de todos los detalles —continuó Beatriz—, pero algunos testigos mencionaron que utilizó un hechizo de invisibilidad, uno muy antiguo y poderoso que pocos conocen. Debió aprenderlo de esos viejos grimorios que siempre andaba estudiando. Sin embargo, ese tipo de magia deja rastros, y los cazadores son expertos en seguirlos.
—Los rumores dicen que si la atrapan, la... —Beatriz vaciló un momento, bajando la voz hasta casi un susurro— la ejecutarán en la Plaza de las Mil Brujas.
Mirco sintió que el suelo se desmoronaba bajo sus pies. La Plaza de las Mil Brujas era un lugar infame, donde en tiempos antiguos se llevaban a cabo ejecuciones públicas de aquellos acusados de practicar magia prohibida. Se había convertido en un símbolo de miedo y represión.
—No podemos dejar que eso ocurra —dijo Mirco con determinación renovada—. Necesitamos encontrarla antes que ellos.
Beatriz asintió, ya había esperado esa respuesta. Se acercó a la mesa donde un mapa de la ciudad y sus alrededores estaba extendido. Señaló varios puntos marcados con tinta roja.
—Estos son los lugares donde han avistado a los cazadores recientemente. Tendremos que ser astutos y rápidos. Debemos adelantarnos a sus movimientos. Si tu hermana sigue huyendo, podría dirigirse hacia el bosque al norte, es uno de los pocos lugares donde podría esconderse sin ser detectada fácilmente.
—Mirco —llamó Beatriz mientras él se dirigía a la salida—. Sé cuidadoso. Esto es más peligroso de lo que jamás hemos enfrentado.
—Lo sé, pero no puedo permitir que mi hermana muera de esa manera, no cuando ella es inocente de todo crimen que se le imputa —dicho esto, Mirco se acercó a la ventana y la abrió de par en par, dejando que el viento frío de la noche golpeara su piel.
Por un momento, se quedó inmóvil, sus ojos parpadeando con una intensidad creciente hasta que, de repente, se tornaron completamente rojos. Un brillo sobrenatural los iluminó, y en un destello cegador, unas majestuosas alas de fénix emergieron de su espalda, desplegándose con un resplandor incandescente. Sin más demora, Mirco se lanzó al aire, transformándose en un ave fénix que dominaba las noches. Su vuelo era elegante y poderoso, dejando un rastro luminoso en su estela. El resplandor que emanaba era tan increíble que las pocas personas que lograban vislumbrarlo desde las sombras de las calles empedradas pensaban que era un cometa, un presagio celestial atravesando el firmamento.
—¿Por qué no le dijiste que su hermana se encontraba muy débil? —escuchó Beatriz detrás de ella. Era uno de los hombres de confianza del grupo, un vikingo del norte, respetado pero aborrecido por muchos debido a su frialdad y brutalidad—. Ella acaba de tener un hijo. El poder que tiene no es lo suficientemente fuerte en este momento para lograr escapar por segunda vez de los cazadores. En pocos minutos, puede que ella sea atrapada de nuevo.
Beatriz se giró para enfrentarlo, sus ojos llenos de preocupación y frustración.
—No podemos poner en peligro nuestra organización. Si Mirco se entera que hoy posiblemente su hermana sea asesinada, podría cometer cosas que no podíamos controlar. Es mejor que él crea que.. todavía hay esperanza.
El vikingo, un hombre corpulento con una barba espesa y ojos fríos como el hielo, la observó en silencio por un momento antes de asentir lentamente.
— Él se enterara…
— Pero no será en este momento.
A las orillas de un extenso río de una gran variedad de animales marinos que nadaban de un lado al otro, el pueblo de Aureum se encontraba sumergido en un profundo silencio que solamente era interrumpido por el cantar de los pájaros sobre los árboles y el sonido del viento al golpear contra las cosas. Era un ambiente terrorífico. Las luces de las antorchas, que normalmente iluminaban las calles con gran resplandor, se habían apagado hace ya varias horas dejando todo en completa oscuridad. Todos estaban conscientes de lo que sucedía por lo que nadie se atrevía a poner un pie en la calle. Aureum, conocido como el pueblo de los mil colores, casi nunca se encontraba en silencio, el bullicio de las voces parloteando lo llenaban de vida, pero en ese momento, parecía como si nadie viviera en ese lugar.
Las calles de piedra que hace pocas horas se encontraban repletas de comercio y gente caminando de un lado a otro, en ese momento se extendían desiertas y silenciosas bajo el resplandor de la luna. El pueblo parecía estar en pausa, como si el tiempo mismo se hubiera detenido. Los escaparates de las tiendas permanecían oscuros, las puertas cerradas y apenas se escuchaba el eco distante de los pasos solitarios de algún transeúnte apresurado. En medio de ese terrorífico ambiente, una figura encapuchada se deslizaba por las sombras de los callejones, corriendo con fuerza mientras trataba de escapar de algo que la perseguía. Tenía miedo de morir. No quería morir. No debía morir y no deseaba morir.
El sonido de pasos pesados resonaba detrás de ella, cada vez más cerca. El miedo le hacía palpitar el corazón con fuerza, mientras sus piernas seguían adelante impulsadas por el puro instinto de supervivencia. Verlah caminaba con gran velocidad, el miedo martilleando en sus sienes. Apenas unas horas atrás había dado a luz a su hija, y su estado físico era lamentable. A pesar de esto, su determinación de sobrevivir la empujaba hacia adelante. No deseaba morir, y menos de esa manera; quería morir en lo alto, como una verdadera guerrera. Cada paso era una lucha. El dolor se extendía por su cuerpo, pero la fuerza de su voluntad superaba cualquier sufrimiento físico. Recordaba las historias de sus ancestros, de mujeres que, como ella, habían enfrentado adversidades insuperables y habían triunfado. Esas historias alimentaban su esperanza y le daban la energía necesaria para seguir.
Verlah avanzaba por los callejones oscuros y estrechos de Aureum, tratando de perder a sus perseguidores en el laberinto del pueblo. Sus sentidos estaban en alerta máxima, cada crujido y susurro era una posible amenaza. Los cazadores no se detenían, su misión era clara: capturar a la mujer que había osado desafiar al Parlamento de Magia. Para ellos, ella era una fugitiva peligrosa, pero para Verlah, su única misión era proteger a su hija y encontrar un lugar seguro donde ambas pudieran estar a salvo.
La respiración agitada y el sudor frío en su frente eran testigos del esfuerzo titánico que estaba realizando. Sus pensamientos volaban hacia su hija, un pequeño ser inocente que ahora dependía completamente de ella. El deseo de protegerla a cualquier costo la impulsaba a seguir adelante, a ignorar el dolor y la fatiga.
De repente, se encontró ante un callejón sin salida. Su corazón se hundió por un instante, pero rápidamente buscó una salida. Un antiguo edificio con una puerta entreabierta ofrecía una posible vía de escape. Sin pensarlo dos veces, se deslizó dentro y se encontró en un viejo almacén abandonado. El lugar olía a humedad y descomposición, pero en ese momento, era su única esperanza.
La recién nacida en sus brazos poseía unos ojos llenos de inocencia mientras miraba a su asustada madre, sin entender qué sucedía a su alrededor. Verlah la miró por unos segundos, su amor y determinación dándole fuerzas para seguir adelante. A pesar del miedo que la atenazaba, sabía que debía proteger a su hija a toda costa.
Sus pasos resonaban en el vacío del almacén, y no eran los únicos. Los cazadores, con su persistencia implacable, seguían tras ella. Cada vez que giraba la cabeza, esperaba no verlos demasiado cerca, pero el eco de sus botas resonaba con fuerza, un recordatorio constante de la amenaza inminente.
La bebé, ajena al peligro que los rodeaba, emitió un suave gemido. Verlah la apretó contra su pecho, tratando de calmarla con suaves susurros y caricias. No podía permitir que les hicieran daño, no a ella, no a su pequeña. La ansiedad aumentaba con cada paso, y el llanto de la bebé comenzó a intensificarse.
—Shhh, tranquila, mi amor, tranquila —murmuró Verlah con desesperación, su voz temblorosa. Intentaba mantener la calma, pero cada segundo que pasaba sentía que el tiempo se le escapaba entre los dedos.
El llanto de la bebé se hizo más fuerte, rebotando en las paredes del almacén. Verlah sabía que el sonido podría atraer a los cazadores, pero no podía detenerse. Con pasos rápidos y decididos, avanzó hacia la parte trasera del almacén, buscando cualquier señal de una salida.
Encontró una puerta trasera, vieja y oxidada, que parecía llevar a un patio cerrado. Con esfuerzo, empujó la pesada puerta y salió al exterior. El aire fresco de la noche golpeó su rostro, una breve pero bienvenida sensación de alivio. Pero no estaba fuera de peligro. Los pasos de los cazadores se acercaban, y no tenía mucho tiempo.
El patio estaba lleno de escombros y cajas abandonadas. Verlah buscó desesperadamente un lugar donde esconderse. Finalmente, vio una pila de cajas grandes lo suficientemente altas como para ofrecer una cobertura temporal. Se deslizó detrás de ellas, abrazando a su hija con fuerza y tratando de calmar su llanto con suaves caricias y susurros tranquilizadores. A medida que los pasos se acercaban, Verlah se agachó, casi cubriendo a su bebé con su cuerpo, rogando a los dioses que pasaran de largo. El corazón le latía con tanta fuerza que pensaba que los cazadores podrían oírlo. Las voces de los hombres resonaban en el patio, y pudo escuchar su conversación.
—Debe estar cerca. Revisen cada rincón —ordenó uno de ellos con voz autoritaria.
Los cazadores comenzaron a moverse por el patio, levantando cajas y mirando detrás de cada obstáculo. Verlah contuvo la respiración, cada músculo de su cuerpo tenso, lista para actuar si la descubrían.
En ese momento, la bebé dejó de llorar, como si sintiera la gravedad de la situación. Verlah la miró, sus ojos llenos de agradecimiento y desesperación. Si lograban salir de esa, le prometió en silencio que haría todo lo posible por darle una vida segura y feliz. Los pasos se acercaron peligrosamente a su escondite. Verlah cerró los ojos, preparándose para lo peor. Pero, de repente, uno de los cazadores gritó desde el otro lado del patio.
—¡Aquí no hay nada! Probablemente ya se fue. Volvamos a la calle principal.
La tensión en el aire se disipó un poco cuando los pasos comenzaron a alejarse. Verlah esperó unos minutos más, asegurándose de que el peligro había pasado. Finalmente, cuando todo quedó en silencio, se permitió un suspiro de alivio. Con cuidado, se levantó y miró a su alrededor. El camino estaba despejado por ahora, pero sabía que no podía quedarse allí mucho tiempo. Ella continuó corriendo con más fuerza, pero de repente, un dolor agudo atravesó su cuerpo cuando unas cadenas ardientes se enroscaron alrededor de sus pies, quemándola con su abrasador calor y tirándola al suelo. La recién nacida comenzó a llorar con más intensidad al sentir la caída brusca. Verlah quiso acercarse a su hija, pero las cadenas en sus pies le hicieron imposible la acción, alejándola de su bebé mientras luchaba por liberarse.
—¡Ayuda! —gritó Verlah desesperadamente, su voz llena de angustia y desesperación—. ¡Por favor, alguien ayúdeme!
Pero nadie acudió en su ayuda. A través de las ventanas, las sombras de los vecinos se asomaban tímidamente, observando lo que sucedía afuera. Nadie quería ayudar a una mujer que tachaban de malvada. Aunque Verlah no fuera mala, nadie se atrevía a enfrentarse a los cazadores, temiendo las represalias. Los cazadores eran temidos por su brutalidad y por la autoridad absoluta que ejercían en la comunidad mágica.
Los cazadores, encargados de la persecución de aquellos que se desviaban del camino de la ética y la legalidad mágica, habían atrapado a su presa. Eran implacables con cualquiera que consideraran una amenaza, ya fuera un hechicero traficando con artefactos oscuros o un brujo utilizando sus poderes para fines malignos. Algunos los veían como salvadores de la comunidad mágica, mientras que otros los consideraban tiranos abusando de su autoridad.
—¡La tenemos! —dijo uno de los cazadores, acercándose a Verlah con una sonrisa de triunfo—. Pensaste que podías escapar, pero nadie escapa de nosotros.
Verlah luchó contra las cadenas, sus pies ardían de dolor y sus fuerzas se desvanecían rápidamente. Sus ojos estaban fijos en su hija, quien lloraba desconsoladamente en el suelo. El llanto de la bebé resonaba en la noche, llenando el corazón de Verlah de una desesperación abrumadora.
—Por favor, no le hagan daño a mi hija —suplicó Verlah, las lágrimas rodando por sus mejillas—. Ella no tiene la culpa de nada. Solo es una bebé.
El líder de los cazadores se acercó, sus ojos fríos y calculadores. Se agachó frente a Verlah, observándola con una mezcla de desprecio y curiosidad.
—¿Por qué deberíamos mostrar misericordia? —preguntó con voz dura—. Tú has desafiado las leyes del Parlamento de Magia. Tu castigo es inevitable.
Los gritos de la mujer resonaban en la noche silenciosa, un sonido desgarrador que atravesaba el aire frío mientras las llamas de las cadenas iluminaban su rostro lleno de angustia. Su hija, ahora alejada por la brutalidad de las cadenas, lloraba inconsolable, y cada sollozo era una puñalada al corazón de Verlah. Los demás cazadores se acercaron, su marcha segura y sus rostros ocultos bajo capuchas oscuras, proyectando sombras inquietantes sobre las piedras antiguas de la plaza. Uno de ellos, el líder, se aproximó a la mujer caída, su figura imponente eclipsando la luz de la luna.
—Has sido condenada por tus acciones, bruja —dijo con una voz que resonaba con una frialdad calculada—. Tu uso indebido de la magia ha llegado a su fin.
Verlah levantó la cabeza, sus ojos llenos de determinación a pesar del dolor que la consumía.
—No soy una bruja malvada —respondió con firmeza—, y no dejaré que le hagan daño a mi hija. Ella no tiene parte en esto.
El cazador la miró con desprecio, su mirada fría y cruel.
—No tienes opción —replicó—. Ya es tarde para las súplicas.
—¡No se acerquen! —exclamó la madre, su voz temblorosa—. No les permitiré hacerle daño a mi hija. ¡No pasarán!
—Te encuentras indefensa en este momento —dijo el cazador con voz serena, casi melódica, mientras miraba fijamente a la mujer—. No podrías hacer nada… No planeo hacerle nada a tu hija —continuó el cazador, su tono calmado contrastando con la gravedad de sus palabras—. Aunque ella sea hija del pecado, nada recaerá sobre ella. Te estamos persiguiendo a ti, no a ella. En ese sentido, puedes estar tranquila. Tu hija estará bien en nuestras manos.
—No. Entrégame a mi hija. Es mía. Ella debe estar con su madre —suplicó Verlah, sus ojos inundados de lágrimas. — Por favor. Quiero ser una buena madre.
El cazador ignoró sus súplicas y ascendió en el aire con la niña en brazos mientras la madre, con el corazón destrozado, observaba impotente cómo se alejaban de su alcance. Sus sollozos resonaban en la atmósfera cargada de desesperación mientras rogaba desesperadamente que le devolvieran a su hija.
— Dejaste de ser una buena madre en el momento en el que te volviste mala persona.
En ese momento, un ruido metálico rompió la tensión. Thorvald, el vikingo, irrumpió en la plaza, su figura imponente y su espada en alto. Con una furia desatada, se lanzó hacia los cazadores.
—¡Déjala en paz! —rugió, su voz resonando con una intensidad que hizo eco en las paredes de los edificios circundantes.
El líder de los cazadores, aún sosteniendo a la bebé, miró a Thorvald con desdén.
—¿Crees que puedes detenernos, vikingo? —dijo con una sonrisa burlona—. Somos muchos y estamos bien preparados. Eres defensor de la maldad. Tu castigo será como el de ella. Atrapelos a ambos y llevenoselos.
En un abrir y cerrar de ojos, el cazador chasqueó los dedos, provocando que un destello de magia envolviera su cuerpo y lo transportara en cuestión de segundos a la entrada de un imponente bosque. Allí, se encontraban toda clase de animales de formas muy extrañas y exóticas, con ojos profundamente negros y salidos de sus rostros. Parecían no tener conciencia, solo caminaban sin rumbo fijo, chocando unos contra otros en una danza surrealista.
El cazador, conocido como Robi, avanzó por un sendero que serpenteaba entre la espesura del bosque. Las sombras se alargaban y se retorcían a su paso, como si el mismo bosque estuviera vivo y observándolo. Finalmente, llegó a una casa de madera de dos pisos, iluminada únicamente por antorchas de fuego azul y amarillo, que proyectaban un brillo inquietante sobre la estructura.
Robi tocó la puerta, la cual se abrió sola con un crujido siniestro, revelando un largo pasillo flanqueado por numerosas puertas. Sin vacilar, avanzó con pasos firmes hasta llegar a una puerta completamente negra adornada con misteriosas runas mágicas que parecían susurrar secretos antiguos. Al cruzar el umbral, se encontró con un hombre sentado en una silla de respaldo alto, disfrutando de una taza de café mientras hojeaba el periódico. Su aspecto era engañosamente tranquilo, con cabellos grises y ojos penetrantes que destilaban una sabiduría y astucia inusuales. A su lado, una mujer de cabello negro como la noche, con ojos que parecían reflejar una galaxia, vestía una túnica blanca y un cinturón de cuero adornado con dagas y pociones.
—Sir Eris, he aquí a la hija de tu hija —anunció Robi, desviando la mirada del periódico para dirigirla al hombre de cabello gris, quien dejó el periódico a un lado y se levantó lentamente de su silla, su expresión severa.
—Tu hija será sometida al juicio final del Parlamento Mágico —continuó Robi—. Su destino será decidido por aquellos que gobiernan nuestra sociedad mágica.
—Será asesinada... —murmuró Sir Eris, su mirada fija en el cazador, quien asintió lentamente—. ¿Dónde se encuentra ella?
—En estos momentos, puede que se encuentre retenida en las mazmorras bajo el Parlamento Mágico —respondió Robi—. El juicio está programado para una semana al alba.
Sir Eris se levantó abruptamente, la preocupación arrugando su frente antes lisa. Se paseó por la habitación, manos a la espalda, el peso de sus pensamientos tan palpable como el aire mismo. Finalmente, se detuvo y se enfrentó a Robi con una mirada decidida.
—¿Y de qué se le acusa exactamente? —preguntó, intentando mantener la compostura.
—Brujería oscura, tratos con demonios —explicó Robi, claramente disgustado por la manipulación detrás de la situación—. Creo que usted ya tiene conocimiento sobre las atrocidades que su hija le ha hecho a nuestra Sagrada Comunidad.
—Mi hija no es culpable de esos crímenes —dijo Sir Eris con firmeza—. Las acusaciones son falsas, un intento de desacreditar a nuestra familia.
—Lo sé, señor —respondió Robi, mostrando una rara empatía—. Pero las fuerzas en juego son poderosas.
Sir Eris se dirigió hacia una antigua biblioteca, sacando un libro que activó un mecanismo oculto. La estantería se deslizó hacia un lado, revelando una cámara secreta llena de artefactos mágicos, pergaminos, y un surtido de vestimentas de combate. De allí sacó un collar de amatistas con puntas de estrella el cual era de su hija. Mientras, Diane se acercaba a la niña, cuyo sueño parecía profundo y tranquilo, Sir Eris se encontraba encantando el collar. Diane con suavidad, tomó en brazos a la niña justo en el momento en que ella abrió los ojos, revelando un asombroso tono violeta que irradiaba misterio. Al mismo tiempo, Sir Eris completaba el encantamiento del collar, sus manos temblorosas pero firmes en cada movimiento preciso. Con el collar listo, se acercó a Diane y la pequeña.
—Este collar protegió a su madre desde que era una niña. Ahora, debe protegerla a ella — dijo, colocándolo cuidadosamente alrededor del cuello de la bebé. Las amatistas brillaron suavemente al contacto con la piel, un signo de que el encantamiento había sido exitoso. — Espero que esto sea capaz de cuidarte de todo mal, pequeña brujilla. —Sonrió a su nieta, al compás que sus ojos brillaban con una intensidad.
— Sir Eris, tiene unos ojos realmente encantadores —Diane estaba sorprendida. Aquellos ojos no eran muy comunes. Era la primera vez que miraba unos ojos tan violetas como la Amatista—. Sir Eris, ¿consideras normal que tu nieta tenga dichos ojos? En tu familia no ha habido nadie con esta anomalía…es como si fuera una… bueno, no sé con certeza que podría ser ya que esto es muy extraño.
Sir Eris contempló el rostro de su nieta con expresión pensativa. Observó los ojos violetas que tanto llamaban la atención, y una sombra de preocupación cruzó su rostro arrugado mientras reflexionaba sobre la pregunta de Diane.
— Tal vez es solo coincidencia —dijo desviando la mirada. — Robi, necesito que hagas algo… —continuó Sir Eris con voz urgente, mirando fijamente al cazador, quien se encontraba caminando por la habitación, observando todo con sumo cuidado. — Lo que quiero que hagas debe ser completamente secreto, nadie más debe saberlo. No debe salir de esta habitación o nos meteremos en grandes problemas con el Parlamento Mágico —continuó Sir Eris, su tono cargado de seriedad y preocupación.
Robi se cruzó de brazos y alzó una de sus cejas, indicando que estaba dispuesto a escuchar más pero quería detalles.
— Las brujas están siendo cazadas y asesinadas. Y por lo que veo, mi nieta también es una bruja, aunque no puedo estar completamente seguro de eso, pero es mejor prevenir cualquier cosa —explicó Sir Eris, su mirada reflejando una mezcla de temor y determinación — Quiero que la lleves a un lugar lejos de aquí, donde ella no esté en peligro y donde nadie sepa que ella es una bruja.
— Si ella es una bruja, debe ser aniquilada también, como todas. No tenemos preferencia por nada. No importa la edad, tenemos órdenes específicas de matar a todo ser cuya sangre sea de una bruja. No estoy a favor de romper las reglas. Y si tu nieta es una bruja, deberá recibir el mismo castigo que las brujas.
—No — dijo de golpe. — Es solo una niña. No puedo permitir eso. ¿Tu estas a favor de eso? ¿Quieres asesinar a un ser inocente para mantener las reglas? ¿Quieres arriesgarla por unas normas hechas por un grupo de viejos de la tercera edad que solo quieren conservar su poder y sus privilegios? — Robi arqueó una ceja en señal de desafío.
— Haces partes del Parlamento, ¿Cómo puedes decir eso?
— Por esa misma razón te lo digo. Esta niña no tiene la culpa de las acciones de su madre, ni de lo que muchas brujas hicieron en el pasado. Es un alma pura. Nadie tiene derecho a juzgarla, ni a señalarla por algo que no hizo — sus ojos rojos tenían un brillo con fuerza mientras hablaba —. No deseo que algo malo le suceda. Es lo único que me queda de mi hija — Robi asintió despacio.
— Entiendo el miedo que tienes hacia las consecuencias, si se descubre lo que planeamos hacer. Pero creo que tenemos que tomar el riesgo — Robi guardó silencio por un momento, y luego asintió con resolución —. Conozco a una mujer que estaría dispuesta a cuidar de ella. No se encuentra muy lejos de aquí.
—Quiero que sepas algo, Sir Eris, — señaló — si alguien llega a enterarse de esto, diré que fuiste tú quien me obligó a cometer este delito. Solo hago esto porque no soy tan mala como la gente cree. Tengo corazón, aunque sea de piedra, pero lo tengo. — Mostro una sonrisa torcida que dejaba ver sus amarillos y podridos dientes. — Nos vemos después, Sir Eris.
Robi recogió a la niña en sus brazos y la miró. Los ojos violetas de la bebé, grandes y llenos de inocencia, se posaron en la figura que la sostenía. Ajena al peligro que acechaba a su alrededor, la pequeña observaba con curiosidad. Después de unos minutos, Robi salió de la casa con la niña en brazos. Sabía que lo que estaba haciendo estaba mal, pero tampoco quería dejar que un ser inocente pagará por las consecuencias de otros, aunque no deseara aceptarlo. Él levantó la mirada hacia el cielo. La noche caía a su alrededor. Desplegó sus alas como si de un ángel de se tratase y se elevó en el aire. El viento susurraba a su alrededor mientras batía las alas con fuerza, impulsándolo hacia adelante.
Desde las alturas, Robi observaba el paisaje nocturno extendiéndose debajo de él. Las luces parpadeantes del pueblo se extendían como estrellas en la tierra, mientras que los bosques y campos se desvanecían en la oscuridad de la noche. A medida que ascendía más alto, sintió una sensación de libertad envolviéndolo, liberando su mente de preocupaciones y temores. Sus mirada se elevó hacia una casa en medio de un gran bosque, donde estaba la persona que Sir Eris le había dicho. A paso lento camino tocó tierra. Se quedó por unos segundos observando la casa de madera la cual estaba adornaba con flores de todos los colores y dos grandes ventanas en el segundo piso. Con un chasquido de dedos, apareció dentro de la donde una mujer de unos 36 años se encontraba viendo televisión, junto a un niño pequeño el cual estaba dormido.
— Lilac De Luna… —pronunció el, detrás de la mujer.
La mujer se levantó sobresaltada al distinguir la figura oscura de Robi en la penumbra. Sus ojos se abrieron de par en par, reflejando sorpresa y confusión al ver a un desconocido en su hogar. No lograba entender qué estaba sucediendo ni por qué había alguien más allí. Pero cuando Robi avanzó y le extendió a la bebé que lloraba en sus brazos, la expresión de la mujer se transformó de inmediato, pasando de la alarma a una profunda compasión y preocupación.
—¿Qué está pasando? —preguntó la mujer, su voz temblorosa mientras tomaba a la niña en sus brazos y la acunaba suavemente en un intento por calmarla—. ¿Quién eres tú? ¿Por qué estás aquí?
—Soy un Cazador —respondió Robi con calma, señalando el logo de su túnica negra —. Esta niña necesita tu protección. No puedo explicar más, pero confío en que la cuidarás como si fuera tu propia hija — la mujer lo miró con incredulidad. — Es una orden que debes seguir al pie de la letra. Si algo le sucede, toda responsabilidad recaerá sobre ti. Esta niña es la nieta de Sir Eris — la mujer abrió la boca en grande —. Él desea que cuides de esta niña…
— Entonces está niña es la hija de… — Robin asintió, haciendo que la mujer se tapara la boca con una mano. — No puedo creerlo… Yo no puedo hacer esto. Si alguien se entera, podría tener graves problemas. A las brujas las están matando y por ende a sus hijos también.
Robi permaneció firme en su lugar, sin titubear.
— ¿Recuerdas la promesa que hiciste a Sir Eris? Yo se que el te protegió, a mi también lo hizo cuando era muy pequeño. Si dejamos que algo le suceda a su nieta, los cazadores la matarán también. Yo no lo hice porque sé que… ella no tiene que pagar por las acciones de otras, pero hay más como yo que si son capaz de arrancarle el corazón y quemarla como lo están haciendo.
La mujer bajó su cabeza, con una mirada triste y resignada.
— ¿Qué quieres que haga? No puedo permitir que otro cazador venga aquí. Si alguien descubre que hay una bruja aquí, no solo mi familia estará en riesgo, todos lo estaremos.
— Nadie se enterará de esto. Es un secreto —El cazador levantó sus manos hacia la recién nacida, posándolas sobre ella, y comenzó a conjurar un hechizo—. Sombras que envuelven la muerte, cambien el destino a nuestro antojo, oculten este secreto profundo, que de ser revelado nos llevaría al pozo —sus ojos se tiñeron de un negro intenso. Un humo oscuro inundó a Lilac y a la recién nacida, mientras el niño, que yacía dormido en el sofá, abrió los ojos sin hacer ruido, inmóvil, observando en silencio todo lo sucedido.
Después de un encantamiento que parecía llegar de las profundidades de su alma, la recién nacida lanzó un chillido, y las sombras se desvanecieron.
— Solo cuídala de todo y de todos. Y sobre todo, no le digas que es una bruja. — Él desapareció antes que la mujer.
—¿Que se supone que haga ahora con tantos niños en casa? — soltó al aire mientras miraba a la niña.
—Mami… ¿Qué acaba de pasar? —Lilac miró a su hijo, quien se acercó a ella. — ¿Qué es eso que tienes en las manos? ¿Es para jugar?
—Ella es tu nueva hermanita —dijo Lilac con nerviosismo—. ¿Quieres verla?
Se sentó en el sofá y el niño, con pasos lentos, volvió a su lado y miró a su nueva hermana, que ya se encontraba con los ojos cerrados. ¿Cómo había terminado con la responsabilidad de cuidar a esta pequeña criatura? ¿Qué haría ahora? Con un suspiro, acunó suavemente a la niña, sintiendo la calidez de su pequeño cuerpo contra el suyo.
— ¿Qué opinas de ella? — preguntó la mujer, con la esperanza de que su hijo no notara sus emociones.
Pero él era más perspicaz de lo que le gustaba.
—¿Dónde está su pelo? —preguntó el niño, observando a su madre con curiosidad. —Es igual que Azul, también vino sin pelo. Parece que en la fábrica de bebés se les acabó el pelo justo cuando les tocaba. —Frunció el ceño, ocasionando una pequeña risa de su madre. —Tranquila, mamá, cuando sea más grande abriré mi propia fábrica de pelo y les pondré a los dos.
—Mi amor, ¿cómo planeas abrir una fábrica de pelo?
— Yo soy inteligente. Lo haré con mi cabello. ¿Qué va a pensar tu papá?
En ese momento el niño miró a la madre con ojos anhelantes.
— ¿Papá puede venir a ver a nuestra hermana?
—Primero debemos ponerle un nombre a la nueva integrante de la familia —dijo Lilac, sumida en sus pensamientos hasta que una idea iluminó su rostro—. ¡Ya sé! Te llamaré “Victoria”.
—No, mami, no. Victoria no. Es un nombre horrible —protestó el niño con una mueca.
—¿Y tú qué propones? —preguntó Lilac, intrigada.
—Ivelle.
—¿Como tu compañera de la escuela?
—Sí.
— ¿Qué te parece Victoria Ivelle Del Luna?
Una sonrisa de satisfacción se esbozó en la cara del niño.
– ¡Me gusta! ¡Victoria Ivelle Del Luna! — repitió con orgullo.
Algo en el nombre parecía imprimirle un sentido de autenticidad, como si el niño sintiera que era él quien había dado la bienvenida a su nueva hermana.
Con una sonrisa suave en sus labios, Lilac acarició con delicadeza la mejilla de la niña mientras le daba la bienvenida a su nuevo nombre.
—Bienvenida al mundo, Ivelle —susurró Lilac con ternura. La pequeña Ivelle emitió un suave murmullo en respuesta, como si aprobara su nuevo nombre.
A los pocos minutos, John bajó las escaleras con pasos pesados, aún confundido por la extraña urgencia de su esposa. Sus manos sostenían con firmeza una pequeña figura envuelta en una manta blanca. Al ver a Lilac de pie junto a la ventana, su expresión se transformó en un gesto de perplejidad y preocupación. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué ella estaba tan nerviosa? Avanzó hacia ella, y cuando estuvo lo suficientemente cerca como para ver claramente lo que estaba sosteniendo, sus ojos se abrieron de par en par en asombro y confusión. Una niña recién nacida yacía tranquilamente en los brazos de Lilac, sus ojos cerrados y pequeñas manitas apretadas contra su pecho. El silencio llenó la habitación, un silencio que solo fue interrumpido por el suave sollozo ocasional de la bebé.
Lilac le sonrió nerviosamente, tratando de calmar la incertidumbre que claramente se reflejaba en el rostro de su esposo. Le pidió que se sentara a su lado en el sillón, y él, sin apartar la mirada de la pequeña, obedeció, dejándose caer pesadamente en el asiento. Ella comenzó a relatar lo que había sucedido esa tarde, cómo había encontrado a la bebé abandonada en el parque cercano. Explicó cómo ninguna otra persona parecía dispuesta a ayudar a la niña, cómo sus llantos desesperados habían resonado en su mente y corazón. Cada palabra de Lilac se sentía como una ráfaga de viento helado, cada frase un recordatorio de que su vida, hasta ese momento, había cambiado irrevocablemente.
John escuchó en silencio, su mente dándole vueltas. Mirando a su esposa a los ojos, el se opuso rotundamente, temeroso de las posibles repercusiones de cuidar a un niño ajeno. Pero, al final, después de la insistencia persistente de Lilac, había cedido, aunque con reservas profundas y una sensación incómoda de inquietud en el fondo de su mente. Sabía que si alguien descubriera lo que habían hecho, las consecuencias podrían ser devastadoras, tanto para ellos como para la niña. La habitación se llenó de un silencio incómodo una vez que Lilac terminó de explicar. John miró a la bebé en sus brazos, sintiendo un torbellino de emociones dentro de él. Angustia por el futuro incierto que enfrentaban, incertidumbre sobre cómo manejarían esta situación, pero también una chispa de compasión y ternura por la pequeña vida que ahora dependía de ellos.
—¿Qué vamos a hacer ahora, Lilac? —preguntó John finalmente, rompiendo el silencio.
Lilac lo miró con determinación en sus ojos.
—No podemos dar marcha atrás, John. Ella no tiene a nadie más. Nos necesita —respondió Lilac con voz suave pero firme.
John asintió lentamente, asimilando las palabras de su esposa. Sabía que ahora estaban en esto juntos, y que debían hacer lo mejor para la niña.
—Está bien. Pero debemos ser muy cuidadosos. Nadie puede enterarse de esto. No sabemos cómo reaccionarían —dijo John con seriedad, mirando a Lilac con preocupación.
Ella se puso de acuerdo.
—Lo sé. Seremos muy cuidadosos. Esta niña es nuestra responsabilidad ahora —respondió Lilac, poniéndose de pie y colocando una mano sobre el hombro de John en un gesto de apoyo mutuo.
Miraron juntos a la pequeña, cuyos ojos se abrieron lentamente y miraron hacia ellos con curiosidad. Un escalofrío recorrió la columna vertebral de John mientras se preguntaba qué futuro les esperaba a todos.
— No puedo creer que tengamos a la hija de una bruja en nuestra casa.
Sir Eris descendía las escaleras con paso firme y determinado, su capa ondeando tras él mientras se adentraba en las profundidades de las mazmorras del castillo. El sonido de sus botas resonaba en los fríos pasillos de piedra, llenando el aire con un eco ominoso. A medida que avanzaba, pasaba por las celdas donde yacían aquellos que esperaban el juicio, sus rostros marcados por la incertidumbre y el miedo. Habían criaturas de todo tipo; desde vampiros, hombres lobos hasta brujas y hechiceros que usaron la magia para causar el mal. Sus pasos fueron interrumpidos por el sonido de una celda siento golpeada intensamente. Era un prisionero quien estaba golpeando los barrotes de hierro con una espada.
— No lograrás hacerle nada a los barrotes. Es mejor que dejes de perder el tiempo en eso y aceptes tu destino —el prisionero comenzó a gritar mientras continuaba golpeando los barrotes con su espada, la cual aunque estaba hechizada para romper cualquier cosa, no podía romper los barrotes debido a la maldición que estos tenían.
Finalmente, Sir Eris llegó a la última celda, donde se encontraba la prisionera más reciente, aquel cuyo destino aún estaba por determinarse en el próximo juicio. Sir Eris la miró fijamente, evaluando su comportamiento. Su hija se acercó a los barrotes y puso sus manos ahí mientras su cabeza sobresalia entre los espacios de este.
—¿Por qué me odias, padre? — su voz resonó fría, cargada de resentimiento —¿Por qué no pudiste amarme como yo te amaba? Fuiste un padre terrible, un esposo lamentable, un hombre despreciable. Me has herido profundamente. Jamás te perdonaré por lo que me has hecho. Nunca. Incluso en mi lecho de muerte, recordaré tus acciones. ¡Lárgate!
Sir Eris caminó por los pasillos del castillo, su mente plagada de pensamientos tumultuosos mientras el eco de las palabras de su hija resonaba en su cabeza. El aire frío de los pasillos del castillo lo envolvía mientras continuaba su camino, perdido en sus pensamientos. Tenía miedo, mucho miedo de que su hija pudiera decir algo que arruinara su reputación. No deseaba que ella abriera la boca.
— Necesito que cambien algo del juicio.
—¿Qué deseas Sir Eris?
Unos años después, Ivelle bajaba las escaleras hacia su laboratorio en el sótano de la casa, un espacio que había construido con la ayuda de su hermano mayor, un gran aficionado a la ciencia que desde pequeña le había enseñado los maravillosos secretos de ese mundo. Abrió la puerta y entró; en una esquina estaba su mascota, una rata blanca que tenía la habilidad de hablar, aunque solo lo hacía para regañarla y humillarla cuando algo salía mal. Después de varias horas trabajando frente a los planos en una mesa, la puerta se abrió y apareció su hermano mayor.
— ¿Por qué sigues aquí si ya es tarde? — se sentó junto a ella, con una mirada preocupada. — Deberías estar en la cama, Victoria. Sabes que no me gusta que te saltes las horas de dormir. Podría causarte daño.
Ivelle dejó los planos sobre la mesa y miró a su hermano mayor con una sonrisa cansada pero afectuosa. Era evidente que, a pesar de haber crecido, seguía cuidando de ella como lo había hecho desde siempre. Él había cambiado; ya no era el niño con cabello dorado y ojos naranjas que solía deslumbrar con su inocencia. Ahora tenía el cabello negro y esos mismos ojos naranjas, y aunque su apariencia había cambiado, su preocupación por su bienestar seguía siendo la misma.
— No pensé que llegarías hoy. Pensé que te querías quedar allí —dijo, mostrando una sonrisa tímida—. Esperaba al menos una carta tuya, pero ni eso recibí de mi hermano. Papá volvió a gritarme. No sé por qué él no me quiere —sus ojos se nublaron—. Yo lo quiero mucho, pero ¿por qué él a mí no? ¿Es que acaso fallé como hija?
Él tocó el hombro de su hermana con delicadeza, consciente de que le gustaría consolarla. Sus ojos reflejaban una mezcla de tristeza y preocupación mientras escuchaba sus palabras. No podía evitar preguntarse por qué su padre había tratado a su hermana tan injustamente. Desde pequeños, habían sido educados para valorar y amar a su hermana como parte de la familia, sin importar su linaje de sangre. Sin embargo, últimamente las actitudes de su padre habían cambiado. Él sintió un nudo en la garganta. Recordó los momentos felices que habían compartido juntos, explorando la ciencia en el laboratorio del sótano, construyendo recuerdos que deberían haber unido aún más a su familia. Sin embargo, en los últimos tiempos, su padre había comenzado a excluir a su hermana de muchas cosas, tratándola de manera diferente.
—Lo sé, hermana. No entiendo por qué papá está actuando así últimamente. Sabes que siempre te ha querido. No has fallado como hija, nunca lo has hecho. El problema no eres tú, es papá y sus problemas. Nunca vuelvas a decir eso, Sirena.
Ella sonrió con gratitud y abrazó con fuerza a su hermano, quien correspondió el abrazó acariciándole la espalda.
Tiempo después, Ivelle salió de casa con su fiel compañero de viaje, un perro danés que la acompañaba a todas partes. El sol brillaba intensamente, haciendo resplandecer la nieve en el camino. Aunque era invierno, a Ivelle le encantaba caminar y no le importaba el frío. Los pájaros cantaban alegremente mientras se dirigían hacia un lugar que conocía muy bien: una montaña al norte de la aldea donde vivía.
Las montañas estaban cubiertas de nieve y a simple vista parecía imposible llegar a la cima, pero Ivelle continuó andando. Cuando finalmente llegó a la cima, estaba empapada en sudor y jadeaba, pero la vista del valle desde esa altura lo valía todo. Era uno de los momentos favoritos de Ivelle, tanto por el impresionante paisaje como por la sensación de libertad que experimentaba en ese lugar.
— Llegamos, Dan — pronunció ella, mirando a su perro quien se encontraba lamiéndose la pata como si de un gato se tratara. Ivelle río por eso. Aunque Dan fuera un perro, se comportaba como un gato siempre —. No eres un gato, Dan, deja de hacer eso.
El perro paró de lamerse la pata y la miró con sus ojos grandes y brillantes, como si supiera que le estaba haciendo gracia a su ama. Una de las características de Dan era que siempre estaba de buen humor y su forma de decirlo era dando vueltas como un cachorro, sin importar su edad. Ivelle le rascó la cabeza y le dijo, en un tono de lo más cariñoso:
—Tú eres un perrito, no un gato — ella se enderezo y miro la cueva que tendría al frente. Dio unos pasos adentro con Dan siguiéndola detrás. En dicha cueva habitaba una leyenda.
La leyenda de la flor dorada era simplemente deslumbrante y fascinante, una historia transmitida de generación en generación. Advertía a las personas sobre los peligros de acercarse demasiado a ella, dejando claro que quienes la tocaban lo hacían bajo su propio riesgo. Algunos creían que aquellos que se aventuraban a tocarla serían bendecidos con una suerte inquebrantable, con la fortuna siempre de su lado. Otros, en cambio, pensaban que tocarla los condenaría a una maldición eterna, con una vida llena de desgracias y tragedias.
La flor misma era una belleza indescriptible. Para algunos, era un símbolo sagrado, una conexión con lo divino. Para otros, simplemente una flor más que habitaba los misteriosos valles y bosques encantados. Su color dorado brillante parecía resplandecer con la luz del sol, como una estrella en el firmamento, con un brillo interno que atraía todas las miradas. Pero lo más llamativo de esta flor era su centro: en medio de sus pétalos dorados, un pequeño punto rojo intenso, como una gota de sangre. Este detalle añadía un toque de misterio y peligro a la flor, como si estuviera impregnada de un poder oscuro y desconocido.
Ivelle era una joven pueblerina que amaba profundamente la naturaleza. Pasaba largas horas explorando el hermoso valle de la bellota, que se encontraba cerca de Dorotea, el encantador pueblo donde vivía con sus padres. Desde muy temprana edad, había escuchado la leyenda de la misteriosa flor dorada más que cualquier otra persona en el pueblo, y desde ese momento, la flor dorada se convirtió en su flor favorita. Para ella, aquella misteriosa flor no solo era especial por su rareza y belleza, sino que también porque era el hogar de los Olipos, una clase de mariposa, pero mucho más pequeña que las mariposas normales.
— ¡Dan! — el perro detuvo lo que hacía —. No te las comas. No son comida. Pueden causarte daño. Este lugar no es para ti. Vamos, vamos, perro glotón. Debemos ir a entregar estas cosas.
El brillo felino de los ojos de Dan se apagó al ver que su presa se escapaba. ¿Acaso su amo lo estaba engañando? ¿Qué es esa cosa llamada “daño”? Triste y confundido, se puso en cuatro patas y siguió el rastro de su amo. Aunque confiaba en ella, esas cosas coloridas, redondas y húmedas olían tan bien.
Su destino era la tienda de gemas ubicada en el corazón del pueblo. Este establecimiento, construido con madera y concreto, pertenecía al señor Freezer, un anciano enano y corpulento, con una barba blanca que descendía hasta su pecho. Sus ojos, pequeños como diminutos puntos negros en el espacio, contrastaban con su piel escamosa y amarillenta. Sin embargo, lo que más llamaba la atención eran sus dientes, tan amarillos que causaban repulsión en cualquier observador. El anciano Freezer era conocido por su pasión por las piedras preciosas y gemas y estaba dispuesto a pagar generosamente por ellas.
Mientras deambulaba por el animado pueblo, impregnado de una vitalidad singular, Ivelle se vio envuelta en la melodía de una canción que brotaba suavemente de sus labios, acompañando el ritmo contagioso que animaba sus pasos sobre el pavimento gastado. A pesar de las miradas curiosas que atravesaban su camino, ella seguía danzando con gracia y ligereza, sumergida en su propio universo de música y alegría. Al llegar al modesto establecimiento del señor Freezer, lo encontró absorto en su comida, entregado con una pasión que solo él podía demostrar. Ivelle se aproximó con una sonrisa en los labios, anticipando la reacción del anciano, y extendió las manos, presentando las piedras preciosas.
La bandeja provocó un destello de anticipación y gratitud en los ojos del señor Freezer, quien dejó a un lado su comida con prontitud y se acercó a las gemas con una mezcla de emoción y admiración. Con delicadeza, examinó cada piedra, deleitándose con sus colores y formas como si fueran tesoros recién descubiertos. Luego, las olió con reverencia, como quien respira el aroma de las flores en primavera, y las acarició con ternura, como si fueran seres queridos esperados durante mucho tiempo.
—Oh, qué preciosidad. ¡Son reales! Te daré 10 Grial por eso. ¿Acepta usted señorita? Vea que es un negocio estupendo — dijo con un acento francés el comprador, observando las gemas con admiración. Ivelle asintió enérgicamente, emocionada por la oferta. — ¡Perfecto! — exclamó, extendiendo su mano para aceptar el trato —. Me fascina hacer negocios con muchachas como usted — añadió el hombre con una sonrisa mientras completaban la transacción.
El grial era la moneda principal utilizada en Aureum, Dorotea y otros pueblos. Estas monedas tenían una forma circular y estaban hechas de un material especial que resistía el desgaste y el paso del tiempo. Cada grial tenía grabados símbolos y figuras que representan la historia y la cultura del mundo, desde emblemas reales hasta motivos mágicos y fantásticos.
— Igualmente, señor, Freezer — Ivelle salió apresurada de la tienda y se encaminó velozmente hacia la acogedora librería de la señora Carmelina. Al entrar, quedó maravillada por la imponente estructura de madera y la vasta cantidad de libros de todos los géneros y subgéneros imaginables. Con un brillo de entusiasmo en los ojos, se adentró más en el lugar, ávida por encontrar aquellos libros que le servirían en su camino como una científica y alquimista loca.
Ella recorrió los numerosos estantes, seleccionando varios libros y llevándolos hacia la caja. Para su alivio, descubrió que no eran demasiado costosos, y con apenas un Grial de plata podría pagar los cuatro libros que había elegido. Mientras se dirigía hacia la salida, chocó inesperadamente con alguien, provocando que sus preciados libros cayeran al suelo. La persona con la que colisionó resultó ser Marceline, la hija única del dueño de la tienda de relojes del tiempo. Marceline también era estudiante de La Escuela de Magia de la Flor Dorada, pero a diferencia de Ivelle, se erguía ante todos con una actitud de superioridad, como si fuera la reina del lugar.
— ¡Oye, ten cuidado! — exclamó Ivelle mientras recogía apresuradamente sus libros. Marceline, con los brazos cruzados, le dirigió una mirada burlona.
— Ten cuidado tú. ¿Acaso no ves por dónde caminas? —respondió Marceline con una actitud condescendiente.
— ¡Pero fuiste tú quien chocó conmigo!
— Fue un accidente, eso es todo. ¿No puedes apartar la vista de tus libros ni un segundo? Parece que vives en las nubes. ¿Y esos libros que llevas? Son tan aburridos. —Marceline adoptaba una actitud cada vez más condescendiente.
Ivelle le lanzó una mirada feroz, incapaz de soportar su arrogancia.
— Tan aburridos como tu existencia —dijo Ivelle mientras terminaba de recoger sus libros. Sin mirar de nuevo a Marceline, le dio la espalda y se marchó. Odiaba a las personas prepotentes como ella. Cuidadosamente, metió los libros en el bolso de tela que llevaba colgado al hombro, asegurándose de que estuvieran protegidos.
Después de caminar junto a su perro por unos minutos, llegó a la plaza central del pueblo, donde la música y la danza llenaban el aire con un aura de entusiasmo. Como siempre, su corazón latía al ritmo de la melodía, y una sonrisa juguetona adornaba su rostro mientras observaba a los grupos que se encontraban esparcidos por todo el lugar. Además de la ciencia, siempre había sido una apasionada de las artes escénicas. Se acercó a un grupo de bailarinas y cantoras cuyos vestidos blancos fluían como cascadas alrededor de ellas, dándoles un aire de elegancia y encanto. Los aplausos que ellas hacían con sus manos mientras cantaban al ritmo de los tambores creaban una mezcla de sonidos que encantaban el oído.
Ivelle estaba inmersa en su propio mundo, absorta en lo que veía, cuando una voz familiar rompió su concentración. El sonido inesperado la hizo saltar, y un leve grito escapó de sus labios, atrayendo las miradas curiosas de los presentes a su alrededor. Con una expresión de molestia en el rostro, giró bruscamente la cabeza hacia la dirección de la voz intrusa que la había interrumpido.
— Sabía que te encontraría aquí — pronunció la voz con tono juguetón y una pizca de sarcasmo. Era Seth, su amigo de toda la vida, quien se acercaba con una sonrisa traviesa bailando en sus labios. Ivelle frunció el ceño, su disgusto palpable en cada gesto —. Deja de ser tan malhumorada, Ivey. Te saldrán arrugas antes de tiempo — bromeó Seth, pasando su brazo alrededor de ella en un gesto de camaradería.
— Te he dicho innumerables veces que no me hables tan cerca cuando estoy concentrada. Podrías causarme un paro — replicó Ivelle con un tono de exasperación, apartándose ligeramente de él con un codazo.
— No seas tan dramática, mujer — respondió Seth con una risa ligera, sin parecer afectado por el codazo que recibió de su amiga. Aunque sabía que la estaba molestando, nunca pudo evitar provocarla un poco. Después de todo, habían sido amigos desde la infancia, inseparables como dos piezas de un rompecabezas.
La madre de Ivelle solía decir que no podían vivir el uno sin el otro, y en muchos aspectos tenía razón. A pesar de las discusiones ocasionales y los roces, siempre encontraban el camino de vuelta el uno al otro. Era una amistad sólida, forjada en el calor de los años y reforzada por incontables momentos compartidos.
— ¿Vamos a la taberna de Hombresolo? Escuché que han llegado unas nuevas bebidas exquisitas — propuso Seth, tratando de romper la tensión con su habitual ligereza.
Ivelle se cruzó de brazos, aún algo ofendida por la interrupción anterior.
— No seas tan melodramático, hombre. No volveré a asustarte de esa manera — aseguró Seth con un guiño, tratando de calmarla con su característico humor.
— Siempre dices lo mismo, Seth. Ya no confío en tus palabras — respondió Ivelle, mirándolo de reojo.
— Eso dolió, Ivey, y dolió mucho — dramatizó Seth, poniendo una mano en su pecho como si estuviera herido — ¿Qué haré ahora con este gran dolor que me has causado con tus frías palabras, que parecen cuchillos afilados? — bromeó, tratando de disipar la tensión con un toque de teatralidad.
— Deja de ser tan dramático. De acuerdo, lobo. Vamos a Hombresolo, pero yo quiero una bebida de frijoles — declaró con determinación, señalando con el dedo.
— ¡Tienes unos gustos tan asquerosos, Ivey! No te entiendo, lo intentó, pero simplemente no puedo — exclamó Seth con una mueca de incredulidad, provocando una mirada de desaprobación de Ivelle.
— No me mires así, porque es verdad. A ninguna persona con un cerebro en funcionamiento se le ocurriría beber una bebida que tiene bolas de frijol como aperitivo. ¡Eso es un crimen contra la humanidad! — continuó con vehemencia.
— ¡Tu existencia es un crimen contra la humanidad! — contraatacó Ivelle con una sonrisa juguetona, desafiando a Seth con su habitual sarcasmo.
Hubo un momento de silencio mientras Seth procesaba la respuesta de su amiga, buscando la manera de contraatacar de manera ingeniosa. No podía permitir que ella se llevara la victoria tan fácilmente. Se inclinó hacia ella con una mirada traviesa en sus ojos.
— Si mi existencia es un crimen, ¿qué clase de crimen será la tuya? — preguntó con astucia, desafiándola a igualar su ingenio.
— Soy un regalo para la humanidad. Una bendición, un ser de luz. Soy un ángel —respondió Ivelle con un tono melodramático, aunque no pudo evitar que una sonrisa se asomara en sus labios mientras se entregaba al juego de palabras con su amigo.
— Ay, ya, mujer. Camina — dijo Seth entre risas.
— Le he ganado al gran Seth.
— No has ganado nada, mujer. Yo te dejé ganar por lástima.
— Definitivamente necesitas un novio. Le diré a mi primo que te invite a una cita.
— ¿Tu primo el que se come los mocos?
— Ese mismo. Harían una hermosa pareja.
— Uis, noo. — Ivelle soltó una carcajada arrepentida. —¡Tú y tu imaginación maleducada, no me extraña que tu primo sea tu primo!— chistó. — ¡Sería una pareja hermosa si tu primo no tuviera una nariz tan grande que podría alojar una bola de boliche en cada orificio nasal!
— Oye, más respeto. Es que su nariz no se desarrolla bien.
Ivelle dio un paso atrás, con las manos hacia delante en un gesto de excusa.
— ¡Lo siento! ¡Fue muy de mal gusto! — dijo, riéndose entre los dientes. — ¡Tú sabes que no quise decir eso de tu primo! ¡Por favor, cuéntale que no quiero nada con él y su nariz perfectamente funcional!
— Vamos, a la taberna mejor.
— No, ya no quiero ir.
— Andale, camina.
Seth e Ivelle caminaron hacia la taberna. El sonido del viento agitando los árboles cercanos y el olor a madera quemada llenaba el aire. Cuando Seth abrió la puerta de la taberna, una onda de calor, y risas les golpearon en la cara, haciendo que Ivelle sonriera ligeramente, y así comenzó otra noche de juego, pero sobre todo, de comida deliciosa. La espada que él tenía en su espalda resonó cuando chocó contra la pared. Ivelle lo miró con una mueca antes de soltar una escandalosa risa.
— ¿Cuándo será el día en el que dejes de ser tan torpe?
— El dia en el que crezcas.
—Oye, no estoy tan baja. Mido un metro setenta y dos.
—Bueno, eres tan alta como un nabo. ¿Por qué crees que siempre estoy tan nervioso a tu alrededor?
Ivelle lo fulminó con la mirada, tratando de contener una risa.
— Y tú, ¿cuándo dejarás de tirar piropos tan malos? ¿No tienes otra cosa que hacer, que no sea hacerme enfadar?
— No, mi diversión es burlarme de tu altura. Eres como un pequeño duende, con tus ojos brillantes y esa sonrisa traviesa que parece sugerir que siempre estás tramando algo. No le digas a los duendes que dije eso. Podrían convertirme en picadillo con sus diminutas pero afiladas hachas, y no quiero correr ese riesgo —bromeó, aunque sus ojos denotaban un atisbo de preocupación fingida.
Ivelle sacudió la cabeza con incredulidad.
—Todo lo que haces es bromear, pero ¿sabes qué es más divertido que tus chistes, Seth? ¡Nada! Porque eso sería imposible.
Ella se adentró al lugar y se sentó en una mesa. El local estaba lleno de personas de todas las edades, algunas jóvenes, otras mayores, concentradas en una esquina apostando, como siempre lo hacían. Observó el menú que estaba pegado en la mesa y, después de unos segundos pensando en lo que quería tomar, posó su dedo sobre una bebida azucarada con poca cantidad de alcohol. La bebida que eligió apareció rápidamente frente a ella, como por arte de magia.
A lo largo del otro lado del local había una hilera de pieles de lobo colgadas. La variedad de colores y texturas espectaculares atraerían la mirada de los clientes. A pesar de que la situación no era la mejor, Ivelle pensó que el contraste entre el calor del lugar y los fríos recuerdos de la guerra del pasado daba a la taberna un encanto único.
— Oye, Seth… ¿esas pieles de lobo son reales? —preguntó Ivelle, con curiosidad, señalando las pieles colgadas en la pared.
Seth se rió. Eran pieles gruesas y peludas, pero claramente hechas de materiales sintéticos.
— Para nada. Si alguien tuviera la piel de mi especie, déjame decirte que no sobrevivirían para contarlo —respondió Seth con una sonrisa, mientras tomaba su bebida.
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