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Las Viudas Negras

Capítulo 1

Marcio besó con embeleso las sabrosas y pronunciadas curvas de Gisela, probando sus encantos, una y otra vez, maravillado de su piel tersa, suave, sensual y fabulosa. Se sintió un explorador yendo y viniendo por sus altas montañas, sus deliciosos bosques y el vasto desierto de su piel, mordiendo cada centímetro de ella, deleitándose con sus gemidos, una música celestial y sexy que le provocaba, incluso más deseos.

Ella era puro fuego, una antorcha encendida que ardía en deseos que la posean y la hagan suya. Marcelo no dudó entonces en llegar a sus más recónditos rincones, conquistando sus debilidades, una a una, dejando su huella ansiosa en cada centímetro de Gisela, incluso sus profundidades con afán y encono, alborozado de tener, al fin, todo su cuerpo para él solo.

Tanto la deseó, tanto quiso tenerla entre sus brazos, tanto aspiró besar su boca igual a una manzana rojita y sabrosa, que al hacer realidad sus anhelos, se volvió loco de placer, alborozado y hasta eufórico, sin perdonar detalle ni pedacito del cuerpo de ella, incluso sus cabellos lo hacían sentir en las nubes y por fin comprobó gozoso que toda esa majestuosidad que difícilmente cubrían sus vestidos, era verdad, y que sus curvas eran un prodigio de la naturaleza. Acarició sus piernas con ahínco y comprobó que en efecto eran suaves, delictuales y sensualmente  lisas.

Marcio quedó rendido a ella, le encantó escucharla vencida a sus caprichos, la estremeció con su ímpetu y cuando conquistó sus abismos con deleite, comprobó que ella era enteramente suya, que le pertenecía y que sus fantasías húmedas no tenían comparación con esta sensual realidad de tenerla dominada a sus antojos, conquistándola por completo y enarbolando su bandera en ella, en lo más profundo de sus entrañas.

Extasiado, agotado, hasta exánime, Marcio resopló una y otra vez aún maravillado de tanta belleza, sudaba, incluso por la vehemente pasión y porque también ardió con el fuego de ella. Gisela fue una antorcha, una gran tea que lo calcinó por completo. Ella lo mordisqueó, hundió sus uñas en su piel, presa de la excitación y de sentirlo en sus profundidades. Se volvió una loba clavando sus colmillos en los brazo y hombros de Marcelo cuando él marchó raudo hasta lo más hondo de ella y ambos se deleitaron con esa música romántica y melódica, delictual, del placer en todo su esplendor.

Gisela también estaba rendida e igual soplaba sexo en su aliento. Entreabría con dificultad sus ojos tratando de reponerse a tanta excitación. -Fue maravilloso-, dijo al fin, tratando de desacelerar sus pulsaciones y el redoble de su corazón. Había perdido las fuerzas, vencida por el afán de poseerla de Marcio.

Estuvieron en silencio, largo, rato, contemplando la oscuridad del cuarto, aún saboreándose de los besos, las caricias y hasta de las mordidas mutuas cuando se volvieron fieras para destrozarse en el clímax de sus deseos hechos verdad. Por fin, ella se levantó  trastabillando, despeinada, riéndose con satisfacción. En el desorden del cuarto, de sus ropas regadas en el piso, buscó su cartera. Con tantos besos y caricias, cuando él empezó a rasgar su vestido, olvidó dónde la puso. Vio sus prendas íntimas también tiradas en los rincones y le dio risa porque fueron volando a estrellarse en la pared cuando Marcio la desnudó afanoso por conquistarla de una vez.

Al fin encontró la cartera junto a la puerta, puesta de cabeza. Rebuscó algo y después fue otra vez a la cama y se quedó mirando a Marcelo que aún intentaba recuperar el aliento. El ensanchó su sonrisa.

-¿Quieres más, mi amor?-, preguntó él, con la cabeza recostada en sus manos.

-Ya tengo todo lo que puedes darme. Tu carro, tus cuentas en el banco, tus joyas, ¿Qué más quisiera de ti?-, murmuró ella divertida.

-Más fuego, je-, dijo él tratando de ser ameno.

-Eso lo tendré en otros hombres-, volvió a reír Gisela. A él no le gustó eso y arrugó la boca. -¿Qué dices, mujer?-, rezongó.

Gisela no le hizo caso. Tomó una almohada y puso detrás un revólver. -Chau, mi amor-

Tres disparos exactos en su pecho, lo dejaron tendido en la cama, convertido en una marioneta rota. Y mientras ella se vestía tranquilamente, tres hombres entraron al cuarto, envolvieron el cuerpo de Marcio en una frazada, metieron las sábanas, las almohadas, las ropas y zapatos del hombre, todo, en bolsas negras, pulieron con acetona los veladores, la cómoda, la manija de la puerta del baño y de entrada, sin dejar ni el más mínimo rincón sin limpiar. Luego  reemplazaron todo con fundas y telas limpiecitas y sin estrenar, y ellos y la dama salieron y cerraron la puerta con cuidado. Después todo fue silencio.

Capítulo 2

El capitán de la policía Ignacio Corzo se empinó para ver el cuerpo de aquel hombre calcinado, convertido en una gran pila de carbón humeante, que sus oficiales y los peritos difícilmente trataban de sacar del auto estrellado en el barranco.  Se había achicharrado por completo y estaba irreconocible.

-Sin documentos, sin dinero, sin nada, masculló enfadado el teniente Marcos Tudela. Tardaremos muchos días en saber quién demonios era este pobre sujeto-

Corzo  se sentó en una piedra y contempló la marca de las ruedas derrapando al vacío. -Venía a gran velocidad, seguro a 200 kilómetros por hora, intentó frenar y se fue de narices al abismo. Se estrelló luego entre las rocas y el auto se incendió y el tipo quedó totalmente chamuscado. No es cosa del otro mundo-, especuló el capitán.

-El auto tenía una placa adulterada, seguía molesto Tudela, lo robaron y le cambiaron la placa-

-Clásico-, no más dijo, Corzo. Ordenó a los forenses lo llamen de inmediato, cuando reconozcan el cuerpo, para saber a ciencia cierta quién era el pobre diablo calcinado como carne en parrillada.

Horas después, Corzo recibió, al fin, la llamada del médico forense.

-No lo vas a creer. Le sacaron todos los dientes. No hay manera de identificarlo-, dijo el galeno desconcertado.

Corzo suspiró sin inmutarse. -El tercero en este año. Todos los sin muelas se están muriendo achicharrados-, dijo irónico. Luego colgó.

  El capitán miró a Tudela que estaba tratando de escribir el informe del cuerpo encontrado en el barranco.

-Sin documentos, sin dientes, en un auto robado, y completamente calcinado-, exhaló con desánimo.

-Igual que los otros dos, el que encontramos en la subida a San Mateo y en el camino que iba a Oyón-, recordó Tudela.

-Es todo un modus operandi-, especuló el capitán.

Tudela asintió y siguió escribiendo. Corzo llamó a uno de sus subordinados. -Chauca ¿Reportes de desaparecidos?-

-Ninguno con las características de los sujetos calcinados, capitán-, se apuró a contestar el oficial.

Corzo colgó. -Agrega esto: sin familia. A nadie les importa que esos tipos hayan quedado como pollo a la brasa de carretilla-, dijo y los dos rieron de mala gana, sabiéndose estar refundidos en un callejón sin salida.

*****

-A ese Marcio sí que lo desplumamos. Y vaya que tenía plumas-

Telma Ruiz estalló en risas, buen rato, divirtiéndose con el el reloj que Gisela le incautó al sujeto antes de matarlo.

-Esta vez ha sido una buena presa-, sonrió Gisela.

-Sí, un buen golpe-, se contagió de su risa Telma Ruiz. Se recostó en su silla giratoria, cruzó las piernas muy sensual, lanzó sus pelos al aire, movió los hombres coqueta y satisfecha y volvió a ensanchar su sonrisa en forma maquiavélica. -Llama a las chicas. Debemos buscar otro pez gordo-, dijo. Gisela salió y Telma quedó mirando el candelabro que se mecía suavemente por el viento sutil que se colaba por las persianas entreabiertas. Siguió riendo emocionada, contenta  por el éxito.

-Necesitamos desplumar a otro gallo-, bromeó para sí misma y estalló a reír a carcajadas sintiéndose la mujer más sexy del mundo.

Capítulo 3

Gisela sonreía con coquetería y encanto. Era una postal absoluta de sensualidad e hipnosis Mordía un chupete riendo y abanicando sus ojos y hacía brillar su mirada traviesa. A Hugo Duarte le gustó su carita de ángel, su bella risita y su naricita puntiaguda. También sus cabellos aleonados, resbalando a sus hombros, un bello marco para su rostro juvenil y hermoso, dulce y tierno, pícaro a la vez.

Duarte aún tardó un rato en acercarse a ella. No es que le asustaba, sino que ella la deleitaba demasiado y le fascinaba mirarla y admirarla. Las piernas cruzadas eran adorables, un imán a sus ojos. Se les notaba tersas, firmes, suaves, provocativas y, por supuesto, besables. También los pechos que sobresalían, nítidos, debajo del vestido gris que apenas podía contener sus carnes rebosantes y maravillosas.

Ella seguía riendo, igual a un chasquido de olas después de estrellarse con los acantilados. Y era deliciosa, sabrosa, cautivante  y demasiado expresiva. Era difícil voltear a otro lado, cuando Gisela resultaba un regalo a la vista, llena de magníficas curvas, sinuosas carreteras, mágicos escarpados y bien silueteada bajo las luces del bar. Los ojos felinos delataban deseos, ganas de ser poseída y eso lo sabía Duarte. Se leía clarito en su mirada, incluso con tilde y doble raya, resaltado en fulgores chillones.

   Duarte no pudo resistirse más a la tentación que era ella. Quería besarla en realidad, desnudarla y conquistar todos los rincones de su apetecible cuerpo. Flotar en ese lago cristalino de sus carnes y recorrer por sus vastos territorios hasta su colinas más empinadas y saborear de sus deíficos manantiales escondidos.

-¿Me permite bailar?-, dijo Duarte, cortés, sin dejar de mirada los pechos voluminosos y que terminaban en en provocativas cimas que emergían en el vestido, volviéndolo loco y atrevido, a la vez.

Ella aceptó sonriente, haciendo una venia y aquello fue, aún, mucho más delirante y fogoso para él. Duarte pegó su cuerpo al de ella y le pareció mágico y encantador, una poesía hecha verdad. Sus manos no pudieron resistirse tampoco a tanta tentación y empezaron a navegar por la silueta de ella, yendo y viniendo por sus curvas tan sinuosas y provocativas, incluso rozó las sentaderas poderosas porque no podía contenerse más a la angustia que le provocaba tenerla cerca. Ella reía, reía y seguía riendo, sin quitarla la mirada de los ojos, imantándolo a su hipnosis cautivante y seductora.

-Bailas muy bien-, aceptó Duarte, encandilado a su belleza, rendido a sus encantos, embriagado a su perfume, deseando morder sus pechos, invadir sus campos prohibidos, llegar, incluso, a sus tesoros más recónditos de sus intimidades.

-Yo solo sigo tus pasos-, sonrió ella, con encanto y Duarte se sintió en las nubes, flotando en medio del espacio, ardiendo en deseos, convertido en fuego, anhelando revolcarse, de una buena vez, en la cama con ella.

-¿Qué hace una mujer tan bella, sola, por aquí?-, preguntó ensimismado Duarte.

-Me acabo de divorciar, dijo ella, celebro mi libertad-

-¿Sola?-, se interesó Duarte.

Entonces la pena coloreó los ojos de Gisela, también despintó ala sonrisa y su carita se llenó de tristeza, como una ola que remojó su lindo rostro tan dulce y romántico. -Sufrí mucho con él, me pegaba-, le contó entristecida. Había venido de una ciudad lejana, en busca de oportunidades, lo conoció a él, se enamoraron, se casaron pero la felicidad que parecía haber encontrado en sus brazos y besos, se evaporó en un santiamén cuando descubrió a un hombre abusivo, malo, prepotente, que desfogaba sus frustraciones y cóleras, con ella. El cuento de hadas se volvió, entonces, un infierno y ella decidió dejarlo.

-Tuve que denunciarlo a la policía, relató entristecida, me amenazaba, me perseguía, me seguía golpeando, yo no podía dejarlo-

Duarte no podía entender a ese género humano capaz de maltratar a tan divina rosa, a tan delicada flor, a tan excelsa y hermosa mujer. No cabía en su cabeza que alguien pudiera ser capaz de atacar a un ser mágico que regalaba el brillo en sus ojos, el dulce en sus labios y la excitación en su cuerpo perfecto.

  -Luego de dos años, conseguí el divorcio. Ahora celebro-, dijo ella, volviendo a colorear su mirada.

A Duarte tampoco le fue bien en el amor. Tuvo dos divorcios y un tercer intento se diluyó en una mujer que solo se interesaba por su dinero. Ahora se sentía una alma en pena, una sombra ermitaña sin rumbo, extraviado y perdido en un bosque oscuro y sin salidas, anhelando que se prendan nuevas luces en su existencia.

-Tengo una fortuna pero el dinero no lo es todo, le confesó él, quiero encontrar el amor verdadero, sentirme dichoso junto a una mujer-

Gisela lo besó entonces, con mucha pasión, con encono y vehemencia. Duarte se sintió, de repente, reconfortado, feliz, dichoso y flotando en una nube de algodón. Refrescó sus penas en los exquisitos y sensuales labios de ella y sus manos esta vez fueron más audaces recorriendo toda la perfecta anatomía de Gisela, hasta llegar a los límites que permite la decencia en público.

  El romance fue rápido,  de tan solo un par de semanas. Duarte se enamoró perdidamente de Gisela porque no solo era hermosa, sino tierna y pasional. Hicieron el amor tantas veces que parecían lobos hambrientos de placer, devorándose mutuamente, ardiendo en el fuego de la pasión, quemándose en el fuego de su emoción esmerada y hasta demencial cuando se restregaban bajo las sábanas desesperados y agradecidos a la vez.

  Duarte descubrió muchísimos nuevos  encantos en ella, más de lo que esperaba. Y era cierto, ella tenía muchos tesoros ocultos que disfrutó a sus anchas, llegando, incluso a fronteras lejanas, perdidas en la inmensidad de la sensualidad de ella.

Gisela ardía de pasión, siempre, en los brazos de Duarte. Porque él quería darlo todo lo que no pudo en todos esos años de frustraciones dolor, pena y decepciones. Entonces era un volcán en plena erupción vehemente cuando la tenía en sus brazos disfrutando de su cuerpo tan divino, lozano, sexy y demasiado bello y súper femenino.

  Ella disfrutaba de esa sensualidad, le gustaba arder en su propio fuego, sentir las llamas subiendo como cascadas hacia sus entrañas, haciendo chapotear la sangre en sus venas. Exhalaba pasión en su aliento. El placer brillaba en su mirada y brotaba como balotas de humo, en sus poros. Le gustaba y adoraba que Duarte la hiciera suya y llegara cada vez más hondo entre sus abismos mágicos y profundos.

  -He sufrido mucho-, le dijo Gisela a Duarte cuando le propuso firmar un contrato de matrimonio. Hugo no se negó, lo rubricó encantado y le entregó todo a ella. Su dinero, sus casas, sus joyas, todo, porque la amaba demasiado.

Gisela no quiso matarlo. Dejó la puerta de la casa abierta y se escondió en el baño. Los tres hombres que trabajaban para Telma Ruiz, se encargaron de él. Lo asfixiaron con una bolsa y luego se llevaron el cuerpo. También cargaron con el dinero en efectivo, las tarjetas, las joyas y todo lo que tuviera de valor.

Ella salió de la casa, apurada, dando tumbos, llorando, conmovida y sintiendo su corazón rebotando frenético en el pecho.

Fue a un parque y se tumbó a llorar sobre las bancas. -Duarte no merecía morir-, empezó a sollozar sin controlarse, arrullada, tan solo, por el canto de grillos desvelados.

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