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El CEO Quiere Un Heredero

Capítulo 1 mil y un comienzo

⚠️⚠️⚠️⚠️⚠️ADVERTENCIA ⚠️⚠️⚠️⚠️⚠️

Este es un libro de Dark romance,lo que implica que vas a encontrar escenas bastantes cuestionables

Narrador Omnisciente

El ascensor se detuvo con un leve zumbido en el piso veintisiete. Mariana se miró por última vez en el reflejo metálico antes de que las puertas se abrieran. Ajustó la blusa blanca, alisó el faldón beige y respiró hondo. Había ensayado esa entrevista frente al espejo durante tres noches seguidas, pero nada la había preparado para la sensación de estar a punto de enfrentarse al hombre del que todo el mundo hablaba: Keynel Brant, el director general de KB Tecnología.

La recepción olía a café caro y madera nueva. Todo brillaba. El logo de la empresa —una “K” estilizada con destellos azules— se proyectaba sobre una pared de vidrio, y más allá se veía un despacho amplio con ventanales que dejaban entrar la luz del mediodía.

Mariana sintió un pequeño temblor en el estómago cuando la recepcionista le pidió que esperara.

—El señor Brant la recibirá en cinco minutos —dijo, con una sonrisa profesional.

Cinco minutos. Cinco minutos para calmar el corazón que latía como si estuviera huyendo de algo.

No sabía por qué estaba tan nerviosa. Había trabajado en oficinas antes, conocía los protocolos, los jefes exigentes, los silencios fríos. Pero algo en la idea de ese hombre, el dueño de todo lo que la rodeaba, le provocaba una tensión diferente. Había leído artículos sobre él, visto su rostro en revistas de negocios. Siempre impecable, distante, con esa mirada que parecía medirlo todo.

Cuando finalmente la puerta del despacho se abrió, Mariana se puso de pie sin pensarlo.

Él estaba allí.

El primer pensamiento que cruzó su mente fue que la fotografía no le hacía justicia. Keynel Brant era más joven de lo que esperaba, o quizá más vital. Alto, con el cabello oscuro perfectamente peinado hacia atrás y una presencia que llenaba el espacio.

No era solo atractivo. Era el tipo de hombre que parecía dominar el aire.

—Mariana Gómez —dijo él, sin mirar la carpeta que tenía en la mano. Su voz era grave, firme.

—Sí, señor —respondió ella, intentando sonar segura.

Él le hizo una seña hacia la silla frente al escritorio.

—Tome asiento.

El silencio que siguió fue casi palpable. Mariana cruzó las piernas con cuidado, consciente de cada movimiento.

Keynel hojeó los papeles de su currículum, sin dejar de observarla de reojo.

—Secretaria ejecutiva, tres años en el área administrativa, dominio de inglés y francés —leyó en voz baja—. ¿Por qué dejó su empleo anterior?

Mariana tragó saliva.

—El ambiente laboral se volvió… incómodo. No me sentía valorada.

—¿Incomodo cómo? —preguntó, sin levantar la vista.

Ella dudó un segundo, luego sonrió apenas.

—Digamos que mi jefe confundió la cercanía profesional con otra cosa.

Por primera vez, Keynel levantó la mirada. Sus ojos grises la examinaron con atención.

—Entiendo —murmuró, apoyando los codos sobre la mesa—. Y no quiere volver a pasar por algo así.

—No, señor. Busco un lugar donde el respeto sea una prioridad.

—Eso depende de las dos partes, ¿no cree? —Su tono no fue agresivo, pero tampoco neutral. Había una insinuación allí, una especie de prueba.

Mariana lo sostuvo la mirada sin bajar la vista.

—Sí, señor. De ambas partes.

Un silencio más largo que el anterior se instaló. En él, algo invisible comenzó a tomar forma.

No fue una palabra ni un gesto, sino una corriente que atravesó el aire y los dejó suspendidos, midiendo al otro.

Keynel sonrió apenas, esa clase de sonrisa que no muestra los dientes, pero revela el pensamiento detrás.

—Tiene carácter —dijo—. Eso puede ser una virtud… o un problema.

—Depende del jefe —replicó ella.

Él asintió, visiblemente divertido.

—Tiene razón. —Dejó los papeles a un lado—. Dígame, señorita Gómez, ¿cómo maneja la presión?

—Respirando —respondió ella, con un destello en la mirada—. Y recordando que los jefes también son humanos.

Él soltó una breve risa, seca pero sincera.

—No todos lo creen.

—Entonces será interesante trabajar aquí —dijo ella, sin pensar demasiado.

La osadía la sorprendió incluso a ella misma. Pero en lugar de incomodarse, él pareció disfrutarlo.

Se levantó de la silla y caminó hacia la ventana. Su silueta, recortada contra el vidrio, irradiaba control.

—KB Tecnología no es un lugar fácil —dijo, mirando la ciudad—. Aquí se exige más de lo que se promete. Pero las personas que logran adaptarse crecen rápido. Y yo necesito a alguien que se adapte a mí, no al sistema.

Mariana lo observó en silencio.

Había algo peligroso en esa frase, algo que sonaba a advertencia y a invitación al mismo tiempo.

—Entiendo —dijo finalmente—. Puedo hacerlo.

Él giró hacia ella.

—¿Está segura?

—Sí.

Sus miradas se encontraron otra vez, y el mundo se volvió lento.

Fue un segundo, apenas, pero bastó para que ambos sintieran ese tirón imperceptible que ocurre cuando dos polos opuestos se reconocen.

Él volvió a su escritorio, tomó la carpeta y la cerró.

—Empieza el lunes. Ocho en punto. Y, Mariana… —pronunció su nombre con una lentitud deliberada, como si lo probara—. No llegue tarde. No me gusta repetir las órdenes.

—No lo haré, señor Brant.

Cuando salió del despacho, sentía el pulso acelerado.

No podía explicarlo, pero su piel todavía vibraba con la energía de ese intercambio. No había sucedido nada inapropiado, y sin embargo… algo sí había pasado.

Una chispa, una línea invisible que la conectaba a él.

Mientras el ascensor descendía, Mariana apoyó la frente en la pared de metal y cerró los ojos.

Por primera vez en mucho tiempo, algo dentro de ella se encendía. No era solo ambición. Era curiosidad. Deseo. Un peligro dulce.

Y arriba, en el piso veintisiete, Keynel Brant la observaba por el ventanal mientras se alejaba por el pasillo.

Había visto cientos de candidatas antes, y ninguna le había dejado esa sensación.

Ni esa voz.

Ni esa mirada que no tembló.

Apoyó los dedos en el borde del escritorio y sonrió, apenas.

—Veremos cuánto dura tu calma, Mariana —murmuró.

Capítulo 2 Primer día

Narrador omnisciente

El reloj marcaba las ocho menos cinco cuando Mariana cruzó las puertas de KB Tecnología.

Había salido de casa más temprano de lo necesario, temerosa de llegar tarde. Aun así, su corazón latía como si estuviera corriendo.

Llevaba el cabello recogido en un moño bajo, un conjunto gris claro y tacones discretos. Profesional, sobria, pero sin perder ese toque sutil que siempre la hacía sentirse ella misma.

El reflejo del ascensor la devolvió una imagen diferente a la de la semana pasada: menos insegura, más decidida.

Cuando las puertas se abrieron en el piso veintisiete, una voz femenina la recibió.

—Mariana, ¿verdad? Soy Laura, la asistente anterior. Vine a dejarte el pase y explicarte algunas cosas.

Laura era alta, elegante, con una sonrisa que parecía más un gesto aprendido que genuino. Le entregó una tarjeta magnética y una tablet.

—El señor Brant es exigente —le advirtió sin rodeos—. No le gustan los errores, ni las excusas. Si dice algo, se hace.

—Entendido —respondió Mariana, aunque una parte de ella ya lo sospechaba.

Pasaron los siguientes minutos entre explicaciones, contraseñas y sistemas internos.

Todo en aquella oficina funcionaba con precisión milimétrica. Cada detalle, desde las luces hasta los informes, tenía un propósito.

Pero, pese a la modernidad, el ambiente tenía algo… eléctrico.

Quizá era él.

A las ocho en punto, la puerta de cristal del despacho de Keynel se abrió.

Mariana alzó la vista.

El hombre llevaba un traje negro, camisa blanca sin corbata, las mangas ligeramente dobladas.

Solo su presencia bastó para alterar el aire.

Laura le sonrió con formalidad.

—Buenos días, señor Brant. Ya está todo listo.

Él asintió, pero sus ojos no estaban en ella.

Estaban en Mariana.

—Buenos días —dijo, acercándose—. Veo que llegó a tiempo.

—Siempre cumplo con lo que prometo —contestó ella.

La sombra de una sonrisa cruzó sus labios.

—Eso espero. —Giró hacia Laura—. Gracias. Puedes retirarte.

Cuando quedaron solos, el silencio volvió a ser protagonista.

Él la observó unos segundos, sin prisa.

—Quiero los informes del área de desarrollo antes de las diez, y la agenda reorganizada según prioridad de clientes. Mi café va sin azúcar.

—Sí, señor.

—Y no me llames “señor”. No soy tan viejo.

Mariana alzó la vista apenas.

—¿Entonces cómo debo llamarlo?

—Keynel bastará.

Su nombre sonó distinto al salir de su boca, como una palabra prohibida.

Él pareció notarlo, porque sus labios se curvaron apenas antes de darse la vuelta y entrar a su despacho.

Mariana respiró hondo, intentando volver a concentrarse.

El trabajo era absorbente: llamadas, correos, contratos que debía archivar digitalmente. Pero cada vez que escuchaba su voz a través de la puerta, una corriente la recorría.

No era miedo. Era algo más primitivo. Como si cada orden de él activara una parte dormida dentro de ella.

Cerca del mediodía, se animó a tocar la puerta.

—¿Puedo pasar? —preguntó.

—Adelante.

Él estaba de pie junto al ventanal, con una taza de café en la mano.

La vista desde allí era impresionante: toda la ciudad extendiéndose bajo un cielo plomizo.

—El informe que pidió —dijo Mariana, entregándole la carpeta.

Keynel tomó el documento, pero no lo abrió. En cambio, la miró.

—Eficiente. No pensé que lograrías tener todo listo tan rápido.

—Me gusta anticiparme —dijo ella.

Él dio un paso hacia ella, tan cerca que el perfume de su loción la envolvió.

—Eso puede ser peligroso.

—O útil. Depende de cómo se mire.

Sus miradas se entrelazaron de nuevo, y el aire se volvió espeso.

Había algo en su forma de mirarla, en ese leve arqueo de ceja, que la desarmaba y al mismo tiempo la desafiaba.

Keynel rompió el contacto con un suspiro y volvió a su escritorio.

—No me gusta la gente que teme equivocarse. Prefiero los que arriesgan.

—Entonces vine al lugar correcto —respondió ella, con un atrevimiento que no sabía de dónde había salido.

Él alzó una ceja.

—Eso suena a advertencia, Mariana.

—Tal vez lo sea.

Durante un segundo, su expresión cambió. Ya no había burla, sino interés.

Un interés peligroso.

El resto del día pasó rápido. A veces, él la llamaba por su nombre solo para darle una instrucción simple. Pero cada vez que lo hacía, había un matiz distinto en su voz. Una pausa. Una intención.

Cuando el reloj marcó las seis, Mariana guardó sus cosas.

Se disponía a salir cuando escuchó su voz detrás.

—Mariana.

Se volvió.

Él estaba apoyado en el marco de la puerta, observándola con ese aire tranquilo que solo tienen los hombres que saben el efecto que causan.

—Buen trabajo hoy.

—Gracias.

—Pero mañana será más difícil. Quiero ver hasta dónde llega tu eficiencia cuando las cosas no salen como planeas.

Ella sonrió con suavidad.

—No me asusta el caos.

—A mí tampoco —respondió él—. Pero me intriga cómo lo manejas.

Por un momento, ninguno se movió. El silencio parecía vibrar entre ellos, como una cuerda tensada al límite.

Finalmente, fue ella quien rompió el hechizo.

—Hasta mañana, Keynel.

Y se marchó, dejando tras de sí una estela de perfume y desafío.

Él la siguió con la mirada hasta que el ascensor se cerró.

Luego apoyó las manos en los bolsillos y murmuró para sí:

—Interesante. Muy interesante.

Esa noche, Mariana no pudo dormir.

La imagen de sus ojos, la forma en que pronunciaba su nombre, se repetían una y otra vez en su mente.

Sabía que no debía sentirlo, que no era prudente dejarse llevar por algo así.

Pero, ¿cómo evitarlo?

Aquel hombre tenía una forma de romper sus defensas sin siquiera tocarla.

Y en algún lugar de la ciudad, Keynel Brant pensaba en ella con la misma inquietud.

Sabía que debía mantener la distancia.

Sabía que mezclar trabajo y deseo siempre terminaba mal.

Pero había algo en esa mujer…

Algo que desafiaba su control.

Y si había algo que a Keynel nunca le gustó perder, era el control.

Capitulo 3 La cena

Narra mariana

La mañana empezó más gris que de costumbre.

Un cielo cubierto de nubes anunciaba lluvia, y el aire dentro de la oficina tenía un peso distinto.

Mariana llegó puntual, como siempre. Sin embargo, apenas se sentó frente a su computadora, notó que algo andaba mal.

El sistema interno no cargaba los archivos de la reunión más importante del día: una presentación con inversionistas extranjeros, en la que Keynel debía exponer los avances del nuevo proyecto.

Intentó mantener la calma.

Había revisado todo la noche anterior. Los informes estaban en orden, los gráficos actualizados.

Pero ahora, el documento principal aparecía vacío.

Cerró y abrió el archivo tres veces. Nada.

Un leve temblor le recorrió las manos.

—No puede ser —susurró, repasando cada paso mentalmente.

A las ocho y media, escuchó los pasos de él acercarse.

Firmes. Decididos.

—¿Listo el material de la reunión? —preguntó, entrando sin golpear.

—Sí, pero… —Ella vaciló, sabiendo que lo que venía no le gustaría—. Hay un problema con el archivo. No sé por qué, pero desapareció la información principal. Estoy tratando de recuperarla.

El silencio que siguió fue cortante.

Keynel se detuvo frente a ella, con esa mirada que podía hacer que cualquiera se sintiera desnudo ante su juicio.

—¿Desapareció? —repitió, despacio.

—Sí. Pero tengo una copia de respaldo en el servidor. Solo necesito unos minutos.

Él revisó el reloj.

—Tenemos veinte minutos antes de que empiece la reunión. —Su voz sonaba controlada, pero bajo esa calma había fuego.

Mariana tecleó con rapidez, buscando el respaldo.

Él se inclinó sobre su hombro, observando la pantalla. El calor de su cuerpo detrás de ella era casi tangible, y su respiración rozó su cuello sin querer.

A pesar de la tensión, su piel se erizó.

—No te pongas nerviosa —dijo él, sin apartar la vista de la pantalla.

—No lo estoy. —Mentía. Lo estaba, y no solo por el error.

La cercanía era abrumadora.

Podía sentir su perfume, el roce leve de su brazo contra el suyo, la energía que desprendía.

Y aun así, sus dedos no dejaban de moverse sobre el teclado, decididos a no fallar.

—Listo —dijo finalmente, respirando aliviada—. Recuperé el archivo.

Él observó la pantalla y asintió.

—Bien. Pero quiero que verifiques todo antes de enviarlo. No tolero errores, Mariana.

—Lo sé. Y no volverá a pasar.

—Más te vale.

Su tono fue seco, pero al girarse para irse, se detuvo un segundo.

—Aunque debo admitir que me gusta ver cómo reaccionas bajo presión. —Esa frase, dicha en un susurro apenas audible, la dejó sin aliento.

Cuando él salió, Mariana apoyó las manos sobre el escritorio.

Su cuerpo temblaba. No solo por el susto, sino por la mezcla explosiva de miedo y deseo que ese hombre le provocaba.

Había algo en su manera de corregirla que no era solo autoridad: era provocación.

Una forma de empujarla al límite, de comprobar si resistía.

Horas después, la reunión terminó sin contratiempos.

El informe fue un éxito, y los inversionistas quedaron satisfechos.

Mariana lo supo porque lo escuchó reír al otro lado del vidrio, algo poco común en él.

Pero cuando la jornada parecía calmarse, recibió un mensaje en el chat interno:

“Mi oficina. Ahora.”

Sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

Tomó su libreta y entró.

Él estaba de pie, sin saco, las mangas arremangadas. Sobre el escritorio, los informes del día.

—Cierra la puerta.

Lo hizo.

El clic del cerrojo sonó demasiado fuerte en el silencio que siguió.

—¿Sabes qué me molesta más que un error? —preguntó, mirándola fijamente.

—¿Qué?

—La falta de comunicación. Si algo falla, quiero saberlo antes de que sea tarde. No después.

—Lo sé. Y lo haré. —Su voz era suave, sincera.

Él se acercó lentamente, bordeando el escritorio.

—¿Sabes por qué te contraté, Mariana? —preguntó, con un tono distinto. No de jefe. De hombre.

—Porque necesitaba una secretaria.

—No. Porque, de todas las candidatas, fuiste la única que no bajó la mirada cuando te la sostuve.

Ella contuvo el aire.

Él siguió avanzando, despacio, hasta quedar frente a ella.

—No me gusta la gente que se asusta de mí. Pero tampoco me gusta la gente que me desafía sin saber hasta dónde puedo llegar.

Mariana no retrocedió.

—Entonces tendrá que acostumbrarse, Keynel. Porque no pienso mirar al piso cada vez que me hable.

Esa frase cambió el ambiente.

La tensión se volvió más densa, casi tangible.

Él la observó durante un largo instante. Luego sonrió.

—Tienes agallas. Eso puede ser un problema… o una ventaja.

—Depende de usted —susurró.

Hubo un silencio. Largo. Peligroso.

Si alguien los hubiera visto en ese momento, habría creído que estaban a un paso de cruzar una línea invisible.

Pero él fue quien se apartó primero.

—Vuelve a tu puesto —ordenó, con la voz más baja de lo normal—. Y no olvides que aquí, el control siempre lo tengo yo.

Ella asintió, sin apartar la mirada.

—Por ahora —respondió, antes de girarse y salir.

Cuando la puerta se cerró detrás de ella, Keynel apoyó las manos en el escritorio.

No entendía cómo esa mujer lograba ponerlo tan al límite sin siquiera tocarlo.

Tenía el control de todo en su vida. De todos.

Pero con ella… el control empezaba a resquebrajarse.

Y aunque no lo admitiría en voz alta, una parte de él disfrutaba peligrosamente de esa sensación.

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