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Diseño En Blanco

Un día normal ?

Es difícil comprender la dinámica de la vida de cada persona. Algunos cumplen rutinas por responsabilidad; otros persiguen sus sueños, creyendo controlar todo por haberlos elegido.

Marcela, desde niña, soñaba con un negocio de vestidos de novia. A los seis años, mostraba diseños exclusivos a su padre con gran éxito y esperanza. Sin embargo, ese sueño se vio frustrado muchas veces por el amor; ese amor anhelado que a veces decepciona y otras rompe el corazón, como una delicada cajita de cristal que se estrella contra el implacable cemento, dejando tras de sí un rastro de brillantes fragmentos, esperando la paciente mano que los recoja y reconstruya; una tarea casi imposible, pues ningún corazón vuelve a ser el mismo.

Después de una relación similar a su época en el colegio religioso —cumplir con pagos, tareas y recibir poco reconocimiento por el esfuerzo diario—, con apenas una noche inolvidable de pasión y atracción (una de las mejores escenas de su vida, pero sin derecho a repetición), llegó un regalo inesperado: su hija Noemí.

Con el tiempo, tratando de avivar las pocas brasas de aquella noche, Marcela se quedó sin amor propio, dinero y amor; pero conservó la fortaleza para perseguir su sueño, para darle a Noemí esperanza, compromiso y disciplina.

Tras reunir algo de dinero y confeccionar algunos vestidos, abrió un local en una buena ubicación de San José, Catamarca, Argentina; una ciudad pequeña, pero lucrativa gracias a las numerosas fiestas de casamientos y quinceañeras. Sus días eran similares: abría a las 8 de la mañana, atendía clientes hasta las 12, y luego terminaba trabajos hasta las 16, creando nuevos bocetos y buscando materiales y proveedores. El día transcurría rápidamente hasta las 18, hora de cerrar y volver a casa. Sin embargo, ese lunes 18 de febrero de 2023 sería diferente.

Eran las 17:36 cuando sonó su teléfono. Era Noemí, pidiéndole que la esperara; quería presentarle al amor de su vida. Casi sin reacción, pero llena de curiosidad, accedió a esperarla, ya que nunca le había presentado a nadie. Aunque no esperaba cerrar más tarde ese día, al menos no tendría que invitarlo a su casa si el "amor de su vida" no le agradaba. Esperó cada minuto, consciente de que se acercaba un momento imprevisto.

De pronto, sonó el timbre del local. Era su hija, con alguien que quizás no valoraba ni un segundo de su vida. Se llamaba Juan. Lo saludó cordialmente. Estaba muy bien vestido: un saco de vestir ajustaba su cuerpo atlético, combinando bien con su altura y el intenso color de sus ojos, que evocaron el azul del mar. Su hija tenía buen gusto, sin duda. Ese hombre, con su presencia radiante, derretía cualquier corazón y conquistaba cualquier amor.

Nada, a pesar de la sorpresa, hacía pensar que ese día aún no terminaba, a pesar de que se aproximaba la noche y que esa noche cambiaría la vida de Marcela y de su hija para siempre. Nadie podía imaginar que, a pesar de todo, no era un día normal.

La niña enamorada

Sentados en la recepción del local, una atmósfera de observación y buena educación inundó la habitación, dificultando la conversación. Noemí pidió a Juan que esperara mientras ella y su madre pedían algo para cenar. Rápidamente, Marcela y Noemí dejaron a Juan solo, mientras Noemí esperaba la aprobación de su madre, a quien había admirado toda su vida. En su infancia, había visto en su madre un ejemplo de fortaleza ante un padre ausente y exigente, intentando reflejar esa fortaleza en su indiferencia social y su dedicación a los estudios.

Sin embargo, en ese pasillo estrecho, solo reinó el silencio. Marcela, conocedora de la necesidad de aprobación de su hija, prefirió esperar y no dejarse llevar por la primera impresión. Recordó cómo conoció al padre de Noemí, y con miedo a que su hija pasara por lo mismo, decidió dejar que el tiempo dictara su juicio. En el silencio tenso, observó cómo su futuro yerno se distraía con las mujeres que pasaban por el salón, sin pestañear, iniciando una conversación incómoda.

Marcela: ¿Dónde lo conociste?

Noemí: Es mi compañero de universidad, el más destacado; todas lo desean, y él se enamoró de mí. ¿No es maravilloso?

Marcela: Entiendo.

Cuando Marcela estaba a punto de dar su opinión, Noemí la interrumpió:

Noemí: Hoy me pidió casarnos.

Marcela: ¿Qué? Si recién lo conozco.

Noemí: Yo lo conozco hace cuatro años; empezamos a estudiar juntos.

Sorprendida, Marcela solo atinó a decir:

Marcela: ¡Qué bien! ¿Qué cenamos? Quiero hablar más con él.

En ese momento, Juan, educadamente, dijo: —Yo invito.

Con la mirada perdida en sus pensamientos, Marcela accedió, pidiéndole un favor: —Excelente, voy a preparar todo aquí. ¿Podrías ayudarme con una mesa que tengo en el fondo? Cenaremos más tranquilos.

—Seguro —respondió Juan, caballeroso.

Ambos se dirigieron a la parte trasera del local, un depósito de materiales que ya no usaba. En el camino, Marcela no dejaba de pensar en que no quería que su hija pasara por lo mismo que ella y observaba a Juan, quien le respondía esa mirada acosadora con una sonrisa, mientras en la otra parte del local Noemí buscaba el número para pedir pizzas.

Al llegar al depósito, Juan vio vestidos, maniquíes, metales y muebles oxidados, rollos de tela por todas partes. Marcela entonces pidió ayuda a Juan para mover la mesa que necesitaban para llevarla a donde se encontraba Noemí y poder compartir con ella. Pero al mover unas cajas, sin querer movieron un mueble viejo; unas viejas tijeras oxidadas cayeron al suelo.

Marcela, sin cuidado, siguió forzando la mesa; con la ayuda de Juan, derribaron el mueble viejo, que cayó lentamente sobre Juan. Confiado en su fuerza, no calculó un posible resbalón, perdiendo el control y presionando el mueble en su caída, incrustando aparentemente unas astillas en su cuerpo y su cabeza, propiciando un final inesperado y un último suspiro. Este no provenía de las miradas de admiración a las que estaba acostumbrado; esta vez venía de su propio ser, con resignación a lo que el destino, por ironía, le tenía preparado ese día.

El niño perfecto

Es curioso cómo los colores influyen en nuestros pensamientos. El blanco de un vestido de novia, por ejemplo, evoca pureza, o la apariencia de ella, llena de amor y calor en una relación que se dirige al altar, dando sentido a los vestidos a través de su color. El blanco también puede recordar a un glaciar o la escarcha otoñal que se derrite sobre las flores; un propósito determinado, un tiempo limitado, pero con sentido especial en la naturaleza. De la misma manera, nuestros proyectos, relaciones y vidas pueden derretirse al amanecer, sin sentido aparente, negando la idea de una existencia permanente e imprescindible a nuestros ojos, pero totalmente prescindible para el ciclo natural, que abre sus propios caminos.

Sin embargo, la ilusión de controlar ese ciclo natural a menudo se convierte en el lema familiar de los Richi, y de muchos otros. En Argentina, Juan Richi creció en un ambiente de fama y fortuna familiar. Ganar dinero era tan cotidiano como el amanecer, producto de inversiones acertadas y torneos de polo ganados. La familia Richi era reconocida y exitosa, envidiada por sus competidores en la producción de aceites y en el juego del polo. Juan se acostumbró a controlar todo, y aunque tenía el segundo mejor promedio en la preparatoria, obtuvo becas en humanidades y ganó todos los torneos juveniles de polo con su caballo Rasputín, a quien despidió con fervor al emprender un viaje al norte argentino para adquirir experiencia y acrecentar la fortuna familiar buscando litio. Siendo, como siempre, el niño perfecto, se perdió, casi por accidente, en ese camino de aventuras controladas, en la universidad.

Fue en una clase compartida, distraído por un tropiezo, que cayó en el precipicio de una mirada gitana inolvidable. Desde su primer año universitario, ella era una hechicera capaz de encender y romper corazones. Como un general cuya estrategia te lleva a su sonrisa y al deseo de un beso de sus labios, quedabas prisionero de su perfume encantador, riéndose a su amor sin resistencia. Juan disfrutaba de esas batallas con derrotas, de esa imaginación encendida en pasión, capaz de derretir el vestido más blanco, o cualquier otro que llevara su gitana. Así como la nieve otoñal alimenta a los lirios, crecían sus planes y proyectos mirando a su amada durante tres años.

Aunque al principio fue difícil hablar con Noemí, pronto encontraron muchas cosas en común, como su sed de aventura, que se convirtió en una monotonía de encuentros románticos, fogosos pero sujetos a las responsabilidades académicas. Un día, Juan tuvo una idea para romper la rutina: después de cinco años de éxitos académicos, propuso conocer a la familia de su amada. Aunque Noemí aceptó inmediatamente, también informó a su familia.

No todo era tan predecible para Carlos y Elena Richi, los padres de Juan, quienes no veían con buenos ojos a Noemí. Sin embargo, Carlos, un hombre de mundo, comprendía que su hijo, a pesar de su vida perfecta, podía tener amores pasajeros, como él mismo había tenido a lo largo de su vida; un rastro blanco de escarcha por cada corazón ilusionado. Pero ninguno ajustaba a los intereses familiares. Solo Elena, que compartía su visión, aceptando cada decisión y engaño como un escalón a la felicidad que ambos compartían con Juan, era consciente de la inconsciencia que Noemí despertaba en él.

Noemí, por su parte, intentaba descifrar el idioma Richi; veía frialdad tras tanta fortuna, una frialdad que evocaba las nevadas invernales, pero ella veía en ese blanco la esperanza, idéntica al color de los vestidos de novia de su madre, quien inspiraba cada minuto de su vida. Sabía que junto a Juan no cometerían los mismos errores de sus familias, dos extremos unidos por un gran amor.

Por supuesto, nadie podía imaginar lo que la naturaleza tenía preparado, ni el color que tendría la idea de Juan al final de esa noche fatídica.

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