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Por Culpa De Mi Belleza

Una Vida Hecha de Zinc

El sol de la mañana se filtraba a través de las grietas y aberturas de las delgadas láminas de zinc que conformaban las paredes de la humilde vivienda. María despertó sobresaltada, el ruido de los autos circulando en la calle principal la había sacado de su sueño. Miró a su lado y vio a su pequeño hijo Zabdiel, profundamente dormido, acurrucado junto a ella.

Se incorporó lentamente, procurando no despertarlo. Su corazón se aceleró al contemplar la precaria situación en la que se encontraban. Aquella choza hecha de láminas oxidadas y tablas de madera era el único hogar que conocía Zabdiel desde que nació. María suspiró con tristeza, preguntándose cuánto tiempo más podrían resistir viviendo en esas condiciones.

Salió con cuidado de la habitación y se dirigió a la cocina improvisada. Tomó uno de los pocos huevos que les quedaban y los puso a freír. El débil chisporroteo de la grasa caliente era el único sonido que rompía el silencio. María se apoyó en la pequeña mesa, mirando fijamente la llama de la estufa de leña. Cerró los ojos y se permitió viajar en sus recuerdos, evocando una época en la que su vida era muy diferente.

Recordó cuando conoció a Rodrigo, aquel hombre mayor y adinerado que la había sacado de la pobreza. En aquel entonces, María era una joven ingenua y soñadora, deslumbrada por la propuesta de un futuro mejor. Aceptó casarse con él sin pensarlo dos veces, anhelando poder darle a su familia una vida más digna. Pero pronto se dio cuenta de que el precio a pagar sería demasiado alto.

Rodrigo resultó ser un hombre violento y posesivo, que la sometía a constantes abusos físicos y psicológicos. María vivía aterrorizada, temerosa de desatar su ira. Trató de huir en varias ocasiones, pero él siempre la encontraba y la forzaba a regresar, amenazándola con quitarle a su hijo. Zabdiel era la única razón por la que María soportaba aquella tortura día tras día.

Finalmente, la pesadilla terminó cuando Rodrigo falleció repentinamente hace un año. María se sintió aliviada, pero también sumida en una profunda tristeza y desolación. Ahora se encontraba sola, sin recursos y con un niño pequeño a su cargo. Su belleza, que en otro tiempo le había abierto tantas puertas, se había convertido en una maldición que le traía más problemas que soluciones.

Abrió los ojos al escuchar el suave llanto de Zabdiel. Se acercó a la habitación y lo encontró sentado en la cama, frotándose los ojos con sus pequeñas manos. María le sonrió con ternura y lo acunó entre sus brazos, reconfortándolo.

—Buenos días, mi amor. ¿Cómo amaneciste?

El niño se acurrucó contra ella, buscando su calor y protección.

—Tengo hambre, mami —dijo con voz débil.

—No te preocupes, cariño. Ya casi está listo el desayuno —le aseguró María, depositando un beso en su frente.

Volvió a la cocina y sirvió los huevos fritos en un plato desgastado. Zabdiel se apresuró a comer, devorando el alimento con ansia. María lo observaba con una mezcla de ternura y tristeza, consciente de que esa era la única comida que tendrían hasta el siguiente día.

Cuando terminaron, María lavó el único plato y cubierto que poseían, usando una pequeña cantidad de agua. Zabdiel la observaba en silencio, su mirada inocente reflejaba una madurez más allá de sus cortos años.

—Mami, ¿por qué vivimos aquí? —preguntó el niño con curiosidad.

María se acercó a él y lo abrazó con fuerza, luchando por contener las lágrimas.

—Porque ahora somos sólo tú y yo, mi vida. Pero algún día, te prometo que tendremos una casa mejor, donde podamos ser felices.

Zabdiel asintió con confianza, creyendo ciegamente en las palabras de su madre. María se levantó y le ofreció la mano.

—Vamos, es hora de alistarnos para ir a la escuela.

Juntos recorrieron los escasos metros que los separaban de la pequeña escuela comunitaria, situada a unas cuadras de su humilde vivienda. La gente les lanzaba miradas de lástima y reprobación al verlos pasar, conscientes de la difícil situación que enfrentaban. María mantenía la cabeza en alto, pero su corazón se encogía ante la discriminación.

Al llegar a la escuela, Zabdiel se despidió de su madre con un fuerte abrazo. María lo observó alejarse, sintiendo un nudo en la garganta. Sabía que su hijo era el blanco de burlas y rechazo por la condición precaria en la que vivían, pero no podía hacer nada para evitarlo.

Resignada, emprendió el camino de regreso a su hogar. Sus pasos lentos reflejaban la pesadumbre que la embargaba. Deseaba con todo su ser poder ofrecerle a Zabdiel un futuro mejor, pero las circunstancias parecían estar en su contra.

Al llegar a la choza, se sentó en el pequeño banco de madera que tenían fuera. Observó con tristeza cómo el viento agitaba las láminas de zinc, que rechinaban y parecían estar a punto de ceder. María se abrazó a sí misma, sintiendo el frío calar en sus huesos.

De pronto, escuchó unos golpes en la puerta. Se levantó con recelo y asomó por la abertura, encontrándose con la mirada amable de doña Clementina, su vecina.

—Buenos días, María. ¿Puedo pasar? —preguntó la mujer mayor con una sonrisa.

—Claro, adelante —respondió María, haciéndose a un lado para dejarla entrar.

Doña Clementina era una de las pocas personas en el vecindario que se habían acercado a brindarle ayuda y consuelo a María. A pesar de sus propias carencias, siempre encontraba la manera de compartir con ellos algo de comida o de acompañar a Zabdiel cuando María tenía que salir.

—¿Cómo amanecieron hoy? —preguntó doña Clementina, observando con preocupación el deteriorado estado de la vivienda.

—Bien, gracias a Dios —respondió María, esforzándose por sonar optimista—. Zabdiel ya se fue a la escuela.

—Me alegro. Justamente venía a traerles esto —dijo la mujer, entregándole a María una pequeña bolsa de tela.

María tomó el paquete con gratitud y lo abrió, encontrando en su interior algunos vegetales y un poco de pan.

—Oh, doña Clementina, no debió molestarse —murmuró María, conmovida por el gesto.

—No es molestia.

Nota de autor

Hoy decidí presentarme, Soy Angel Gabriel Candelario Taveras, pero NUNCA me llamen asi NO ME GUSTA es todo…

Espero y le guste esta historia, cualquier cosa comenté y yo les responderé, si quieren que yo le agregue algo solo me dejan saber….

Nunca se le olvide cuando Os amoooooooooo

BYE, No te olvide de comentar que te parece la

novela….

Es corta….

Recuerdos que Lastiman

María tomó la bolsa con gratitud y la abrazó con fuerza, sintiendo cómo las lágrimas de emoción nublaban su vista.

—Muchas gracias, doña Clementina. No sé qué haríamos sin usted —dijo entre sollozos.

La mujer mayor le palmeó suavemente la espalda, comprensiva.

—No tienes que agradecer, hija. Sé que lo estás pasando muy difícil, pero quiero que sepas que cuentas conmigo para lo que necesites.

María asintió, secándose las mejillas con el dorso de la mano.

—Lo sé, y se lo agradezco de corazón. Es sólo que a veces me siento tan impotente al ver cómo Zabdiel y yo tenemos que vivir.

Doña Clementina le dedicó una mirada llena de empatía.

—Entiendo, mi niña. Pero debes ser fuerte, por ti y por tu pequeño. Sé que lograrás salir adelante. —Le apretó cariñosamente el brazo—. Ahora vamos, acompáñame a guardar estas cosas.

Juntas entraron a la humilde vivienda y acomodaron los alimentos en el pequeño espacio que servía como cocina. María se sintió reconfortada por la compañía de su vecina, quien siempre lograba infundirle un poco de esperanza.

Cuando doña Clementina se despidió, María se quedó sola, contemplando el interior de la choza. Sus ojos se detuvieron en una fotografía gastada que reposaba sobre una repisa improvisada. En ella, se veía a una joven María, radiante y sonriente, junto a Rodrigo, su ahora fallecido esposo.

Un nudo se formó en su garganta al recordar aquellos tiempos. Jamás imaginó que su belleza, que una vez le había abierto tantas puertas, se convertiría en una maldición que la arrastraría a un infierno de violencia y sufrimiento.

Recordó cómo Rodrigo la había cortejado con regalos costosos y promesas de una vida llena de lujos. Ella, ingenua y soñadora, había caído rendida ante sus encantos, ignorando las advertencias de sus seres queridos sobre la verdadera naturaleza de aquel hombre.

Poco a poco, la imagen de Rodrigo que María tenía en su mente fue distorsionándose. De aquel hombre apuesto y gentil que la conquistó, pasó a convertirse en un ser despiadado y abusivo, que la sometía a constantes maltratos físicos y psicológicos.

Recordaba con horror cómo él la golpeaba y la humillaba, culpándola por su belleza y celos enfermizos. Cada vez que intentaba escapar, Rodrigo la encontraba y la forzaba a regresar, amenazándola con quitarle a Zabdiel.

María se abrazó a sí misma, sintiendo cómo los recuerdos la atormentaban. Aquel infierno parecía no tener fin, hasta que finalmente Rodrigo falleció, liberando a María de su cruel cautiverio.

Pero la libertad le había llegado demasiado tarde. Ahora se encontraba sola, sin recursos y con un hijo pequeño a su cargo, luchando por sobrevivir en la más absoluta pobreza.

Dejó escapar un profundo suspiro, intentando alejar esos dolorosos recuerdos. Se acercó a la ventana improvisada y observó cómo los vecinos transitaban por la calle, ajenos al sufrimiento que ella y Zabdiel enfrentaban día a día.

De pronto, una idea cruzó por su mente. Tal vez aún quedaba una pequeña esperanza. María se apresuró a buscar entre los pocos objetos que poseían, hasta que encontró lo que buscaba: una fotografía de su boda.

Con manos temblorosas, acarició la imagen, recordando aquel día que le había parecido el más feliz de su vida. Tal vez, si lograba vender ese recuerdo, podría obtener suficiente dinero para mejorar las condiciones de vida de ella y de su hijo.

Decidida, guardó la fotografía en un bolsillo y salió de la choza. Caminó con paso firme, ignorando las miradas de lástima que le lanzaban los transeúntes. Llegó hasta la plaza central, donde solía haber un mercado de antigüedades y objetos de segunda mano.

Se detuvo frente a un puesto y, con voz tímida, le ofreció la fotografía a un hombre que parecía ser el encargado. Él la examinó con detenimiento, acariciando el desgastado papel.

—¿Cuánto quiere por ella? —preguntó el hombre con seriedad.

María titubeó, no sabía si el precio que tenía en mente sería el adecuado.

—Bueno, yo... yo pensaba en mil pesos —respondió, conteniendo la emoción.

El hombre la miró con cautela y luego negó con la cabeza.

—Lo siento, pero no puedo darle más de quinientos. Es una fotografía antigua, pero en mal estado.

María sintió cómo su corazón se hundía, pero en el fondo sabía que debía aceptar la oferta. Necesitaba desesperadamente ese dinero.

—De acuerdo, me parece justo —aceptó, entregándole la fotografía al hombre.

Éste le entregó un fajo de billetes que María contó con ansiedad. Quinientos pesos, suficiente para comprar algo de comida y pagar el alquiler atrasado de la choza.

Con el dinero en mano, María se apresuró a regresar a su hogar. Al entrar, se encontró con Zabdiel, quien la miraba con curiosidad.

—¿Mami, dónde estabas? —preguntó el niño.

María lo abrazó con fuerza, sintiendo cómo las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

—Fui a arreglar unas cosas, mi amor. Ahora tenemos un poco de dinero y podremos comprar algo rico para cenar.

Zabdiel sonrió, emocionado ante la idea de tener una comida decente. María le devolvió la sonrisa, pero en su interior se sentía desgarrada.

Había vendido uno de los pocos recuerdos felices que le quedaban, condenándose a cargar con el peso de esa decisión. Sin embargo, haría lo que fuera necesario para darle a su hijo una vida mejor.

Mientras preparaba la cena, María observó a Zabdiel jugar en un rincón de la choza. Su corazón se llenó de determinación. Sacaría adelante a su pequeño, sin importar el costo.

Una Oportunidad Inesperada

Esa noche, María y Zabdiel disfrutaron de una cena más abundante y sabrosa de lo habitual. La mujer había logrado comprar algunos vegetales, un poco de carne y un trozo de pan, gracias al dinero obtenido por la venta de la fotografía de su boda.

Zabdiel devoraba con entusiasmo cada bocado, regalándole a su madre una sonrisa radiante entre cada bocado. María lo observaba con el corazón henchido de ternura, sintiéndose agradecida de poder brindarle a su hijo, aunque fuera por un día, una comida decente.

Una vez terminada la cena, María recogió los platos y los lavó con esmero, aprovechando el poco agua que les quedaba. Zabdiel la ayudó a secarlos, demostrando una madurez y responsabilidad que enorgullecían a su madre.

Cuando terminaron, María se sentó en el viejo sillón improvisado, palmeando el asiento a su lado para que Zabdiel se acurrucara junto a ella. El niño no tardó en acercarse, buscando el calor y la protección materna.

—Mami, ¿puedo preguntarte algo? —dijo Zabdiel, alzando su mirada hacia ella.

—Claro, mi amor. ¿Qué sucede? —respondió María, acariciando suavemente sus cabellos.

—¿Por qué ya no vivimos en aquella casa grande con papá? —preguntó el pequeño con inocencia.

María sintió cómo su corazón se estrujaba ante la mención de Rodrigo. Sabía que tarde o temprano tendría que abordar ese tema con su hijo, pero temía que las heridas aún estuvieran demasiado frescas.

—Bueno, cariño... —comenzó a decir, buscando las palabras adecuadas—. Papá ya no está con nosotros, y ahora somos sólo tú y yo. Por eso vivimos en esta casita, pero algún día tendremos una mejor, ya lo verás.

Zabdiel se quedó en silencio por unos instantes, procesando las palabras de su madre.

—¿Y papá no va a volver? —preguntó con tristeza.

María lo acercó más a su cuerpo, abrazándolo con fuerza.

—No, mi amor. Papá se fue y no va a regresar —respondió, conteniendo las lágrimas que amenazaban con brotar—. Pero tú y yo vamos a estar bien, te lo prometo.

El niño asintió, recostando su cabeza en el pecho de María. Ambos permanecieron en silencio, disfrutando de la compañía y el calor del otro.

María sabía que tarde o temprano tendría que hablar con Zabdiel sobre la verdadera naturaleza de su relación con Rodrigo, pero por ahora, prefería protegerlo de esa cruda realidad. Su hijo era aún demasiado pequeño para entender el infierno que ella había vivido.

Cuando Zabdiel se quedó dormido, María lo acostó suavemente en la improvisada cama y lo cubrió con la única manta que tenían. Luego, se sentó en el borde, contemplando su rostro sereno. Una lágrima rodó por su mejilla al pensar en el futuro incierto que les aguardaba.

—Juro que haré todo lo que esté en mis manos para darte la vida que mereces, mi amor —susurró, besando con ternura la frente del niño.

Se levantó con cuidado y se dirigió a la ventana, observando cómo la noche caía sobre el vecindario. Sus ojos se posaron en la fotografía de su boda, que reposaba sobre la repisa. Un nudo se formó en su garganta al recordar lo que había tenido que hacer para conseguir ese dinero.

Secándose las lágrimas, guardó el retrato en un cajón improvisado. Sabía que era una decisión dolorosa, pero necesaria para poder subsistir. No podía darse el lujo de aferrarse a recuerdos del pasado cuando el presente era tan incierto.

Exhaló un profundo suspiro y se dirigió a la improvisada cama, acostándose junto a Zabdiel. Cerró los ojos, intentando conciliar el sueño, pero los pensamientos no la dejaban descansar.

Al día siguiente, María se levantó con la determinación de encontrar una forma de mejorar la situación de ella y de su hijo. Zabdiel se marchó a la escuela y ella se quedó sola en la choza, contemplando los escasos recursos que les quedaban.

Decidida, salió de la vivienda y se encaminó hacia el centro de la ciudad. Caminaba con paso firme, ignorando las miradas de lástima y reprobación que le lanzaban los transeúntes. Ella ya estaba acostumbrada a ese trato, pero eso no hacía que doliera menos.

Llegó a una zona bulliciosa, donde se encontraban numerosos negocios y comercios. Su belleza, que en otro tiempo le había abierto tantas puertas, ahora parecía ser un obstáculo más que un atributo. Muchos hombres se le acercaban con miradas lascivas, ofreciéndole trabajos que ella rechazaba con vehemencia.

Finalmente, se detuvo frente a un elegante restaurante. Tomó aire y empujó la puerta, adentrándose en el acogedor local. Un hombre vestido de traje se acercó a recibirla.

—Buenas tardes, señorita. ¿En qué puedo ayudarla?

—Buenas tardes —respondió María, esforzándose por sonar segura—. Vengo a solicitar un empleo. ¿Tienen alguna vacante disponible?

El hombre la miró de arriba abajo, evaluándola con detenimiento.

—Bueno, en este momento no tenemos puestos abiertos en el salón. Pero quizás pueda considerar trabajar en la cocina —dijo, regalándole una sonrisa condescendiente.

María sintió cómo la decepción la invadía, pero no se iba a rendir tan fácilmente.

—Por favor, señor. Estoy desesperada por encontrar un trabajo. Puedo hacer lo que sea necesario —insistió, con la esperanza reflejada en su mirada.

El hombre la observó por unos instantes, pareciendo dudar. Finalmente, soltó un suspiro y se rascó la barbilla.

—Mire, lo cierto es que tenemos una vacante de mesera. Pero déjeme advertirle que el trabajo puede ser bastante pesado y los clientes pueden llegar a ser un poco... difíciles —dijo, con una mueca de disgusto.

—No importa, señor. Haré lo que sea necesario para mantener a mi hijo —aseguró María, sin dudar ni un segundo.

—Bien, entonces le daré una oportunidad —accedió el hombre, sorprendido por la determinación de la mujer—. Empezará mañana a primera hora. Su salario será el mínimo, más propinas. ¿Le parece bien?

—Sí, señor. Muchas gracias, se lo agradezco infinitamente —exclamó María, sintiendo cómo un peso se le quitaba de encima.

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