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El Corazón Del Dragón

Un nuevo comienzo

¿Alguna vez han experimentado una felicidad sin causa aparente? Esa es la sensación que me embarga hoy. Una alegría inmensa me llena sin motivo alguno.

La tarde desplegaba su belleza, y la brisa primaveral susurraba paz a su paso.

—Hoy será un día excepcional—, me dije con optimismo al acercarme a mi lugar de trabajo.

Llevo el turno de noche en una cafetería, situada en una ciudad de tamaño intermedio. La propietaria, en un arranque de audacia, decidió mantener el local abierto durante dieciocho horas continuas. Una verdadera hazaña.

Desde hace tres años, la Cafetería ha sido mi segundo hogar, aunque no sin ciertos contratiempos. Mi torpeza se ha convertido en una firma personal.

Al abrir la puerta, el tintineo de una campanilla anunció mi llegada. Apenas había cruzado el umbral cuando me vi sorprendida por un impacto súbito, como si un saco de harina me hubiera golpeado de lleno, y caí al suelo, sentada.

—¡Ay! ¡Eso sí que duele!— exclamé enfurecida, alzando la mirada en busca del culpable. Era uno de los habituales borrachos del barrio. —¿Acaso no puedes mirar por dónde vas?— le espeté, murmurando un insulto apenas perceptible.

Ignoro si me oyó, pero lo que siguió fue un destello de terror. El hombre, con un movimiento brusco, se lanzó hacia mí, blandiendo un cuchillo que se dirigía directamente a mi pecho.

¿Sería este el fin?

Mientras mis ojos se entrecerraban, la figura borrosa de la dueña se agitaba frenética, marcando el número de emergencias. Entre súplicas, me instaba a no ceder al sueño, a luchar por mantenerme despierta.

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El peso de mi propio cuerpo se siente como una ancla, manteniéndo me sumergida en las profundidades de un sueño sin fin. Mis ojos, pesados y fatigados. ¿Cuánto tiempo he estado atrapada en este limbo? Un vacío crece en mi estómago, anunciando su hambre con insistencia.

El sonido de la puerta al abrirse rompe el silencio, y unos pasos cautelosos entran en la habitación, depositando algo sobre la mesa con delicadeza. Los escucho moverse con una gracia rítmica, explorando cada rincón como si buscaran un tesoro escondido.

Con esfuerzo, logro reunir las migajas de fuerza que me quedan y, finalmente, mis párpados se levantan. La luz del día me abruma, y parpadeo para aclimatarme a su brillo. Me reacomodo en la cama, cuya comodidad contrasta con mi agitación interna.

Un objeto cae al suelo, y los pasos se precipitan hacia mí. —Mi lady, por fin ha vuelto en sí—, exclama una joven al borde de las lágrimas, irradiando una alegría contagiosa.

—¿Quién eres tú?— pregunto, examinando con curiosidad. No hay ningún atisbo de reconocimiento en mi mirada. Al oír mis palabras, la luz de su felicidad se ve opacada por una sombra de preocupación.

Ella guarda silencio por un momento que parece eterno. —Debo avisar al médico—, dice finalmente, antes de correr hacia la puerta. —¡Señor Thorne, la señorita ha despertado!— Sus gritos de alivio resuenan por los pasillos, anunciando mi regreso al mundo de los vivos.

Me incorporé en la cama mirando la habitación en donde me encuentro.

La cama se encontraba en el centro, una cama de proporciones épicas. Sus sábanas de seda, la tela que cae desde el dosel es de un azul profundo, bordada con hilos dorados que forman intrincados patrones de dragones y estrellas. Parece que el propio cielo se ha posado sobre la cama.

A un lado había un balcón de piedra. Las barandillas estaban talladas con hojas y enredaderas, parecen fundirse con la naturaleza. Desde aquí, se logra ver un bosque bastante frondoso.

A lo largo de las paredes, muebles de madera oscura se alinean en perfecta simetría. Un tocador con espejo tallado, donde una vela parpadeante refleja destellos dorados en la superficie pulida. Una cómoda de cajones profundos, sillas tapizadas en terciopelo verde oscuro.

“¿Será esto un sueño?”, me cuestioné mientras me pellizcaba con fuerza. “¡Ay!”, exclamé. El dolor agudo confirmó mi realidad; no, definitivamente no era un sueño.

Me acerqué al espejo, las memorias de mi final inundaron mi mente. La imagen reflejada mostraba a una joven, apenas una adolescente de quince primaveras, con cabellos que rivalizaban con el brillo del oro más puro. Sus ojos, dos perlas bañadas en miel, centelleaban con una luz propia, y su piel poseía la inmaculada blancura de la porcelana más fina. Con delicadeza, deslicé el camisón sobre mi piel, revelando mi pecho. No había rastro de herida, ninguna cicatriz que delatara mi mortal encuentro. “¿Acaso este cuerpo no me pertenece?”, me pregunté. Sin embargo, la punzada de dolor era innegablemente real.

Los golpes en la puerta resonaron con urgencia. —“Señorita, voy a entrar”, anunció una voz desde el otro lado. Con manos temblorosas, me apresuré a acomodar mi vestimenta.

La puerta se abrió para dar paso a tres figuras: la primera, una joven cuya mirada denotaba su rol de sirvienta; el segundo, un hombre de aspecto erudito con gafas y maletín, sin duda el médico; y por último, un caballero de semblante austero y ojos que parecían leerme el alma.

—“¿Cómo se siente?”, preguntó con una voz profunda y autoritaria.

—“Bien… ¿Dónde estoy?”, inquirí, buscando respuestas en su rostro imperturbable.

—“Doctor, proceda con el examen”, instruyó al hombre de gafas.

—“Por supuesto, señor Thorne. Señorita, tome asiento, por favor”, solicitó el médico, señalando hacia la silla.

Obedecí, y mientras el doctor se acercaba para comenzar su evaluación, me bombardeó con preguntas.

—“Señorita, ¿recuerda su nombre?”, preguntó con cautela.

—“No… no lo recuerdo”, confesé, la incertidumbre teñía mi voz.

—“¿Reconoce al señor que nos acompaña?”, continuó, pero solo pude responder con una negativa.

Después de una serie de preguntas sin respuesta, el doctor concluyó. —“Señor Thorne, me temo que la señorita ha perdido la memoria”, informó con seriedad. —“Necesitaré observarla unos días más para determinar si la amnesia es temporal o permanente”, explicó. —“Le prescribiré unas pociones para fortalecer su salud, dado que estará debilitada tras los días en coma”.

—“Entendido, Doctor. Lilit, acompáñelo”, ordenó el señor a la joven sirvienta, cuyo nombre ahora conocía.

La habitación quedó en silencio cuando las figuras se desvanecieron tras la puerta, dejándome a solas con la presencia imponente del Señor serio.

Sus ojos, severos y penetrantes, se posaron sobre mí. —“Soy el Duque Thorne Atticus, señor de estas tierras y tu progenitor”, declaró con una voz que resonaba con la autoridad de su linaje. —“Lilit te instruirá en los fundamentos necesarios. Recibirás lecciones de etiqueta. Hasta que no recobres tus recuerdos, permanecerás confinada en los límites de esta mansión”. Sus palabras fueron definitivas, y antes de que pudiera articular una respuesta, él ya había partido.

La soledad no duró mucho; Lilit regresó con la rapidez de quien lleva un mensaje urgente.

—“Señorita, el Señor Thorne me ha encomendado asistirla con su amnesia”, dijo con una dulzura que suavizaba la gravedad de la situación.

—“¿Qué me ha ocurrido?”, pregunté, buscando en el espejo alguna pista de mi pasado.

—“Fue obra de magos oscuros”, comenzó Lilit, su voz se tiñó de un recuerdo sombrío. —“Estabas en el jardín con la señorita Margareth cuando ellos irrumpieron. Ella luchó valientemente para protegerte, pero fue en vano”.

—“¿Magos?”, repliqué con incredulidad, mi escepticismo se deslizó en cada palabra. —“Supongo que me dirás que los dragones también son reales”, añadí con sarcasmo.

—“En efecto, mi lady, la magia es tan real como el aire que respiramos. Y los dragones, aunque ahora ausentes, una vez surcaron nuestros cielos”. Mientras Lilit desgranaba los secretos de este mundo, me pregunté en qué realidad había despertado.

—“¿Y cuál era su propósito al secuestrarme? ¿Qué querían de mí?”, indagué, intentando comprender.

—“Los magos capturados guardan silencio en sus celdas, mi lady. Nadie conoce sus motivos”.

—“Entonces, el misterio persiste”, murmuré, sintiendo que algo más profundo y oscuro se ocultaba en las sombras de este lugar.

—“Por fortuna, fue el señor August Blackwood quien te rescató. Siguiendo el rastro de los magos oscuros, dio con su escondite. Los sorprendió y capturó, y allí te encontró”, narró Lilit, su voz se elevó como si recitara un pasaje de una épica romántica.

Permanecí sumida en mis pensamientos, reflexionando sobre la extravagancia de las historias que Lilit compartía conmigo. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que habíamos pasado por alto la cuestión más esencial.

—“Y… ¿cuál es mi nombre?”— pregunté, la curiosidad teñía mi voz.

—“¡Oh, discúlpeme, mi lady! He olvidado lo más fundamental. Usted es Aurora Thorne, la monor de tres hermanos. Sus padres son Atticus y Sophia Thorne. Elliot es el heredero, y luego está Margareth”— explicó Lilit, mientras daba los toques finales a mi peinado.

Me contemplé en el espejo, maravillada por su destreza. —“Tu talento es extraordinario, Lilit”— le dije, una sonrisa adornaba mi rostro.

El vestido, bañado en un lila suave, abrazaba mi cintura y realzaba mis curvas con elegancia. El escote en ‘V’ añadía una pizca de sensualidad, dejando mis hombros delicadamente expuestos. Las mangas, en armonía con el tono del vestido, aportaban un encanto sutil que complementaba la silueta.

La falda, voluminosa y etérea, confería un aire de romanticismo y distinción. Los detalles finos, bordados o quizás encajes, embellecen aún más el atuendo. Podía imaginar cómo, al andar, la tela danzaría con una gracia etérea.

Las joyas, aretes y collar, eran la culminación perfecta, añadiendo un brillo de glamour. ¿Serían gemas o perlas? Cualquiera que fuese su naturaleza, sin duda capturaban la luz y resplandecían con vivacidad.

Mi cabello, recogido con sutileza, era coronado por una tiara que parecía capturar la esencia de la luz estelar.

—“Por favor, señorita, es mi deber y honor”— respondió Lilit, su humildad evidente en su semblante.

—“¿No resulta este vestido demasiado ostentoso?”— inquirí, aún incrédula ante mi reflejo.

Lilit negó con la cabeza. —“Ahora, mi lady, es momento de iniciar sus lecciones de etiqueta y buenos modales”. Hoy estudiará lo básico conmigo, mañana empezará con tutores especializados— dijo, extendiéndome una selección de libros.

Y así, en un vestido digno de un cuento de hadas, comencé mi nueva vida en un mundo donde la fantasía se entrelazaba con la realidad.

Clases de etiqueta y Elliot

Había transcurrido una semana desde que Aurora despertó en su nuevo cuerpo, y su educación había sido rigurosa. Su agenda diaria estaba compuesta por clases de etiqueta y modales con la meticulosa Madame Elizabeth, lecciones de historia con el sabio Profesor Edwin y tutorías sobre legislación con el autoritario General Stiven.

“Manténgase erguida, señorita Aurora”, le insistía Madame Elizabeth con una voz que brotaba de la experiencia y la exigencia. Parecía que Aurora había olvidado, una vez más, las incontables veces que su postura había sido ajustada con precisión por la experta supervisión de su instructora.

Las lecciones de postura de Aurora habían concluido, al menos por ahora. —“Dirijámonos al jardín trasero para la clase de té. Para una dama de su estatus, es esencial conocer el arte de la conducta en sociedad”, entonó Madame Elizabeth con su acostumbrada solemnidad.

Sin mostrar resistencia, Aurora acompañó a la madame hacia el jardín, sintiendo el peso de la mirada inquisitiva de su instructora evaluando cada movimiento.

—“Mentón en alto”, le recordó Madame Elizabeth, ajustando la alineación de Aurora con una precisión que solo años de experiencia podían otorgar.

Ya en el jardín trasero, Aurora y Madame Elizabeth se encontraron con una escena preparada meticulosamente para la ocasión. Una elegante mesa de hierro forjado, adornada con un mantel de encaje blanco, aguardaba su llegada, repleta de exquisiteces: pequeños scones con crema y mermelada, tartaletas de frutas que prometían deleitar el paladar. Las sillas, con sus cojines de terciopelo y patas curvas, ofrecían un asiento digno de la nobleza.

El jardín era un espectáculo de colores y aromas, con pérgolas cubiertas de glicinas en flor y caminos bordeados de hortensias. El sonido suave de una cascada cercana se mezclaba con el canto de los pájaros, creando una melodía natural que complementaba la tranquilidad del lugar. En el centro, un estanque con nenúfares y peces dorados añadía un toque de encanto al paisaje, mientras que las estatuas de mármol dispersas entre los arbustos aportaban un aire de antigua elegancia.

Madame Elizabeth y Aurora estaban preparadas para la clase de té, rodeadas por la belleza natural y la serenidad del jardín trasero.

“Siga mis pasos”, indicó Madame Elizabeth a su alumna. Aurora se sentó con la espalda recta y el mentón elevado, su semblante irradiaba una tranquilidad imperturbable. Con una gracia innata, tomó la taza de té, sus dedos rozando el asa con delicadeza, dejando su meñique sutilmente extendido, un gesto que añadía un aire de distinción.

Madame Elizabeth observaba cada movimiento, corrigiendo con suavidad pero firmeza. “Mentón alto”, le recordó a Aurora, asegurándose de que cada detalle de su postura fuera impecable.

Excelente, señorita Aurora, ha mostrado un progreso notable”, expresó Madame Elizabeth con una nota de satisfacción en su voz. Con una reverencia de aprobación, se excusó del jardín, no sin antes asegurarle a Aurora que informaría al señor Thorne sobre los avances significativos observados durante la clase.

Aurora exhaló un suspiro de alivio, permitiéndose un momento de descanso para admirar la belleza del jardín que la envolvía. Todavía le costaba asimilar su nueva realidad. Perdida en sus reflexiones, una voz masculina la sacó de su ensimismamiento.

—“Aurora, ¿cómo has estado?”, preguntó la voz, mientras su dueño se posicionaba frente a ella. Era Elliot, su hermano mayor y el heredero de la familia Thorne.

Elliot era un joven de una belleza notable, con unos veinte y pocos años a sus espaldas. Su cabello, de un rubio tan luminoso como el de Aurora, les confería un aire de gemelos, pero eran sus ojos lo que marcaba la diferencia: unos iris de un violeta intenso y cautivador que reflejaban una profundidad inusual.

Aurora compartió los detalles de su semana con una sonrisa genuina, reflejando el afecto que había comenzado a sentir por su nueva familia. Parecía como si siempre hubiera sido parte de ellos. Sin embargo, una sombra de tristeza cruzó brevemente su mirada al recordar que estaba en un cuerpo que no le pertenecía, y que esas personas, aunque las sentía como tal, no eran su verdadera familia. Elliot, perceptivo, notó el cambio en su expresión y le preguntó con preocupación si se encontraba bien. Aurora, sacudiendo los pensamientos sombríos, le regaló una sonrisa cálida y sincera.

—“¿Te importaría acompañarme a tomar una taza de té, querido hermano?”, le propuso Aurora, mostrando la elegancia que había adquirido en sus clases. Elliot asintió con orgullo, aceptando la invitación.

Así, entre conversaciones amenas y carcajadas, transcurrió el resto de la tarde. Tan inmersos estaban en su alegría que ninguno percibió la figura que los observaba desde la distancia con una mirada cargada de enojo y envidia. Era Margareth, quien no veía con buenos ojos la escena ante ella.

Momento en familia

Después de una tarde compartida con su hermano Elliot, Aurora se sumerge en el abrazo cálido de una ducha que disuelve la fatiga del día. El vapor serpentea por la habitación, llevándose consigo las tensiones y dejando a Aurora renovada y serena.

Mientras tanto, al otro lado de la estancia, Lilit, su fiel acompañante, selecciona con esmero el atuendo para la velada. Esta cena no es una más; es la primera desde que Aurora cruzó el umbral hacia este reino encantado.

Perdida en sus pensamientos, una curiosidad se aferra a su mente con la tenacidad de una sombra: los dragones. ¿Qué sería de esas majestuosas bestias en este mundo? La pregunta la inquieta con una intensidad sorprendente.

Al salir de la ducha, se encuentra con la visión de un vestido dispuesto para ella, tan azul como el cielo al amanecer, bordado con la delicadeza de los primeros rayos de luz. Lilit ha elegido bien, pensó Aurora, mientras la tela acariciaba su piel.

Aurora contempló la posibilidad de compartir sus inquietudes con Lilit, pero una decisión interna la llevó a guardar silencio. Con una respiración profunda, se dirigió al comedor, donde la esperaba Margareth.

Aurora entró al comedor con una sonrisa, aún ajena a las sutilezas del comportamiento de Margareth. “Hermanita”, la saludó Margareth con una voz que pretendía ser dulce. “Veo que estás mejor”, continuó, aunque su tono no lograba ocultar del todo una cierta frialdad.

“Sí, querida hermana, me siento renovada”, respondió Aurora, ignorante de la tensión subyacente. “No hay necesidad de preocuparse por mí.”

Margareth la observó con ojos inquisitivos. “Entonces, ¿has recuperado tu memoria?” preguntó, con un interés que parecía más calculado que genuino. Aurora, sin sospechar nada.

Justo cuando Aurora iba a responder, una nueva voz resonó en la estancia, cortando la tensión como un cuchillo. “Margareth, sin presiones”, intervino Elliot, emergiendo en el comedor con una presencia que imponía respeto. Su mirada se clavó en Margareth, transmitiendo un mensaje claro: no había necesidad de agobiar a Aurora. “Cuando recupere la memoria, ella misma nos lo hará saber. No hay razón para presionarla”, declaró con firmeza, poniendo fin al interrogatorio sobre los recuerdos perdidos de Aurora con una autoridad que solo él poseía.

“Elliot, tienes razón”, concedió Margareth, esbozando una sonrisa que disimulaba mal su irritación por la interrupción. Aunque su rostro mostraba conformidad, en su interior urgía una necesidad imperiosa de saber si Aurora había recuperado la memoria. Para Margareth, era crucial que esos recuerdos permanecieran en las sombras, pues su revelación podría desencadenar consecuencias que prefería evitar a toda costa.

Elliot y Aurora entablaron una conversación llena de calidez, en la que Margareth apenas intervenía, manteniéndose al margen con una presencia casi etérea.

La cena dio inicio con la llegada de los padres al comedor.

El padre, un hombre de presencia imponente, con rasgos marcados, cabello negro como la noche y unos ojos violeta que destilaban autoridad.

La madre, en cambio, era la personificación de la gracia, con cabellos rubios que rivalizaban con el brillo del oro y ojos azules tan claros como el cielo de mediodía. Aurora, la viva imagen de su madre, reflejaba su belleza y elegancia en cada gesto y mirada.

Margareth, con su cabello negro azabache heredado de su padre, compartía los mismos rasgos finos y marcados que imponían una presencia distinguida. De su madre, había heredado unos ojos azules profundos, que junto a la belleza paterna, la dotaban de un encanto único que capturaba la atención de todos en la habitación.

“Aurora, qué alegría verte”, expresó su madre Sophia, su voz un cálido refugio de amor materno. En esas simples palabras, Aurora sintió la profundidad del afecto que su madre le profesaba.

La cena transcurría en una serena armonía, y Aurora aprovechó para compartir los progresos en sus clases de etiqueta. Su padre, con una mirada penetrante, la observaba con atención.

Tras un momento de reflexión, su voz grave rompió el silencio: “En un mes, se celebrará un baile para introducir a las jóvenes damas en la sociedad. Tu presentación se pospuso debido al incidente que sufriste”. Las palabras resonaron con un eco de solemnidad y expectativa.

“Participarás en ese baile”, sentenció el padre con una voz que resonaba con la finalidad de un decreto real.

“Por supuesto, padre”, respondió Aurora, su voz destilando la elegancia que se esperaba de su linaje.

Con el último eco de las conversaciones nocturnas desvaneciéndose, la cena llegó a su fin. Uno a uno, los miembros de la familia Thorne se retiraron a la privacidad de sus aposentos, sumiéndose en el merecido descanso que prometía la noche.

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Envuelta en las sombras de la noche, Aurora se retorcía en su lecho, atrapada en las garras de una pesadilla que la arrastraba de vuelta al día más oscuro de su vida: el secuestro de la verdadera Aurora.

En su sueño, ella y Margareth caminaban despreocupadas por los jardines de la mansión Thorne, riendo bajo el sol que jugueteaba entre las hojas. Pero la paz se rompió cuando la oscuridad se cernió sobre ellas, y de entre las sombras surgieron los magos oscuros, con sus capas fluyendo como la tinta de la noche.

Aurora se despertó sobresaltada, el corazón latiendo con fuerza en su pecho. La imagen final de su sueño, una visión aterradora de ella siendo arrastrada lejos mientras Margareth se reía a sus espaldas, aún vibraba en su mente.

Con la respiración entrecortada, se preguntaba si lo que había experimentado era solo una pesadilla o si, de alguna manera, eran los recuerdos de la verdadera Aurora emergiendo a la superficie. “¿Por qué ahora?”, se cuestionaba, envuelta en la incertidumbre y el miedo. “¿Por qué empiezo a recordar estos momentos?”

La inquietud mantuvo a Aurora lejos del consuelo del sueño por el resto de la noche. Decidió entonces envolverse en la tranquilidad de un paseo nocturno, permitiendo que la serenidad del cielo estrellado y el suave murmullo de la brisa nocturna le ofrecieran un respiro, una pausa para apreciar la belleza silenciosa que solo la noche puede desvelar.

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