—¡Mierda, mierda, mierda! Mi suerte es realmente terrible.
Murmuro Lisel, con un suspiro pesado, mientras sus pasos resonaban por las empedradas y sombrías calles.
A su alrededor, un laberinto de pasión y deseo se desplegaba.
El Callejón del Hambre, famoso por su oscuridad, se hundía en la parte más baja y marginal de Castelar. Era el refugio de prostitutos y prostitutas que ofrecían sus servicios a cambio de unas pocas monedas.
Algunos clientes optaban por llevar a sus acompañantes a un hostal cercano, aunque la mayoría no estaba dispuesta a pagar por una habitación. En consecuencia, las calles se llenaban de parejas, tríos y grupos en actividades sexuales al amparo de la noche.
Con una mano firme, Lisel sujetó el saco de monedas que descansaba en el bolsillo interior de su capa, destinado a pagar por un hombre y una habitación en aquel hostal.
Parejas anónimas se entrelazaban en un abrazo de lujuria, a menudo chocando contra ella accidentalmente. Lisel, aunque sorprendida y avergonzada, no podía apartar sus ojos de aquel espectáculo, tan distinto a cualquier cosa que hubiera conocido antes.
Lisel, con cada paso que daba, se adentraba más en un mundo que se sentía ajeno, peligroso, y sin embargo, necesario.
Las siluetas entrelazadas en sus pasiones parecían olvidar todo lo demás. Un espectáculo que la hacía cuestionarse la naturaleza misma del deseo y la pasión.
"¿Podría algo así hacerte olvidar incluso dónde estás parado?" se preguntaba, mientras esquivaba a duras penas los cuerpos que invadían su espacio personal.
En su intento de avanzar, Lisel sentía la opresión de su capa, una barrera de tela gruesa que la protegía del contacto directo con la carne desnuda de los otros.
Pero incluso esa protección le pareció insuficiente cuando un líquido espeso, caliente y pegajoso salpicó su mano. Desatando en ella una mezcla de alarma, vergüenza y desconcierto.
Alzó la vista para buscar al responsable, pero nadie parecía notar su presencia.
"¿Cómo he llegado a este punto?" reflexionó, sintiéndose humillada y perdida.
La mente de Lisel volvió a los días en que su vida dio un vuelco. Su padre, el Marqués Octavio Luton, yacía en coma desde hace un año. Dejando el mando de la familia en manos de su esposa: Margaret Luton.
Esa mujer, que se había infiltrado en la vida de Lisel Luton tras la muerte de su madre, traía consigo un tormento en forma de un joven llamado Carlier, proclamado hijo del Marqués y heredero de Luton.
La historia de su padre y su aceptación de Carlier como hijo y heredero se mezclaban en su mente con los abusos de Margaret.
Lisel recordaba las humillaciones, las privaciones, los golpes. Y ahora, el culmen de todo: su forzado compromiso.
Recordó la forma en que Margaret lo había anunciado, no como una opción, sino como un mandato, una orden revestida de falsa benevolencia.
—Es repugnante, indignante —se dijo Lisel, recordando el plan maestro de Margaret.
Un matrimonio forzado con el príncipe heredero del reino de Castella. Una artimaña bajo el velo de un "honor" que ocultaba una muerte segura.
Pero Lisel Luton no estaba dispuesta a rendirse. "Haré cualquier cosa para evitar este destino", se prometió, sintiendo un atisbo de valor surgir en su interior.
Aunque eso significara entregar su inocencia a un desconocido en el Callejón del Hambre. La zona más baja de toda la capital de Castella, Castelar.
La idea la llenaba de desánimo, pero su resolución era firme.
Caminaba disfrazada, con una capucha oscura cubriendo su identidad. La cabeza le picaba bajo la frondosa peluca oscura. Buscaba a un hombre, cualquier hombre, a poder ser guapo y amable, que pudiera salvarla de su condena dándole esa noche.
Fue entonces cuando una figura encapuchada, observándola desde la distancia, decidió acercarse.
—Estás demasiado roja ¿qué haces en este lugar? —preguntó el hombre con una voz grave que sacó a Lisel de su ensimismamiento.
Ella se acercó, tratando de discernir su rostro bajo la capucha de él. "Debe querer mantener su anonimato", pensó, sin darse cuenta de que ella misma buscaba lo mismo.
En la oscuridad, solo pudo distinguir sus brillantes ojos grises y un aire de nobleza que lo rodeaba.
—Quizás solo tengo calor —intentó responder con coquetería, aunque su voz temblorosa traicionaba sus nervios. "Si este hombre se aleja, mi plan se desmorona", pensó, forzándose a ser más audaz. —¿Puedes ayudarme con eso?
El hombre la miró con incredulidad, pero sonrió y, para su sorpresa, la levantó en brazos, alejándola del caos del callejón.
—¿Dónde me llevas? —gritó Lisel, sobresaltada por la inesperada cercanía.
—Realmente quieres hacerlo en esa sucia calle llena de gente — respondió él con un tono de voz que mezclaba arrogancia y un toque de superioridad.
En un instante, se encontraron dentro de una posada cercana, lejos del alboroto del Callejón del Hambre. Con delicadeza pero firmeza, el hombre la depositó sobre la cama.
Sin mediar palabra, comenzó a besarla. Sumergiéndola en un torbellino de sensaciones desconocidas. Lisel se sintió abrumada, con su rostro ardiendo de vergüenza y su cuerpo tensándose bajo la intensidad de las caricias.
El hombre, con sus fuertes manos, le retiró la capa a Lisel, dejando al descubierto sus hombros y un vestido gris, modesto pero elegido con cuidado para hacerse pasar por una plebeya sin parecer vulgar.
Al acariciar su cabello, él se detuvo de repente con una expresión de sorpresa.
—Ya decía yo que algo se sentía extraño.
Con un gesto rápido, le retiró la peluca, revelando el cabello castaño claro de Lisel, meticulosamente recogido.
Las manos del hombre se movían con destreza, deshaciendo la trenza que mantenía recogido su cabello.
Con cada hebra que soltaba, su pelo dorado, ondulado y rebelde, se desprendía, cayendo suavemente alrededor de su rostro y sobre su pecho en una cascada brillante.
Aunque el hombre no esbozaba una sonrisa, sus ojos mostraban una clara satisfacción, como si al desvelar la auténtica apariencia de Lisel hubiera desentrañado un enigma.
Sus miradas se encontraron intensamente. Los ojos grises del hombre chocaron con los verdes de ella. Lisel, sintiéndose avergonzada, bajó la mirada.
—Relájate un poco —susurró él, notando su tensión.
—Yo... yo... lo intento —balbuceó Lisel, sus palabras entrecortadas por la nerviosidad.
—Inténtalo mejor —insistió él, con voz baja pero imponente.
Mientras la mano del hombre se deslizaba audazmente por la pierna de Lisel, subiendo su falda con una lentitud que exacerbaba la tensión, él susurró con una voz cargada de promesa.
—Voy a hacerte sentir bien.
Lisel, con un gemido sorprendido, respondió en un susurro tembloroso.
—Yo... no sé si...
Entonces los dedos del hombre, firmes y hábiles, exploraron su entrepierna, enviando ondas de un placer desconocido a través de su cuerpo. Él, con un hambre pasional, recorría su cuello con besos intensos y mordiscos provocativos, arrancándole jadeos que llenaban la habitación.
—¡Espera! — grito Lisel.
—Estoy siendo muy paciente —murmuró él, su aliento caliente contra la piel de su cuello.
Lisel, superada por la intensidad del momento, apenas podía formular palabras.
—Esto es... nuevo para mí.
La expresión del atractivo hombre se tornó compleja ante las palabras de Lisel. Sin embargo, rápidamente cambió a una de satisfacción ante su inocencia, aumentando la intensidad de sus caricias. Sumergiendola aún más en la vorágine de nuevas sensaciones.
—Déjate llevar por mí, prometo que no te arrepentirás —murmuró con su voz teñida de una confianza cautivadora que resonaba en la intimidad de la habitación.
La noche se convirtió en una danza de descubrimiento y pasión, con Lisel entregándose a las sensaciones que la embargaban. Entre susurros y toques, la tensión inicial de Lisel se transformaba en en una curiosidad apasionada.
—¿Te gusta? —preguntó él, sus palabras rozando su oído mientras continuaba explorando sus pechos.
Lisel, superando su nerviosismo inicial, se permitió responder con toda la honestidad que le era posible.
—Creo que sí.
—¿Lo crees? Eres muy exigente. Tendré que esforzarme a fondo.
Entonces, con un movimiento fluido y sin perder el contacto, el hombre deslizó una mano a lo largo del cuerpo de Lisel. Sus dedos recorrieron su piel, desde el pecho hasta la entrepierna, trazando un camino ardiente que borraba cualquier rastro de timidez.
Con habilidad, él despojó a Lisel de la última prenda que la cubría, allanando el camino para un encuentro más íntimo.
El dolor se mezclaba con el placer bajo las diestras caricias de aquel hombre misterioso.
Por primera vez en mucho tiempo las preocupaciones de Lisel, por la casa Luton, su familia y sus riesgos en Castelar, parecían desvanecerse, relegadas a un segundo plano.
Solo él podía preocuparla en aquel momento.
Él y sus afilados ojos grises que la miraban como si fueran a devorarla.
Tras besos y caricias, Lisel relajó su cuerpo e, inconscientemente, posó su mano en el brazo de él. La pequeñez de su mano contrastaba con el músculo que tocaba, evidenciando su fortaleza. Él, notando el contacto, le dijo con picardía:
—¿Quieres más?
Al quitarse la camisa, dejó al descubierto un torso fortalecido y musculoso que resaltaban sobre su piel blanca.
Lisel, por un momento, olvidó cómo respirar ante la visión de él.
Aún no había amanecido y la luz de la luna llena se filtraba a través de las pesadas cortinas de la destartalada posada. El brillo plateado bañaba la habitación donde Lisel, con expresión desconcertada, intentaba discretamente salir del lecho donde había pasado la noche.
Junto a ella, dormía el hombre de mirada desafiante y aire arrogante con el que había compartido horas íntimas.
Al abrir los ojos, lo primero que Lisel sintió fue un dolor agudo. Un recordatorio punzante de lo ocurrido unas horas antes. Imágenes de esos momentos volvían a su mente, y se permitió cerrar los ojos de nuevo por un segundo, abrumada por la vergüenza.
No podía creer hasta dónde había llegado.
Su acto había sido una medida de pura desesperación.
Desde que se enteró de su compromiso con el Príncipe Heredero, había considerado todas las posibles formas de escapar a su destino.
Lisel, lejos de ser caprichosa, nunca había esperado un matrimonio por amor, especialmente dada la naturaleza de su familia. Sin embargo, jamás imaginó que su boda podría ser también su funeral.
El Príncipe Heredero, Teodor Lanverd, un hombre de fama despiadada y gustos oscuros, pretendía casarse con ella. Pero tras esa fachada se escondía un deseo más siniestro: el de dar rienda suelta a sus inclinaciones crueles, asesinando a las mujeres que osaban compartir su lecho.
Muchos nobles de la capital consideraban los rumores sobre él como falsos o mal interpretados. Pocos conocían la verdadera naturaleza de Teodor Lanverd.
Lisel era una de las pocas personas de Castelar que conocía con certeza sus horrores.
Desde que cumplió quince años, se decía que el príncipe llevaba mujeres a sus aposentos.
Sometiéndolas a torturas sexuales tan extremas que algunas morían en el acto. Pero su mayor deleite, se susurraba, era asesinar a sus víctimas con sus propias manos en el clímax de su placer, una vez sobrevivían a los preliminares.
Por suerte para su plan, en la alta sociedad capitalina de Castelar, al igual que en el resto del Reino de Castella, la virginidad de la novia era un asunto de máxima importancia.
La revelación de que una novia no había mantenido su pureza podía ser suficiente para anular un compromiso matrimonial. Y ni siquiera la poderosa familia Luton, con toda su riqueza, influencia y lealtad a la corona, podría alterar ese hecho.
Lisel sabía que debía empezar a planificar su futuro, considerando las posibles represalias.
Tal vez su madrastra, Margaret, recurriría a asesinos y disfrazaría su muerte como un accidente para ocultar dicha vergüenza.
Su padre, si es que alguna vez despertaba del estado comatoso, podría perfectamente enviarla a un convento para vivir como monja por el resto de sus días.
Y su medio hermano, Carlier, estaría encantado de mantenerla encerrada de por vida en el oscuro sótano, que más bien era una mazmorra oculta en la Mansión Luton.
Pero esos eran pensamientos para más tarde, se dijo a sí misma.
En ese momento, lo crucial era abandonar la posada antes del amanecer. Con cuidado, Lisel se liberó del musculoso brazo del hombre que descansaba sobre su cintura.
"Fue fácil" reflexionó internamente.
Pero entonces, una voz la sobresaltó.
—¿Huyendo de la escena del crimen? —preguntó él con voz suave y seca.
—N-necesito irme. Tengo asuntos que atender —balbuceó Lisel, todavía abrumada y avergonzada.
—¿Qué asuntos? —indagó con una pizca de burla.
Lisel, sin saber qué responder, se sintió aún más nerviosa, intentando distanciarse del hombre con quien aún compartía la cama.
—¿Acaso te he dejado tan aturdida que no puedes recordar específicamente?
—No es eso, simplemente... no son asuntos tuyos —dijo Lisel, decidida, levantándose rápidamente en busca de su ropa.
—La aventura de una noche ya ha terminado.
Él se incorporó sentándose en la cama. Siguiéndola con la mirada con una expresión de interés y diversión en su rostro.
—Aún no ha amanecido, la noche todavía no ha terminado —respondió con malicia mientras miraba la imagen de la luna llena que se filtraba por las cortinas.
Lisel, con su vestido a medio abrochar, le dirigió una mirada firme y penetrante.
—Lo acontecido... no volverá a suceder. Ni siquiera nos encontraremos nuevamente.
Su voz mostraba firmeza a pesar de la emoción que destellaba en sus ojos verdes. El hombre se levantó, acortando la distancia entre ellos. Con una confianza innata, tomó su mano.
—Eres muy dura conmigo después de lo bien que me he portado —comentó él, con voz baja y seductora. Sus ojos grises brillaban bajo la luz de la luna que se colaba por la ventana, desafiándola con un brillo burlón.
La luz lunar delineaba el rostro del hombre, revelando su mandíbula fuerte y los labios perfectamente formados. Sus ojos afilados, del mismo tono plateado que la luna, la observaban con una mezcla de desafío y diversión. Los mechones negros, que antes estaban meticulosamente peinados hacia atrás, ahora caían desordenadamente sobre su frente.
No pudo evitar sentirse cautivada por su apariencia realmente atractiva.
Lisel colocó en la mano del hombre una bolsa con monedas y apartó su propia mano del agarre de él.
—Muy generosa —respondió él, apretando los dientes, sacándola abruptamente de sus pensamientos.
Lisel se reprendió internamente por dejarse distraer. Necesitaba regresar la mansión antes de que su ausencia se hiciera evidente. Con determinación, se ajustó su atuendo y se preparó para partir.
—No tengo tiempo para esto —insistió Lisel, terminando de abrochar su vestido y ajustándose la capa y la peluca hasta cubrirse por completo.
Después, ignorando completamente la mirada que la seguía como un cazador atisbaba a su presa, salió de la habitación de aquel lugar en silencio.
Por un momento, había pensado que el hombre podría negarse a dejarla marchar, y había contemplado la idea de huir por la ventana.
Desde niña había demostrado habilidad para trepar, y teniendo en cuenta que apenas estaban en el primer piso de la posada, la idea no parecía descabellada. Sin embargo, para su alivio, esa medida no fue necesaria.
Una mezcla de emociones la embargaron. Se sentía aliviada por cumplir su propósito, a la vez que temía el siguiente paso de Margaret en esto. Pero sobre todas las cosas, aún se mareaba al recordar esos ojos grises que parecía que la iban a atravesar.
Cada paso que Lisel daba en la fría madrugada se convertía en un intento desesperado por distanciarse no solo del lugar sino también de los recuerdos y sensaciones que la reciente noche había dejado profundamente grabados en su memoria.
El eco de sus pasos sobre las empedradas calles del Callejón del Hambre se mezclaba con el ritmo acelerado de su corazón. Una sinfonía de urgencia y ansiedad.
Mientras avanzaba, una maraña de emociones la invadía: el alivio por haber cumplido su propósito se entrelazaba con un creciente temor ante la posible reacción de Margaret. Pero, sobresaliendo entre todas esas emociones, estaba el vértigo inexplicable que la asaltaba al recordar esos penetrantes ojos grises, capaces de ver más allá de lo que ella quisiera mostrar.
Con pasos rápidos pero cautelosos, Lisel se alejaba de la posada, adentrándose en la incertidumbre y oscuridad de la noche.
Llevando consigo el peso de una noche que había cambiado todo.
Lisel se aproximó a la Mansión Luton, envuelta en sombras, moviéndose con la habilidad y sigilo de quien conocía cada rincón del lugar. Su familiaridad con la residencia, adquirida tras años de vivir y explorar cada pasillo y jardín, le permitió deslizarse por los alrededores y entrar sin ser detectada.
La oscuridad era su aliada. Se movía entre las sombras, evadiendo con facilidad a los guardias y cualquier mirada curiosa. Conocía al detalle los horarios de los sirvientes y los secretos pasadizos del lugar, gracias a su involucración en la gestión de la mansión. Esta comprensión profunda del funcionamiento del hogar, combinada con su agudeza y una dosis de suerte, le permitió salir y entrar sin ser descubierta.
Al llegar a su habitación, con los primeros rayos del sol asomándose en el horizonte, Lisel se permitió una sonrisa fugaz al recordar la audacia de su aventura nocturna. Sin embargo, la sonrisa rápidamente dio paso a pensamientos más serios: el Príncipe Heredero, Margaret y cuál sería su siguiente paso para evitar el destino que le había sido impuesto.
Margaret Luton se encontraba desayunando en el amplio comedor principal, un espacio adornado con lujosos tapices y muebles antiguos que resaltaban la riqueza de la familia.
Con un gesto imperioso, llamó a Lisel para hacerle compañía. A pesar de no haber dormido nada debido a su escapada nocturna, Lisel se sentía extrañamente enérgica.
—Siéntate, desayunemos juntas —propuso Margaret con una casualidad que no lograba disimular su autoridad inherente.
Desde su infancia, Lisel había padecido estos desayunos. Su padre, entonces lúcido, solía pensar que eran momentos para fortalecer el vínculo entre madre e hija. Pero en realidad, eran tortuosos para Lisel.
Cualquier error, real o inventado, era severamente castigado, y las constantes críticas a su apariencia la dejaban sin apetito. Esta mañana no era diferente, pero Lisel se consolaba pensando en su reciente osadía. Un as bajo la manga que su madrastra nunca sospecharía.
—Mañana será el Baile Real anual—comentó Margaret, degustando con deleite su pan con mermelada de moras y peras.
Lisel optó por no comer, consciente de las consecuencias si lo hacía. La marquesa, notando su silencio, se levantó y colocó sus manos sobre los hombros de Lisel.
—Espero que estés a la altura. Ha sido difícil lograr una oportunidad tan grandiosa.
Lisel apretó los puños, conteniendo su frustración.
—Sí —respondió apenas, y entonces sintió las uñas de Margaret clavándose en sus hombros.
Sabía por qué.
—... madre —susurró Lisel, y el agarre se aflojó.
El resto del día Lisel lo pasó atendiendo los asuntos administrativos de la mansión, sin ayuda de las criadas. Entonces, Deysi irrumpió en la habitación.
—¡Señorita! Oh, Dios, estaba tan preocupada —exclamó Deysi, cerrando la puerta tras ella.
—Lamento no haber venido antes.
Lisel sonrió.
—Tranquila, Deysi —respondió, agradecida por la preocupación de su amiga.
Deysi había sido la única en apoyar su plan de escapada nocturna, aunque al principio se mostrara reacia.
—Ni se lo imagina, señorita, ni pude dormir. La criada mayor me asignó un sinfín de tareas al amanecer —confesó Deysi, visiblemente exhausta.
Deysi, dos años mayor que Lisel, se había convertido en su criada principal y única amiga dentro de la mansión. Comenzó su labor para los Luton a los once años, poco después de perder a sus padres en una terrible epidemia de gripe que había devastado el territorio.
La dolorosa pérdida, similar a la que Lisel había sufrido años antes, las unió rápidamente en una amistad profunda y sincera.
Siempre amable y genuinamente preocupada por Lisel, Deysi se había convertido en mucho más que una simple criada. Era una verdadera amiga y aliada en un hogar donde la calidez y el cariño eran inexistentes.
Cuando Margaret, en un acto de control y desdén, ordenó que todas las sirvientas dejaran de atender a Lisel excepto una para mantener las apariencias, Deysi no dudó en ofrecerse voluntaria.
Su lealtad inquebrantable y su deseo de estar al lado de Lisel en tiempos difíciles demostraban la fuerza y la profundidad de su vínculo. En un mundo lleno de intrigas y soledad, Deysi era un faro de apoyo y comprensión para Lisel, algo que ella atesoraba por encima de todo.
—Gracias por entenderme y ayudarme a escapar sin ser vista, Deysi —dijo con calidez y sus ojos reflejando gratitud.
—Sé que has estado preocupada por mí, pero todo ha salido bien.
Había un tono de alivio en su voz, mezclado con un toque de emoción. El Baile Real estaba a la vuelta de la esquina. Un evento que marcaría un punto de inflexión en sus planes.
—El Baile Real es mañana. Debemos ir al mercado central a recoger mi pedido —continuó Lisel, su mente ya trazando los detalles de lo que debía hacer.
Castelar era la cuna de la nobleza, residencia de la realeza y la capital del Reino de Castella.
Castella era un país peninsular con siglos de historia. Su vasto territorio se extendía desde el frío norte, en las alturas de montañas nevadas, hasta las costas del sur.
El norte, único paso terrestre hacia otros territorios, estaba protegido por guerreros valientes y leales, evitando la invasión de bárbaros.
Lejos de territorios belicosos, la riqueza de Castelar como capital de Reino, no solo radicaba en su posición estratégica, sino también en su comercio de telas y diamantes preciosos, muy cotizados en otras tierras.
A lo largo de su historia, Castella había sido gobernado desde Castelar por reyes poderosos y estrategas. Pero el actual monarca, Leopold Lanverd, había llevado al país a una crisis económica. Y su hijo, el Príncipe Heredero, Teodor Lanverd, amenazaba con ser aún peor.
Su ascenso al trono podría significar la ruina total de todo el país.
Lisel y Deysi paseaban por el ajetreado centro del mercado de Castelar. Un mosaico de comercios ambulantes y elegantes tiendas. Mientras las voces de los mercaderes y los sonidos de la capital llenaban el aire. Lisel se sentía abrumada por la efervescencia de vida a su alrededor.
—Enseguida vuelvo, señorita —anunció Deysi con un tono resuelto, recibiendo un saquito pesado de monedas de oro de manos de Lisel.
—Ve con cuidado —le instó Lisel con un leve matiz de preocupación en su voz.
A ella misma le era imposible recoger su pedido en la armería. Si algún curioso la veía entrar, se desatarían rumores inoportunos.
Observando cómo Deisy se perdía entre la multitud, Lisel se envolvió en sus pensamientos, sintiendo una sutil inquietud. La plaza, un tapiz de colores y bullicio, parecía girar a su alrededor. Mientras esperaba, reflexionaba sobre los riesgos de sus actos, consciente de las posibles repercusiones.
De repente, un golpe en su hombro la sobresaltó, haciéndola tambalear.
—Mis disculpas, bella dama —se apresuró a decir un joven caballero.
Su uniforme negro bordado con hilos de oro reflejaba su posición como Guardia Dorada de Castelar. Era el cargo más alto entre los caballeros encargados de mantener el orden en toda la capital.
—No hay motivo de inquietud —respondió Lisel, con una cortesía distante.
El joven se presentó como Kevin e intentó entablar conversación, pero el desinterés de Lisel era evidente.
Justo entonces, un alboroto estalló en un puesto cercano. Un comerciante gritaba airado mientras su mercancía de frutas exóticas se esparcía por el suelo. El caballero de la Guardia Dorada se excusó y se dirigió al tumulto.
A lo lejos, un individuo con una capa oscura, que había causado el revuelo, observaba a Lisel mientras mordisqueaba una manzana verde. Sus ojos grises destellaban con una curiosidad penetrante. Después, se alejó con agilidad, desvaneciéndose entre la multitud de compradores.
Lisel, al distinguir la silueta de la capa en la distancia, sintió un escalofrío recorrer su espina dorsal. Era idéntica a la que llevaba aquel misterioso hombre la noche anterior.
"Qué ridículo" se regañó mentalmente, intentando despejar la idea de que pudiera ser más que una coincidencia.
"Es solo una capa, debe haber muchas iguales".
No obstante, algo en la manera en que aquella figura se alejaba, con un andar firme y decidido, despertaba en ella una sensación inquietante, un nerviosismo que no podía sacudirse.
—Señorita Lisel, ya estoy de vuelta —anunció Deysi con una sonrisa, acercándose a ella.
Su semblante irradiaba el alivio de haber completado su tarea.
—Vámonos a casa.
—Aún hay un lugar al que quiero ir —respondió Lisel, señalando hacia una librería cercana con una fachada antigua.
Al entrar, el bibliotecario de ojos claros y cabello canoso las recibió con una sonrisa acogedora, su rostro se iluminó al reconocer a Lisel.
—Señorita Luton, mucho tiempo sin verte. ¿Cómo ha estado? —su voz era cálida, mezclando familiaridad y respeto.
Tras intercambiar cortesías y anécdotas ligeras, el hombre se animó:
—Creo que tengo el libro perfecto para ti. Aunque, para ser honesto, no queda otro. Creo que ya ha leído todo lo demás.
—Tratamiento y cosido de heridas profundas —leyó Lisel en voz alta al ver el título.
Sus ojos brillaron con un interés genuino.
—Es perfecto —afirmó con una sonrisa sincera.
—Realmente me preocupa que te interesen tanto estas labores médicas desde pequeña —comentó el bibliotecario, con una mezcla de admiración y preocupación en su tono.
—Es simple curiosidad —respondió ella, manteniendo la sonrisa.
Aunque el bibliotecario no parecía del todo convencido, le devolvió la sonrisa con afecto.
—Ah, y también quiero algunos libros sobre hierbas medicinales —añadió Lisel, su curiosidad despertando aún más interés.
—¿Herbología? —el hombre ajustó sus gafas, claramente sorprendido.
—Nunca pensé que le interesaran las labores de fitoterapia, señorita Luton.
El bibliotecario, aún desconcertado, seleccionó cuatro voluminosos libros y los describió brevemente: uno sobre remedios para la gripe y otros síntomas del frío, otro explorando el uso de plantas para aliviar dolencias musculares, un tercer volumen centrado en el rejuvenecimiento de la piel mediante hierbas, y el último, que captó especialmente la atención de Lisel, trataba sobre venenos y antídotos.
—Me llevo los cuatro —declaró Lisel con decisión.
Al volver a la Mansión Luton. Lisel entregó los libros a Deysi con una instrucción precisa.
—Envía estos libros a Lucas y dile que preste especial atención al de venenos y antídotos.
Lucas, el hermano menor de Deysi, era un prometedor talento en el estudio de las propiedades y las aplicaciones medicinales de las plantas y sus extractos. Cursaba su formación en una renombrada academia sobre recursos terapéuticos en la zona sureña de Castelar.
Un lugar donde el cálido sur se encontraba con el mar. Desde la muerte de sus padres, Deysi había trabajado incansablemente para financiar los estudios de Lucas, quien había mostrado un talento innato para la herbología.
Lisel compartió con Deysi el significado detrás de la elección del cuarto libro. Explicándole la importancia que tenía para ella y el particular pedido que quería hacerle a su hermano esta vez.
Aunque no conocía a Lucas personalmente, confiaba en su habilidad. Los remedios para dormir que Lucas enviaba, fruto de sus estudios, eran extraordinariamente efectivos. Aliviando su propio insomnio causado por las presiones de su vida.
Deysi mantenía una comunicación seguida y cariñosa con su hermano a través de cartas que enviaba a la academia. La sirvienta siempre esperaba con ansias las respuestas de su querido hermano. Plagadas de noticias y anécdotas de su aprendizaje como herborista.
Su admiración y amor por él eran evidentes en cada palabra que escribía y en cada historia que compartía con Lisel.
Para Lisel, era conmovedor ver cómo Deysi y Lucas, separados por gran distancia, mantenían una relación tan estrecha y llena de cariño. Esta unión fraternal le hacía reflexionar sobre su propia familia, que, a pesar de vivir bajo el mismo techo, carecía de calidez y cercanía.
Mientras estaban en la intimidad del dormitorio de Lisel, Deysi le entregó una caja plateada.
Al abrirla, reveló una hoja fina y brillante, delgada como el papel, su tamaño no mayor al dedo índice de Lisel.
—Aunque no lo parezca, está extremadamente afilada en este lado —explicó Deysi, refiriéndose a la hoja.
Lisel, con apenas un roce, se cortó el dedo. Una sola gota de sangre cayó al suelo, y Deysi se apresuró por un paño, alarmada.
—¡Señorita! ¡tenga cuidado, por favor! —exclamó con preocupación.
—Deysi, es perfecto —sonrió Lisel, admirando la hoja y contemplando las posibilidades que esta representaba.
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