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Eros, ¿Un Dios Distraído?

Deje de seguirme.

*Autora*, la siguiente historia es completamente ficticia, todos los personajes, lugares y demás, son sacados de la mente de su servidora, cualquier parecido con otra historia, o personajes es mera coincidencia. Gracias a todos los lectores, y saludos a todas partes de donde leen mis historias. Un abrazo muy fuerte de mi querido México.

Y ahora sí, empecemos con la historia.

Kendra Rodríguez apuró el contenido de su taza de café, colocándola con el platillo sobre la mesa. Cogió luego la nota depositada en la bandeja metálica, la sumó y añadió debajo: 20% de propina. Seguidamente, firmó poniendo el número de su habitación.

En el momento de abandonar ella su asiento, un hombre que había estado desayunando calmosamente en una de las mesas del rincón del local, dejó el periódico que había estado leyendo entre sorbo y sorbo de café. Poniéndose en pie, se abotonó el gabán, acercándose con paso tranquilo al hombre de la caja.

Aquel individuo, evidentemente, entregó el importe exacto de su consumición, ya que no tuvo que esperar.

Cruzó con naturalidad el comedor, pasando al lujoso vestíbulo del hotel por apartamentos. Seguía muy de cerca a Kendra Rodríguez.

Ella acortó el paso.

El hombre vaciló junto a la puerta.

Kendra Rodríguez le dijo:

Supongo que usted y yo tenemos algo que decirnos.

El nombre continuó mirando hacia la calle, aparentemente, concentrado en sus pensamientos.

Le estoy hablando, insistió Kendra.

El desconocido pareció sobresaltarse, volviendo la cara hacia ella, mirándola como si hubiese estado observando el rostro de una persona que presentase síntomas de demencia.

No se haga el inocente, dijo ella. Hace más de una semana que me sigue, sometiéndome a una estrecha vigilancia. ¿Acaso cree que no me he dado cuenta? Deseo saber a qué viene todo esto.

¿Que yo he estado siguiéndola?, protestó el hombre.

Usted ha estado siguiéndome, sí, dijo Kendra Rodríguez con firmeza.

El desconocido contaría treinta y tantos años de edad, siendo de mediana altura y complexión corriente. Vestía un traje gris. Lucía una corbata de tonos discretos. Inmerso en un grupo de gente a la entrada del metro, no habría merecido de nadie una segunda mirada.

Creo que está usted equivocada, señora, manifestó disponiéndose a apartarse de ella.

Kendra Rodríguez había rebasado ya la cincuentena. Había sabido conservar su figura, su aplomo, su sentido del humor y su orgullosa independencia. A partir del fallecimiento de su esposo, un año atrás, habíase esforzado por vivir su vida, no tolerando las intrusiones. Decía frecuentemente: "Me gusta lo que me gusta y no lo que se supone que tiene que gustarme en virtud de una escala de conveniencias establecidas por la masa. y me disgustan muchísimo las cosas que no me agradan".

En aquel instante, al parecer, el hombre a quien había estado dirigiéndose pertenecía al grupo de las cosas que le desagradaban profundamente.

No sé qué es lo que usted persigue, manifestó, pero lo cierto es que anda detrás de mí desde hace una semana, que yo sepa. A donde quiera que vaya me encuentro con usted y he de advertirle que me he presentado a veces en sitios que habitualmente no frecuento solo para comprobar si continuaba siguiéndome.

"Usted, invariablemente, se encontraba en ellos".

"Voy a decirle algo ahora, no me gustan las escenas. No sé concretamente qué derechos me asisten, pero la próxima vez que lo vea, lo abofetearé. Y a partir de este momento, lo abofetearé siempre que lo vea. He de acabar con esta situación como sea.

Los ojos del hombre la miraron, indignados.

Proceda usted así si tal es su deseo, replicó. Le enseñaré algo de carácter legal sobre este tipo de agresión, exigiendo una indemnización por daños personales, ejemplares y compensatorios. Y si usted estima imposible que pueda darle un mordisco a su cuenta corriente, hable de ese asunto con un buen abogado.

Dicho esto, el desconocido se encaminó a la puerta giratoria, saliendo a la calle y perdiéndose entre la gente que circulaba por la acera.

Araceli García la secretaría de confianza de Cleofas Martínez, dijo:

Dispones de media hora libre hasta tu próxima entrevista, ¿podrías ver a la señora Kendra Rodríguez?

Cleofas Martínez frunció el ceño. Apartó la vista de los documentos que estaba leyendo e inquirió:

¿Qué es lo que quiere, Araceli?

Un hombre ha estado siguiéndola y desea saber qué es lo que puede pasarle si lo abofetea.

¿Una chiflada?, preguntó Mtz.

No pertenece a esa clase de mujeres que se forja fantasías a cada paso, repuso Araceli con un movimiento denegatorio de cabeza. No es una neurótica. Resulta una persona agradable, con sus opiniones propias según me imagino. Yo supongo que está dispuesta abofetear a sus perseguidor y... con fuerza.

¿De qué edad?

Ha rebasado la cincuentena.

¿Con dinero?

Lleva unos zapatos de treinta dólares. Su bolso es de piel de cocodrilo. Sus ropas son discretas, pero caras. Va muy acicalada y...

¿Es bajita y gruesa?, inquirió Martínez, interrumpiendo a su secretaria.

Posee una buena figura, pero no puede parecer a nadie llamativa. Se experimenta la impresión ante ella de que ha vivido bastante y de que ha aprendido lo suyo.

La veré, repuso a Martínez, escucharé su historia. Sin embargo, Araceli, tú sabes muy bien lo que suele ocurrir: son muchas las personas que se creen seguidas por alguien. se empeñan en hablar con un abogado y luego este descubre que se las tiene que haber con una neurótica (o un neurotico, es igual). Entonces, uno no ve ya la manera de quitarse al consultante de encima.

Buscar un detective privado.

Araceli García manifestó, enfadada:

Bueno, ¿y por qué cobro yo aquí un sueldo? Yo sé distinguir a esas personas nada más verlas y no me faltan facultades para ahuyentarlas.

Cleofas sonrió.

Está bien, está bien. Hablaré con la señora Kendra, aunque solo sea para comprobar hasta qué punto te acercaste a la realidad. Ya sabes que únicamente dispongo de unos minutos...

Araceli García asintió, salió de la oficina y regresó con la señora Kendra.

El señor Cleofas Martínez, dijo, presentando al abogado.

Kendra, brevemente, inspeccionó al hombre que tenía delante, fijándose especialmente en sus ondulados cabellos y en sus severos rasgos faciales. Finalmente, sonrió.

Mucho gusto, señor Martínez. He explicado a su secretaria en términos generales, lo que deseaba. Alguien está siguiéndome constantemente. No se trata de una figuración mía. Sé que ha de entrevistarse con otra persona dentro de unos minutos.

Es usted un hombre ocupado. Va usted a exigirme un dinero por mi consulta, estoy dispuesta a abonarle el que sea razonable.

Y, exactamente, ¿qué es lo que usted quiere?, intervino Martínez. ¿Qué espera que haga yo? Bueno, haga el favor de sentarse señora Rodríguez.

Esta se acomodó en el asiento destinado normalmente por Cleofas a sus clientes, diciendo:

He venido soportando la presencia de ese hombre a mi alrededor hasta que me he cansado.

Esta mañana me encontraba desayunando en el comedor de mi hotel. Él estaba también allí, observándome, intentando descubrir a dónde me dirigía hoy.

¿Qué hizo usted?

Lo abordé, comunicándole que ya estaba harta de tanta persecución y de verle siempre a mi alrededor. Añadí que si lo veía una vez más le abofetearía, donde quiera que nos encontráramos. Esta escena se repetiría siempre que coincidiéramos en algún sitio.

¿Y qué le contestó él?, inquirió Martínez.

Me dijo que lo mejor que podía hacer era entrevistarme con un abogado, ya que de este modo podría enterarme de lo que me pasaría. Agregó que me demandaría, exigiendo una indemnización por daños reales... y de otra clase.

¿Daños ejemplares?, inquirió Martínez.

Creo que sí, ¿puede conseguir una indemnización doble?

Según como se presenten los hechos, explicó Cleofas. La indemnización por daños normales se concede para compensar a una persona por los perjuicios que haya podido ocasionarle una acción mal intencionada de otra. La indemnización por daños ejemplares o punitivos, que también se llaman así, se impone a la persona que ha injuriado a otra en determinadas circunstancias, cuando ha habido un deliberado mal proceder u opresión. Esta indemnización constituye una manera de castigar al autor de la ofensa, quedándose como ejemplo para quienes pudieran sentir la tentación de hacer la misma cosa.

¿A cuánto puede ascender?, quiso saber la señora Kendra.

A cuánto puede ascender... ¿qué?

Esa indemnización por daños ejemplares o punitivos de que acaba de hablarme.

Martínez se echó a reír.

¿Es verdad que está usted decidida abofetear a ese hombre, señora Rodríguez?

No hablé por hablar, desde luego.

Yo le aconsejaría que no hiciera eso, al menos mientras no sepamos algo más acerca de la situación planteada. si él ha estado realmente siguiéndola, un jurado, por supuesto, podría dictaminar que estaba en su derecho al abofetearle, pero...

No se trata de nada que yo me haya inventado.

Martínez consultó su reloj, diciendo:

Pablo Ruiz, de la agencia de detectives Ruiz, tiene su oficina en este mismo piso. Ha colaborado en muchas ocasiones conmigo.

Le sugiero que se entreviste con él. Valiéndose de uno de sus auxiliares, podrías someter a estrecha vigilancia al hombre que la persigue, informándose de detalles relativos a su persona, de cuáles son sus pretensiones.

Solo de esta manera puede saberse si se trata de un chiflado o si solo trata de establecer relación con usted. También podría averiguarse así si es algún detective privado contratado por otra persona y hasta descubrir la identidad de la misma. ¿Conoce a alguien probablemente interesado en colocarla bajo la vigilancia de un detective?

No.

¿Es usted viuda? ¿Cómo vive? ¿Se aísla? ¿Vive en contacto con algún círculo de amigos?

Soy viuda, respondió la señora Rodríguez. Desde hace un año. Intento vivir mi vida. Me interesa el teatro y asisto a las representaciones teatrales. Hay programas de televisión que me agradan y otros que no. Me gustan los libros, visito las bibliotecas y de vez en cuando paso toda una tarde entregada a la lectura.

¿Tiene usted coche?, ¿lo conduce usted misma?

No tengo coche. Cuando quiero hacer un desplazamiento por la ciudad, tomo un taxi. Si voy al campo, cosa que hago con frecuencia alquilo un coche con conductor.

¿Siempre en la misma agencia?

Sí.

¿Y cree usted haber sido seguida viajando en uno de esos coches alquilados?

Estoy segura de que sí.

¿Por el mismo hombre?

Creo que sí. Sí. Algunas veces no le he visto bien. Otras lo vi perfectamente.

¿La siguió hasta aquí?

No lo creo, no lo vi, me parece que esta mañana lo asusté. No sé por qué tengo la impresión de que en una escena callejera a él no le agradaría ser el centro de la atención de todos.

Martínez sonrió.

El hombre tendría que ser un completo exhibicionista para acoger con toda naturalidad a una mujer que le abofeteara en público.

He ahí lo que intento hacer. Usted anda ocupado. Su tiempo vale dinero. Usted cree que yo debo buscarme un detective privado. ¿Cuánto puede costarme?

Alrededor de $100 por día. ¿Puede usted hacer frente a tal gasto?

Sí.

¿Quiere que la ponga en contacto con Pablo Ruiz?

¿Podría él venir aquí?

Siempre que no esté ocupado, manifestó Martínez.

Me gustaría que las cosas se hicieran así. Deseo que usted intervenga en este asunto. ¿Cuánto piensa cobrarme señor Martínez?

Déme, para empezar, $100, respondió Martínez. No le cobraré ninguna cantidad adicional, a menos que surja algo imprevisto. Le aconsejaré, sin embargo, que se mantenga en contacto con Pablo Ruiz.

Me parece bien, dijo ella, abriendo su bolso.

Cleofas Martínez echó un vistazo a Araceli García, asintiendo.

Araceli descolgó el teléfono, llamando a la agencia de detectives Ruiz, luego comunicó:

Pablo Ruiz no tardará en presentarse aquí.

La señora Kendra había sacado un libro de cheques y una pluma estilográfica, extendió uno a nombre de Cleofas Martínez.

Se lo alargó a él.

$100 al día por el detective. ¿Cuántos días serán necesarios?

No más de dos o tres, probablemente, repuso Martínez. Será mejor que hable de eso con Pablo Ruiz. Está por llegar, ya lo tenemos aquí.

Sonó en la puerta del despacho la llamada característica de Ruiz.

Araceli abrió aquella. La señora Rodríguez continuaba escribiendo en su libro de cheques.

"El lazo".

Señora Kendra, dijo Cleofas, le presento a Pablo Ruiz de la agencia de detectives Ruiz. Es un hombre competente y honesto. Puede usted confiarse a él, como se confiaría a un abogado o a un médico.

Encantada de conocerle, señor Ruiz.

Ruiz hizo una leve reverencia.

Mucho gusto, señora Rodríguez.

Habló Martínez:

Pablo: estamos trabajando contra reloj. Dentro de unos minutos he de recibir a otra persona.

La señora Rodríguez tiene un problema. Hace más de una semana que la sigue un hombre. Es posible que esté siendo vigilada desde hace más tiempo, pero el caso es que ella se ha dado cuenta de ese hecho recientemente.

Esta mañana se enfrentó con el individuo en cuestión después de abandonar el comedor del hotel en que vive, comunicándole que lo abofetería si no dejaba de perseguirla, añadiendo que haría eso, en lo sucesivo, cada vez que lo viera.

Ruiz sonrió.

Él la amenazó con demandarla, continuó diciendo Martínez, sugiriéndole que fuese a ver a un abogado para que pudiese estar al tanto de las consecuencias que podría tener en su acción. Yo, a mi vez, le aconsejé, hace unos momentos, que se entrevistara con un detective para que fuese vigilado el hombre que la sigue a todas partes. ¿Puedes echar mano de alguno de tus colaboradores, Pablo?

Ruiz asintió, respondiendo:

Sí. Seguiremos el perseguidor de la señora Rodríguez.

De ser posible, manifestó Martínez, hay que averiguar si se trata de un conquistador, de un loco o de un detective privado. En este último caso habría que saber para quién trabaja.

Para eso necesitaríamos llevar a cabo otras gestiones, señaló Ruiz.

De no tratarse de un detective privado, propuso Martínez, tu colaborador podría hacerse pasar por hermano de la señora Rodríguez o por un amigo de su difunto esposo. Si se muestra agresivo, decidido, es posible que el seguidor de la señora Rodríguez se asuste de veras y que la cuestión quede definitivamente zanjada.

Ruiz miró a la señora Rodríguez.

¿Puede describirme a su perseguidor?

Lo conozco perfectamente, es un hombre como tantos otros, que...

¿Cómo viste?, inquirió Ruiz, interrumpiendo a la mujer.

De una manera muy corriente.

¿Qué talla le calcula?

Alrededor de un metro y setenta centímetros.

¿Y el peso?

Es de complexión normal, de modo que andará por los 70 kg.

¿Se fijó en su corbata?

Sí, no era nada llamativa. Vestía un traje de tono discreto, de corte tradicional.

A mí me parece que nos hallamos ante un detective, opinó Ruiz. Sin embargo, observo algo extraño...

Explíquese.

No coincide su indumentaria con su comportamiento.

Ahora le entiendo menos replicó la señora Rodríguez.

Ruiz miró a Cleofas Martínez.

Explícaselo Cleo.

El abogado manifestó:

El detective, señora Rodríguez, puede enfrentarse con dos tipos de perseguidores. El corriente es bastante difícil de descubrir. Procura siempre pasar inadvertido ante el sujeto. Cuando piensa que ha sido descubierto, telefonea a su jefe para que designen en la oficina a otro individuo.

El otro tipo es de signo totalmente contrario, ya que intenta hacer saber al sujeto que está siendo observado. Hace todo lo que el sujeto cree que podría hacer un detective, portándose de tal manera que más tarde o más temprano aquel lo descubre.

Pero... ¿con qué motivo puede recurrirse a una cosa como esa?, preguntó la señora Rodríguez.

Martínez sonrió.

Ellos trabajan siempre en pareja.

¿Qué quiere usted decir?

El segundo tipo de seguidor de que acabo de hablarle es el "lazo".

¿A quién se designa con ese nombre?

Un "lazo", prosiguió diciendo Martínez, es la persona que se gana la confianza del sujeto, alguien conocido por este casualmente, con quién trata rápidamente una estrecha amistad.

Yo no soy de esas mujeres que se hacen amigos de cualquier persona en poco tiempo, declaró la señora Rodríguez.

Voy a ponerle un ejemplo. Examinemos las cosas así... Supongamos que por pura casualidad usted entabla relación con una persona que tiene sus mismas aficiones, la cual se muestra desde el primer momento viva, sensible y simpática. Es difícil que se le ocurra a usted pensar que ha habido alguien que ha estado estudiando su carácter, sus aficiones, sus gustos, dándoselos a conocer a una persona con la que extrañamente coincide en todo.

Es lo que usted descubre cuando en virtud de determinadas circunstancias, durante varios días, conoce a aquella. Ese ser es el designado con el nombre de "lazo".

Continúe, dijo Kendra Rodríguez.

Luego, manifestó Martínez, en el momento adecuado el "lazo" le señala a su perseguidor. Este empieza a seguir al sujeto, hasta que este se vuelve hacia el "lazo" para decirle:

¿Se ha dado cuenta de ese hombre que nos sigue? Ya lleva dos o tres días detrás de mí. O bien, si el sujeto No saca a colación el tema, el "lazo" dirá: Fíjese en esa persona que nos sigue. No vuelva a la cabeza ahora. Espere a que haya doblado la esquina y mírelo bien. Creo que nos está siguiendo.

¿Y luego qué?, inquirió Kendra Rodríguez, muy interesada.

Luego, es posible que el tema sea dejado a un lado. Pero al día siguiente, quizá, el seguidor volverá a su trabajo de nuevo, y entonces el "lazo" dirá:

Ahí está ese individuo otra vez, el sujeto pasará a formular este comentario: ¡Santo Dios!, no sé por qué ha de seguirme a mí nadie. Y el "lazo" se quedará pensativo un momento, declarando: Bueno, existen ciertas probabilidades de que ese me esté siguiendo a mí.

¡Dios mío!, ¿por qué?, preguntará el sujeto.

Es cuando el "lazo" pasa decididamente a la acción... Supongamos que el sujeto ha suscitado algunas sospechas con motivo del envenenamiento de unos gatos.

¡Del envenenamiento de unos gatos!, exclamó Kendra Rodríguez.

Sí, en efecto, confirmó Martínez.

La señora Rodríguez frunció el ceño.

Entonces, el "lazo" dirá: quizá esté siguiéndome. Donde yo vivo hay unas cuantas personas que sospechan de mí, teniéndome por el causante del envenenamiento de unos gatos. La verdad es que yo odio a esos animales y que la gente lo sabe. Alguien de la vecindad se ha dedicado a eliminarlos y algunos sospechan de mí. Es posible que ese hombre me siga con la intención de conseguir algunas pruebas. La semana pasada murió envenenado un gato de mucho valor y su dueño llegó a amenazarme directamente, acusándome de haber dado muerte al animal.

Kendra Rodríguez era toda oídos ahora.

Después, prosiguió explicando Martínez, es muy probable que el sujeto se vuelva hacia el "lazo" para preguntarle: ¿Hizo usted eso, realmente?

Y el "lazo" contestará: Bien, se lo diré, no me atrevería a confesarlo ante ninguna otra persona, pero... La verdad es que sí, odio a los gatos. Son unos animales destructores. Se meten en todas partes y matan a los pájaros que yo intento domesticar. Poseo un alimentador de ventana y los pajaritos se posan en ella para comer, puntuales, con la regularidad de un reloj, les pongo comida y observo sus idas y venidas divirtiéndome mucho de esta manera. Posteriormente, los gatos descubrieron lo que ocurría en mi casa. Todos los de la vecindad se concentraban allí. Yo creo que la gente debiera ocuparse de sus gatos. No dejándolos vagar de un lado para otro.

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