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EL PADRE DE LAS DOCE PRINCESAS BAILARINAS

CAPÍTULO 1

Sus ojos celestes observaban con admiración y temor el enorme cuadro que hacía parte de una serie de muchos retratos en aquel corredor, antes de poder ingresar al cozo de entrenamiento. Extasiada por la belleza y autoridad que el protagonista de aquel cuadro mostraba, aun cuando solo fuera una mera pintura y su inspiración hubiera muerto hacía tiempo.

Con una sonrisa extendió su mano, para solo atreverse a tocar el marco dorado de la pintura, todo mientras era observada por varios de sus compañeros y superiores de la guardia real. Todos sabían su historia, y si bien habían respetado a más no poder al padre de aquella insolente mujer, todos detestaban que ella estuviera pisando un lugar que solo los hombres deberían pisar.

—Papá, sé que esto no es lo que querías—dijo en un susurro—pero he logrado cumplir con la tradición... espero que me ayudes en la decisión qué deseo tomar.

La mujer, quien pese a tener el cabello recogido, deslumbraba bajo el sol con su cabellera rubia, casi rojiza, caminaba con la frente en alto y con una marcada sonrisa, ignorando las malas caras de los demás miembros de la guardia real. Cuando al fin logró llegar a la oficina del comandante, colocándose recta, tocó tres veces la enorme y pesada puerta de roble.

—Serena, adelante—dijo el comandante.

El hombre, quien una vez fue el mejor amigo de su padre, sonrió con ternura a la única hija superviviente de su gran amigo. Tras darle un cordial saludo, hizo que esta se sentara frente a su escritorio. El hombre sabía muy bien la razón por su visita, él también estaba emocionado por ese momento.

—¡Felicidades, Serena!—expresó pasándole una carta con el sello real—¡La reina regente te ha dado de baja con honores!

—Eso quiere decir, señor...—susurró emocionada mientras recibía el sobre—¿Qué yo soy...?

—Sí, Serena—sonrió con gusto—¡Ya eres libre! ¡Has cumplido con satisfacción el servicio militar obligatorio!

La mujer sonrió mientras leía la carta, con sus callosas y maltratadas manos. Sus lágrimas poco a poco inundaban el fino papel. Su emoción era tanta, que no le importó mostrarse débil a su hasta entonces superior. Desde que había quedado huérfana, desde que había perdido a su único hermano, había luchado para cumplir el único requisito que la corona exigía para seguir manteniendo el título nobiliario a todos los pertenecientes a la nobleza.

—Ahora solo te queda cumplir con el rol que el título de tu padre conlleva—le dijo el hombre.

—¿Quién dijo miedo, mi señor?—fue lo único que le dijo—¡Gracias por todas sus enseñanzas!

Luego de un efusivo abrazo, el comandante observó irse a su antigua subordinada. Sonriendo, se acercó a su pequeño bar y tomó un poco de whisky, a modo de festejar la baja con honores de Serena. Ahora lo único que tenía que hacer era preservar el legado de su familia y tener su propia descendencia.

La mujer, quien ahora daba pequeños saltos, una vez salió del despacho del comandante, fue rumbo a los aposentos de los guardias, sin percatarse de que un hombre con bata blanca y bastante gordito pasaba a su lado. El hombre, al ver de reojo aquella mujer vestida con uniforme de soldado, volteó un momento para verla antes de irse.

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Una vez llegó al palacio de la princesa consorte, luego de haber examinado a varios de los guardias heridos, el médico real fue recibido amablemente por los custodios del lugar. Entrando con respeto a los aposentos de la esposa del príncipe heredero, fue abrazado con calidez por tres niños, los cuales provocaron que se cayera de espalda.

—¡Mi espalda!—dijo el hombre al sentir la caída.

—¡Niños!—la voz de una mujer resonó por lo alto en la habitación.

Los tres príncipes, evitando un regaño de su madre, ayudaron al hombre a levantarse; sin embargo, estos se amarraron como osos pandas a sus piernas, por lo que el hombre no podía caminar muy bien.

—Saludos, su alteza—dijo el hombre inclinando su cabeza.

—Padre mío, mientras estemos solos no es necesario formalidades—extendió la mano su hija—tu nieta quiere verte, por cierto.

El hombre, quien no podía negarse ante la mirada tierna de sus tres nietos mayores, caminó con cuidado hasta el sofá donde se encontraba su única hija y observando con una sonrisa a la cuarta hija de esta, se quedó tranquilo al verla en mejor estado tras el duro embarazo que el mismo supervisó.

—Pensé que te irías a descansar después de ver a los soldados—respondió al verlo sentarse frente a ella—¿ocurre algo?

—Solo quería verla, su alteza—dijo sinceramente.

La princesa, con una sonrisa triste, observó al hombre que no solo era su padre, sino que había salvado la vida de su propia nieta. Sabía muy bien que aquel hombre cuarentón, alabado por todos por sus conocimientos médicos, se sentía solo en su mansión.

"Si tan solo él se enamorara de nuevo"

Fue lo que pensó la mujer tras ayudar a su hija a soltar unos gases, luego de tomar leche. Pidiendo ayuda a las criadas, observó de reojo lo que estaban haciendo sus hijos mayores, hasta que su primogénito hizo algo que le llamó la atención.

—¡Maxi!—lo regañó su madre.

El niño había tomado una sábana blanca y se había hecho una bata rudimentaria como la de su abuelo. Con ayuda de sus dos hermanos, se subió a un pequeño taburete y quedó en frente de ambos, mientras los otros dos niños sostenían pequeñas hojas detrás de ellos.

—¡Soy el doctor corazón!—expresó Maxi—es para mí un gusto presentar, a mi primer cliente, la empresa que he creado.

—¡SERVICIO CASAMENTERO DEL PRÍNCIPE MAYOR!—gritaron sus dos hermanos menores.

El niño dio un pequeño salto al casi caerse de la butaca, para luego darse cuenta de que la faltaba algo. Fue así que logró sacar de su pantalón y bigote falso que se lo puso con ayuda de un poco de cinta.

—Al ser nuestro abuelo y primer cliente, el servicio será completamente gratuito—espetó inflando un poco su busto—Tanto mis agentes como yo garantizamos satisfacción.

—¿En serio el príncipe me ayudará gratis?—preguntó el hombre siguiéndoles el juego—¿cómo puedo yo, un simple hombre, ser poseedor de tal honor?

—¡Claro que cobraremos!—gritó Samuel, el segundo hijo—el abuelo tendrá 12 hijas...

—¡¿Cómo?!—el hombre se sonrojó.

Su hija, quien estaba un poco divertida, escupió un poco su té al escuchar las barbaridades de los nietos de su padre. No obstante, al ver como su padre se estaba divirtiendo, pese a que claramente se mostraba avergonzado, no quiso regañarlos aún.

—Una vez el abuelo se case y tenga doce hijas, como el sagrado libro lo dicta—expresó Maxi sacando un libro de cuentos de hadas—mamá tendrá una familia grande y no llorará porque el abuelo se sienta solo.

Preocupada ante la declaración de su hijo, observó como su padre, con mirada larga, leía el libro de cuentos de hadas. Si bien era una versión un tanto antigua, en específico el cuento en el que sus nietos se basaban, al parecer estos querían que fuera él, el padre de las protagonistas de las "Doce princesas bailarinas".

—Agradezco a mis príncipes el tener en cuenta a este viejo maltrecho como yo—respondió con dulzura.

—¡Padre, solo tienes 40 años! ¡No eres ningún viejo!—lo regañó su hija, antes de mirar a su doncella—Gloria, lleva a mis hijos de regreso a sus aposentos.

—¡Piénselo, abuelo!—gritó Maxi antes de irse—¡Resultados garantizados!

Tras salir los trillizos, el médico real dio un pequeño sorbo de té mientras ocultaba su sonrisa. Estaba contento de que, pese a ser un hombre feo y que realmente fuera alguien humilde, sus pequeños nietos aún lo tuvieran en su corazón. Irene, al ver la paz que la compañía de una familia le traía a su solitario padre, y tras lo ocurrido con sus hijos, supo enseguida lo que debía hacer.

—Sir Jeremy Williams—lo llamó con autoridad—arrodíllese.

Tomándolo por sorpresa, el hombre se arrodilló con cuidado, esperando alguna orden de la princesa consorte. La mujer, al ver como su padre estaba expectante, suspiró antes de hablar.

—Por el poder que se me ha conferido al ser usted designado como mi médico personal—habló Irene—le ordeno tomarse unas vacaciones de tres meses, donde deberá participar en todos los bailes debut en la capital y escoger a su futura esposa.

—¿Cómo?—quedó pálido.

—¡Buena suerte escogiendo a su futura esposa!—fue lo único que dijo su hija con una sonrisa.

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Después de hablar por varios minutos con su hija, Jeremy salió sin siquiera su botiquín, con una cara tan pálida como el blanco de la leche. Distraído, se tropezó con varias personas, hasta por fín llegar a su despacho, en la torre médica del palacio. Sorprendiendo a varios de sus asistentes, incluyendo a su único discipulo.

—¡Señor!—gritó al verlo tan mal—¡¿Qué ocurre?!

El joven trigueño y cabello rizado ayudó a su maestro a sentarse y poder recuperar un poco de energía, mientras colocaba unos paños frescos en su rostro.

—Debo...—dijo asustado.

—¿Debe?—preguntó confundido.

—¡La princesa quiere que me case!—expresó masajeándose las sienes—¡¿Puede haber alguna mujer que quiera casarse con alguien tan feo cómo yo?!

El asistente del médico real se quedó petrificado ante el miedo irrisorio que el hombre estaba mostrando, si bien era cierto que su jefe no era el más guapo de todos, tenía una buena posición y era el padre de la princesa consorte, ¡Estaba seguro de que alguna mujer podría enamorarse de su estatus!

CAPÍTULO 2

—Mi señor, ¿puedo tomar la osadía de ser honesto con usted?—le preguntó su asistente sentando frente a él.

—Adelante—expresó mientras tenía los ojos cerrados.

—Es usted el gran sir Jeremy Williams, padre de la princesa consorte—le consoló—abuelo del segundo en la línea de sucesión, uno de los médicos más respetados en el reino y con mejor sueldo, ¡estoy seguro de que usted vale más que solo el físico!

Jeremy asintió, solo para terminar el tema, no quería seguir hablando. Si bien entendía el mensaje de su asistente, aun así no le cabía en la mente el poder intentar rehacer su vida. Si para una mujer ya era difícil si era divorciada, para él, que pese a toda su riqueza no era un hombre guapo, sería el triple de complicado.

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Mientras tanto, risas se escuchaban en la enfermería de la guardia real. Luego de ser atendidos por sir Jeremy, un par de soldados se encontraban por dormir cuando recibieron la visita de su compañera de escuadrón. Estos, al escuchar la buena nueva de Serena, sonrieron ante aquello.

—¡Al fin eres libre, Serena!—expresó el más adulto de los tres—¡Estoy tan feliz!

—Concuerdo con Simon—habló su segundo compañero—ahora puedo irme tranquilo de que estarás fuera de acá.

—¡Calla tu boca, Manuel!—lo calló—están siendo atendidos por uno de los mejores médicos, sé que pronto ustedes estarán libres del veneno.

Los tres de inmediato hicieron silencio, agachando con pena sus miradas. Había pasado dos semanas de que misteriosamente ellos habían caído envenenados; sin embargo, Serena no lo había hecho. Por ende, la investigación estaba siendo orientada solo a posibles enemigos en común que pudieran tener ambos.

Prometiendo visitarlos una vez fuera del palacio, Serena se marchó de la enfermería con un sentimiento de incertidumbre en su pecho, con el anhelo de poder volver a ver a sus únicos amigos. Con una sonrisa, despejó su mente y fue directo a sus aposentos para recoger las pocas cosas con las que había ingresado.

—Quién hubiera dicho que aguantaría tantos años—dijo tras un susurro observando el emblema de su familia—ocupando un lugar que no me correspondía...

Tragando en seco, intentando aguantas sus sentimientos amargos, cerró su pequeña maleta y procedió a vestirse, colocándose un vestido sencillo color blanco y un sombrero. Dejando al lado del espejo, como el protocolo indicaba, el uniforme de la guardia real, se fue de su pequeña alcoba lista para tomar su carruaje en la puerta trasera del palacio.

Mientras la figura de una mujer deslumbraba a todos, incluyendo a los soldados que muchas veces se enfrentaron con Serena, embelesados con la belleza de aquella chica que salía del ala militar del palacio, una mujer la observaba a través del ventanal del balcón más alto en el edificio.

—¿Ocho años, no?—preguntó la mujer.

—Sí, su majestad—respondió el comandante de la guardia real—ocho años desde que ingresó. A decir verdad, pensé que no aguantaría...

—Pero lo hizo—lo interrumpió—y ahora se ha convertido en la primera mujer reservista del ejército, aunque creo que le espera una guerra igual de cruel.

—¿Se refiere a ser la nueva duquesa de Rosaria?—le preguntó—si tiene el mismo calibre con el que enfrentó ser parte del ejército, no le dará miedo que la nobleza la juzgue por ser mujer.

La reina regente, abuela del príncipe heredero, asintió en silencio mientras veía a Serena embarcar el carruaje rumbo a su antiguo hogar. Después de la muerte de su familia, quedando la niña sola y a cargo de su abuelo anciano, estaba destinada a ser una mendiga. No obstante, siendo ella también la primera mujer que gobernaba como regente en el reino, quiso darle una oportunidad a la niña de heredar el título de su padre a cambio de cumplir con el servicio obligatorio militar que todos los futuros nobles debían pasar.

—No me refiero a eso—le contestó sentándose a tomar el té—sé que ella será capaz de dar la talla a su título, pero la conozco tan bien que aquello que la hace fuerte la hará débil ante el mercado del matrimonio. Esperaré a ver si ella logra encontrar a alguien.

—¿Planea desposarla?—le preguntó el comandante tomando también un sorbo de té.

—Por ahora intentaré mantenerme al margen—le fue honesta—pero es un hecho indiscutible de que si desea que el legado de su padre siga en su línea de sangre, un heredero deberá tener.

El comandante de la guardia real suspiró, entendiendo el razonamiento de la reina. Recordó inclusive como en el reino de London, al otro lado del océano, debido a la poca cantidad de soldados que había, tuvieron que recurrir a las mujeres para la guerra; sin embargo, al volver a la sociedad, eran despreciadas por haber sido parte de la milicia y muchas morían solas.

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Una vez se aseguró de estar lo suficientemente lejos del palacio real, con una sonrisa se ocultó tras las cortinas de la ventana y se acercó a la ventana que daba al asiento del cochero para poder hablarle.

—¿Señor Michael?—preguntó Serena.

—Bajo su asiento, mi lady—respondió sin apartar su vista de la calle.

—¡Gracias!—gritó con felicidad—¡Es un gusto tenerlo como socio!

Nerviosa se agachó y tomó dos libros, los cuales estaban cuidadosamente envueltos con papel marrón. Al leer las tapas de estos, dio un brinco lleno de emoción que terminó por golpearse su cabeza con el techo del carruaje cuando este pasó por un bache.

—¡Cuidado!—le advirtió tarde.

Sin responderle a su tardía advertencia, Serena abrió con emoción las páginas del primer libro y se mordió un poco los labios, entusiasmada por lo que estaba leyendo. La ex soldado estaba contenta por lo que tenía en sus manos, puesto que tenía sus dos primeros libros publicados. No obstante, si bien le traería un flujo de dinero extra, lo que más le emocionaba era vengarse de la crueldad con la que sus compañeros la trataron.

—Si supieran que dentro de poco quedarán expuestos sus más íntimos secretos—susurró—¡estoy segura de que les daría un ataque al corazón de inmediato!

Recostándose para mayor comodidad, observó justo el momento en que pasó por la antigua mansión familiar, la cual se encontraba abandonada. Luego de que ella entrara al ejército, para servir en la guardia real, pidió que el guardián de su abuelo, este y el albacea que la reina le había puesto, mudaran lo que se había salvado del incendio a la casa de campo de su familia.

Si bien podría ser una deshonra, al usar como vivienda principal un sitio más pequeño, entre más distancia colocara de aquel oscuro lugar, más sano sería para su maltrecha alma. Cerrando sus ojos, pensó en su familia y una lágrima rebelde brotó antes de que ella se cacheteara levemente.

—¡Basta, Serena!—se reprendió—ahora eres la duquesa de Rosaria, ¡serás fuerte y conseguirás un buen marido!

Observando como el carruaje se acercaba cada vez más al límite de la ciudad, para entrar al campo, pensó con una sonrisa sincera en su anciano abuelo y en la emoción que le daría que la boda de ella diera lugar antes de su muerte. Decidida entonces a casarse, miró con determinación el sol que comenzaba poco a poco a descender en un colorido atardecer. Así como había luchado para poder salvaguardar el título de su padre, así sería a la hora de desposar a un hombre.

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El carruaje en que estaba Serena por fin llegó a la residencia de campo, así que, escondiendo muy bien sus libros en la maleta, descendió para ser recibida por su abuelo. El anciano estaba cargando a un gato gordo, gris y ojos verdes, emocionado ante su llegada.

—¡Llegó mamá!—corrió hasta ella—¡Mamá llegó!

Al ver que su abuelo corría, Serena se apresuró a abrazarlo para evitar que se cayera. El hombre aplastó a su gato contra ambos, provocando que este se quejara un poco. Enternecida, le dio un beso en la frente a su abuelo, antes de saludar al guardián de este y al albacea de la reina.

—Le damos la bienvenida, duquesa—dijeron ambos hombres con una reverencia.

—¡Sí!—respondió con una enorme sonrisa—¡Ya estoy en casa!

Embelesada ante la sencillez con la que había sido recibida, su corazón se calentó al observar la belleza de la casa de campo. Si bien no era ni un cuarto de la mansión principal de la familia, bastaba y sobraba para ella y su pequeña familia.

Subiendo para descansar un poco en sus aposentos nuevos, en lo que la cena estaba lista, se acostó en la cama de la habitación principal. Sabía muy bien que en aquel lugar había sido el sitio donde sus padres habían consumado por primera vez su relación, de acuerdo a lo poco que ya su olvidadizo abuelo le había dicho.

—Así que en esta cama haré el amor con mi esposo—dijo observando la enorme cama matrimonial—¡Decidido! ¡En esta temporada voy a conquistar el corazón de un buen hombre!

Luego de dejar gran parte de su ropa, bajando solo con el vestido con el que salió del palacio, se sentó en la mesa para cenar al lado de su abuelo y los dos hombres encargados de cuidar todo lo suyo. Sin darse cuenta, mientras ayudaba a comer a su abuelo, el albacea de la reina la observaba varias veces.

CAPÍTULO 3

Tras una semana desde su llegada, el albacea volvió a su casa de campo tras una reunión con el gremio de agricultores con el que se había decidido hacer una asociación. Al ser grandes compañeros del líder del gremio, un anciano lord que esperaba el poder ayudar a desposar a su nieta, había organizado el primer baile que abriría de manera oficial la temporada.

—¿Lady Serena?—tocó la puerta del despacho.

Preocupado al no obtener respuesta, decidió ingresar para darse cuenta de que la nueva duquesa se había quedado dormida en el sofá, luego de haber hecho un poco de trabajo administrativo. Riéndose un poco, le colocó una manta encima y fue a la cortina para abrirla, ya que se notaba que la luz del sol le molestaba.

—¿señor Anthony?—preguntó somnolienta.

—Sí, mi lady—respondió el albacea—perdone mi atrevimiento.

—No, tranquilo—lo calmó—perdón, es que aún no me acostumbro del todo a la contabilidad.

—Para eso me tiene a mí—fue a la mesa a servir un poco de té—la reina me ha pedido no irme de su casa hasta que tenga la suficiente fuerza para hacerse cargo de las finanzas.

Tras recibir una tasa de té, le agradeció con una sonrisa. Agradecía en el alma la ayuda del albacea, la persona con la que pudo mantener a flote lo poco que su padre había dejado.

—Por cierto, en dos días será el primer baile de temporada—le dijo extendiéndole una invitación—mi esposa, usted y mi persona hemos sido invitados... ¿Sabe lo que quiero decir, cierto?

—Vaya, no pensé que las invitaciones de bailes debuts fueran tan bien hechas—respondió admirando el sobre y la carta—pero sí, entiendo. Será mi primera vez en sociedad.

—Déjeme preguntarle, ¿ya tiene listo su ajuar para esta temporada?—preguntó.

Serena, quien ni siquiera había tenido su propia presentación, ladeo su rostro confundida. Desde que la reina había confirmado que ese año sería su último en la guardia real, no había pensado en un vestido o varios como tal. Simplemente aspiraba a salir con el traje de gala militar que usaba para los eventos.

—¿Y tacones?—preguntó un poco nervioso.

—¿Qué es eso?—contra pregunta—¿son botas, no?

—Esto es malo—suspiró el hombre— y todas las boutiques han sido arrasadas en la ciudad por las debutantes.

Bajando la mirada, ambos se asustaron ante el panorama desolador. Poco a poco el señor Anthony comenzó a tener dolor de cabeza, intentando encontrar alguna solución. La única forma en que podrían ayudar a lady Serena en su búsqueda de esposo era apelando a su belleza; sin embargo, era bien sabido que el prepararse para la temporada era cosa de meses y no de último momento.

—¿Pero qué hay de malo en que vaya con mi uniforme de gala?—cuestionó nerviosa—cuando era niña hasta mi padre lo hacía.

—Si fuera hombre, mi señora—le respondió de forma honesta—no habría ningún problema; sin embargo, si quiere encontrar esposo, su uniforme no la ayudará.

Mordiéndose un poco los labios, asintió frustrada ante aquel hecho. Tenía no solo frustración con ella misma por haber sido tan olvidadiza, sino también por la prejuiciosa sociedad en la que había crecido. Analizándolo mejor, suspiró con suavidad. Había pasado por cosas peores en el ejército, intentaría afrontar todo lo que se viniera encima con la frente en alto.

—¡Arriba señor Anthony!—gritó levantándose.

—¿Eh?—preguntó confundido el señor Anthony.

—¡Arriba!—lo obligó a levantarse—¡Aún es de día! ¡Vayamos a la ciudad por mi ajuar de la temporada!

Teniendo aun de miedo en su corazón, Anthony aceptó acompañar a la duquesa a la ciudad para ver si aún había alguna boutique con vestidos; sin embargo, debido a la poca comprensión de moda de la chica, debía pedir la opinión de una mujer con experiencia, por eso antes de ir al distrito de la moda de la ciudad, fueron en búsqueda de su esposa.

No obstante, luego de recorrer gran parte de las cinco cuadras del distrito, antes de que la tarde llegaran, los tres decidieron descansar un poco en el parque y así de paso relajarse con la bella puesta de sol. Miranda, la esposa de Anthony, al ver tan cabizbaja a la duquesa, pidió a su esposo darles un poco de privacidad para poder hablar.

—¿Se siente mal, mi duquesa?—preguntó la mujer pelinegra.

—Estoy mareada, solo eso—respondió enderezando un poco su postura en la banca—jamás en mi vida pensé que casi todas las tiendas de modas se quedaran sin vestidos. A este paso tendré que ir con mi uniforme de gala.

—Bueno, debido a que en esta temporada ha habido un aumento de debutantes, es entendible que aun siendo pre-temporada esté casi todo escaso—le fue sincera—pero aún tenemos 1 día más y muchas tiendas por recorrer, estoy segura de que encontraremos algo para usted.

—Ojalá fuera eso—dijo con un atisbo de tristeza—pero... por más que vaya lo más arreglada posible, ¿de verdad usted cree que algún hombre querrá estar conmigo?

El duro golpe de realidad la desanimó en ese momento, muy pocas veces se sentía tan mal como ahora; sin embargo, aunque si deseaba encontrar un marido y formar una familia como la que ella tuvo antes de que murieran, sería una odisea que alguien la escogiera debido a sus antecedentes.

—¡Ánimo, duquesa!—respondió apretando un poco su mano—quién quita, de pronto encuentre un galán buen mozo en el primer baile.

—Aun si no fuera buen mozo—dijo observando a las familias jugar en el parque—lo único que deseo es que sea un buen esposo y padre.

Tras unos minutos más hablando, decidieron ir al carruaje de regreso a la casa de Serena, donde la esposa de Anthony dormiría ese día; no obstante, cuando estaban caminando rumbo a la salida del parque, observaron un tumulto de personas que observaban a una mujer desmayada.

—¡Está rompiendo fuente!—espetó un hombre gordito—¡Hay que llevarla al hospital!

—¡No, señor!—respondió otro hombre—somos muy pobres, no podemos pagar...

—¡Su esposa se ha desmayado y su hijo viene en camino!—lo regañó—¡Yo pagaré el hospital! ¡Vaya y busque un carruaje!

El hombre, quien había ido al auxilio de la pareja de plebeyos, empezó a socorrer a la mujer, indignado porque nadie la ayudara. Tomando un poco el pulso, notó que estaba muy bajo, aquello sería muy peligroso para que el bebé viniera al mundo.

—¡Qué alguien ayude con un carruaje!—gritó.

Todos en el público lo observaron con asco, hasta que un niño, el cual estaba jugando con su madre, intentó acercarse para ayudar, pero su progenitora lo detuvo agarrándolo con fuerza.

—¿Sir Jeremy?—escuchó una voz familiar.

—Sir Anthony—respondió al verlo acercarse—¿Cree usted que pueda ayudarnos?

—¡Por supuesto!—indicó con una seña al cochero que lo esperaba en la calle—pueden usar mi carruaje para ir al hospital, yo volveré en uno de alquiler.

—¡Muchas gracias!—agradeció el esposo de la mujer—gracias...

Con ayuda de Jeremy, ambos cargaron a su esposa y lograron subirse al carruaje, el cual se apuró para llegar al hospital. El público observador del momento, compuesto de algunos nobles, empezaron a murmurar ante la suciedad de los futuros padres, quiénes estaban pidiendo limosna antes de todo lo ocurrido.

—Quién diría que el padre de la princesa consorte estuviera en este parque—espetó Miranda.

Sorprendidos ante las palabras de la mujer, todos mostraron una cara de horror de inmediato. No podían creer que se habían negado a ayudar y habían visto de mala manera al padre de la futura reina, todo porque les daba asco la apariencia de los mendigos.

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Luego de quince minutos de espera, el trío logró embarcarse en un carruaje de alquiler; sin embargo, a causa de lo ocurrido, se les hizo muy tarde para volver a la casa de Serena, por lo que tuvieron que pasar la noche en la residencia del albacea de la reina.

Ya en la residencia, lady Miranda le prestó una bata para dormir en lo que esperaba la cena en su habitación. Al día siguiente una doncella le traería más ropa de su casa, así que no tendría ningún problema en esperar unas horas; no obstante, en vez de pensar en su problema con el ajuar para la temporada, seguía pensando en el padre de la princesa consorte.

—¿Mi lady?—escuchó a través de la puerta—¿puedo pasar?

—Adelante—respondió dando un brinco de sorpresa.

Tras ver como la doncella de la familia le traía la cena, se quedó observando en silencio el plato de comida. Tenía una rara sensación en su estómago, que si bien le agradaba y no era para nada dolorosa, la hacía inapetente para comer. De modo que, disculpándose por no poder probar bocado, ordenó que se le fuera retirada la comida para irse a dormir.

Apagando las lámparas de aceite que iluminaban su habitación, dejando solo un haz de luz de luna alumbrar su camino, se acostó en la cama cubriéndose hasta la nariz con la manta. Recordando de nuevo el rostro de sir Jeremy, no sabía el porqué jamás se lo encontró en el palacio real; sin embargo, no podía dejar de pensar en su cabello rubio, sus mechones adornar sus gafas y en el tono de voz autoritario con el que habló y trató aquella situación.

—Es bonito—susurró.

Poco a poco comenzó a dormirse, luego de que su cuerpo cayera producto del cansancio, pese a que su corazón latía más rápido de lo habitual. Una emoción desconocida la embriagó y el deseo de ver a ese hombre aumentaba aún en sus sueños.

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