Miguel nunca fue asustadizo, pero siempre tuvo miedo a la soledad. Desde niño tenía miedo a quedarse solo por las noches a pesar de que no le tenía miedo a la oscuridad ni a lo que se pudiera ocultar en ella.
Su hermana Magaly siempre le gastaba bromas, ya que él siempre esperaba a que toda la familia estuviese durmiendo para sentarse a ver TV o ponerse frente al computador a navegar en Internet. Ella siempre aprovechaba la soledad de la noche para tirar cosas cerca de él y esconderse, o para hacer ruidos sin que se notara que fuese ella. Le hacía mucha gracia verlo sobresaltar cada que sentía algo anormal.
Esa noche Miguel no estaba en casa, estaba donde su abuela, y todo estaba sumamente calmado. Tenía mucho que no visitaba esa casa, donde siempre se había sentido muy seguro, quizás por todo el amor que sus abuelos le profesaban y porque era un lugar donde había vivido muy buenas experiencias cuando pequeño. Ya no era el niño de antaño, pero aún seguía sintiendo temor a la soledad, aunque ya no tanto como antes.
Además de ser una noche muy calmada era también muy fresca y silenciosa, mucho más de lo habitual. La luna brillaba con gran esplendor iluminando toda la estancia donde estaba él, completamente ido, mirando en la pantalla del computador un video que había encontrado en YouTube de una vieja película llamada Los abismos de las Bermudas y que él había visto cuando pequeño.
Siempre lo había atraído el ancho mar, aunque no se veía surcándolo a bordo de ningún tipo de embarcación, y en esta película era el mar precisamente uno de los protagonistas principales.
Recordaba que a pesar de tener una animación pobre (para la época en que la vió Hollywood ya había avanzado en la carrera de los efectos especiales en películas) lo había atraído su inicio: dos niños se conocen en una playa y juegan con una tortuga que termina llevándose a una de ellos a la profundidad del mar para después de unos años regresar echa ya una adulta (a Miguel nunca le quedó del todo claro si esta joven era en realidad la niña que se perdió, si era un fantasma, una sirena o alguna otra cosa más).
Estaba tan concentrado y emocionado que estaba decidido a volver a verla completa una vez más y por lo tanto empezó una búsqueda en todas las páginas de películas online que conocía, aunque sin éxito. Tan concentrado estaba en su búsqueda que nunca notó una sombra que se movió a unos cuantos metros detrás de él y que recorrió el estrecho pasillo que dividía el salón donde estaba sentado de la sala del comedor.
Pasados unos segundos un leve ruido captó su atención. Solo pudo asociarlo a cuando alguien rueda una de las pesadas sillas del comedor. Al principio creyó que debía ser su abuelo por lo cual no se inmutó y siguió a la caza de poder encontrar la película que tanto quería ver y le había sido esquiva.
Un momento después se dio cuenta que no podía ser su abuelo. No había posibilidad que fuese él, ni siquiera su abuela o alguna de sus tías o primos. Y todo porque Miguel estaba solo ese día, cuidando la casa…
Debían ser casi las once de la noche y en la calle se escuchaba la misma bulla de casi todos los fines de semana. A Miguel esa bulla no le inquietaba, ya que estaba en la comodidad de su cama, sentado y leyendo un libro que hacía tiempo quería leer y no había podido porque no conocía su nombre exacto ni tampoco quién era su autor.
Fue por pura casualidad que, hablando con un conocido, dio con información del libro. Jorge, un amigo de la infancia de Miguel y allegado a la familia de este, les contó en una visita que sus primas preferían jugar con juguetes de cocinas y demás, antes que jugar con muñecas.
Jorge aseguraba que sus tíos y tías eran muy supersticiosos (tal como lo fueron sus abuelos) y que, en cada generación, asustaban a las niñas de la casa diciendo que las muñecas podían tomar vida si se jugaba demasiado tiempo con ellas y más cuando se jugaban con ellas a altas horas de la noche.
Miguel lo escuchaba atentamente y a su mente volvió esa noticia que alguna vez había escuchado donde había un sitio (supuestamente embrujado) en qué estaban colgadas muchas muñecas. Cuando habló de dicha noticia, Jorge le dio un nombre con el cual podría hallar ese libro que tanto buscaba y no sabía cómo encontrar: La isla de las muñecas.
Una vez ido Jorge y haciendo una rápida búsqueda en Internet logró encontrar la información que necesitaba y que no era sino el nombre del libro que le había sido esquivo, un ejemplar poco común y que tuvo que solicitar online porque no lo encontró en ninguna de la librerías en que buscó: La Isla de las Muñecas; una Historia Concisa de la Isla y Leyenda, de Edmund Breckin.
Entrada la noche y con el libro ya en sus manos comenzó a devorarlo rápidamente, leyendo hoja tras hoja sin apenas descansar. Estaba fascinado de no solo leer toda la mitología detrás de ese sitio sino que había información recogida de diversas fuentes por el autor y que lo hacía muy interesante ya que había una investigación objetiva que apoyaba todo ese aura de mitología del sitio.
A pesar que tenía varias noches de no dormir bien por una gripe que le aquejaba, estaba decidido a terminar de leer el libro y saciar al pleno su curiosidad. Sin embargo, a medida que caía la noche y que sumaba palabras a su lectura, sus párpados empezaron a cerrarse poco a poco, hasta el momento en que se quedó dormido, sentando en su cama, libro en mano y con las luces encendidas.
Pasados unos minutos, una corriente fría de brisa lo obligó a levantarse: al haberlo vencido el sueño había dejado abiertas las ventanas de par en par y la brisa fría de la noche entraba junto con la luz de la luna. Miguel se levantó, cerró cuidadosamente la ventana, no sin dar un leve vistazo fuera y se dispuso a seguir con su lectura (dado que ya se había levantado).
Apenas se hubo acomodado en la cama cuando miró el espejo frente a él y vio una imagen que lo llenó de terror y lo dejó congelado del miedo sin poder mover un solo músculo. Allí, en su cama, justo a su lado, yacía una muñeca, sentada a su lado. En su mente no se explicaba como una muñeca había ido a parar allí y más cuando en la casa no había ninguna niña pequeña que pudiese ser dueña de tal juguete.
Miguel cerró los ojos, entonó un Padre Nuestro (la única oración que vino a su mente) y se quedó inmóvil, sin emitir siquiera sonido alguno y sin siquiera respirar. Pasados unos segundos (él los consideró eternos), se atrevió a abrir sus ojos y, palpando a su lado, notó que no había nada y que quizás todo había sido producto de su imaginación.
Miró nuevamente por el espejo y al no ver nada extraño se tranquilizó, no sin antes cerrar el libro y guardarlo en una mesa de noche que estaba al lado de su cama…
Miguel había estado hasta tarde fuera. No acostumbraba a salir mucho, pero tenía amigos que les gustaban las fiestas y siempre lo invitaban. Miguel algunas veces los acompañaba porque ellos siempre decían que él les “sacaba el cuerpo” por estar leyendo o jugando en el computador.
Miguel caminaba de vuelta a casa dado que la noche había acabado para él, pero había transcurrido muy bien: se había tomado unas cuantas cervezas y había charlado con una chica muy bonita que le había dado su número para que la llamara.
Era una suave noche de agosto y el cielo estaba despejado como de costumbre en ese mes. Miguel observaba taciturno las estrellas mientras caminaba, contemplando el contraste que había entre ellas y el negro cielo.
Fue hasta unos metros después que notó que la calle estaba demasiado solitaria para ser un viernes. Aunque esto no lo molestó se dijo para sí mismo que debía estar alerta, no quería encontrarse a algún amigo de lo ajeno y menos estando solo.
Mientras caminaba recordó a la chica que le había dado su teléfono: era una chica muy agradable. Era casi de su estatura, tenía unos ojos muy expresivos de color verde oscuro y cabello largo negro. Tenía unas manos delicadas, con dedos finos y refinados y además, suave al tacto. Miguel pensó que debían ser las manos más suaves que había tocado en su vida y dejó escapar una leve sonrisa.
Fue en ese momento que notó que alguien venía caminando detrás de él. En un comienzo no se sobresaltó, pero después de unos metros comenzó a inquietarse dado que quien venía detrás de él no parecía alejarse en ningún momento, aunque tampoco había indicios de que se acercara.
Miguel no podía ver su sombra y tampoco quería voltear hacia atrás a mirar, pero sentía que venía allí detrás. Como pudo fue acelerando el paso, primero poco a poco para no levantar sospechas y evitar que quien viniera detrás pudiese correr detrás de él y luego ya un poco más rápido, aunque sin llegar a correr. Sentía como un sudor frío le recorría el cuerpo y empezó a imaginar mil y uno escenarios en donde era robado y/o golpeado.
A pesar de ir por calles conocidas, tuvo que mirar muchas veces hacia los lados para evitar perderse por los mismos nervios que tenía. No decidía si ir directamente a su casa o ir a un negocio cercano de comidas rápidas que siempre estaba abierto a altas horas de la noche y allí tratar de ver bien quien venía detrás de él o al menos perder el rastro si su perseguidor veía una multitud. Miguel se decidió por lo segundo.
Reguló su paso, se tranquilizó un poco y dobló en una de las esquinas para tomar la calle hacia donde estaba el sitio pensado, pero por esas sorpresas del destino, el negocio estaba cerrado y no se veía más que unos muchachos sentados en la acera contraria fumando unos cigarrillos y otro grupo un poco más alejados, charlando y tomándose unas cervezas en la terraza de una casa.
Miguel caminó lentamente sin mirar a los que estaban sentados en la acera, pero ellos si lo vieron a él. Uno de ellos se llevó la mano a uno de los bolsillos y Miguel alcanzó a ver de reojo la delgada hoja de un cuchillo asomándose.
Cerró por un segundo sus ojos y aunque pensó en correr siguió caminando con la vista clavada enfrente, pero ahora con dos preocupaciones encima. Esperaba ser abordado por los muchachos una vez hubiese pasado y estuviese de espaldas a ellos, pero no ocurrió nada. No fue capaz de mirar atrás, solo siguió caminando.
Cuando dobló la esquina de su casa, aceleró el paso y comenzó a correr, abrió como pudo la reja exterior y la cerró con la misma velocidad que la había abierto. Miró hacia la calle a ver donde estaba su perseguidor, pero no vio a nadie cerca.
Al día siguiente, al levantarse encontró a sus padres en la terraza hablando con unos vecinos. Su madre le comentó después que la noche anterior, unos muchachos habían robado al hijo de otro vecino allí cerca y que la gente, al escuchar los gritos del muchacho, habían salido y lo habían visto tendido en la acera con una herida en un costado y unos muchachos encima de él tratando de robarlo.
Cuando los muchachos los notaron, alcanzaron a correr, pero lograron agarrar a uno de ellos y lo entregaron a los policías que llegaron a atender el caso. El muchacho les dijo a estos que su intención no había sido salir a robar, pero que habían visto pasar unos minutos antes a un muchacho que iba bien vestido y se habían decidido ir tras él, ya que estaba completamente solo.
Sin embargo, cuando fueron a levantarse, notaron a una persona de muy alta estatura vestida con una gabardina larga negra y que caminaba unos metros detrás del chico. El joven dijo que no los impactó la altura sino que cuando los vio a ellos, la piel de su rostro se veía muy pálida y que tenía unos ojos negros muy profundos que se veían demasiado grandes desde lejos…
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